Hace unos años, el capitalismo y la democracia parecían
hacer un buen matrimonio. Pero el divorcio parece próximo a consumarse: el
mercado se encuentra bien, los regímenes autoritarios florecen y el desinterés
por los derechos de los individuos sigue creciendo. Entre tanto, el recurso a
soluciones autoritarias para resolver los problemas más apremiantes ya no es
objeto de un rechazo tan sistemático.
Con motivo del bicentenario de la Revolución Francesa y
la caída del Muro de Berlín, François Furet y muchos otros celebraban el
matrimonio eterno del capitalismo y los derechos humanos. 30 años más tarde, la
pareja está al borde del divorcio: partidos racistas y xenófobos están a las
puertas del poder o ya las han cruzado en varios países de la Unión Europea;
Turquía experimenta una deriva autoritaria que vulnera las libertades
fundamentales; una fiebre de repliegue y rechazo de los extranjeros se ha apoderado
del Reino Unido; Estados Unidos, la democracia más antigua del mundo, ha
llevado a la Presidencia a un hombre a quien el racismo no lo inquieta y que
parece estar dispuesto a infringir todos los principios escritos y no escritos
de una Constitución diseñada para proteger las libertades individuales del
conjunto de los ciudadanos1.
El capitalismo se encuentra mejor que nunca y el mercado jamás había llevado
tan lejos su dominio ni había anexado a tantos sectores de la existencia
humana, pero esta extensión sin precedentes no beneficia a los derechos humanos
ni a los principios del liberalismo, que hoy son objeto de un escepticismo cada
vez mayor.
La desconsolidación democrática
Lo que es más grave aún: los politólogos Yasha Mounk y
Roberto Stefan Foa han demostrado que una gran parte de los habitantes de los
países ricos se ven afectados por una «desconexión» respecto de los valores de
la democracia, y que este alejamiento o esta indiferencia conducen a una
desconsolidación de aquella. Cuando se les pregunta acerca del valor del
régimen democrático, los ciudadanos de estos países –especialmente los más
jóvenes– se muestran cada vez menos apegados a esta forma de gobierno y cada
vez más tentados por diversas formas de radicalismo. Si bien aún se le concede
cierta importancia a la elección de los gobernantes, los componentes liberales
de la democracia, especialmente el respeto por los derechos individuales y la
necesidad de conducir los cambios políticos bajo las formas institucionales
previstas, parecen ser objeto de una desafección o, en todo caso, de un menor
apoyo que en las décadas de 1950 y 1960. En cuanto al compromiso y a la
práctica de los derechos políticos, ya no se los considera elementos esenciales
de la vida democrática, y el desinterés que inspiran no parece responder a la
atracción por formas nuevas y no convencionales de participación cívica.
Finalmente, el recurso a soluciones autoritarias para
resolver los problemas más apremiantes ya no es objeto de un rechazo tan
sistemático. Por ejemplo, 24% de los ciudadanos estadounidenses, de todas las
edades, dice que sería bueno para su país tener un líder fuerte (a strong
leader) que no tuviera que preocuparse por el Congreso o las elecciones,
mientras que una proporción aún mayor piensa que sería mejor confiar la gestión
de los problemas más complejos a los expertos2.
En eeuu, propuestas como la de retrasar las elecciones para permitir
constituir listas electorales confiables que excluyan toda posibilidad de votar
para los no ciudadanos no parecen escandalosas; tampoco actitudes que en el
pasado habrían golpeado profundamente las reglas no escritas del juego
político, por ejemplo aquella que tomó la mayoría republicana en el Congreso al
rehusarse pura y simplemente a considerar el nombramiento en la Corte Suprema
de la personalidad sugerida por Barack Obama al final de su mandato para
reemplazar al juez Antonin Scalia.Parece además que, para muchos, la adhesión a
los valores «liberales» (los derechos de los individuos y las restricciones
institucionales) se basó –durante el periodo de consolidación posterior a la
Segunda Guerra Mundial– en razones puramente instrumentales, es decir, en la
capacidad de los regímenes democráticos de este periodo de promover un
crecimiento continuo del nivel de vida de la mayoría. Como escriben Foa y
Mounk, «puede ser que el apego generalizado a la democracia haya dependido de
un rápido aumento en el nivel de vida de la gente común» y que «las ganancias
del crecimiento económico se hayan concentrado más en las manos de los más
ricos en las democracias que conocen esta forma de desconsolidación que en los
países donde persiste el consenso democrático»3.
