viernes, 29 de noviembre de 2019

El capitalismo democrático: ¿el fin de una excepción histórica? - Jean-Fabien Spitz





Hace unos años, el capitalismo y la democracia parecían hacer un buen matrimonio. Pero el divorcio parece próximo a consumarse: el mercado se encuentra bien, los regímenes autoritarios florecen y el desinterés por los derechos de los individuos sigue creciendo. Entre tanto, el recurso a soluciones autoritarias para resolver los problemas más apremiantes ya no es objeto de un rechazo tan sistemático.


Con motivo del bicentenario de la Revolución Francesa y la caída del Muro de Berlín, François Furet y muchos otros celebraban el matrimonio eterno del capitalismo y los derechos humanos. 30 años más tarde, la pareja está al borde del divorcio: partidos racistas y xenófobos están a las puertas del poder o ya las han cruzado en varios países de la Unión Europea; Turquía experimenta una deriva autoritaria que vulnera las libertades fundamentales; una fiebre de repliegue y rechazo de los extranjeros se ha apoderado del Reino Unido; Estados Unidos, la democracia más antigua del mundo, ha llevado a la Presidencia a un hombre a quien el racismo no lo inquieta y que parece estar dispuesto a infringir todos los principios escritos y no escritos de una Constitución diseñada para proteger las libertades individuales del conjunto de los ciudadanos1. El capitalismo se encuentra mejor que nunca y el mercado jamás había llevado tan lejos su dominio ni había anexado a tantos sectores de la existencia humana, pero esta extensión sin precedentes no beneficia a los derechos humanos ni a los principios del liberalismo, que hoy son objeto de un escepticismo cada vez mayor.

La desconsolidación democrática

Lo que es más grave aún: los politólogos Yasha Mounk y Roberto Stefan Foa han demostrado que una gran parte de los habitantes de los países ricos se ven afectados por una «desconexión» respecto de los valores de la democracia, y que este alejamiento o esta indiferencia conducen a una desconsolidación de aquella. Cuando se les pregunta acerca del valor del régimen democrático, los ciudadanos de estos países –especialmente los más jóvenes– se muestran cada vez menos apegados a esta forma de gobierno y cada vez más tentados por diversas formas de radicalismo. Si bien aún se le concede cierta importancia a la elección de los gobernantes, los componentes liberales de la democracia, especialmente el respeto por los derechos individuales y la necesidad de conducir los cambios políticos bajo las formas institucionales previstas, parecen ser objeto de una desafección o, en todo caso, de un menor apoyo que en las décadas de 1950 y 1960. En cuanto al compromiso y a la práctica de los derechos políticos, ya no se los considera elementos esenciales de la vida democrática, y el desinterés que inspiran no parece responder a la atracción por formas nuevas y no convencionales de participación cívica.

Finalmente, el recurso a soluciones autoritarias para resolver los problemas más apremiantes ya no es objeto de un rechazo tan sistemático. Por ejemplo, 24% de los ciudadanos estadounidenses, de todas las edades, dice que sería bueno para su país tener un líder fuerte (a strong leader) que no tuviera que preocuparse por el Congreso o las elecciones, mientras que una proporción aún mayor piensa que sería mejor confiar la gestión de los problemas más complejos a los expertos2

