viernes, 29 de noviembre de 2019

La interrogación de lo político: Claude Lefort y el dispositivo simbólico de la democracia - Sergio Ortiz Leroux





RESUMEN. En este ensayo se parte del supuesto de que el auge de la sociedad totalitaria tanto en su vertiente fascista como en su variante comunista nos obliga a volver a interrogar lo político, en este caso, la democracia. En la obra del filósofo francés Claude Lefort, la democracia tiene un significado político que es irreductible a cualquier forma de gobierno o a un mecanismo para la toma de decisiones. Desde su óptica, la democracia tiene un sentido instituyente que no se agota en lo instituido. Para recrear ese sentido instituyente, se abordarán la teoría lefortiana de la sociedad democrática, su idea del poder como un lugar simbólicamente vacío y su concepción de los derechos humanos como derechos políticos.


“La democracia es el régimen del riesgo histórico —otra manera de decir que es el régimen de la libertad— y un régimen trágico.” CORNELIUS CASTORIADIS

INTRODUCCIÓN

Cualquier pensamiento sobre la esfera de lo político adquiere visibilidad y consistencia en el momento en el que lo sometemos a la prueba de los acontecimientos. Sin el anclaje de la experiencia humana, caeríamos en la ilusión de la existencia de una lógica independiente de las ideas o de un saber puro que guarda íntimamente los secretos de su propia creación y reproducción. El filósofo francés Claude Lefort se niega a caer en la tentación de crear ideas refractarias a los acontecimientos de su tiempo. Su pensamiento nunca queda sellado ni vacunado contra aquellos sucesos que carecen de precedentes. Ante la emergencia de lo nuevo, Lefort se somete a una experiencia singular que no deja de asombrarnos: la de pensar sin red, es decir, sin pensamientos fijos y acabados. Desde el vértigo que provoca la sensación del vacío, el filósofo francés piensa la experiencia sociopolítica que marcó el siglo XX: el totalitarismo. El auge de esa nueva forma de sociedadtanto en su vertiente fascista como en su variante comunista nos coloca, según Lefort, en la necesidad de volver a interrogar lo político, en este caso, la democracia. Preguntar por la democracia implica “elucidar los principios generadores de un tipo de sociedad en virtud de los cuales ésta puede relacionarse consigo misma de una manera singular a través de sus divisiones y también [...] desplegarse históricamente de una manera singular” (Lefort, 1990: 188).

Quienes piensen que todo lo que suene a democracia ya fue alguna vez dicho o implorado están equivocados. El sentido de la democracia requiere permanecer abierto a un debate por principio interminable, en el cual nadie puede asumirse como el depositario o el centinela de la última palabra. Aquel que intente ponerle un punto final a ese debate estará invocando los fantasmas que acaban por anular la libertad en favor de la servidumbre. Preguntar hoy por el significado de la cuestión democrática no es una tarea obtusa ni inútil ni tampoco una manía propia de especialistas o románticos trasnochados. Nuestro tiempo, sin duda alguna, es el tiempo de la democracia. Gobiernos, partidos y organizaciones políticas y sociales se definen y asumen públicamente como demócratas, construyen su ideario y discurso alrededor de los principios de la democracia, se deslindan o toman distancia de quienes profanan los ideales y valores democráticos, diseñan sus mecanismos internos de toma de decisión apelando al espíritu de la democracia y justifican sus acciones u omisiones en nombre del también llamado gobierno popular. Pocos, realmente pocos son los aparatos de gestión y socialización públicas que no acuden al expediente democrático para legitimarse frente a los suyos y los otros. Palabras como participación, representación, soberanía popular, sufragio universal, referéndum, plebiscito, ciudadanía, derechos humanos, publicidad, tolerancia, etcétera, han adquirido carta de naturalidad en el vocabulario político contemporáneo y forman parte del imaginario colectivo.
Sin embargo la discusión teórico-política en boga sobre la democracia no ha puesto suficiente atención en su significadopolítico. Es más, la mayoría de las veces se le ha esfumado. El debate teórico-filosófico contemporáneo ha estado dominado, entre otros, por las teorías elitistas[1] y pluralistas [2] de la democracia, por las disciplinas que estudian las democracias,[3] por las teorías que recuperan la tradición clásica o moderna,[4] y, en el terreno normativo, por los enfoques liberales,[5] participativos[6] y, en el mejor de los casos, deliberativos[7] de la democracia.[8]

Como señalamos más arriba, este conjunto de teorías democráticas no se han detenido a descifrar el significado simbólico de la democracia, vale decir, su sentido político. Por el contrario, la teoría política de la democracia se ha centrado fundamentalmente en el análisis empírico de sus bases institucionales o prácticas. Importantes, ciertamente, pero a todas luces insuficientes para construir una teoría que esté a la altura de los desafíos de nuestro tiempo.

La obra de Lefort ha contribuido, en alguna medida, a llenar este vacío teórico. En efecto, en Lefort la democracia tiene un sentido instituyente que no se agota en lo instituido. Dicho sentido sólo puede ser rastreado a la luz del contraste de la sociedad democrática con la sociedad totalitaria.

“Ante el telón de fondo del totalitarismo [la democracia] adquiere un nuevo relieve, y resulta evidente la imposibilidad de reducirla a un sistema de instituciones. Aparece a su vez como una forma de sociedad: y se impone la tarea de comprender aquello que constituye su singularidad, y lo que se presta a ser derribado, con el surgimiento de la sociedad totalitaria.” (Lefort, 1991: 22-23; cursivas mías).

En la óptica que nos abre Lefort, la democracia no puede ser reducida a una forma de gobierno o de Estado o a un mecanismo para la toma de decisiones por parte de la mayoría de los ciudadanos,[9] sino es, ante todo, una forma de sociedad, es decir, un tipo de constitución y un modo de vida radicalmente opuestos a la sociedad totalitaria. Con el fin de sentar las bases de su teoría sobre el dispositivo simbólico de la sociedad democrática, Lefort comienza un diálogo crítico con la obra de Alexis de Tocqueville (1805-1859), donde encuentra un momento original de la tradición democrática.

A diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, en Tocqueville la democracia no es una forma de gobierno, sino es ya una forma de sociedad que surge de las cenizas de la sociedad aristocrática. Dicho modelo de sociedad cuenta con virtudes pero también con contradicciones que Lefort no dejará pasar de largo. Con y contra Tocqueville, Lefort construirá su teoría de la democracia moderna, la cual tiene —por cierto— uno de sus momentos estelares en la concepción de los derechos humanos como derechos políticos.

LA SOCIEDAD DEMOCRÁTICA: CON Y CONTRA TOCQUEVILLE

Tocqueville es un autor singular. Como todo gran pensador, nos instruye más por sus contradicciones, por su invitación al trabajo de la reflexión, por sus múltiples preguntas sin respuesta, que por sus conclusiones. Su prolífica obra no se detiene en el inventario de aquellos elementos empíricos con los que aparenta encontrarse en su camino, sino que se dirige, según Claude Lefort, hacia las entrañas de la sociedad con el fin de practicar una especie de exploración de la carne de lo social. A esa carne le hace varios cortes como si se tratara de un medio vivo, es decir, de un medio diferenciado que se desarrolla sometido a la prueba de su división interna.

Tocqueville somete a sus lectores a una experiencia sin parangón: la de descifrar la aventura de la democracia moderna a partir de su origen. De ahí que no sean fácilmente equiparables, como expresa Tocqueville en su monumental obra La democracia en América(1835), la democracia apacible de Estados Unidos con la democracia salvaje de Francia. La primera posee una maravillosa combinación del “espíritu de la religión” y del “espíritu de la libertad”, de la que carece cruelmente la segunda. La primera presenta el fenómeno democrático en estado puro; en la segunda, la democracia derribó todo lo que se encontraba a su paso y avanzó en medio de desórdenes. En Norteamérica, el origen de la nación coincide con la democracia; en Francia es difícil discernir entre lo que pertenece a la esencia de la democracia y lo imputable a los desórdenes resultantes de la destrucción del Antiguo Régimen, es decir, a los efectos de la Revolución.

Para Tocqueville, la igualdad de condiciones era el principio de la revolución democrática. Este era el hecho generador del que se deducían todos los demás. Por ello, se aplicó a detectar en la historia empírica las condiciones y el progreso de esa igualdad tanto en la Revolución norteamericana como en la francesa. Ciertamente, el pensador francés estaba atento a la transformación del poder fruto de la revolución, pero la registraba también en el nivel de los hechos, apuntando que la monarquía se había preocupado por rebajar a la aristocracia y en promover a la burguesía para incrementar su propio poder. La acción de nivelación del poder del Estado aceleraba, entonces, el proceso de igualación de condiciones, al mismo tiempo que encontraba en él la condición de su éxito.