Claramente, no es sorprendente que el mundo angloamericano –donde la
distribución equitativa de los frutos de la prosperidad ha sido menos
pronunciada que en otras partes de Europa– sea el primero y el más gravemente
afectado por la ola de desconsolidación democrática.
La alianza supuestamente inquebrantable entre un régimen
político de esencia democrática, basado tanto en el imperio de la ley (rule of
law) y las libertades individuales como en la soberanía de la voluntad
colectiva, y un régimen económico basado en la propiedad privada y el libre
contrato probablemente ya no esté vigente. Si bien se suponía que cada uno de
estos regímenes reforzaba al otro y le daba una base más estable, hoy vemos que
se trataba de una ilusión y que este refuerzo mutuo solo existió en un momento
histórico muy particular, durante el cual el primero mostró su capacidad para
domesticar al segundo y controlar sus excesos. A largo plazo, el mercado genera
tales desigualdades que socava los cimientos mismos de la democracia, es decir,
el principio igualitario que constituye su núcleo.
La alianza entre ambos regímenes ciertamente puede
funcionar de forma armoniosa y equilibrar los dos elementos en la medida en que
la democracia sea sólida y demuestre su capacidad para controlar al capitalismo
y obligar a las fuerzas del mercado a cumplir con las demandas del interés
general, es decir, a traducirse en beneficios reales –que pueden ser
desiguales– para el conjunto de los grupos sociales. Cuando este círculo
virtuoso está en funcionamiento, el control que la democracia puede ejercer
sobre el mercado refuerza su propia legitimidad y genera una adhesión de los
ciudadanos que es más sólida en la medida en que el régimen democrático
demuestra su capacidad para mantener las desigualdades dentro de límites
aceptables y para distribuir equitativamente –a través de prestaciones sociales
y servicios públicos– los beneficios de la cooperación social.Pero la
«globalización desreguladora» –resultado de decisiones políticas deliberadas y cuidadosamente
ponderadas– priva a los Estados nacionales de la posibilidad de controlar el
mercado de manera eficaz, mientras se despliega de tal modo que impide la
aparición de una instancia política supranacional que pueda efectivamente
hacerse cargo de ello. Este dispositivo está diseñado para permitir que las
desigualdades reanuden su avance y que los sectores más ricos monopolicen los
frutos de un crecimiento más lento.
El retroceso o la desaparición de ventajas
materiales para la mayoría –incluso el deterioro de la situación de sectores
enteros de la sociedad– provoca la desafección democrática que vemos hoy. Al
mismo tiempo, esta globalización desreguladora desplaza el centro de gravedad
del poder junto con la distribución de la riqueza4 y
aumenta la influencia de las elites, que son cada vez más difíciles de
controlar debido a la falta de instituciones políticas globales. Estas elites
favorecen una desregulación que sirve a sus intereses y produce una
concentración de ingresos en el extremo superior de la escala.
Se forma entonces el círculo vicioso: una mayor
desregulación –o más bien una remodelación deliberada de las regulaciones en
favor de la concentración de la riqueza y el ingreso– conduce a un aumento de
las desigualdades, lo que se traduce en niveles de vida más bajos para las
mayorías y esto reduce la legitimidad de un sistema político al que los
ciudadanos adhieren en tanto les proporciona beneficios materiales. El
debilitamiento de la legitimidad conduce a la desconsolidación, una atención
débil a lo político, comportamientos y elecciones dictados por la superficie de
las cosas y no por los intereses reales y, en consecuencia, menos control
público sobre la riqueza privada. A su vez, este debilitamiento del control
público sobre los actores privados se traduce en un aumento de la
globalización, un fortalecimiento de la autonomía de las elites, un salto
adelante en la «re-regulación» favorable a la minoría más rica y el
correspondiente debilitamiento de una legitimidad democrática ya severamente dañada.