En eeuu, propuestas como la de retrasar las elecciones para permitir constituir listas electorales confiables que excluyan toda posibilidad de votar para los no ciudadanos no parecen escandalosas; tampoco actitudes que en el pasado habrían golpeado profundamente las reglas no escritas del juego político, por ejemplo aquella que tomó la mayoría republicana en el Congreso al rehusarse pura y simplemente a considerar el nombramiento en la Corte Suprema de la personalidad sugerida por Barack Obama al final de su mandato para reemplazar al juez Antonin Scalia.Parece además que, para muchos, la adhesión a los valores «liberales» (los derechos de los individuos y las restricciones institucionales) se basó –durante el periodo de consolidación posterior a la Segunda Guerra Mundial– en razones puramente instrumentales, es decir, en la capacidad de los regímenes democráticos de este periodo de promover un crecimiento continuo del nivel de vida de la mayoría. Como escriben Foa y Mounk, «puede ser que el apego generalizado a la democracia haya dependido de un rápido aumento en el nivel de vida de la gente común» y que «las ganancias del crecimiento económico se hayan concentrado más en las manos de los más ricos en las democracias que conocen esta forma de desconsolidación que en los países donde persiste el consenso democrático»3. Claramente, no es sorprendente que el mundo angloamericano –donde la distribución equitativa de los frutos de la prosperidad ha sido menos pronunciada que en otras partes de Europa– sea el primero y el más gravemente afectado por la ola de desconsolidación democrática.

La alianza supuestamente inquebrantable entre un régimen político de esencia democrática, basado tanto en el imperio de la ley (rule of law) y las libertades individuales como en la soberanía de la voluntad colectiva, y un régimen económico basado en la propiedad privada y el libre contrato probablemente ya no esté vigente. Si bien se suponía que cada uno de estos regímenes reforzaba al otro y le daba una base más estable, hoy vemos que se trataba de una ilusión y que este refuerzo mutuo solo existió en un momento histórico muy particular, durante el cual el primero mostró su capacidad para domesticar al segundo y controlar sus excesos. A largo plazo, el mercado genera tales desigualdades que socava los cimientos mismos de la democracia, es decir, el principio igualitario que constituye su núcleo.

La alianza entre ambos regímenes ciertamente puede funcionar de forma armoniosa y equilibrar los dos elementos en la medida en que la democracia sea sólida y demuestre su capacidad para controlar al capitalismo y obligar a las fuerzas del mercado a cumplir con las demandas del interés general, es decir, a traducirse en beneficios reales –que pueden ser desiguales– para el conjunto de los grupos sociales. Cuando este círculo virtuoso está en funcionamiento, el control que la democracia puede ejercer sobre el mercado refuerza su propia legitimidad y genera una adhesión de los ciudadanos que es más sólida en la medida en que el régimen democrático demuestra su capacidad para mantener las desigualdades dentro de límites aceptables y para distribuir equitativamente –a través de prestaciones sociales y servicios públicos– los beneficios de la cooperación social.Pero la «globalización desreguladora» –resultado de decisiones políticas deliberadas y cuidadosamente ponderadas– priva a los Estados nacionales de la posibilidad de controlar el mercado de manera eficaz, mientras se despliega de tal modo que impide la aparición de una instancia política supranacional que pueda efectivamente hacerse cargo de ello. Este dispositivo está diseñado para permitir que las desigualdades reanuden su avance y que los sectores más ricos monopolicen los frutos de un crecimiento más lento.

 El retroceso o la desaparición de ventajas materiales para la mayoría –incluso el deterioro de la situación de sectores enteros de la sociedad– provoca la desafección democrática que vemos hoy. Al mismo tiempo, esta globalización desreguladora desplaza el centro de gravedad del poder junto con la distribución de la riqueza4 y aumenta la influencia de las elites, que son cada vez más difíciles de controlar debido a la falta de instituciones políticas globales. Estas elites favorecen una desregulación que sirve a sus intereses y produce una concentración de ingresos en el extremo superior de la escala.

Se forma entonces el círculo vicioso: una mayor desregulación –o más bien una remodelación deliberada de las regulaciones en favor de la concentración de la riqueza y el ingreso– conduce a un aumento de las desigualdades, lo que se traduce en niveles de vida más bajos para las mayorías y esto reduce la legitimidad de un sistema político al que los ciudadanos adhieren en tanto les proporciona beneficios materiales. El debilitamiento de la legitimidad conduce a la desconsolidación, una atención débil a lo político, comportamientos y elecciones dictados por la superficie de las cosas y no por los intereses reales y, en consecuencia, menos control público sobre la riqueza privada. A su vez, este debilitamiento del control público sobre los actores privados se traduce en un aumento de la globalización, un fortalecimiento de la autonomía de las elites, un salto adelante en la «re-regulación» favorable a la minoría más rica y el correspondiente debilitamiento de una legitimidad democrática ya severamente dañada. 