Sin embargo, Lefort no comparte el diagnóstico de Tocqueville sobre el origen de la democracia moderna, sobre todo su idea de la igualdad de condiciones como “hecho generador del que se deducen todos los demás”. Para Lefort, la revolución democrática no tiene su germen en las múltiples consecuencias que provoca la igualdad de condiciones,[10] sino es el resultado de una gran mutación histórica, a pesar de que sus premisas fueron asentadas hace mucho tiempo, y de una mutación de orden simbólico que puede registrarse en diversas direcciones:

“Si bien [Tocqueville] busca el principio generador de la democracia en el estado social —la igualdad de las condiciones—, explora los cambios en todas direcciones, se interesa por los nexos sociales y las instituciones políticas, por el individuo, los mecanismos de la opinión, las formas de la sensibilidad y las formas del conocimiento, la religión, el derecho, la lengua, la literatura, la historia, etcétera.” (Lefort, 1991: 23)

Lefort toma distancia de Tocqueville, para concentrarse en la exploración que el político francés hace sobre la carne de la sociedad democrática. La primera virtud de la aventura democrática radica, según Tocqueville, no en su capacidad para facilitar la selección de los mejores gobernantes e incrementar la eficacia de éstos en la conducción de los asuntos públicos, sino en la efervescencia que provoca. Antes que un método para elegir al gobierno o para gobernar con eficacia, la democracia es un estado de ánimo contagioso, una forma de sociedad salvaje[11] de la que es difícil sustraerse. En efecto, la agitación que reina en la esfera política democrática se comunica al resto de la sociedad civil y propicia iniciativas en todos los campos sociales: tanto en la circulación de las ideas como en las áreas de interés de todos. La democracia en clave tocquevilleana vale más por lo que consigue que se haga que por lo que hace por sí misma. Más que un guía o un profeta, la democracia es un detonador del cambio:

“La democracia no da al pueblo el gobierno más hábil, pero logra lo que el gobierno más hábil no consigue: extiende por todo el cuerpo social una inquieta actividad, una fuerza abundante, una energía que no existen sin ella y que, por poco que las circunstancias sean favorables, prohíjan maravillas.” (Citado por Lefort, 1991: 189)

El carácter singular de la aventura democrática descansa, según Tocqueville, en su rechazo a la idea de un poder todopoderoso que, amparado en la representación de la voluntad colectiva, subordina los derechos individuales a su idea del bienestar público y a su visión de la dirección correcta que habría que conferir a la sociedad.

Tocqueville nunca sustituye la noción de soberanía del individuo por la de la soberanía de la sociedad. La imagen de un pueblo único, homogéneo, transparente, con un destino común y con un conocimiento absoluto sobre sus metas y fines le resulta peligrosa, ya que en ella el individuo queda subordinado al imperativo de la cohesión social. Sin embargo, el rechazo de Tocqueville a los peligros del principio de la soberanía popular no lo lleva a defender la ficción de una armonía social engendrada por la combinación de las pasiones individuales. La suma de las pasiones individuales nunca será equivalente al interés común: mientras las primeras se asocian con la felicidad individual, el segundo con la libertad política. En consecuencia, su análisis sobre la singularidad de la aventura democrática toma distancia crítica tanto del colectivismo como del individualismo a ultranza.[12] Desde el momento en que el poder no representa la identidad particular de un individuo o un grupo, sino la generalidad de lo social, todos los individuos quedan convocados por igual para el trabajo político: en la democracia “los individuos se descubren entre sí, cada uno entre los demás, todos prometidos por igual al ejercicio de la autoridad pública o a su control” (Lefort, 1991: 189).

Este descubrimiento, según Lefort, no deja interpretarse dentro de los límites de una concepción historicista; no aparece como un acontecimiento contingente ligado a un modo de organización social entre otros, igualmente legítimos. Sólo en la sociedad democrática los individuos emergen, se hacen visibles, no sólo aparecen como iguales entre sí, sino que también se ven definidos y pueden declararse como tales. El individuo no es anterior al derecho, surge de su seno. La libertad individual, convertida en un derecho humano, deja de ser el privilegio de unos cuantos —como en el absolutismo—, pierde sus condicionamientos particulares, se apega al hombre como tal.

El principio democrático de individuación es inseparable de la libertad política, es decir, de la libertad de configurar junto a otros una forma de vida social. Esta libertad política no podría traducirse exclusivamente en un sistema de instituciones destinado a la protección de la libertad individual; una y otra proceden, nos aclara Lefort, de la misma causa: “la emancipación de toda autoridad particular que se abrogaría el poder de decidir en función de sus propios fines lo que afecta al destino común” (Lefort, 1991: 190).

Para Lefort, la libertad individual y la libertad política desarrolladas por Tocqueville revelan la esencia de lo político.[13] En efecto, en el momento en el que los hombres se descubren en la aventura democrática como individuos y ciudadanos, nada es susceptible de materializar su libertad, por importantes que sean las leyes o las instituciones que la sostienen. La libertad política aparece, entonces, como una libertad peligrosa, indeterminada e indeterminable, que configura al individuo y atiza el fuego de la democracia. Cualquier remedio contra los males de la democracia —que no son pocos— no podría pasar por la eliminación de la libertad política. El sacrificio de esa libertad equivaldría al sacrificio del individuo y de la democracia.

A partir de la constatación de que la libertad no es localizable empíricamente, no es una propiedad física ni un atributo de la existencia o de la coexistencia humanas, sino es constitutiva del individuo, una suerte de “instinto natural”, Tocqueville funda una nueva ciencia política o, si se quiere, una nueva filosofía política que pone en el centro los peligros de la libertad.[14] Esa nueva filosofía política confiere un sentido político a lo que hasta entonces escapaba a una reflexión limitada a la esfera del gobierno y sus partidos. Lo político en Tocqueville aparece como un ámbito de ensayo, como una experiencia de prueba y error de la libertad. [15]

Tocqueville detecta las ambigüedades de la revolución democrática en todos los campos sociales. No solamente en el plano de las instituciones políticas, sino también, y sobre todo, en el nivel de las conductas, mentalidades y representaciones sobre lo social. La revolución democrática supone un movimiento que impide a la sociedad fijarse en una forma determinada.[16] Su método de análisis se niega a reducir la dualidad de los fenómenos sociales a una visión única y excluyente: “A cada momento de su análisis, según Lefort, se ve constreñido a duplicar su observación, a pasar del haz al envés del fenómeno, a develar la contraparte de lo positivo —lo que se convierte en el nuevo signo de la libertad— o de lo negativo —lo que se convierte en el nuevo signo de la servidumbre” (Lefort, 1991: 23).

La sociedad democrática se enfrenta, según Tocqueville, a una contradicción general que resulta de la desaparición de cualquier fundamento último del orden social. Nada más ajeno al espíritu de la obra tocquevilleana que las visiones historicistas o naturalistas sobre el orden social. La contradicción general de la democracia la examina mediante el análisis del individuo, la ley y el poder. El individuo democrático aparece sometido a una paradoja que se antoja irresoluble: si bien es apartado de las antiguas redes de dependencia personal propias de la sociedad aristocrática, también se ve enfrentado a vivir una experiencia novedosa que lo mantiene aislado, desamparado y al borde del anonimato: la de juzgar y actuar de acuerdo con sus propias normas. Para escapar de la amenaza de disolución de su identidad, de aparecer perdido entre la multitud, este individuo se une con sus semejantes, con sus iguales. Sólo con los otros, se encuentra a sí mismo; fuera de los otros, se pierde a sí mismo. La ley en la sociedad democrática se orienta, por una parte, hacia el polo de la voluntad colectiva, dando cabida a las nuevas exigencias que nacen del cambio de prácticas y mentalidades, y se compromete, por la otra, como consecuencia de la igualdad de condiciones, con una obra de homogeneización de las normas de comportamiento. El poder democrático, según Tocqueville, al tiempo que se libera de las redes arbitrarias y de todos los reductos particulares del poder asociado a una persona, corre el riesgo de aparecer como un poder de nadie, como un poder sin límites que encarna la voluntad general, la voluntad del pueblo y que asume la vocación de dirigir todos los detalles de la vida social:

“Separado de la persona del príncipe, libre de la instancia trascendente que hacía de éste el garante del orden y la aparece como el que la sociedad ejerce sobre sí misma. Resulta ilimitado desde que no conoce nada externo a ella misma. Producto de la sociedad, simultáneamente posee la vocación de producirla.” (Lefort, 1991: 187)

En suma, individuo, ley y poder están expuestos en la aventura democrática a un movimiento interminable que les impide petrificarse en una sola figura. Las dos cabezas del monstruo democrático —si se me permite la imagen— apuntan hacia dos polos opuestos: el de la libertad o el de la servidumbre. El peligro de virar hacia alguno de los polos siempre está latente, es parte de la naturaleza democrática.[17]

Sin embargo, Lefort no queda satisfecho con el camino avanzado por el pensamiento de Tocqueville. Si bien es cierto que este último abre una de las vías más fecundas para seguir explorando desde el presente a la democracia, también es cierto que el político y pensador francés no lleva su propio análisis hasta sus últimas consecuencias. Pareciera que Tocqueville queda paralizado ante los efectos que desatan sus propias premisas. Su exploración de las múltiples ambigüedades de la revolución democrática se detiene frecuentemente, a los ojos de Lefort, en la contraparte de cada fenómeno característico de la nueva sociedad, en lugar de perseverar en la búsqueda de la contraparte de la contraparte, es decir, en la negación de la negación:

“A lo que no presta importancia [Tocqueville], es al trabajo que se hace o se rehace una y otra vez desde el segundo polo donde se petrifica la vida social. Es lo que revela el auge de las reivindicaciones, de las luchas por los derechos que ponen en jaque el punto de vista formal de la ley; la irrupción de un sentido de la historia y el despliegue de las múltiples perspectivas del conocimiento histórico, como consecuencia de la disolución casi orgánica de la duración, antiguamente contenida en las costumbres y las tradiciones; la heterogeneidad creciente de la vida social que acompaña la dominación del individuo por la sociedad y el Estado.” (Lefort, 1991: 24-25)

Tocqueville, según Lefort, no alcanza a medir el extraordinario acontecimiento que marca el arribo de la democracia moderna: la formación de un poder privado de su virtud de encarnación y del conocimiento de los fundamentos últimos de la legitimidad. Al mismo tiempo, el pensador francés no registra el establecimiento de una relación con la ley y el saber, libres de su relación con el poder, que implica la imposibilidad de referirse a un principio que trascendería el orden del pensamiento y de la acción humanas: Tocqueville “se detiene y se oculta ante la conclusión de que la experiencia de la libertad política y de la libertad individual, el surgimiento de una nueva idea del poder y del derecho coinciden con una nueva experiencia del saber, con el surgimiento de una nueva idea de la verdad” (Lefort, 1991: 199).

Con la democracia, nos sugiere Lefort, comienza una ruptura propiamente histórica en la que los fundamentos del poder, los fundamentos del derecho y los fundamentos del saber son puestos en tela de juicio.[18] En adelante, nadie podrá asumirse como el centinela de las razones últimas. La sociedad y el individuo democráticos se instituyen por una prueba radical: la de disolución de las referencias últimas de la certeza.