Cuanto menos cumplen su promesa de controlar los excesos del capitalismo y de
efectuar una distribución justa de los resultados del crecimiento, menos
legítimos aparecen los regímenes democráticos; y cuanto menos legítimos se
muestran, más fácilmente son capturados por una minoría que los somete a su
servicio, lo que acentúa aún más los efectos de la desconsolidación señalados
por Mounk y Foa. Por lo tanto, no son el capitalismo y la economía de mercado
los que fortalecen la legitimidad de la democracia, sino, por el contrario, la
capacidad de esta última para controlarlos y limitar sus efectos
desigualitarios. Como observa Robert Kuttner, un capitalismo sin límites
empobrece y desgasta la democracia y genera así la pulsión populista5.
Desde luego, la paradoja consiste en que la democracia
debe existir para que el capitalismo pueda ser objeto de esta limitación, y
debe mantener su firmeza a partir de otros factores además de su capacidad para
controlar el capitalismo en la medida en que el efecto no puede preceder a la
causa. Esto es lo que sucedió después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el
recuerdo de la Gran Depresión y la lucha contra el nazismo causaron una
profunda aspiración democrática, es decir, una fuerte aspiración igualitaria
junto con una fuerte conciencia de que los sobresaltos desigualitarios del
capitalismo librado a sí mismo estaban en la raíz de la catástrofe histórica
que acababa de ocurrir. Condiciones externas llevaron así a esta limitación del
capitalismo que, a su vez, fortaleció la adhesión a los regímenes democráticos.
Desigualdades y desafección por los valores democráticos
Existe por tanto un vínculo causal entre la
desconsolidación democrática y el hecho de que la captura de casi todos los
frutos del crecimiento económico en el periodo reciente por la pequeña minoría
de los más acomodados haya estado acompañada de un estancamiento o incluso una
regresión del nivel de vida de la mayoría. En su época, Alexis de Tocqueville
también había notado que había dos formas de adhesión al sistema democrático:
una basada en su utilidad y otra basada en el valor intrínseco de sus ideales.
En su opinión, solo la segunda podía realmente «consolidar» la democracia, y
señalaba también que al dar su apoyo a este régimen por consideraciones
puramente utilitarias y consecuencialistas, los individuos modernos se
arriesgaban a perder en ambos terrenos, pues un régimen al cual los ciudadanos
no conceden una adhesión de principio, con el tiempo, pierde las
características que le permiten producir la utilidad sobre la que descansa su
poder de atracción.
En el curso de los últimos 30 años, ha sido entonces la
incapacidad –¿o el rechazo?– de los países ricos de promover una economía cuyos
frutos serían compartidos la que actualmente provoca un reflujo, una
desconfianza que se traduce incluso en la sospecha de que los valores
democráticos –las libertades personales y los mecanismos institucionales
destinados a prevenir el abuso de poder y las tendencias autoritarias– podrían
no ser compañeros obligados, sino obstáculos para la promoción de una
prosperidad ampliamente compartida. El ejemplo de países que, como China, han
experimentado un crecimiento económico inédito sin la sombra del progreso hacia
un mayor control democrático del poder o hacia un mayor respeto por los
derechos individuales también alimenta esta sospecha6.
Después de la Gran Depresión de la década de 1930, la hipótesis de Karl Polanyi
parece así encontrar una segunda confirmación7:
la extensión ilimitada de las relaciones de mercado, cuando afecta a los marcos
mismos de la sociedad, que son el ser humano y la naturaleza –como es el caso
actual, después de un periodo de pronunciada integración institucional del
mercado–, provoca un efecto reactivo bajo la forma de un cuestionamiento que
alcanza los fundamentos intelectuales de esta misma extensión. Y en este efecto
reactivo, los derechos personales y las formas institucionales de la democracia
sufren una desafección al menos tan grande –o incluso mayor– como aquella que
alcanza a los derechos económicos de propiedad y de contrato, cuya
sacralización se encuentra en la base del estancamiento de los niveles de vida
que afecta a la mayoría.