Cuanto menos cumplen su promesa de controlar los excesos del capitalismo y de efectuar una distribución justa de los resultados del crecimiento, menos legítimos aparecen los regímenes democráticos; y cuanto menos legítimos se muestran, más fácilmente son capturados por una minoría que los somete a su servicio, lo que acentúa aún más los efectos de la desconsolidación señalados por Mounk y Foa. Por lo tanto, no son el capitalismo y la economía de mercado los que fortalecen la legitimidad de la democracia, sino, por el contrario, la capacidad de esta última para controlarlos y limitar sus efectos desigualitarios. Como observa Robert Kuttner, un capitalismo sin límites empobrece y desgasta la democracia y genera así la pulsión populista5.

Desde luego, la paradoja consiste en que la democracia debe existir para que el capitalismo pueda ser objeto de esta limitación, y debe mantener su firmeza a partir de otros factores además de su capacidad para controlar el capitalismo en la medida en que el efecto no puede preceder a la causa. Esto es lo que sucedió después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el recuerdo de la Gran Depresión y la lucha contra el nazismo causaron una profunda aspiración democrática, es decir, una fuerte aspiración igualitaria junto con una fuerte conciencia de que los sobresaltos desigualitarios del capitalismo librado a sí mismo estaban en la raíz de la catástrofe histórica que acababa de ocurrir. Condiciones externas llevaron así a esta limitación del capitalismo que, a su vez, fortaleció la adhesión a los regímenes democráticos.

Desigualdades y desafección por los valores democráticos

Existe por tanto un vínculo causal entre la desconsolidación democrática y el hecho de que la captura de casi todos los frutos del crecimiento económico en el periodo reciente por la pequeña minoría de los más acomodados haya estado acompañada de un estancamiento o incluso una regresión del nivel de vida de la mayoría. En su época, Alexis de Tocqueville también había notado que había dos formas de adhesión al sistema democrático: una basada en su utilidad y otra basada en el valor intrínseco de sus ideales. En su opinión, solo la segunda podía realmente «consolidar» la democracia, y señalaba también que al dar su apoyo a este régimen por consideraciones puramente utilitarias y consecuencialistas, los individuos modernos se arriesgaban a perder en ambos terrenos, pues un régimen al cual los ciudadanos no conceden una adhesión de principio, con el tiempo, pierde las características que le permiten producir la utilidad sobre la que descansa su poder de atracción.

En el curso de los últimos 30 años, ha sido entonces la incapacidad –¿o el rechazo?– de los países ricos de promover una economía cuyos frutos serían compartidos la que actualmente provoca un reflujo, una desconfianza que se traduce incluso en la sospecha de que los valores democráticos –las libertades personales y los mecanismos institucionales destinados a prevenir el abuso de poder y las tendencias autoritarias– podrían no ser compañeros obligados, sino obstáculos para la promoción de una prosperidad ampliamente compartida. El ejemplo de países que, como China, han experimentado un crecimiento económico inédito sin la sombra del progreso hacia un mayor control democrático del poder o hacia un mayor respeto por los derechos individuales también alimenta esta sospecha6. Después de la Gran Depresión de la década de 1930, la hipótesis de Karl Polanyi parece así encontrar una segunda confirmación7: la extensión ilimitada de las relaciones de mercado, cuando afecta a los marcos mismos de la sociedad, que son el ser humano y la naturaleza –como es el caso actual, después de un periodo de pronunciada integración institucional del mercado–, provoca un efecto reactivo bajo la forma de un cuestionamiento que alcanza los fundamentos intelectuales de esta misma extensión. Y en este efecto reactivo, los derechos personales y las formas institucionales de la democracia sufren una desafección al menos tan grande –o incluso mayor– como aquella que alcanza a los derechos económicos de propiedad y de contrato, cuya sacralización se encuentra en la base del estancamiento de los niveles de vida que afecta a la mayoría.