La sociedad democrática desata, simultáneamente, una avalancha de energías que hacen imposible predecir o poner un alto a sus resultados. Mientras la aventura democrática esté en marcha, y los términos de la contradicción se desplacen unos a otros en un vértigo sin principio ni final, el sentido de lo que viene seguirá irremediablemente en suspenso. Sólo ese suspenso permitirá que no se apague la llama de la efervescencia que se enciende con la ruptura de la sociedad democrática.

Para Lefort, la democracia se revela como la sociedad histórica por excelencia, aquella forma de sociedad que acoge y preserva laindeterminación, en contraste con la sociedad totalitaria que, edificada bajo el signo del hombre nuevo, en realidad se erige contra esta indeterminación, y se dibuja secretamente en el mundo moderno como sociedad sin historia.[19] Esta indeterminación no es del orden de los hechos empíricos —como suponen la ciencia política y el marxismo—; no puede ser localizada en los hechos políticos, sociales, económicos o estéticos. Así como el nacimiento de la sociedad totalitaria cuestiona toda explicación que reduzca el suceso al nivel de la historia empírica (partido único, economía centralizada, movilización alta, ideología articulada, control policial de la vida pública, burocracia, etcétera), el nacimiento de la democracia moderna señala, según Lefort, una mutación de orden simbólico,[20] que puede ser explorada en la nueva posición del poder. Con la democracia, el lugar del poder se convierte en unlugar simbólicamente vacío que nadie puede ocupar de una vez y para siempre.

EL VACÍO SIMBÓLICO DEL PODER

La democracia moderna es una forma de sociedad que se inaugura a principios del siglo XIX. Su nacimiento está íntimamente ligado a un acontecimiento que revolucionará al conjunto de la sociedad: la disolución de los indicadores de la certeza. La sociedad democrática coloca a los hombres y a sus instituciones, según Lefort, ante la prueba de una indeterminación radical. De ahora en adelante, los fundamentos de la distinción y de la semejanza entre los hombres dentro de cualquier sociedad democrática ya no encuentran carta de buena conducta en la naturaleza, los mitos o la religión. La democracia somete a los individuos ante el desafío de crear por sí mismos los fundamentos de su propia institución: en la democracia “los hombres son puestos a la tarea de interpretar sucesos, conductas e instituciones sin ser capaces de recurrir a la autoridad de un juez superior” (Lefort, 1997a: 587). Por ello, es una forma de sociedad que no tiene ninguna garantía de éxito. El fantasma del totalitarismo siempre ronda las puertas de la democracia. No es fácil atreverse a vivir sin aferrarse o creer enérgicamente en algo o en alguien. No es fácil vencer la cobardía y la pereza para asumir nuestra mayoría de edad kantiana.

El origen de la democracia señala una mutación de orden simbólico, de orden político, cuyo mejor testimonio es la nueva posición del poder. Su singularidad se hace visible si preguntamos en qué se convierte el poder en la sociedad democrática y cuál era su posición y su figuración en el sistema monárquico[21] del Antiguo Régimen.
“En la monarquía, el poder se incorporaba en la persona del príncipe. Eso no quiere decir que detentaba un poder sin límites. El régimen no era despótico. El príncipe era un mediador entre los hombres y los dioses, o bien, bajo el efecto de la secularización de la actividad política, un mediador entre los hombres y las instancias trascendentes de la justicia soberana y la razón soberana. Sometido a la ley y por encima de las leyes, condensaba en su cuerpo, a la vez mortal e inmortal, el principio de la generación y orden en el reino.” (Lefort, 1991: 26)

El príncipe aparecía como la cabeza de ese cuerpo que era la sociedad. Su poder sacro y mortal[22] se dirigía hacia un polo extramundano, incondicionado y su persona mortal se constituía en garante y representante del Uno —su representante carnal—, de la unidad del reino. El orden sagrado del “lado de allá” determinaba también de forma inamovible la sociedad del “lado de acá”. Por tanto, a la sociedad se contrapuso, en el orden sacro, un poder del lado de allá que adquiría forma corpórea en la persona del príncipe y era representado por ella. La nación —digamos el reino— se figuraba a sí misma como un cuerpo, como una totalidad orgánica, como una unidad sustancial, de suerte que la distinción de rangos y condiciones, es decir la jerarquía entre sus distintos miembros, reposaba sobre un fundamento incondicionado: “El poder, en tanto era encarnador, en tanto estaba incorporado en la persona del príncipe, daba cuerpo a la sociedad. Había un saber de lo que era el uno para el otro, saber latente pero eficaz, que resistía a las transformaciones de hecho, económicas y técnicas” (Lefort, 1990: 189).

A partir de este modelo, Lefort perfila el rasgo revolucionario y sin precedente de la sociedad democrática. La democracia moderna comprueba una puesta en forma muy singular de la sociedad. De esa puesta en forma, lo que aparece, en primera instancia, es la nueva noción del lugar del poder como un lugar vacío, como un espacio potencialmente de todos que ninguna persona ni camarilla o grupo puede legítimamente ocupar y personificar. Obviamente, Lefort no está haciendo alusión aquí al dispositivo institucional de la democracia —el cual, por cierto, no lo desconoce, pero no lo considera prioritario para los propósitos de su investigación—.[23] Lo esencial, a sus ojos, es que en la democracia quienes ejercen la autoridad política o, mejor dicho, la soberanía son simples gobernantes y no pueden apropiarse del poder, incorporarlo.[24] Dicho ejercicio se somete al procedimiento de una renovación periódica que implica una competencia regulada entre hombres, grupos y partidos que “supuestamente” (Lefort dixit) están encargados de drenar opiniones en toda la extensión de lo social.[25] La celebración periódica de elecciones garantiza que nadie pueda caer en la tentación de encarnar el poder. El lugar del poder sólo puede ser ocupado provisionalmente por los representantes de turno de la sociedad, nadie tomará posesión de él ni lo ocupará permanentemente.

La democracia, en clave lefortiana, implica también el reconocimiento de las minorías por parte de las mayorías. Es más, la auténtica prueba de fuego de cualquier democracia es su modo de tratar a las minorías. Contra una opinión muy generalizada, podría afirmarse que la democracia no es simplemente el gobierno de la mayoría; es, si se quiere ser preciso, el gobierno de la mayoría pero con el consentimiento de las minorías. Sin la afirmación de los derechos de las minorías, la democracia es una mera ilusión, una invitación al suicidio, pues la mayoría puede decidir en cualquier momento ponerle fin a esa peligrosa aventura[26] (por ejemplo, la llegada de Hitler al poder por la vía electoral en 1933). La aceptación de una competencia periódica y regulada implica el reconocimiento del conflicto político, su institucionalización. La institucionalización de este conflicto tiene por efecto instituir una escena en la cual el conflicto político es representado a los ojos de todos como necesario, irreductible y legítimo.[27] Poco importa, asegura Lefort, que cada partido proclame su vocación por defender el interés general y realizar la unión de la sociedad, el antagonismo acredita otra vocación, la de la sociedad por la división. En consecuencia, la sociedad democrática se articula a su interior no por la vía del consenso sino del conflicto político irreductible. Su unidad simbólica es fruto de su irreductible división. Lefort (1991: 26) lo explica de la siguiente manera:

“Vacío, inocupable —ya que ningún individuo ni ningún grupo pueden serle consustanciales—, al lugar del poder le es imposible adoptar figura alguna. Sólo son visibles los mecanismos de su ejercicio, o mejor dicho los hombres, simples mortales, que detentan la autoridad política. Nos equivocaríamos al juzgar que el poder se aloja en lo sucesivo en la sociedad [...]; sigue siendo la instancia por virtud de la cual ésta puede ser comprendida unitariamente [...]. Pero esa instancia no se refiere a un polo incondicionado; en este sentido, marca un abismo entre el interior y el exterior de lo social, lo que instituye su relación; tácitamente se hace reconocer como puramente simbólica.”

La democracia en la obra de Lefort, en suma, es una forma de sociedad que desactiva nuevos principios políticos: la noción de un lugar vacío porque ningún individuo o grupo puede serle consustancial; la noción de un lugar infigurable que no está ni fuera ni dentro; la noción de una instancia puramente simbólica, en el sentido que no se localiza en lo real;[28] la noción de una sociedad enfrentada a la prueba de una pérdida del fundamento último; la noción del conflicto político como centro y eje de la socialización; la noción de la representación política como imagen de pluralidad y de unidad a la vez.

Este acontecimiento deja innumerables huellas. El fenómeno de la desincorporación del poder se acompaña, según Lefort, de una desintrincación entre la esfera del poder, la esfera de la ley y la esfera del conocimiento: “Desde que el poder cesa de manifestar el principio de generación y de organización de un cuerpo social, desde que cesa de condensar en sí las virtudes derivadas de una razón y de una justicia trascendentes, el derecho y el saber se afirman, ante él, en una exterioridad e irreductibilidad nuevas” (Lefort, 1991: 27).

La autonomía del derecho con respecto al poder se vincula a la imposibilidad de fijar su esencia de una vez y para siempre. Su futuro en la democracia depende directamente de un debate sobre su fundamento y sobre la legitimidad de lo establecido y de lo que debe ser; igualmente, la autonomía del saber se deriva de un proceso de conocimiento continuo e inacabable que mantiene abierta la interrogación sobre los fundamentos de la verdad. En la sociedad democrática, el derecho y el saber no se dejan atrapar en un concepto fijo o estable; su movimiento provoca una búsqueda continúa de su fundamento. Por eso, más que hablar de derecho o de saber en singular, habría que hablar de un devenir de los derechos y de los conocimientos en plural.