Esta asimetría es difícil de entender. ¿Por qué los
derechos económicos –los principales responsables de la explosión de las
desigualdades– siguen siendo fuertemente apoyados, mientras que los derechos
personales y los mecanismos democráticos son objeto de un escepticismo cada vez
mayor? ¿Por qué el efecto búmeran toma una forma conservadora (racismo, exclusiones,
cierre de fronteras, endurecimiento securitario, mayor tolerancia frente a una
estrecha vigilancia de la vida privada por parte del poder político, etc.), y
no la forma progresista que apunte a limitar los derechos económicos, a regular
el uso de la propiedad y su circulación, a vigilar la equidad en los contratos
y a establecer, más allá del agotamiento de las formas clásicas del Estado
social, nuevas modalidades de control de las desigualdades generadas por el
mercado? Es claro que, en cualquier periodo de crisis, los colectivos humanos
tienden a un repliegue identitario ligado a sus raíces históricas y que el
extranjero cumple entonces el clásico rol de chivo expiatorio. Pero esta
explicación es insuficiente para dar cuenta de la dimensión del fenómeno.
El equilibrio entre soberanía popular y protección de las
libertades individuales
Desde las revoluciones de finales del siglo xviii,
se ha buscado el equilibrio adecuado entre dos principios que parecían
antitéticos: la soberanía de la voluntad mayoritaria, por un lado, y la
protección de las libertades individuales contra los abusos de esta misma
mayoría, por el otro. Esta búsqueda dio lugar a la idea de que ninguno de estos
dos elementos podría representar un valor si se disociaba completamente del
otro. Privada del contrapeso que constituyen los derechos de los individuos y
sus mecanismos de protección (filtrage), la voluntad de la mayoría podría
derivar en la opresión de las minorías. Pero, a la inversa, liberados del peso
de la voluntad colectiva, los dispositivos de protección de los derechos
individuales pueden convertirse fácilmente en obstáculos para el mantenimiento
de la igualdad en forma de beneficios recíprocos, que es lo único que puede
sustentar su legitimidad.
A mediados del siglo xx, un régimen que podría
describirse como «capitalismo democrático» parecía llevar a cabo la forma ideal
de este equilibrio. Por un lado, existía el mercado y los derechos de propiedad
y contrato estaban garantizados. Pero, por otro lado, la circulación de bienes,
servicios y capital estaba «encastrada» en instituciones que limitaban sus
efectos negativos e impedían poner en cuestión el carácter democrático de la
sociedad, es decir, la posibilidad para la mayoría de los ciudadanos de
promover la política de su preferencia, y que consistía en un crecimiento
equitativamente –lo que no significa igualmente– distribuido de los niveles de
vida. Los derechos individuales eran respetados, pero no eran absolutos: los
derechos de propiedad y de contrato, por ejemplo, estaban sujetos a ciertas
obligaciones sociales que les impedían funcionar como una restricción radical.
Los derechos de las personas –y este es un aspecto muy espinoso– no fueron tan
lejos como para poner en tela de juicio lo que muchos consideraban un necesario
marco común y estable.
En efecto, no se trataba ni de los derechos de las
mujeres a la igualdad ni de los derechos de las minorías culturales al
reconocimiento de la legitimidad de sus prácticas. Esta dimensión no se puede
ignorar hoy, aunque algunos estén convencidos de que las promesas democráticas
solo se pueden cumplir en espacios políticos homogéneos o en los que existe un
grupo dominante dotado de una poderosa identidad común8.
Por el contrario, la democracia funcionaba, el poder del dinero era limitado,
las elites no eran todopoderosas y una buena parte de ellas era consciente de
la necesidad del compromiso, pero la mayoría reconocía la legitimidad de los
mecanismos institucionales y de los derechos fundamentales que limitaban su
poder y que, después de todo, habían sido concebidos para tal fin.
