El filósofo Erich Fromm explicó la desobediencia como
derecho original, al vincularla a ese gran motor de la humanidad que es el
ansia de libertad, aunque frenado por otra pulsión constante, el miedo a la
libertad. Fromm condensó esa dialéctica en una afirmación que ha sido mil veces
repetida: “La historia de la humanidad comenzó con un acto de desobediencia y
es probable que acabe con un acto de obediencia”.
Cuando Prometeo, Eva y Adán
entonan de diferentes formas su “no serviré”, aunque sea a riesgo del
implacable castigo divino —a la imagen del primer rebelde, el ángel caído que
glosó el poeta John Milton en su Paraíso perdido—, proclaman su autonomía, se
afirman como algo más que creaciones o juguetes de dioses más o menos crueles o
benéficos. Lo señaló el escritor francoargelino Albert Camus: el rebelde es la
expresión misma de la lucha del ser humano por afirmarse frente a la
contradicción de sentirse y saberse esclavizado por las reglas de un mundo que
le es ajeno y contra el que se rebela. Por eso el historiador Howard Zinn, uno
de los más conocidos divulgadores de la desobediencia civil (en adelante, DC),
sostuvo en el contexto de la protesta contra la guerra en Vietnam que toda la
discusión está planteada al revés: “Nos dicen que el problema es la
desobediencia civil, cuando en realidad el problema es la obediencia civil”.
Fromm señala también que en esa tensión constitutiva,
frente a la aparente certeza y confort que nos ofrece actuar obedientemente
dentro del rebaño, en realidad la obediencia mecánica —perinde ac cadaver (al
modo de un cadáver), como reza la máxima de los ignacianos— es la amenaza de
nuestra destrucción. Nadie lo explicó mejor que Kubrick en su extraordinario
filme ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú (1964), una crítica avant la lettre
de la doctrina de la disuasión nuclear, la Mutua Destrucción Asegurada (MAD)
que aceleró la carrera armamentística y contra la que se alzó un importante
movimiento pacifista, uno de los ejemplos de la mejor desobediencia civil, como
veremos.
En suma, la relación dialéctica entre obediencia y
desobediencia nos constituye como humanos y eso muestra hasta qué punto, como
ha señalado con su inteligencia habitual la filósofa Alicia García Ruiz, la
cuestión de los límites de la obediencia es capital. Porque la obediencia es un
ejemplo mayor de concepto límite.
Pero vayamos a la discusión específica sobre la
desobediencia civil.
La lucha por la mejora del Derecho y la democracia
El filósofo estadounidense Hugo Adam Bedau, adelantándose
a las tesis que propuso la filósofa Hannah Arendt en The New Yorker en 1970
(un ensayo recogido luego en su libro Crisis de la República), publicó en 1961
un libro en el que ofrece una definición de DC que, con algunas variantes,
aceptan los principales teóricos de este concepto, de Bertrand Russell a Ronald
Dworkin o John Rawls, pasando por Jürgen Habermas: la DC, frente a otras formas
de resistencia o infracción del Derecho en aras de mayor justicia, consistiría
en una infracción pública y no violenta de un mandato legal (ley, sentencia,
actuaciones administrativas propias de políticas públicas, etcétera) con el
objetivo de conseguir que ese mandato sea anulado, alegando que no se ajusta al
marco jurídico común del que emana la legitimidad legal del mandato impugnado.
La DC es civil porque es pacífica, pública y se apoya en los principios del
sistema jurídico político. Mediante la DC se quiere llamar la atención de la
mayoría (la opinión pública y sus representantes institucionales) para que
rectifique una decisión que cuenta a priori con la presunción de legitimidad
democrática porque ha sido adoptada legalmente, pero cuya legitimidad dentro
del sistema jurídico político se impugna, alegando precisamente su
incompatibilidad con los principios de esa legitimidad.
Lo característico de la DC, a diferencia, por ejemplo, de
la objeción de conciencia, es que no busca la exención individual de un deber,
sino que tiene un alcance colectivo, genuinamente político. Otra peculiaridad
frente a la objeción de conciencia es que la DC puede ser directa, esto es, del
mandato impugnado, pero la mayor parte de las veces es indirecta: se viola otra
norma legal, como el código de circulación, o las que rigen el acceso a
edificios públicos, como hace en estos días la actriz Jane Fonda ante el
Capitolio reclamando acciones contra la emergencia climática. Finalmente, y eso
resulta polémico, la mayor parte de los teóricos de la DC exigen como prueba
del carácter civil no sólo la no violencia y la remisión a los principios del
ordenamiento jurídico-político, sino también la disposición a aceptar el
castigo que se impone a la infracción de la norma (el ejemplo de Fonda,
detenida varias veces por sus protestas). El desobediente civil no es un
delincuente, no trata de burlar la acción de la ley, sino que acepta el sistema
legal que quiere mejorar con su infracción y por eso no trata de escapar a la
sanción. Precisamente la dimensión política de la DC explica también el abanico
de causas que se sirven de ella en esta lucha por mejorar la democracia y el
Derecho. Es lo que sabe captar la mencionada García Ruiz cuando, inspirándose
en Arendt, propone que la DC debe ser entendida como “potencial de renovación
institucional, expresión de la capacidad común de asociación desde el
disentimiento que es constitutiva de una comunidad política libre”, y por eso
concluye que, frente a la DC, “la respuesta gubernamental… no puede quedar
confinada sólo al plano jurídico. Ha de ser resueltamente política”.