No menos importante resulta en Lefort la relación que se establece entre la competencia movilizada por el ejercicio del poder y el conflicto en todos los ámbitos de la sociedad:

“La sociedad relacionada consigo misma por efecto de la representación de una nación y de un pueblo homogéneos es una sociedad paradójicamente confrontada con la heterogeneidad de los intereses, creencias, opiniones de las costumbres en general; una sociedad en la cual la legitimación del conflicto propiamente político señala en dirección a la legitimación del conflicto en la sociedad y la cultura.” (Lefort, 1990: 190-191)[29]

Para Lefort, el sentido profundo de los cambios en la esfera de la ley y del conocimiento se hace transparente si recordamos el modelo monárquico del Antiguo Régimen y lo comparamos con el modelo democrático moderno: mientras en la monarquía el poder daba cuerpo a la sociedad, en la democracia la sociedad se instituye como sociedad sin cuerpo, es decir, como sociedad que pone en jaque la representación de una totalidad orgánica. Sin embargo, el hecho de que la sociedad democrática no pueda ser representada como un cuerpo, como una totalidad orgánica, no quiere decir que ésta prescinda de toda unidad, que carezca de una identidad definida. Por el contrario, la imagen de la unión, según Lefort, se engendra en el seno mismo de la democracia moderna: “La nueva posición del poder es acompañada por una reelaboración simbólica, en virtud de la cual las nociones de Estado, de pueblo, de nación, de patria, de humanidad adquieren un significado igualmente nuevo” (Lefort, 1991: 250). Esas simbolizaciones unitarias —como “pueblo”, “nación”, “patria” o “Estado”— pretenden anular la discordia y la conflictividad de la sociedad con el fin de llenar el vacío del poder. Sin embargo, la lucha por la identidad en la sociedad democrática siempre está ligada a un discurso político, a un debate ideológico entre diferentes personas y grupos que no alcanza a mimetizarse con alguna realidad sustancial:

“La desaparición de la determinación natural, antaño unida a la persona del príncipe y a la existencia de una nobleza, presenta a la sociedad como exclusivamente social, en forma tal que el pueblo, la nación y el Estado se erigen como entidades universales, y todo individuo, todo grupo, se relacionan. Pero ni el Estado, ni el pueblo ni la nación figuran como realidades sustanciales. Su representación se halla en la dependencia de un discurso político y una elaboración sociológica e histórica siempre ligada al debate ideológico. (Lefort, 1991: 27-28; cursivas mías).”[30]

La paradoja de la democracia se hace más evidente, según Lefort, con la institución del sufragio universal. Cuando la soberanía popular supuestamente debe manifestarse y actualizarse, cuando se podría pensar que se instituye un nuevo polo de identidad: el pueblo soberano o la voluntad general roussoniana (absoluta, infalible e irresistible), en ese momento las solidaridades sociales resultan deshechas y el ciudadano se ve extraído de todas las relaciones en las cuales se desarrolla la vida social para ser convertido en unidad contable: un hombre un voto.[31] El número sustituye a la sustancia: “No hay pueblo en acto fuera de la operación regulada del sufragio, y no hay poder susceptible de encararlo. El lugar del poder queda así tácitamente reconocido como un lugar vacío, por definición inocupable, un lugar simbólico, no como un lugar real” (Lefort, 1990: 62-63). En las elecciones se determinan los triunfadores y los perdedores, los representantes elegidos para los órganos representativos y los detentadores de los cargos políticos, pero no se crea una voluntad general que el triunfador pueda encarnar.

En síntesis, la sociedad democrática se instituye y se mantiene, según Lefort, en la disolución de los puntos de referencia de la certeza. La democracia inaugura una historia en la que los hombres realizan la prueba de una indeterminación última, en cuanto al fundamento del poder, de la ley y del saber, y en cuanto a la relación entre cada uno de ellos. Con la democracia se despliega en la práctica social, y ante el desconocimiento de los actores, una interrogación para la cual nadie tiene respuesta. Esa ambigüedad, aunque parezca paradójico a primera vista, es su principal fortaleza.
Se trata de una aventura donde los actores no conocen el guión de los primeros ni de los últimos capítulos de la obra.

Sustentar esa forma de sociedad no es una tarea sencilla. Siempre está latente la posibilidad de un desajuste en el dispositivo democrático:

“En una sociedad donde los fundamentos del orden político y del orden social se escamotean, donde lo adquirido jamás lleva el sello de la legitimidad plena, donde la diferencia de los estatutos deja de ser irreprochable, donde el derecho se revela dependiente del discurso que lo enuncia, donde el poder se ejerce en la dependencia del conflicto, la posibilidad de un desarreglo en la lógica democrática queda abierta.” (Lefort, 1991: 28-29)

La democracia es una forma de sociedad que carece de seguro de vida. Cuando crece la inseguridad de los individuos —como consecuencia de una crisis económica, de los destrozos provocados por una guerra o un desastre natural—, cuando el conflicto entre los grupos y las clases o entre las razas y las etnias se polariza hasta el extremo y no encuentra ya resolución simbólica en la esfera política, cuando el poder parece decaer hacia el plano de lo real, es decir, se muestra dentro de la sociedad como algoparticular al servicio de unos cuantos y, simultáneamente, ésta última aparece realmente fragmentada, cuando la búsqueda de la verdad es sustituida por la verdad revelada por el profeta de turno, entonces se desarrolla, según Lefort, el fantasma del pueblo-uno, la búsqueda de una unidad sustancial, de un cuerpo unido a su propia cabeza, de un poder encarnador, de un Estado liberado de la división. En ese momento, el fantasma adquiere un rostro aterrador: el totalitarismo.

La democracia no es una estación de paso rumbo a la estación terminal totalitaria. Si así fuera, estaríamos dándole a la democracia un tratamiento de simple causa y al totalitarismo de mera consecuencia. Para Lefort —recordemos— las relaciones causa-efecto pierden toda validez en el orden de lo simbólico. Por el contrario, la democracia es una forma de sociedad cruzada por el riesgo y la contradicción; una sociedad trágica donde el deseo de libertad puede ser eclipsado por el deseo de servidumbre: “Allí donde la pérdida de los fundamentos del orden político y del orden del mundo es sordamente experimentada, allí donde la institución de lo social hace surgir el sentido de una indeterminación última, el deseo de libertad conlleva la virtualidad de su inversión en deseode servidumbre” (Lefort, 1990: 193; cursivas mías).[32] En la óptica de Lefort, la sociedad democrática no ha encontrado en el pasado ni encontrará seguramente en el presente o en el futuro la vacuna contra el virus del totalitarismo. Con él tendrá que aprender a vivir y, si es posible, a sobrevivir. El futuro de la democracia ha de serinvención constante de democracia[33] o el riesgo totalitario es permanente. Invención que, por cierto, encuentra en la figura de los derechos humanos uno de sus capítulos estelares.

LOS DERECHOS DEL HOMBRE COMO DERECHOS POLÍTICOS

No es posible pensar una sociedad democrática sin el pleno reconocimiento y ejercicio de los derechos del hombre. Estos derechos otorgan carta de legitimidad a una lucha real en favor de la libertad política y contra la opresión. En la obra del filósofo Claude Lefort, los derechos humanos aparecen ligados a una concepción general de la sociedad —lo que en tiempos antiguos se denominaba la ciudad— que encuentra en el totalitarismo su negación y en la democracia su afirmación.[34] Los derechos humanos, según Lefort, no pueden ser reducidos a simples derechos naturales, individuales o formales sino se trata de derechos políticos cuya violación pone en cuestión no solamente la dignidad de los individuos —lo cual, por cierto, no es poca cosa—, sino también, y en primer lugar, la forma de la sociedad.

Sin embargo, pocos parecen percatarse de la radicalidad y novedad que plantea el reconocimiento de la institución de los derechos humanos. Algunos han clasificado los derechos del hombre dentro del rubro de los derechos formales, burgueses, que en última instancia disimulan un sistema de dominación que se define en el nivel de las relaciones de producción y propiedad y de las relaciones de fuerza; otros, por el contrario, han instalado los derechos del hombre en el santuario de la moral privada, un santuario que cada individuo lleva en su espíritu o en su corazón; muchos más, por su parte, han hecho de los defensores de los derechos humanos en los regímenes totalitarios una suerte de mártires modernos y de la resistencia a la opresión un tipo de religión laica sin reparar mayormente en el sentido político de la lucha por los derechos humanos.

Lefort se niega a concebir los derechos humanos como derechos individuales; la naturaleza del individuo no es ajena al modo de constitución de la sociedad. Al mismo tiempo, nuestro autor no acepta que estos derechos sean calificados como “formales” ya que han posibilitado reivindicaciones concretas que han hecho evolucionar la condición de los hombres. El filósofo francés, asimismo, se resiste a definir la violación sistemática de los derechos humanos en los regímenes no democráticos como un exceso de fuerza o como un ejercicio defectuoso del poder por parte de la autoridad que no pone en tela de juicio la naturaleza del Estado. La violación de los derechos humanos en la sociedad totalitaria no es un asunto cuantitativo sino cualitativo, no es un problema coyuntural que pueda resolverse con políticas compensatorias sino es un dilema estructural, no es un tema que aluda a la apariencia sino a la esencia del régimen.

Frente a lecturas de esta naturaleza, Lefort defiende el significado político de los derechos humanos o, si se quiere, su dimensión simbólica[35] con el objeto de aquilatar en su justa proporción su potencial democrático. Los derechos humanos no son un accidente, un acierto o una concesión de las sociedades democráticas, sino son un estímulo sin el cual éstas no podrían reconocerse a sí mismas: “Así como hay razones para juzgar que recusar esos derechos [humanos] forma parte de la esencia del totalitarismo, también hay que guardarse de conferirles una realidad en nuestra propia sociedad. Esos derechos son uno de los principios generadores de la democracia” (Lefort, 1990: 26).