Esta asimetría es difícil de entender. ¿Por qué los derechos económicos –los principales responsables de la explosión de las desigualdades– siguen siendo fuertemente apoyados, mientras que los derechos personales y los mecanismos democráticos son objeto de un escepticismo cada vez mayor? ¿Por qué el efecto búmeran toma una forma conservadora (racismo, exclusiones, cierre de fronteras, endurecimiento securitario, mayor tolerancia frente a una estrecha vigilancia de la vida privada por parte del poder político, etc.), y no la forma progresista que apunte a limitar los derechos económicos, a regular el uso de la propiedad y su circulación, a vigilar la equidad en los contratos y a establecer, más allá del agotamiento de las formas clásicas del Estado social, nuevas modalidades de control de las desigualdades generadas por el mercado? Es claro que, en cualquier periodo de crisis, los colectivos humanos tienden a un repliegue identitario ligado a sus raíces históricas y que el extranjero cumple entonces el clásico rol de chivo expiatorio. Pero esta explicación es insuficiente para dar cuenta de la dimensión del fenómeno.

El equilibrio entre soberanía popular y protección de las libertades individuales
Desde las revoluciones de finales del siglo xviii, se ha buscado el equilibrio adecuado entre dos principios que parecían antitéticos: la soberanía de la voluntad mayoritaria, por un lado, y la protección de las libertades individuales contra los abusos de esta misma mayoría, por el otro. Esta búsqueda dio lugar a la idea de que ninguno de estos dos elementos podría representar un valor si se disociaba completamente del otro. Privada del contrapeso que constituyen los derechos de los individuos y sus mecanismos de protección (filtrage), la voluntad de la mayoría podría derivar en la opresión de las minorías. Pero, a la inversa, liberados del peso de la voluntad colectiva, los dispositivos de protección de los derechos individuales pueden convertirse fácilmente en obstáculos para el mantenimiento de la igualdad en forma de beneficios recíprocos, que es lo único que puede sustentar su legitimidad.

A mediados del siglo xx, un régimen que podría describirse como «capitalismo democrático» parecía llevar a cabo la forma ideal de este equilibrio. Por un lado, existía el mercado y los derechos de propiedad y contrato estaban garantizados. Pero, por otro lado, la circulación de bienes, servicios y capital estaba «encastrada» en instituciones que limitaban sus efectos negativos e impedían poner en cuestión el carácter democrático de la sociedad, es decir, la posibilidad para la mayoría de los ciudadanos de promover la política de su preferencia, y que consistía en un crecimiento equitativamente –lo que no significa igualmente– distribuido de los niveles de vida. Los derechos individuales eran respetados, pero no eran absolutos: los derechos de propiedad y de contrato, por ejemplo, estaban sujetos a ciertas obligaciones sociales que les impedían funcionar como una restricción radical. Los derechos de las personas –y este es un aspecto muy espinoso– no fueron tan lejos como para poner en tela de juicio lo que muchos consideraban un necesario marco común y estable.

 En efecto, no se trataba ni de los derechos de las mujeres a la igualdad ni de los derechos de las minorías culturales al reconocimiento de la legitimidad de sus prácticas. Esta dimensión no se puede ignorar hoy, aunque algunos estén convencidos de que las promesas democráticas solo se pueden cumplir en espacios políticos homogéneos o en los que existe un grupo dominante dotado de una poderosa identidad común8. Por el contrario, la democracia funcionaba, el poder del dinero era limitado, las elites no eran todopoderosas y una buena parte de ellas era consciente de la necesidad del compromiso, pero la mayoría reconocía la legitimidad de los mecanismos institucionales y de los derechos fundamentales que limitaban su poder y que, después de todo, habían sido concebidos para tal fin.