Lo anterior es importante a la hora de elucidar si la DC
es un derecho. Mi tesis es claramente negativa. El Derecho no puede renunciar a
exigir obediencia: dejaría de ser Derecho y pasaría a una recomendación. No
cabe reconocer un derecho (menos aún genérico) a la DC. En todo caso, sería lo
que los anglosajones (Ronald Dworkin) llaman moral right: una reivindicación
dotada de justificación moral o política. Otra cosa es cómo debe reaccionar el
Derecho ante la DC. Y ahí coincido con la tesis de García Ruiz.
La DC ha evolucionado. Así, frente a los movimientos de
DC ligados a causas internas, nacionales (el reconocimiento de los derechos
civiles en EE UU), esas reivindicaciones se deslizaron hacia causas más
transversales, incluso universales. Esa es la evolución del movimiento
pacifista surgido en los sesenta, cuyas raíces pueden encontrarse en la
doctrina de la no-violencia propuesta por Lev Tolstói y retomada por Henry
David Thoreau en su conferencia de 1848 Resistencia al Gobierno civil, origen
de su célebre ensayo Desobediencia civil, considerado obra fundacional de la
DC.
Hoy se advierte esa ambición universal en buena parte de los más
importantes movimientos civiles de protesta (“protestas glocales”, como
escribía Andrés Ortega en este periódico). Así, recurre a acciones de DC el
movimiento Black Lives Matter, ligado a la denuncia de la violencia policial
contra los ciudadanos negros en EE UU, que pronto pasó a la denuncia del
esclavismo y del supremacismo, lo que puede trasladarse a todo el mundo. La
misma ambición se advierte en las denuncias individuales y los escraches con
los que comienza el movimiento Me Too, que se convierte en la palanca para un
movimiento universal de denuncia de la violencia de género y de la situación de
subordiscriminación que sufren cientos de millones de mujeres. Un ejemplo
particularmente llamativo y polémico lo ofrece el movimiento Extinction
Rebellion, que lucha contra la emergencia climática y convoca acciones de DC
indirecta que en algunos casos obligan a plantearse el viejo debate: ¿está en
el límite de la no violencia una acción que cause serios trastornos a miles de
personas y desemboque en enfrentamientos?
Ahora bien, el hecho de recurrir a estrategias de
movilización ciudadana, vinculadas a la historia de la resistencia no violenta,
a acciones propias de la tradición de la DC (hay manuales muy conocidos que
reúnen varios cientos de acciones estratégicas), no constituye necesariamente
DC, sino que en muchas ocasiones es otra cosa: insurrección, rebeldía o incluso
revolución; eso sí, no violentas. Así sucede, a mi juicio, con la invocación de
la DC que hacen en Cataluña una parte de los movimientos secesionistas de
carácter inequívocamente pacífico: son manifestaciones de resistencia no
violenta, pero no DC.
El quid de la cuestión, creo, es que para hablar de DC no
basta que las actuaciones que la invocan tengan el rasgo de no violentas. Hace
falta algo más. El punto clave, creo, es si invocan o no un fundamento de
legitimidad comúnmente aceptado, porque el objetivo de la DC no es impugnar el
marco jurídico-político de convivencia, sino —muy al contrario— impugnar un
mandato porque se entiende que no es conforme con esas reglas de juego que
todos hemos aceptado. Reglas que, en democracias como la española, se llaman
Constitución.
¿Eso quiere decir que no es nunca legítimo impugnar la
Constitución? No, porque no cabe excluir la posibilidad de casos en los que el
bloqueo político y la violación de derechos sean tan graves que contaminen de
invalidez a la propia Constitución. Pero eso es rebeldía revolucionaria,
derecho de resistencia, como plantearon Gandhi o el segundo Mandela. Y en esos
casos no es correcto hablar de DC, pues ni Gandhi ni Mandela aspiraban a
mantener las reglas de juego impuestas por los británicos o los afrikáners,
sino a cambiarlas por completo.
Es posible e incluso legítimo (aún diría más, en algunos
casos, obligado) impugnar unilateralmente la propia regla de juego, la
Constitución: pero solo si se prueba que, en efecto, era antidemocrática
(impuesta unilateralmente, como en los supuestos coloniales) o bien que ha
devenido en la práctica en un orden ilegítimo, que mantiene graves violaciones
de derechos humanos. Pero, pese a los esfuerzos de la retórica secesionista, ni
la Constitución española de 1978 fue un ejercicio de dominio colonial sobre
Cataluña, ni asistimos hoy en Cataluña y en España a una violación tan grave y
generalizada de los derechos humanos que haya subvertido el orden
constitucional, aunque, desde luego, hayamos vivido un retroceso preocupante en
no pocas garantías de derechos en los últimos años, retroceso que debe ser
denunciado y corregido y sus responsables deben rendir cuentas. Quienes no aceptan
el marco constitucional ni pretenden reformarla (incluso a fondo, pero por las
vías constitucionales), sino que invocan unilateralmente otros criterios de
legitimidad, diferentes de aquellos por los cuales hemos aceptado
autoobligarnos la mayoría de los ciudadanos, a mi entender, no deben hablar de
DC. La unilateralidad rompe con la civilidad y, una de dos: o es un abuso, o se
pone abiertamente fuera de juego: es insurrección, rebeldía.
Digalo Ahi digital
http://www.digaloahidigital.com/articulo/%C2%BFqu%C3%A9-es-y-qu%C3%A9-no-es-desobediencia-civil
El País
29 de Noviembre del 2019
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