El significado político de los derechos del hombre se hace visible, entonces, en el momento en el que se conciben las diferencias entre la sociedad democrática y la totalitaria. Para llevar a buen puerto esta iniciativa, Lefort propone romper con algunos prejuicios que han contaminado el debate sobre los derechos humanos. En primer lugar, el filósofo francés nos invita a tomar distancia de la interpretación que Karl Marx hizo de los derechos humanos en La cuestión judía. En este texto publicado en los Anuarios francoalemanes, el filósofo alemán nacido en Tréveris señala que los derechos del hombre no son otros que los derechos del hombre egoísta, del miembro de la sociedad burguesa. Vale la pena reproducir en extenso la argumentación de Marx sobre este punto con el fin de entrar en materia:

“Les droits de l’homme, los derechos humanos, se distinguen en cuanto tales de los droits du citoyen, los derechos políticos. ¿Quién es ese homme distinto del citoyen? Ni más ni menos que elmiembro de la sociedad burguesa. ¿Por qué se llama “hombre”, hombre a secas? ¿Por qué se llaman sus derechos derechos humanos? ¿Cómo explicar este hecho? Por la relación entre el Estado político y la sociedad burguesa, por lo que es la misma emancipación política [...] Constatemos ante todo el hecho de que, a diferencia de los droits du citoyen, los llamados derechos humanos, los droits de l’homme, no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad burguesa, es decir del hombre egoísta, separado del hombre y de la comunidad.” (Marx, 1978: 194-195)[36]

Para Marx, los derechos humanos son simplemente una “ilusión política” de la que hay que tomar distancia. En efecto, el filósofo alemán retiene de la revolución burguesa lo que él denomina “emancipación política”, es decir, la delimitación de una esfera de la política como esfera de lo universal, a distancia de la verdadera sociedad, que resulta de la combinación de intereses particulares y existencias individuales. Marx considera esta emancipación política como un momento necesario pero transitorio —y no suficiente— en el proceso de emancipación humana. Proceso que llega a su fin con el advenimiento de la sociedad comunista, vale decir, con la abolición de las distinciones de clase y la abolición de la distinción de lo económico, de lo jurídico, de lo político, en lo social puro.[37] Y dado que la burguesía concibe la emancipación política como aquel momento de realización de la emancipación humana, Marx lo señala como el momento por excelencia de la ilusión política. Dicha ilusión coincide con la ilusión de la independencia de los elementos particulares de la vida civil, es decir, con la representación ilusoria de los derechos del hombre: “En otras palabras, la política y los derechos del hombre constituyen [en Marx] dos polos de una misma ilusión” (Lefort, 1990: 16).

Sin embargo, la “ilusión política” no se encuentra, según Lefort, en la esfera de los derechos humanos sino en la propia cabeza del pensador alemán. Para nuestro autor, la crítica de Marx a los derechos del hombre está mal fundamentada desde el principio. Marx queda atrapado en una versión ideológica de estos derechos que le impide examinar los cambios profundos que éstos introducen en la vida social. Cada uno de los artículos de la Declaración de los Derechos del Hombre de 1791 produce, según Lefort, una mutación histórica en la que el poder queda sujeto a límites y el derecho se afirma plenamente exterior al poder. Lo anterior puede documentarse si se revisa con cuidado —y sin prejuicios— el contenido de diversos artículos de la Declaración de 1791, en particular, los artículos correspondientes a la libertad,[38] la libertad de opinión[39] y la ley escrita.[40]

Para Lefort, esta mutación histórica tiene un sello netamente político que puede rastrearse en el proceso de formación del Estado moderno bajo la figura del Estado monárquico:
“¿Qué significa la “revolución política” moderna? No la disociación entre la instancia del poder y la instancia del derecho, disociación que ya integraba el principio del Estado monárquico, sino un fenómeno de desincorporación del poder y de desincorporación del derecho acompañando a la desaparición del “cuerpo del rey”, en el que se encarnaba la comunidad y se mediatizaba la justicia; y, al mismo tiempo, un fenómeno de desincorporación de la sociedad, cuya identidad, aunque ya personificada en la nación, no se separaba de la persona del monarca. “(Lefort, 1990: 22-23)

En oposición a Marx, Lefort visualiza la “emancipación política” no como un momento de la “ilusión política” o como un velo cuya función sea enmascarar la realidad, sino como un acontecimiento sin precedentes que provoca simultáneamente la “desintrincación” del principio del poder, del principio de la ley y del principio del saber. Después de la revolución democrática, el poder ya no encarna el derecho ni puede apropiarse de él, ni tampoco aparece escindido del mismo; su legitimidad aparece estrechamente ligada a un discurso jurídico que se actualiza permanentemente.[41] Como resultado de la revolución política moderna, la noción de derechos del hombre apunta en dirección de un centro que no puede ser controlado. Frente al poder, el derecho representará una exterioridad que no puede ser obviada: “Esos derechos del hombre marcan una separación entre el derecho y el poder. El derecho y el poder no se condensan ya en el mismo polo” (Lefort, 1991: 43).

Ciertamente, en el Estado monárquico cristiano, nos dice Lefort, el Príncipe tenía que respetar distintos derechos (los del clero, la nobleza, las ciudades, las corporaciones) que se remontaban a un pasado que no podía ser borrado, pero se asumía que esos derechos constituían la propia monarquía. El poder del monarca no conocía límites, pues el derecho aparecía como consustancial a su persona. Con la caída de la monarquía, el derecho fija un nuevo punto de arraigo: el hombre. De ahí la radicalidad de los derechos humanos. Sin embargo, al declararse los derechos del hombre surge la ficción del hombre sin determinación, de aquel hombre abstracto que critican tanto los marxistas como los conservadores.[42] Para Lefort, este hombre sin determinación no puededisociarse de lo indeterminable:

“Desde el momento en que los derechos del hombre son planteados como última referencia, el derecho establecido queda sujeto a cuestionamiento. Está cada vez más en tela de juicio, a medida que voluntades colectivas o, si se prefiere, agentes sociales portadores de reivindicaciones nuevas, movilizan una fuerza que se opone a la que tiende a contener los efectos de los derechos reconocidos. Ahora bien, cuando el derecho está en cuestión, la sociedad, entendiendo por ella el orden establecido, también lo está.” (Lefort, 1990: 25)

Con el reconocimiento del hombre como el depositario y el destinatario último del derecho, el poder queda expuesto a límites que no puede evitar. El Estado de derecho democrático abre siempre la posibilidad de que los hombres se opongan al poder desde el plano del derecho. Esta oposición puede adquirir diferentes modalidades: negarse a pagar impuestos en determinadas circunstancias, acudir a otras formas de resistencia civil, recurrir al recurso de la insurrección frente a un gobierno ilegítimo,[43] etcétera.

Entre el Estado democrático y el Estado de derecho se establece una relación singular. En la sociedad democrática se rebasan, según Lefort, las fronteras asignadas tradicionalmente al Estado de derecho: La democracia “sufre el ejercicio de derechos que todavía no tiene incorporados, y es teatro de una opugnación cuyo objeto no se reduce a la conservación de un pacto tácitamente establecido sino que surge de ciertos focos que el poder no puede controlar por completo” (Lefort, 1990: 25). Gracias al reconocimiento de los derechos del hombre, se despliegan en el espacio público un conjunto de demandas sociales (derecho a la educación, al trabajo, a la huelga, a la salud, a la seguridad social, etcétera) que rebasan por mucho el estado de derecho establecido.[44]

La sociedad democrática no puede renunciar a la permanente institución de derechos humanos so riesgo de acabar por traicionarse a sí misma. La democracia, sostiene Lefort, se instituye a partir del reconocimiento del derecho a tener derechos. Si la esencia del régimen totalitario es no admitir estos derechos —ya que eso implicaría una suerte de haraquiri—, la esencia de la democracia es afirmarlos en un vértigo sin principio ni fin. Claude Lefort señala que la eficacia simbólica de los derechos humanos como principios generadores de democracia radica en que estos derechos aparecen ligados a la conciencia de los derechos. Su importancia descansa no sólo en su objetivación jurídica, sino también en la adhesión que provocan entre los hombres. Sin embargo la conciencia del derecho y su institucionalización mantienen una relación problemática: “Por un lado, la institución implica, con la formación de un corpus jurídico y de una casta de especialistas, la posibilidad de una ocultación de los mecanismos indispensables para el ejercicio efectivo de los derechos por parte de los interesados; por el otro, suministra el apoyo necesario para la conciencia del derecho” (Lefort, 1990: 26).

Empero, esta contradicción no acaba por minar la dimensión simbólica, vale decir, política del derecho en la sociedad democrática. Sólo en la democracia, la conciencia del derecho es irreductible a cualquier objetivación jurídica; sólo en esta forma de régimen político, la sociedad tiene que descifrar por sí misma el sentido último del derecho. Nadie puede asumirse como el guía o profeta que definirá las diferencias entre las buenas leyes y las malas leyes.[45] La democracia moderna se funda en la base de la legitimidad de un debate sobre lo legítimo y lo ilegítimo, debate necesariamente sin garantía y sin término: “La división entre lo legítimo y lo ilegítimo no se materializa en el espacio social, solamente es sustraída a la certeza, pues nadie sabría ocupar el lugar de gran juez, pues ese vacío mantiene la exigencia del conocimiento” (Lefort, 1991: 51). La legitimidad del debate sobre lo legítimo y lo ilegítimo supone que nadie ocupe el lugar del gran juez: ni un hombre providencial, ni un grupo, aunque fuera la mayoría. La justicia aparece ligada a la existencia de un espacio público que favorece el hablar, el escuchar, sin estar sujeto a la autoridad del otro.

La conciencia del derecho provoca múltiples secuelas en la sociedad política: se reivindican nuevos derechos (de primera, segunda, tercera, cuarta generación…); se activan numerosos grupos sociales (obreros, campesinos, colonos, comerciantes, pescadores, consumidores, ecologistas, pacifistas, etcétera); y se legitiman diferentes modos de existencia (feministas, toxicómanos, objetores de conciencia, homosexuales, bisexuales, transexuales, transgenéricos, etcétera).