La ruptura del equilibrio

Pero para la generación siguiente este equilibrio se ha visto sacudido por dos nuevos elementos. Por un lado, la interpretación de los derechos y las libertades individuales ha experimentado lo que puede denominarse una «rigidificación», que los ha vuelto absolutos, mientras que el principio de la soberanía de la voluntad colectiva sufrió, por su parte, un desgaste continuo que condujo a la idea de que no corresponde al colectivo de los ciudadanos ejercer su voluntad, sino solo elegir a quienes la ejercerán por ellos.
La primera de estas evoluciones eleva la competencia «libre» al rango de un principio constitutivo de la civilización, libera el derecho de propiedad de toda limitación, eleva la contractualidad «voluntaria» al rango de paradigma de la libertad individual e introduce en la idea de supremacía del derecho consideraciones sustanciales que permiten precisamente conceder un estatuto constitucional a esta acepción absolutizada del derecho de propiedad. Pero, más grave aún, los mecanismos mismos de esta absolutización, en especial la globalización y la competencia fiscal y social de los Estados, parecen colocar deliberadamente esta acepción absolutizada del concepto de propiedad fuera del alcance de cualquier control democrático9. La Unión Europea, en particular, fue concebida para confiar la protección de esta concepción de la libertad y de la propiedad a instituciones en gran medida aisladas del control colectivo, como si su validez normativa no pudiese siquiera ser cuestionada o discutida.

Además, esta concepción se presenta constantemente no solo como fiel a las enseñanzas de los padres del liberalismo, sino también como la única versión posible del movimiento de crítica de las instituciones aristocráticas y autoritarias que luego sería identificado con el nombre de «liberalismo» y que marcó el final del siglo xviii. Por lo tanto, hoy nadie parece poder discutir que, en un mundo de libertad, un empresario tiene el derecho de trasladar sus actividades adonde le parezca adecuado y que, si el ejercicio de esta libertad tiene sin duda consecuencias desagradables para algunos, esto no podría justificar que se la cuestione. Se supone que esta misma libertad le otorga al empresario el derecho de no vender su empresa a un comprador que ofrezca mantener los empleos; es muy posible que esté motivado por el deseo de no tener competencia en su mercado, pero, nuevamente, el dogma dicta que el ejercicio del derecho de propiedad incluye el derecho de vender o no vender, y que cualquier obstáculo para el ejercicio de este derecho conduciría a la reconstitución de la sociedad de privilegios, donde el derecho, en lugar de ser una regla imparcial de interacción entre socios iguales, se convertiría en un medio de poder mediante el cual algunos protegerían sus intereses a través de barreras artificiales.

Pero los fundadores de la concepción liberal no absolutizaron el derecho de propiedad ni pretendieron que la facultad de usarlo sin límites fuera suficiente para definir la libertad. Por el contrario, construyeron el concepto de un derecho de propiedad libre de las obligaciones y restricciones legales que caracterizaban a la sociedad estamental como un instrumento de desfeudalización de la sociedad, es decir, como una herramienta adaptada a la destrucción de formas específicas de dependencia personal convertidas en obstáculos legales10

Ahora bien, las formas de dependencia personal y de no libertad que se encuentran en el mundo del capitalismo desarrollado ya no constituyen una cuestión de privilegios legales, sino de asimetrías de poder y de capacidades desiguales para sacar partido de reglas formalmente idénticas, aunque estas asimetrías posean una fuerte tendencia a cristalizarse nuevamente en privilegios gracias a las disposiciones jurídicas que permiten su reproducción. Por lo tanto, si la liberación de la propiedad de los obstáculos jurídicos ha sido el medio adecuado para destruir las jerarquías basadas en la ley y la diferencia de estatus, ya no lo es para contener las asimetrías de poder material que hoy fundamentan las formas contemporáneas de dependencia. Por el contrario, es esta liberación misma la que conduce actualmente a la refeudalización de la economía y la sociedad, mientras que solo la limitación del derecho de propiedad en función de dar lugar a la libertad de quienes, sin estas limitaciones, padecen su fuerza coercitiva, puede ser hoy en día la herramienta adecuada para la libertad individual.