La ruptura del equilibrio
Pero para la generación siguiente este equilibrio se ha
visto sacudido por dos nuevos elementos. Por un lado, la interpretación de los
derechos y las libertades individuales ha experimentado lo que puede
denominarse una «rigidificación», que los ha vuelto absolutos, mientras que el
principio de la soberanía de la voluntad colectiva sufrió, por su parte, un
desgaste continuo que condujo a la idea de que no corresponde al colectivo de
los ciudadanos ejercer su voluntad, sino solo elegir a quienes la ejercerán por
ellos.
La primera de estas evoluciones eleva la competencia
«libre» al rango de un principio constitutivo de la civilización, libera el
derecho de propiedad de toda limitación, eleva la contractualidad «voluntaria»
al rango de paradigma de la libertad individual e introduce en la idea de
supremacía del derecho consideraciones sustanciales que permiten precisamente
conceder un estatuto constitucional a esta acepción absolutizada del derecho de
propiedad. Pero, más grave aún, los mecanismos mismos de esta absolutización,
en especial la globalización y la competencia fiscal y social de los Estados,
parecen colocar deliberadamente esta acepción absolutizada del concepto de
propiedad fuera del alcance de cualquier control democrático9.
La Unión Europea, en particular, fue concebida para confiar la protección de
esta concepción de la libertad y de la propiedad a instituciones en gran medida
aisladas del control colectivo, como si su validez normativa no pudiese
siquiera ser cuestionada o discutida.
Además, esta concepción se presenta constantemente no solo
como fiel a las enseñanzas de los padres del liberalismo, sino también como la
única versión posible del movimiento de crítica de las instituciones
aristocráticas y autoritarias que luego sería identificado con el nombre de
«liberalismo» y que marcó el final del siglo xviii. Por lo tanto, hoy
nadie parece poder discutir que, en un mundo de libertad, un empresario tiene
el derecho de trasladar sus actividades adonde le parezca adecuado y que, si el
ejercicio de esta libertad tiene sin duda consecuencias desagradables para
algunos, esto no podría justificar que se la cuestione. Se supone que esta
misma libertad le otorga al empresario el derecho de no vender su empresa a un
comprador que ofrezca mantener los empleos; es muy posible que esté motivado
por el deseo de no tener competencia en su mercado, pero, nuevamente, el dogma
dicta que el ejercicio del derecho de propiedad incluye el derecho de vender o
no vender, y que cualquier obstáculo para el ejercicio de este derecho
conduciría a la reconstitución de la sociedad de privilegios, donde el derecho,
en lugar de ser una regla imparcial de interacción entre socios iguales, se
convertiría en un medio de poder mediante el cual algunos protegerían sus
intereses a través de barreras artificiales.
Pero los fundadores de la concepción liberal no
absolutizaron el derecho de propiedad ni pretendieron que la facultad de usarlo
sin límites fuera suficiente para definir la libertad. Por el contrario,
construyeron el concepto de un derecho de propiedad libre de las obligaciones y
restricciones legales que caracterizaban a la sociedad estamental como un
instrumento de desfeudalización de la sociedad, es decir, como una herramienta
adaptada a la destrucción de formas específicas de dependencia personal
convertidas en obstáculos legales10.
Ahora bien, las formas de dependencia personal y de no libertad que se
encuentran en el mundo del capitalismo desarrollado ya no constituyen una
cuestión de privilegios legales, sino de asimetrías de poder y de capacidades
desiguales para sacar partido de reglas formalmente idénticas, aunque estas
asimetrías posean una fuerte tendencia a cristalizarse nuevamente en
privilegios gracias a las disposiciones jurídicas que permiten su reproducción.
Por lo tanto, si la liberación de la propiedad de los obstáculos jurídicos ha
sido el medio adecuado para destruir las jerarquías basadas en la ley y la
diferencia de estatus, ya no lo es para contener las asimetrías de poder
material que hoy fundamentan las formas contemporáneas de dependencia. Por el
contrario, es esta liberación misma la que conduce actualmente a la
refeudalización de la economía y la sociedad, mientras que solo la limitación
del derecho de propiedad en función de dar lugar a la libertad de quienes, sin
estas limitaciones, padecen su fuerza coercitiva, puede ser hoy en día la
herramienta adecuada para la libertad individual.