Claude Lefort afirma que el dispositivo simbólico de los derechos del hombre ha provocado cambios singulares en la estrategia y en el discurso de las luchas inspiradas en la noción de los derechos. En primer lugar, estas luchas no aspiran a una solución global de los conflictos sociales mediante la conquista o la destrucción del poder político. A contracorriente de cierta teleología marxista, el objetivo último de estas luchas no es el derrocamiento de la clase dominante, la instauración de la dictadura del proletariado y, en consecuencia, la extinción del Estado.[46] Su objetivo es menos ambicioso pero más efectivo: la instauración de un poder social que ponga en tela de juicio la legitimidad del Estado: “Vemos formarse así un poder social en el que alrededor del poder político se combinan una multiplicidad de elementos aparentemente distintos y cada vez menos formalmente independientes” (Lefort, 1990: 28).

Ciertamente, el Estado puede recurrir en cualquier momento al monopolio legítimo de la violencia para aplicar la coerción, pero no es menos cierto que el fundamento legítimo de la violencia aparece cada vez más amenazado y el costo de usarla se eleva de manera considerable para los gobernantes. El poder puede negar por la vía de los hechos la aplicación del derecho, pero ya no posee el monopolio de su referencia. La conciencia del derecho rebasa por mucho la realidad del derecho.

En segundo lugar, las luchas inspiradas en la noción de los derechos ya no asumen su identidad bajo una figura homogénea —sea ésta el pueblo, la clase proletaria o el partido revolucionario— ni tienden a fusionarse en un solo contingente, sino, por el contrario, reconocen la heterogeneidad de sus reivindicaciones y la legitimidad de cada una de ellas. Más allá de sus múltiples orígenes e ideologías, estas luchas han adquirido su identidad bajo el cobijo de la imagen de la sociedad civil, ese referente simbólico que ofrece identidad a todos aquellos grupos o movimientos ciudadanos que circunscriben su acción fuera de la esfera del Estado, en contra del Estado o que defienden la autonomía de la sociedad con respecto al sistema político. Autonomía del derecho frente al poder. Autonomía de la sociedad civil frente al poder. Autonomía del saber frente al poder. He ahí los nuevos signos políticos de la sociedad democrática. En palabras de Lefort (1991: 46):

“La originalidad política de la democracia, que me parece desconocida, es señalada en ese doble fenómeno: un poder consagrado a permanecer en busca de su propio fundamento, porque la ley y el poder ya no están incorporados en la persona de quien o quienes la ejercen, una sociedad que acoge el conflicto de las opiniones y el debate sobre los derechos, pues se han disuelto las referencias de la certeza que permitían a los hombres situarse en forma determinada los unos con respecto a los otros.” [Cursivas mías].

LA DÍADA DEMOCRATICA/TOTALITARISMO. A MANERA DE CONCLUSION

Nadie como Claude Lefort ha advertido con tanta claridad y profundidad el vínculo trágico entre la democracia y el totalitarismo. A diferencia de la filósofa Hannah Arendt, Lefort señala que la emergencia del totalitarismo debe ser leída como un acontecimiento singular que no acaba por arruinar todas las categorías del pensamiento occidental (la política, lo público, la ley, la acción, la palabra y la revolución), sino que invita a ser tratado como un fenómeno eminentemente político ligado a la crisis de los fundamentos de la democracia. Su principal aportación a la filosofía política contemporánea radica, precisamente, en que consigue articular filosóficamente las categorías de democracia y totalitarismo.

Pensar la democracia moderna fuera de la órbita del totalitarismo nazi y estalinista, es abandonar la libertad democrática a la suerte de la servidumbre totalitaria. Pensar la democracia más allá o más acá del campo de estudio de la filosofía política es apostar por una forma de saber sin sabiduría política. En efecto, nuestro autor elabora, en respuesta al fenómeno totalitario, una filosofía política de la libertad o, si se quiere, del totalitarismo como negación de los dispositivos simbólicos de la democracia, que tiene como punto de partida una nueva teoría de lo político.

Para el filósofo francés —fundador de las míticas revistasSocialisme ou Barbarie y Mai 68: La Bréche— lo político no es un hecho social (diferenciable empíricamente de otros hechos sociales, como el económico, el jurídico, el científico, el religioso, etcétera), una cosa, un dato, una conducta o una superestructura jurídica-ideológica que se determina al nivel del trabajo, al nivel de lo económico, sino es, ante todo, un espacio simbólico al cual debemos arrancarle su significado. Acotar la esfera de lo político a una teoría de lo político-institucional, lo que comúnmente llamamos el Estado, o a una superestructura jurídica-ideológica, es desconocer su sentido instituyente. Interrogar lo político, por el contrario, es volver a pensar los principios que le dan sentido y visión de futuro a cualquier forma de sociedad. Principios que nos remiten a los límites o las fronteras que toda sociedad debe darse a sí misma para aprender a vivir y convivir con sus propios demonios y fantasmas.

Principios, al mismo tiempo, que nos traen a la memoria las tres preguntas con las que Kant resumió los intereses del hombre en toda sociedad: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, y ¿qué me es lícito esperar? Interrogar lo político moderno, en consecuencia, es interrogar los principios generadores de la democracia moderna como antítesis de los principios del totalitarismo.
La sociedad totalitaria, según Lefort, se instituye a partir de la negación de los dispositivos simbólicos que le dan sentido a la democracia. Su nacimiento es producto de una mutación política o, si se quiere, de una mutación de orden simbólico sin precedentes, que no puede ser ubicada en el registro empírico de los acontecimientos (partido único y ausencia de pluralismo, burocracia, alta movilización social, pequeño grupo o líder en el vértice del partido, límites no previsibles al poder del líder del partido, etcétera), pues en esta forma de sociedad se activa un nuevo sistema de representaciones (la imagen del Pueblo-Uno, el Otro como enemigo identificado o identificable, la metáfora del cuerpo y de la organización, la creación social-histórica permanente, la transparencia de la sociedad a sí misma, etcétera) que determina el curso mismo de los acontecimientos. Ni el despotismo oriental, el absolutismo o la tiranía pueden dar cuenta de la singularidad de esta forma de sociedad política.

Si la democracia moderna se instituye a partir de la disolución de las señales últimas de certidumbre, es decir, de la legitimidad del debate sobre lo legítimo y lo ilegítimo, lo justo y lo injusto, lo bello y lo feo, lo tolerable y lo intolerable; el totalitarismo se instituye a partir de la restitución de las creencias o, si se quiere, de las certezas acerca de la sustancia y el porvenir de la sociedad. Si la sociedad democrática se instituye a raíz del reconocimiento del derecho de los hombres a tener derechos, es decir, de la institución permanente e inacabada de los derechos humanos, ya que la validez de éstos no se encuentra ni en el arbitrio de un individuo o grupo, ni en un orden metafísico (natural, histórico, divino, etcétera), sino se localiza en el reconocimiento de los miembros de la sociedad como “personas” libres e iguales (sujetos de derechos y deberes); en el totalitarismo los derechos fundamentales no son admitidos ya que en esta forma de sociedad el poder y el derecho no están separados sino aparecen condensados en un mismo polo. Si, al mismo tiempo, la democracia moderna se instituye a partir de la noción del lugar del poder como un lugar simbólicamente vacío que ninguna persona ni camarilla o grupo puede legítimamente ocupar o personificar; el totalitarismo, por el contrario, se funda alrededor de la idea del poder como un poder social que personifica en cierto modo a la sociedad misma como potencia consciente y actuante. Lo que en el fondo se niega en el totalitarismo es el principio mismo de una distinción entre lo que corresponde al orden del poder, al orden de la ley y al orden del saber. La línea divisoria entre el Estado y la sociedad civil se vuelve invisible. Lo que se afirma, en consecuencia, es un modelo de sociedad que se instituye sin divisiones, que tiene el control total de su organización y que se relaciona consigo mismo en todas sus partes. El Estado-Partido aparece y se representa como el principio instituyente, como el gran actor que detenta los medios de transformación social y del conocimiento último de todas las cosas. Nada se le escapa. El totalitarismo se establece y conforma por su intermedio.

Pensar el modo de institución de la democracia y del totalitarismo es volver a colocar el análisis de la esfera de lo político, es decir, de las representaciones simbólicas, en el lugar que por derecho le corresponde. Un lugar que, desafortunadamente, no ha sido suficientemente reconocido por las ciencias sociales y políticas, que olvidan esta esfera singular o, en el mejor de los casos, la visualizan como algo secundario, derivado de la naturaleza empírica del poder. En la óptica de Lefort, por el contrario, lo político tiene un estatuto particular que imposibilita cualquier reducción de sentido. Rebajar dicha esfera al campo de lo económico, lo jurídico, lo ético o lo religioso, es apostar por un saber político vaciado de contenido, vale decir, un saber sin sabiduría.

* Profesor de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales y de la Escuela Nacional de Trabajo Social de la UNAM, y de la Universidad Iberoamericana, plantel Santa Fe. Correo electrónico:.

NOTAS

1 La teoría elitista de la democracia tiene entre sus principales exponentes a Mosca (1984), Michels (1991) y Schumpeter (1968). En términos generales, para los elitistas la democracia se reduce a un método de selección de una elite política cualificada e imaginativa, capaz de adoptar las decisiones legislativas y administrativas necesarias.

2 La democracia pluralista es desarrollada principalmente por Dahl (1989). Para este modelo, el carácter democrático de un régimen está garantizado por la existencia de múltiples grupos o múltiples minorías que gobiernan a nombre de la mayoría.

3 Cuando se habla de democracias en plural se hace alusión a aquellos regímenes políticos occidentales que se basan en la doctrina liberal (también son llamados liberaldemocracias de masas). Sobre las democracias existe una enorme literatura. Una visión de conjunto puede encontrarse en Morlino (1988: 79-127).