Lejos de ser la única vía posible para criticar y deconstruir la realidad de la dependencia y de la dominación, la concepción absolutizada de la propiedad refuerza esta realidad al rechazar cualquier posibilidad de analizar y de comprender cómo la apropiación privada de recursos tiene consecuencias negativas para la independencia de terceros, así como las razones por las cuales estas consecuencias negativas deberían justificar que precisamente se despoje al derecho de propiedad de su carácter absoluto en el contexto actual. Se puede sugerir, por ejemplo, que un empresario que decide cerrar una unidad de producción que considera no rentable tenga la obligación de transferirla a un comprador o incluso a sus empleados, quienes presentan un proyecto económicamente viable para mantenerla en funcionamiento11.

Lejos de preservar la libertad de todos, el endurecimiento deontológico de la propiedad y del contrato vuelve a introducir, en consecuencia, un régimen de dominación en el contexto completamente transformado del capitalismo contemporáneo. Y, a su vez, este nuevo régimen de dominación –que es profundamente antidemocrático y no liberal– pone en marcha un movimiento de rechazo que afecta al conjunto de los derechos individuales y que puede conducir al surgimiento de regímenes autoritarios y a la extinción de la forma de regulación política que llamamos democracia, es decir, una forma de regulación basada en la idea de que cada individuo tiene tanto el mismo valor como el mismo derecho a la independencia.

Quienes actualmente no ven objeciones al cuestionamiento de esta igualdad por parte del poder privado y por la manera en que el poder político es capturado por el dinero asumen una gran responsabilidad al poner en marcha un movimiento que podría conducir a la desaparición de las formas políticas que hicieron posible esta igualdad y que solo pueden sobrevivir si continúan garantizando su realidad. Pero si la democracia política sigue tolerando el aumento de la desigualdad, la captura de los frutos del trabajo común por una pequeña minoría y un funcionamiento que hace que el empobrecimiento de unos sea el medio de enriquecimiento de otros, corre el riesgo de perder el apoyo de los ciudadanos que solo querrían preservarla si cumple con su definición, que es, por el contrario, sostener la promesa de igualdad y mantener la realidad del beneficio mutuo. Como muestra Kuttner, el surgimiento del populismo se encuentra, por lo tanto, vinculado a la erosión del contrato que había logrado, después de la Segunda Guerra Mundial, servir a los intereses del conjunto de los ciudadanos; el motor de este surgimiento es la resurrección de un capitalismo global desenfrenado que sirve a los intereses de unos pocos, perjudica a la mayoría y alimenta la política antisistema.

La segunda evolución desplaza progresivamente la definición misma de democracia hacia las nociones de representación y pluralismo a costa de lo que parecía constituir su núcleo, a saber, la idea de que los ciudadanos tienen el mismo valor y que, colectivamente, están habilitados a implementar los medios para garantizar que esta igualdad sea más real que nominal. Pero el pluralismo y el conjunto de los dispositivos que protegen a los individuos contra la tiranía de la mayoría –ya se trate de las libertades fundamentales o de los mecanismos institucionales que obligan a las decisiones políticas a pasar por el filtro de la deliberación de posturas contrapuestas– no constituyen fines en sí mismos, contrariamente a lo que se podría creer según cierta tendencia actual de los estudios democráticos12.

Estos son medios para lograr ciertos resultados, no la verdad o la prevalencia de una voluntad popular homogénea, sino una regulación política y social que honra la promesa de igualdad de valor y que, por lo tanto, cumple el requisito esencial del beneficio mutuo. Como vemos hoy, el pluralismo pierde su legitimidad en la medida en que, en lugar de promover la igualdad de independencia, entra en el arsenal de sus adversarios.
Estas dos evoluciones son viejas y han experimentado picos de intensidad en el pasado –especialmente en el siglo xix–, pero se han radicalizado en el periodo reciente y, por supuesto, son solidarias: porque los derechos son cada vez más ampliamente concebidos como restricciones laterales intangibles –según la expresión de Robert Nozick–, mientras que la democracia es cada vez menos percibida como la preeminencia de una voluntad colectiva soberana.