Lejos de ser la única vía posible para criticar y
deconstruir la realidad de la dependencia y de la dominación, la concepción
absolutizada de la propiedad refuerza esta realidad al rechazar cualquier
posibilidad de analizar y de comprender cómo la apropiación privada de recursos
tiene consecuencias negativas para la independencia de terceros, así como las
razones por las cuales estas consecuencias negativas deberían justificar que
precisamente se despoje al derecho de propiedad de su carácter absoluto en el
contexto actual. Se puede sugerir, por ejemplo, que un empresario que decide
cerrar una unidad de producción que considera no rentable tenga la obligación de
transferirla a un comprador o incluso a sus empleados, quienes presentan un
proyecto económicamente viable para mantenerla en funcionamiento11.
Lejos de preservar la libertad de todos, el
endurecimiento deontológico de la propiedad y del contrato vuelve a introducir,
en consecuencia, un régimen de dominación en el contexto completamente
transformado del capitalismo contemporáneo. Y, a su vez, este nuevo régimen de
dominación –que es profundamente antidemocrático y no liberal– pone en marcha
un movimiento de rechazo que afecta al conjunto de los derechos individuales y
que puede conducir al surgimiento de regímenes autoritarios y a la extinción de
la forma de regulación política que llamamos democracia, es decir, una forma de
regulación basada en la idea de que cada individuo tiene tanto el mismo valor
como el mismo derecho a la independencia.
Quienes actualmente no ven objeciones al cuestionamiento de
esta igualdad por parte del poder privado y por la manera en que el poder
político es capturado por el dinero asumen una gran responsabilidad al poner en
marcha un movimiento que podría conducir a la desaparición de las formas
políticas que hicieron posible esta igualdad y que solo pueden sobrevivir si
continúan garantizando su realidad. Pero si la democracia política sigue
tolerando el aumento de la desigualdad, la captura de los frutos del trabajo
común por una pequeña minoría y un funcionamiento que hace que el
empobrecimiento de unos sea el medio de enriquecimiento de otros, corre el
riesgo de perder el apoyo de los ciudadanos que solo querrían preservarla si
cumple con su definición, que es, por el contrario, sostener la promesa de
igualdad y mantener la realidad del beneficio mutuo. Como muestra Kuttner, el
surgimiento del populismo se encuentra, por lo tanto, vinculado a la erosión
del contrato que había logrado, después de la Segunda Guerra Mundial, servir a
los intereses del conjunto de los ciudadanos; el motor de este surgimiento es
la resurrección de un capitalismo global desenfrenado que sirve a los intereses
de unos pocos, perjudica a la mayoría y alimenta la política antisistema.
La segunda evolución desplaza progresivamente la
definición misma de democracia hacia las nociones de representación y
pluralismo a costa de lo que parecía constituir su núcleo, a saber, la idea de
que los ciudadanos tienen el mismo valor y que, colectivamente, están
habilitados a implementar los medios para garantizar que esta igualdad sea más
real que nominal. Pero el pluralismo y el conjunto de los dispositivos que
protegen a los individuos contra la tiranía de la mayoría –ya se trate de las
libertades fundamentales o de los mecanismos institucionales que obligan a las
decisiones políticas a pasar por el filtro de la deliberación de posturas
contrapuestas– no constituyen fines en sí mismos, contrariamente a lo que se
podría creer según cierta tendencia actual de los estudios democráticos12.
Estos son medios para lograr ciertos resultados, no la
verdad o la prevalencia de una voluntad popular homogénea, sino una regulación
política y social que honra la promesa de igualdad de valor y que, por lo
tanto, cumple el requisito esencial del beneficio mutuo. Como vemos hoy, el
pluralismo pierde su legitimidad en la medida en que, en lugar de promover la
igualdad de independencia, entra en el arsenal de sus adversarios.