4 Pienso, principalmente, en Bobbio (1989: 188-233) quien recupera distintas tradiciones antiguas y modernas del pensamiento democrático.

5 Distintos autores liberales del siglo XX se han preocupado por elaborar una teoría democrática. Pienso, por ejemplo, en John Rawls, Robert Nozick, Isaiah Berlin, Karl Popper, Raymond Aron, etcétera. No es éste el lugar para analizar sus ideas democráticas. Para ello, remito a Merquior (1993).

6 La democracia participativa tiene como principal exponente a C. B. Macpherson (1982), quien plantea un modelo de democracia que no se basaría en el mercado y que llevaría a sus últimas consecuencias los postulados y los valores de la libertad.

7 Una buena guía para aproximarse al modelo de la democracia deliberativa aparece en el dossier: “Democracia deliberativa” de la revista Metapolítica (2000, 4: 14: 22-112). Para este modelo, la deliberación pública constituye, en términos generales, un proceso de cooperación entre los individuos que debe dar forma al ejercicio de la democracia.

8 Una visión panorámica sobre las distintas teorías clásicas, modernas y contemporáneas de la democracia puede encontrarse en Bobbio (1991: 441-453); Águila y Vallespín (1988) y Sartori (1999: 29-69).

9 Al igual que Lefort, Castoriadis (1995: 28) se resiste a definir la democracia como un mero procedimiento: “Los procedimientos democráticos forman una parte importante, ciertamente, pero sólo una parte, de un régimen democrático. Deben ser verdaderamente democráticos en su espíritu. En el régimen ateniense, el primero que se puede llamar democrático, a pesar de todo, los procedimientos fueron instituidos no como simples ‘medios’, sino como momento de encarnación y de facilitación de los procesos que lo realizaban. La rotación, el sorteo, las elecciones, los tribunales populares no descansaban solamente en un postulado de la igual capacidad de todos para asumir los cargos públicos: eran las piezas de un proceso político educativo, de una paideia activa”.

10 Quien quiera profundizar en la crítica que hace Lefort a los esfuerzos de Tocqueville por hacer de la igualdad de condiciones —durante su examen de la sociedad norteamericana— “el hecho generador del que todo hecho particular parece provenir”, puede consultar Lefort (1991: 203-230).

11 La idea de democracia salvaje no es mía sino de Esteban Molina (2000: 128): “La escritura de Tocqueville pone de relieve el carácter indómito, salvaje, de la sociedad democrática. Cuando nadie tiene la clave de la libertad, cuando el individuo conoce de sí y de los otros tanto como desconoce, cuando, en definitiva, no hay un saber último de lo humano, la sociedad se convierte en un foco extraordinario de invención política”.

12 En este punto, Tocqueville marca su raya tanto del Contrato social de Rousseau como de La libertad de los antiguos comparada con la libertad de los modernos de Constant. Mientras el primero anula la libertad del individuo en la idea de la “voluntad general”, el segundo subordina la libertad a la felicidad privada. Frente al despotismo de la “voluntad general” de Rousseau y el garantismo del individualismo privatista de Constant, Tocqueville defiende el individualismo democrático. Para profundizar en la idea de individualismo democrático, recomiendo Maestre (2000: 93-120) y Flores d’Arcais (2001).

13 Sobre lo político en Tocqueville, Lefort (1991: 193) señala: “Sería imposible decir que Tocqueville aporta una nueva definición de lo político. El hecho reside en que conserva al término su particular significado en el análisis de la democracia americana, cuando distingue el estado social y sus consecuencias políticas, las asociaciones civiles y las asociaciones políticas, el poder administrativo y el poder político, las ideas, los sentimientos y las costumbres y el despotismo o la libertad política”.

14 “La nueva ciencia política que Tocqueville desearía [...] parece muy singular: no se limita a conocer el funcionamiento de las instituciones; menos aún tiene algo que ver con la pseudociencia que predican los partidarios de un cuerpo social cuyos movimientos serían rigurosamente regulados y donde casi cada quien sería asignado a su justo lugar, para desempeñar la función más útil al servicio de todos. Es más una filosofía que una ciencia. Evitando las ilusiones de una teoría de la organización, está hecha para enseñar el peligro de la libertad, no para alejarlo, sino para volverlo aceptable y buscar en el riesgo el medio para conjurar otros riesgos” (Lefort, 1991: 190) (cursivas mías).

15 El liberalismo político de Tocqueville o, si se prefiere, su teoría política de la libertad, no deja rebajarse al nivel del liberalismo económico, que pretende contraer la libertad en la esfera económica: “El liberalismo político, tal y como es formulado por Tocqueville, pertenece a una ciencia diferente que la del liberalismo económico. En este último no duda en reconocer a un eventual aliado del despotismo” (Lefort, 1991: 186).

16 A propósito del movimiento en la democracia, Campos Daroca (2000: 137) señala: “A las democracias les gusta el movimiento por sí mismo. Cambian hasta sin necesidad. La democracia es el lugar de lo nuevo: opiniones nuevas, nuevas costumbres, relaciones que se alteran, nuevos conocimientos, hechos y verdades; sus hombres piden lo inesperado y lo nuevo, son nuevas sus palabras y expresiones. Una sociedad de rostro eternamente modificado”.

17 Sobre los peligros de la democracia, Molina (2000: 127) señala: “Tocqueville intenta descubrir en las nuevas formas de la libertad los signos de una nueva servidumbre y, en esos mismos signos, los remedios que la democracia pone al alcance. Su análisis no nos permite componer la imagen de una sociedad conciliada consigo misma. Su exploración queda suspendida en la indeterminación”.

18 No sólo la democracia, como dice Lefort, es fruto de una ruptura histórica. Nosotros mismos, nuestra civilización occidental, nuestras propias ideas también son resultado, según Castoriadis (1998: 76-77), de una ruptura similar: “¿Y cuál es el origen de ‘nuestro punto de vista’? Una creación histórica, una ruptura histórica que tuvo lugar por primera vez en la antigua Grecia, luego de nuevo en la Europa occidental a fines de la Edad Media, ruptura en virtud de la cual se creó por primera vez la autonomía en el sentido propio del término: la autonomía, no comocerco, sino como apertura. Esas sociedades representan, una vez más, una forma nueva de ser historicosocial y, en realidad, de ser sin más ni más: por primera vez en la historia de la humanidad, de la vida y, que sepamos del universo, nos encontramos en presencia de un ser que pone abiertamente en tela de juicio su propia ley de existencia, su propio orden dado” (cursivas mías).

19 “Si es verdad que el régimen comunista, en orden a la construcción de un nuevo mundo y de un nuevo hombre, ha anunciado el fin de la historia y anegado que algo pudiera cuestionar el dogma del partido, me parece no menos cierto que (la democracia), al acoger el conflicto y el debate, en lo político y en lo social, abre un espacio a la posibilidad, a la innovación en todos los sentidos y se expone a lo desconocido. En pocas palabras, parece cierto que la democracia es la sociedad histórica por esencia” (Lefort, 1997a: 583).

20 El nacimiento de la democracia (y de la política) en la Grecia antigua supone también, en alguna medida, una mutación de orden simbólico, que Castoriadis (1998: 114) ubica en el nivel de lo imaginario: “La creación de la democracia y de la filosofía, y de su vínculo, tiene una precondición esencial en la visión griega del mundo y de la vida humana, en el núcleo de lo imaginario griego. La mejor manera de aclarar esto sea tal vez referirse a las tres preguntas con las que Kant resumió los intereses del hombre. En cuanto a los dos primeras (¿qué puedo saber? y ¿qué debo hacer?), la interminable cuestión comienza en Grecia pero no hay una ‘respuesta griega’ a ellas. En cuanto a la tercera pregunta (¿qué me es lícito esperar?), hay una respuesta griega clara y precisa y es un rotundo y retumbante nada”.

21 Para Lefort, la singularidad de la monarquía no se localiza, como suponen los marxistas, en el nivel económico sino en el ámbito propiamente político. En el marco de la monarquía, que se desarrollaba originalmente dentro de una matriz teológicopolítica que se extiende a lo largo de la Edad Media, se dibujaron los rasgos del Estado y la nación y se dio una primera separación entre la sociedad civil y el Estado: “Lejos de reducirse a una institución superestructural, cuya función derivaría de la naturaleza del modo de producción, la monarquía, por su acción niveladora y unificadora del campo social y, simultáneamente, por su inscripción en ese campo, ha hecho posible el desarrollo de relaciones mercantiles y un modo de racionalización de las actividades que condicionaban el auge del capitalismo” (Lefort, 1991: 25-26). No es la monarquía, en suma, la que surge del capitalismo, sino es el capitalismo el que surge de la monarquía.

22 El poder dual del príncipe se puede expresar gráficamente, según Rodel, Frankenberg y Dubiel (1997: 141), en la metáfora de los dos cuerpos del monarca: “Como cuerpo sacro representaba en este mundo, en su persona, el orden sacro e indisponible del lado de allá. Como cuerpo mortal en la cima de la jerarquía social encarnaba en su persona el orden terrenal completo y actuaba como intermediario del orden sacro que hacía reinar la razón”. La imagen de la doble naturaleza simbólica de la soberanía monárquica en el Occidente no es de los autores alemanes aquí citados; éstos la recuperan de Kantorowicz (1985). Aunque el tratado es el de un historiador del poder y del derecho, aparentemente acotado al medioevo y la monarquía, tiene un indudable alcance para el pensamiento político de nuestro tiempo.

23 El filósofo francés no desconoce la diferencia entre el desarrollo de facto de las sociedades democráticas y los principios que han ordenado a esas sociedades, es decir, entre su dispositivo institucional y su dispositivo simbólico: “En modo alguno olvido que las instituciones democráticas han sido constantemente utilizadas para limitar a una minoría los medios de acceso al poder, al conocimiento y al goce de los derechos. Tampoco olvido que la expansión del poder del Estado [...] fue favorecida por la posición de un poder anónimo. Pero elegí poner en evidencia un conjunto de fenómenos que me parecen desconocidos por lo general” (Lefort, 1991: 28).