Estas dos evoluciones están acompañadas además por otras dos que se despliegan en un modo menor, pero cuyas consecuencias son igualmente explosivas. Al mismo tiempo que se han vuelto más rígidos, los derechos individuales se han expandido de tal manera que las protecciones que otorgan a nuevos sectores de la población (las mujeres, las minorías, los inmigrantes) parecen amenazar hoy los privilegios de aquellos que anteriormente los disfrutaban de forma exclusiva (los hombres blancos). Este viraje revela una falla o debilidad estructural en la arquitectura del capitalismo democrático de la posguerra: la igualdad de valor no era para todos porque excluía a las mujeres y a los miembros de las minorías. Se sabe, por ejemplo, que en eeuu los avances sociales del New Deal excluían a los afroamericanos13, y Nancy Fraser ha señalado hasta qué punto las formas de integración institucional del mercado que han predominado en el capitalismo de posguerra podían tener como consecuencia formas inéditas de dominación para las mujeres y los pueblos del Sur14.

Y al mismo tiempo que el principio de soberanía popular ha sido objeto de un deterioro conceptual (su legitimidad ha ido perdiendo solidez en tanto se le ha opuesto la posibilidad de desviaciones mayoritarias), también se ha visto afectado en un nivel más material por la aparición de los medios de comunicación, que aumentaron el poder del dinero en el proceso político y las posibilidades de fabricación del consentimiento evocadas por Noam Chomsky.

Las consecuencias de la ruptura

En eeuu y Europa, la reacción actual a estas evoluciones toma la forma de movimientos políticos que invocan el recurso al pueblo contra las elites y contra las disposiciones liberales destinadas a filtrar y frenar el ejercicio de la soberanía popular. Una de las hipótesis más frecuentemente expuestas para explicar esta reacción apunta a que constituye, en palabras del politólogo holandés Cas Mudde, «una respuesta democrática no liberal a décadas de políticas liberales antidemocráticas»15. En otros términos, la rigidez creciente de los derechos individuales y la consiguiente disminución de la soberanía colectiva provocan una especie de violento efecto reactivo que se separa también del compromiso alcanzado a mediados del siglo xx, pero en el otro sentido: por un lado, rechazando el valor de las libertades personales y los derechos individuales y, por otro, dando lugar a una hipervaloración de la soberanía popular como pura voluntad. Se sucedieron entonces dos rupturas con el compromiso alcanzado a mediados del siglo xx, la primera provocando la segunda como respuesta.

Primero, se desarrolló un liberalismo antidemocrático, es decir, un gobierno de elite que intenta imponer la supremacía de un régimen de derechos absolutos –rápidamente bautizado rule of law– que favorecía sus propios intereses y negaba a los pueblos la posibilidad de expresar y hacer valer su aspiración a una distribución equitativa de la riqueza. Pero esta desdemocratización, o esta captura del poder por el dinero, fue posible gracias a una verdadera revolución intelectual preparada durante largo tiempo, que mezcla el elogio de un liberalismo clásico en gran parte imaginario con la acusación del Estado social, presentado como el verdugo del derecho y la libertad de los individuos.

Actualmente se ve surgir como reacción a partidarios –y pronto practicantes– de una democracia iliberal, cuyo concepto fue inicialmente introducido por Fareed Zakaria16 y en la que se reivindica explícitamente un dirigente como Viktor Orbán17. Esta forma de régimen político que sobrevalora la soberanía popular sería por tanto el signo de una reacción de los pueblos contra los derechos personales y los mecanismos constitucionales que, cada vez más, se les presentan como frenos que les impiden hacer prevalecer su aspiración, si no a un nivel de vida creciente, al menos a una distribución equitativa de los frutos enrarecidos de este crecimiento, y que también les impiden controlar a las elites que intentan imponer sus intereses a través de un débil crecimiento y de un proceso de globalización del que serían los únicos beneficiarios.