Estas dos evoluciones son viejas y han experimentado
picos de intensidad en el pasado –especialmente en el siglo xix–, pero se
han radicalizado en el periodo reciente y, por supuesto, son solidarias: porque
los derechos son cada vez más ampliamente concebidos como restricciones
laterales intangibles –según la expresión de Robert Nozick–, mientras que la
democracia es cada vez menos percibida como la preeminencia de una voluntad
colectiva soberana.
Estas dos evoluciones están acompañadas además por otras
dos que se despliegan en un modo menor, pero cuyas consecuencias son igualmente
explosivas. Al mismo tiempo que se han vuelto más rígidos, los derechos
individuales se han expandido de tal manera que las protecciones que otorgan a
nuevos sectores de la población (las mujeres, las minorías, los inmigrantes)
parecen amenazar hoy los privilegios de aquellos que anteriormente los disfrutaban
de forma exclusiva (los hombres blancos). Este viraje revela una falla o
debilidad estructural en la arquitectura del capitalismo democrático de la
posguerra: la igualdad de valor no era para todos porque excluía a las mujeres
y a los miembros de las minorías. Se sabe, por ejemplo, que en eeuu los
avances sociales del New Deal excluían a los afroamericanos13,
y Nancy Fraser ha señalado hasta qué punto las formas de integración
institucional del mercado que han predominado en el capitalismo de posguerra
podían tener como consecuencia formas inéditas de dominación para las mujeres y
los pueblos del Sur14.
Y al mismo tiempo que el principio de soberanía popular
ha sido objeto de un deterioro conceptual (su legitimidad ha ido perdiendo
solidez en tanto se le ha opuesto la posibilidad de desviaciones mayoritarias),
también se ha visto afectado en un nivel más material por la aparición de los
medios de comunicación, que aumentaron el poder del dinero en el proceso
político y las posibilidades de fabricación del consentimiento evocadas por
Noam Chomsky.
Las consecuencias de la ruptura
En eeuu y Europa, la reacción actual a estas
evoluciones toma la forma de movimientos políticos que invocan el recurso al
pueblo contra las elites y contra las disposiciones liberales destinadas a
filtrar y frenar el ejercicio de la soberanía popular. Una de las hipótesis más
frecuentemente expuestas para explicar esta reacción apunta a que constituye,
en palabras del politólogo holandés Cas Mudde, «una respuesta democrática no
liberal a décadas de políticas liberales antidemocráticas»15.
En otros términos, la rigidez creciente de los derechos individuales y la
consiguiente disminución de la soberanía colectiva provocan una especie de
violento efecto reactivo que se separa también del compromiso alcanzado a
mediados del siglo xx, pero en el otro sentido: por un lado, rechazando el
valor de las libertades personales y los derechos individuales y, por otro,
dando lugar a una hipervaloración de la soberanía popular como pura voluntad.
Se sucedieron entonces dos rupturas con el compromiso alcanzado a mediados del
siglo xx, la primera provocando la segunda como respuesta.
Primero, se
desarrolló un liberalismo antidemocrático, es decir, un gobierno de elite que
intenta imponer la supremacía de un régimen de derechos absolutos –rápidamente
bautizado rule of law– que favorecía sus propios intereses y negaba a los
pueblos la posibilidad de expresar y hacer valer su aspiración a una
distribución equitativa de la riqueza. Pero esta desdemocratización, o esta
captura del poder por el dinero, fue posible gracias a una verdadera revolución
intelectual preparada durante largo tiempo, que mezcla el elogio de un
liberalismo clásico en gran parte imaginario con la acusación del Estado
social, presentado como el verdugo del derecho y la libertad de los individuos.
Actualmente se ve surgir como reacción a partidarios –y
pronto practicantes– de una democracia iliberal, cuyo concepto fue inicialmente
introducido por Fareed Zakaria16 y
en la que se reivindica explícitamente un dirigente como Viktor Orbán17.
Esta forma de régimen político que sobrevalora la soberanía popular sería por
tanto el signo de una reacción de los pueblos contra los derechos personales y
los mecanismos constitucionales que, cada vez más, se les presentan como frenos
que les impiden hacer prevalecer su aspiración, si no a un nivel de vida
creciente, al menos a una distribución equitativa de los frutos enrarecidos de este
crecimiento, y que también les impiden controlar a las elites que intentan
imponer sus intereses a través de un débil crecimiento y de un proceso de
globalización del que serían los únicos beneficiarios.
