La crisis climática y la crisis financiera de 2008 son
dos caras de la misma moneda. Ambas nacieron como consecuencia de la misma
característica tóxica del modelo económico prevaleciente en el mundo: la
práctica de gastar a cuenta del futuro. Proteger a la humanidad tanto de la
ruina ambiental como financiera exige una estrategia completamente nueva para
el crecimiento –que no sacrifique el mañana en el altar de hoy.
En un sentido, el germen de ambas crisis se puede
rastrear hasta un mismo episodio: la creación de un nuevo orden internacional
después de la Segunda Guerra Mundial. Las instituciones de Bretton Woods que
apuntalaban el orden –el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional-
fomentaron una rápida globalización, caracterizada por un marcado incremento de
las exportaciones de recursos del Sur Global al Norte Global. El resurgimiento
de políticas económicas neoliberales –incluida la eliminación de barreras
comerciales, una desregulación de amplio alcance y la erradicación de los
controles de las cuentas de capital- a fines de los años 1970 aceleró este proceso.
Si bien este sistema incentivó un crecimiento y un
desarrollo económicos sin precedentes, tuvo serios inconvenientes. Las
innovaciones financieras sobrepasaron la regulación –o directamente la
eludieron-, permitiendo que la industria financiera expandiera su influencia
sobre la economía, asumiendo enormes cantidades de riesgo y recogiendo
recompensas gigantescas. Eso finalmente condujo a la crisis de 2008, que puso
al sistema financiero global al borde del colapso. Considerando que la reforma
por la que pasó el sistema fue mínima, los riesgos sistémicos agudos persisten
hasta la fecha.
En el frente ambiental, la extracción desenfrenada de
recursos destruyó los ecosistemas de los países en desarrollo, alentando al
mismo tiempo un consumo acelerado –más fundamentalmente de energía- en el mundo
desarrollado. Hoy, a pesar de representar apenas el 18% de la población global,
las economías avanzadas consumen alrededor del 70% de la energía del mundo que,
en su gran mayoría (el 87%), proviene de combustibles fósiles.
La división Norte-Sur, por ende, está intrínsecamente
vinculada a las emisiones de dióxido de carbono. Y, por cierto, ha asomado la
cabeza en cada negociación climática de las Naciones Unidas, donde los países
que más han contribuido al cambio climático –empezando por Estados Unidos-
muchas veces se interponen en el camino de una acción efectiva.
La resistencia, por lo general, se reduce a una única
consideración: la actual prosperidad económica. Por lo tanto, la única solución
realista a la crisis climática es reemplazar la energía basada en combustibles
fósiles por renovables de manera rápida y lo más costo-efectiva posible para
mantener los motores del crecimiento en marcha. Afortunadamente, ya sabemos que
eso es posible. La clave es un mercado de carbono global.
El Protocolo de Kioto de 1997 intentó utilizar un sistema
de cuotas negociables para fijar un precio a las emisiones de CO2. Si bien
varios países finalmente se negaron a firmar el protocolo –Estados Unidos
firmó, pero no lo ratificó-, el mercado de carbono que creó (diseñado por uno
de nosotros, Chichilnisky) ayudó a que la energía limpia sea más rentable y la
energía sucia, menos.
Si bien el Protocolo de Kioto colapsó, el mundo ha usado
de base este trabajo, y algunas de sus economías más grandes –China, la Unión
Europea y varios estados norteamericanos, incluida California- hoy están
utilizando esquemas de comercialización de emisiones. El valor de los mercados
globales negociados para cuotas de CO2 creció el 250% el año pasado, y hoy supera
los 178.000 millones de dólares anualmente.
Un mercado de carbono global reactivado ayudaría a cortar
el nudo gordiano del crecimiento económico y la degradación ambiental.
Es más,
crearlo y operarlo prácticamente no costaría nada. Un esquema que ofrezca
eficiencia basada en el mercado atraería a las economías desarrolladas. Los
países en desarrollo, por su parte, lo apoyarían porque los límites
obligatorios a las emisiones sólo se aplicarían a las economías de ingresos
medios y altos, como era el caso del Protocolo de Kioto.
El potencial de un mercado de carbono global sigue
creciendo. El año pasado, las Academias Nacionales de Ciencia, Ingeniería y
Medicina de Estados Unidos y el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático
informaron que “las tecnologías de emisiones negativas” que eliminan y
secuestran CO2 del aire podrían escalarse de manera segura para capturar y
almacenar un porcentaje significativo de las emisiones totales. Este proceso
sería tan costo-efectivo que el CO2 capturado podría venderse de manera
rentable en el mercado de carbono.
Por supuesto, las emisiones de CO2 distan de ser el único
factor que contribuyó a la crisis climática. Pero también se pueden crear otros
tipos de mercados verdes. Inclusive antes del Protocolo de Kioto, la Junta de
Comercio de Chicago lanzó un mercado privado de derechos para emitir dióxido de
sulfuro. Las Naciones Unidas hoy están considerando utilizar mercados similares
para proteger la biodiversidad y las cuencas.
Al permitirles a los actores comprar y vender derechos
para usar los bienes comunes mundiales, estos mercados verdes naturalmente
combinan eficiencia y equidad. Sin embargo, la persistente división Norte-Sur
–y especialmente la grieta entre Estados Unidos y China- está obstaculizando
nuestra capacidad para aprovechar su potencial. Tenemos las herramientas para
frenar, y hasta revertir, el cambio climático. Es hora de juntarnos y
utilizarlas.
Project Syndicate
Digalo ahi digital
30 de Noviembre del 2019
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