El compromiso de posguerra se basaba en una doble moderación entre un liberalismo que se abstenía de absolutizar los derechos –en particular, los derechos económicos de propiedad y de contrato– y una democracia controlada que aceptaba el poder privado del capital en la medida en que accedía a compartir sus beneficios. Pero a fines de la década de 1970, las dos partes comenzaron a alejarse una de la otra y, al romper los lazos de compromiso que habían forjado mediante concesiones recíprocas, perdieron los aspectos moderadores que resultaban de su asociación y que solo ellos habían hecho posibles.
Como en todos los divorcios, cada una de las partes naturalmente acusa a la otra de haber cometido primero los excesos que llevaron a la ruptura. Los defensores del liberalismo estaban convencidos de que en la década de 1970 la democracia, al volverse social, se inmiscuía en el derecho de propiedad y en el libre contrato, al punto de impedir que la competencia hiciera su trabajo y que el mercado entregara las señales adecuadas. Por el contrario, los partidarios de una democracia consolidada sobre bases sociales (servicios públicos, derecho laboral, sistema previsional, seguridad social) acusaban a los liberales «neoclásicos» de aprovechar las dificultades coyunturales del capitalismo democrático de posguerra (el aumento de los precios de la energía y los efectos en cascada resultantes), pero también el fracaso cada vez más evidente de los países del «socialismo real», para romper el compromiso y lanzar una gran ofensiva de reconstitución de desigualdades que podía apoyarse en una intensa preparación de artillería intelectual previa. Y, como en cualquier ruptura, cada uno demostró enérgicamente los aspectos de su personalidad reprimidos durante el matrimonio, aspectos que, una vez sacados a la luz, permitieron comprender cuán frágil era su unión. 

El liberalismo rechaza el Estado social, que es concebido como un ataque contra la supremacía del derecho y como un cuestionamiento de la libertad y la propiedad, e intenta volver a lo que considera sus propios fundamentos, es decir, a una forma de liberalismo clásico. Por el contrario, los pueblos soberanos se muestran cada vez más reacios a respetar los principios (derechos individuales y frenos institucionales) que perciben como herramientas que las minorías más favorecidas han utilizado para frustrar sus aspiraciones y poner en riesgo los niveles de vida y las perspectivas de futuro a las que pensaban que sus hijos tenían derecho.

¿Por qué se rompió el compromiso? La dimensión intelectual sin duda juega un papel importante, ya que, ante la ofensiva multiforme para mostrar que el Estado social desvirtúa la competencia, obstaculiza el mercado, crea rentas diferenciales y reconstituye los privilegios corporativos, los partidarios de la democracia social no han podido demostrar que esta era la verdadera heredera del proyecto liberal y que, sin el control de las desigualdades y las dependencias que permite, el funcionamiento sin trabas de los derechos de propiedad y de contrato tiende inexorablemente a refeudalizar la sociedad.
¿Cómo renovar los hilos del compromiso? La idea de gravar con impuestos la riqueza adquirida en el mercado para redistribuir una parte de ella en forma de transferencias está llegando sin duda a su fin. El futuro pertenece a otras formas de controlar el capitalismo: la tributación de la riqueza transmitida, la desmercantilización de bienes esenciales como la salud y la educación, así como la tentativa –que los angloamericanos llaman 

«predistribución» para distinguirla de la redistribución– de modificar la distribución de los ingresos primarios para lograr una mayor igualdad18. Pero el purgatorio de las falsas soluciones puede ser largo.

Nota: la versión original de este artículo en francés se publicó en La Vie des Idées, 10/7/2018, con el título «Le capitalisme démocratique. La fin d’une exception historique?». 

Traducción: Lucas Bidon-Chanal


Nuso. org

No hay comentarios:

Publicar un comentario