El compromiso de posguerra se basaba en una doble
moderación entre un liberalismo que se abstenía de absolutizar los derechos –en
particular, los derechos económicos de propiedad y de contrato– y una
democracia controlada que aceptaba el poder privado del capital en la medida en
que accedía a compartir sus beneficios. Pero a fines de la década de 1970, las
dos partes comenzaron a alejarse una de la otra y, al romper los lazos de
compromiso que habían forjado mediante concesiones recíprocas, perdieron los
aspectos moderadores que resultaban de su asociación y que solo ellos habían
hecho posibles.
Como en todos los divorcios, cada una de las partes
naturalmente acusa a la otra de haber cometido primero los excesos que llevaron
a la ruptura. Los defensores del liberalismo estaban convencidos de que en la
década de 1970 la democracia, al volverse social, se inmiscuía en el derecho de
propiedad y en el libre contrato, al punto de impedir que la competencia
hiciera su trabajo y que el mercado entregara las señales adecuadas. Por el
contrario, los partidarios de una democracia consolidada sobre bases sociales
(servicios públicos, derecho laboral, sistema previsional, seguridad social)
acusaban a los liberales «neoclásicos» de aprovechar las dificultades
coyunturales del capitalismo democrático de posguerra (el aumento de los
precios de la energía y los efectos en cascada resultantes), pero también el
fracaso cada vez más evidente de los países del «socialismo real», para romper
el compromiso y lanzar una gran ofensiva de reconstitución de desigualdades que
podía apoyarse en una intensa preparación de artillería intelectual previa. Y,
como en cualquier ruptura, cada uno demostró enérgicamente los aspectos de su
personalidad reprimidos durante el matrimonio, aspectos que, una vez sacados a
la luz, permitieron comprender cuán frágil era su unión.
El liberalismo rechaza
el Estado social, que es concebido como un ataque contra la supremacía del
derecho y como un cuestionamiento de la libertad y la propiedad, e intenta
volver a lo que considera sus propios fundamentos, es decir, a una forma de
liberalismo clásico. Por el contrario, los pueblos soberanos se muestran cada
vez más reacios a respetar los principios (derechos individuales y frenos
institucionales) que perciben como herramientas que las minorías más
favorecidas han utilizado para frustrar sus aspiraciones y poner en riesgo los
niveles de vida y las perspectivas de futuro a las que pensaban que sus hijos
tenían derecho.
¿Por qué se rompió el compromiso? La dimensión
intelectual sin duda juega un papel importante, ya que, ante la ofensiva
multiforme para mostrar que el Estado social desvirtúa la competencia,
obstaculiza el mercado, crea rentas diferenciales y reconstituye los
privilegios corporativos, los partidarios de la democracia social no han podido
demostrar que esta era la verdadera heredera del proyecto liberal y que, sin el
control de las desigualdades y las dependencias que permite, el funcionamiento
sin trabas de los derechos de propiedad y de contrato tiende inexorablemente a
refeudalizar la sociedad.
¿Cómo renovar los hilos del compromiso? La idea de gravar
con impuestos la riqueza adquirida en el mercado para redistribuir una parte de
ella en forma de transferencias está llegando sin duda a su fin. El futuro
pertenece a otras formas de controlar el capitalismo: la tributación de la
riqueza transmitida, la desmercantilización de bienes esenciales como la salud
y la educación, así como la tentativa –que los angloamericanos llaman
«predistribución» para distinguirla de la redistribución– de modificar la distribución
de los ingresos primarios para lograr una mayor igualdad18.
Pero el purgatorio de las falsas soluciones puede ser largo.
Nota: la versión original de este artículo en francés se
publicó en La Vie des Idées, 10/7/2018, con el título «Le capitalisme
démocratique. La fin d’une exception historique?».
Traducción: Lucas
Bidon-Chanal
G miradas multiples
29 de Noviembre del 2019
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