Juan Guaidó y su principal soporte institucional, que
es la Asamblea Nacional, se consolidan con los días. Tanto el presidente
interino como el poder legislativo han sido arbitrariamente inhabilitados al
tiempo que enaltecidos aquí y en el mundo. Mientras más agredidos, más pulido
el acero de su cauce. Guaidó es mandatario provisional conforme al
artículo 233 constitucional y la Asamblea Nacional es la única rama del
Poder Público que puede jactarse de su constitucionalidad formal y su
legitimidad real: goza de legalidad por emanar de una elección irreprochable, y
de legitimidad por contar con la aceptación ampliamente mayoritaria del país,
del Hemisferio americano y de, hasta ahora, más de 50 Estados-miembros de la
ONU.
La volcánica tragedia y la desesperada resistencia de
los venezolanos no permiten que semejantes convicciones sean relegadas. El
régimen alterna perversidades contra Guaidó y la Asamblea Nacional. Sabe que
arriesga todo si materializa su plan de exterminio, pero persiste. Deshoja la
cebolla con el joven líder, le atribuye falsos delitos y complicidades,
Cualquier carrera presidencial suscita rivalidades. Es
posible que los méritos de Guaidó, conjugados con circunstancias que él y la AN
han aprovechado con maestría, alienten enfrentamientos. El drama del
oficialismo es que no puede incentivarlos mucho sin descubrir el juego al poder
sancionatorio internacional. Guaidó es una realidad, su articulación con la
Asamblea es universalmente apoyada. No por casualidad es víctima
principal del encolerizado oficialismo. La victoria democrática pasa por
defenderlo a todo dar. ¿Cómo escapan, a valiosos opositores, esas
obviedades? Enervar los actos del liderazgo reconocido solo conviene a la
cúpula de Miraflores. El fracaso de Guaidó arrastraría a todo el país
Buscando en el carácter hispanoamericano la razón de
la sinrazón que vela el juicio de gente inteligente, releí mis fichas de
Américo Castro, Ortega y Gasset, Menéndez Pelayo y José Enrique Rodó. Encontré
respuestas al ilógico regodeo en fórmulas que no aceptan el renacimiento de
Venezuela si “malas compañías” (¿quién probó que lo fueran?) lo manchan con su
presencia. Ganar la más grande de las causas no es más importante que
dejar la reputación en alto, al punto de sacrificar primero aquella que ésta.
En la misma vía va la pasión por restar y dividir con el objeto de reducir el
movimiento al exclusivo club de quienes piensen como uno y confundan la
justicia con la venganza. “Si se incluye a chavo-maduristas
decepcionados, renacerá automáticamente la dictadura” Ese
“eticismo” nada tiene en común con la Moral, siempre abierta a sanas
rectificaciones, ni con la Historia, si solo recordamos que los grandes virajes
político-sociales tendieron la mano a oleadas de disidentes de la corriente
rival. No se autocondenaron a la derrota por la absurda intolerancia de
rechazar a quienes, asumiendo el riesgo de romper con el Poder, decidieron sumarse a la causa democrática. Es, en otro sentido, la ilusión de
trascendencia del sabio atorrante que no se “ensucia las manos” apoyando,
llegado el caso, al mejor aviado para triunfar.
Cervantes resalta otro ángulo, más bien
cómico: luchar para que nos vean luchar y no para vencer.
–
¡Dichoso el soldado que cuando combate sabe que su príncipe lo está mirando!
Pelear, pues, no es nada; que lo miren pelear, es
todo. Incluso se enaltece a quien se abstiene cubierto de frases rotundas que
protegen su dignidad. Juan de Austria probablemente no vio batiéndose al
célebre manco. Si fue así, Cervantes no lo olvidó. Era hispano. El mejor.
¿Habrá quien crea que Guaicaipuro está más en nosotros
que el milagro literario de don Quijote?
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