24 Para Rodel, Frankenberg y Dubiel (1997: 144), la despersonalización del poder puede rastrearse en el curso de la historia europea de los siglos XVII y XVIII: “Con la ejecución del monarca en el curso de las revoluciones democráticas, como en el caso de Jacobo II en Inglaterra y Luis XVI en Francia, termina a la vista de todos la personificación en el lado de acá de un intocable orden del lado de allá. El lugar del poder queda literalmente vacío. El resultado es una despersonificación tanto de la sociedad como del poder. Ambos se enfrentan en los sucesivo como civil society y régimen absolutista”.

25 Lefort no se deja encantar por la idea de que los partidos representan fielmente los intereses de una parte de la sociedad: “Lo que los partidos buscan es vencer a sus adversarios. Y esto no sólo por las armas del debate, sino primeramente y de una manera constante, por la demagogia. Democracia y demagogia han estado ligadas sustancialmente desde la antigüedad. Este proceder de los partidos se manifiesta, en primer lugar, haciendo promesas que no van a ser cumplidas; en segundo lugar, desacreditando por todos los medios a los adversarios, y, en tercer lugar, utilizando medios ocultos [...] Estos partidos a menudo están más preocupados por su propia conservación que por el interés general” (Lefort, 1997b: 619-620).

26 En sintonía con esta idea lefortiana, Maestre (1997: 546) señala: “Si la política aparece establecida, después de la caída de las monarquías absolutas y la proclamación de la soberanía del pueblo, como una esfera autónoma sujeta a principios de racionalidad inmanente, entonces deberá no sólo permitirse sino sobre todo favorecerse la participación de las minorías como prueba de que el lugar del poder, antes ocupado por el monarca, ha quedado vacío: nadie podrá ya arrogarse el derecho a sentarse permanentemente en él en nombre de cualesquiera principios trascendentes; por el contrario, quién y cómo habrá de ejercerlo dependerá únicamente de la voluntad siempre histórica del pueblo. Por lo tanto, la participación activa de las minorías deja abierta la posibilidad de que sus reivindicaciones se conviertan algún día en decisiones mayoritarias”.

27 El conflicto democrático tiene un efecto civilizador sólo si cumple determinados presupuestos: “Esta forma de socialización sólo puede tener éxito si los adversarios en conflicto no son indiferentes y por tanto no se relacionan unos con otros de forma exclusivamente estratégica ni tratan a los adversarios como simple objeto de disposición, administración o en el mejor de los casos cuidado” (Rodel, Frankenberg y Dubiel, 1997: 166).

28 “La democracia moderna es el único régimen que subraya la distancia entre lo simbólico y lo real por medio de la noción de un poder que no se atrevería a apoderarse nadie, ya fuera príncipe o camarilla; su virtud es conducir a la sociedad a la prueba de su institución” (Lefort, 1991: 248).

29 Sobre el vínculo entre el conflicto político y el conflicto social, puede consultarse también: Lefort (1992: 139-145). “Diría que la institucionalización del conflicto político, a través de los partidos, tiene como consecuencia una legitimación tácita del conflicto dentro de la sociedad, del conflicto en todos los ámbitos, en todos los registros: del conflicto de intereses, de creencias, de opiniones, de formas de vida. La representación política mantiene el principio de diferencia sobre el cual se basa la sociedad democrática” (Lefort, 1992: 142).

30 Sobre la noción de pueblo y nación, Molina (1997: 603) afirma: “Si la noción de pueblo queda suspendida de una ambigüedad de la que una representación comunitarista de la democracia no puede dar cuenta, al considerarlo el sujeto de lo político, al atribuirle una identidad y una voluntad que no se reduce a la de los individuos que lo componen; otro tanto ocurre con el término ‘nación’ cuando se lo pretende mantener a pesar de su paso por la democracia, como un medio de socialización, compuesto de sentimientos religiosos. El pensamiento comunitarista, empeñado en establecer una continuidad histórica que dé prueba de lo absurdo de un mundo sin religión, obvia lo que supone el acontecimiento de la democracia, es decir, lo que significa que la identidad colectiva no se manifieste como el objeto de un consenso espontáneo, como objeto de unanimidad: que la nación no puede darse más allá de un discurso que la nombre y que elabore su representación; que no es, por tanto, ajena al debate que suscita la interpretación”.

31 “El pueblo soberano, la sociedad civil en el momento de depositar el voto, no es simbolizada como una unidad sustancial de la sociedad, sino como un conglomerado atomizado y desunido de votos como unidades de recuento. Con ello resulta excluida también la personificación de la unidad del pueblo como soberano en un poder real” (Rodel, Frankenberg y Dubiel, 1997: 173).

32 La idea de deseo de libertad y de servidumbre la recupera Lefort de la obra El discurso de la servidumbre voluntaria de Etienne de la Boétie: “Lo que sí queda aclarado y establecido, al oponer indirecta, pero rigurosamente, deseo de servidumbre a deseo de libertad, es la dimensión social del deseo humano. Desde el principio del discurso, se trataba de la libertad y de la servidumbre del pueblo, de la dominación del príncipe o tirano y de cómo subvertirla” (Lefort, 1981: 155).

33 Para profundizar en la imagen de la democracia como invención, recomiendo Cansino y Sermeño (1997: 557-571) y Serrano Gómez (1997: 523-541).

34 “Sólo podremos apreciar el desarrollo de la democracia y las oportunidades de la libertad a través del reconocimiento de la institución de los derechos del hombre, de los signos del surgimiento de un nuevo tipo de legitimidad y de un espacio público donde los individuos son a la vez producto y agente” (Lefort, 1991: 41).

35 Lefort no desconoce la diferencia entre la dimensión simbólica y la aplicación práctica de los derechos del hombre. Por el contrario, el filósofo francés reconoce la diferencia entre los principios y la elaboración concreta de las leyes inspiradas en aquellos: los vicios de la legislación en tal o cual terreno, las iniquidades del funcionamiento judicial, los mecanismos de manipulación de la opinión pública, etcétera. Simplemente, Lefort quiere destacar que la dimensión simbólica de los derechos humanos acabó por ser constitutiva de la sociedad política: “Si sólo se tiene en cuenta la subordinación de la práctica jurídica a la conservación de un sistema de dominación y explotación, o si se confunde lo simbólico con lo ideológico, no se podrá percibir la lesión del tejido social que resulta de la denegación del principio de los derechos del hombre en el totalitarismo” (Lefort, 1990: 26).

36 Quien quiera profundizar en la crítica que hace Marx a los derechos humanos puede consultar Cerroni y Miliband (1969) y Cerroni (1980: 138-149). Cabe recordar que en su crítica a los derechos humanos Marx sí fue fiel al marxismo.

37 La diferencia entre emancipación política y emancipación humana en Marx puede ser estudiada en Ortiz Leroux (1996: 82-105).

38 El artículo sobre la libertad estipula lo siguiente: Artículo 6: “La libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudica a otro” (cursivas mías). Marx señala que este derecho hace del hombre una “mónada”, pues no se funda en la relación del hombre con el hombre sino en la separación del hombre con el hombre. Para Lefort (1991: 31-56), la lectura de Marx es equivocada. Éste último privilegia la función negativa “no perjudicar”, subordinándole la función positiva “poder hacer”, sin reparar en que toda acción humana en el espacio público liga necesariamente al sujeto con otros sujetos. Marx, según Lefort, ignora el alcance práctico de la Declaración de este derecho que legitima la libertad de movimiento: el levantamiento de múltiples prohibiciones que pesaban sobre la acción del hombre antes de la revolución democrática, bajo el Antiguo Régimen.

39 Marx se resiste, según Lefort, a analizar los dos artículos relativos a la libertad de opinión: Artículo 10: “Nadie puede ser molestado por sus opiniones, ni siquiera por las religiosas, con tal que su manifestación no perturbe el orden público establecido por la ley”, y Artículo 11: “La libre comunicación de los pensamientos y opiniones es uno de los derechos más valiosos del hombre; en consecuencia, todo ciudadano puede hablar, escribir, imprimir libremente, y sólo se responderá al abuso de esta libertad en los casos determinados por la ley”. Su crítica a estos derechos se centra en la concepción burguesa de una sociedad compuesta de individuos y en la representación de la opinión como propiedad privada del individuo pensante. Sin embargo, esta representación esquiva, según Lefort, el sentido profundo de la transformación que provocan estos derechos, que permiten al hombre salir de sí mismo y unirse con los demás mediante la palabra, la escritura y el pensamiento: “Cuando a todos les es ofrecida la libertad de dirigirse a los demás y escucharlos, se instituye un espacio simbólico, sin fronteras definidas, por encima de toda autoridad que pretendiera regirlo y decidir lo que es pensable o no, lo que es decible o no. La palabra como tal, el pensamiento como tal, se revelan independientes de todo individuo en particular, sin ser la propiedad de nadie” (Lefort, 1991: 44).

40 La Declaración de 1791 señala: Artículo 7: “Ningún hombre puede ser acusado, arrestado o detenido más que en los casos determinados por la ley y según las formas que ella prescriba…”; Artículo 8: “La ley sólo debe establecer penas estricta y evidentemente necesarias; y nadie puede ser castigado excepto en virtud de una ley establecida y promulgada con anterioridad al delito y legalmente aplicada”; y Artículo 9: “Todo hombre es presuntamente inocente hasta que se lo declare culpable…” Según Lefort, Marx ignora en estos artículos la función reconocida a la ley escrita, la importancia que ésta adquiere en su separación de la esfera del poder. Con ello, Marx desaparece la dimensión de la ley como tal.

41 De acuerdo con Max Weber (1967) los tres tipos ideales de poder legítimo son: el poder tradicional, el poder legal-racional y el poder carismático. Los tres tipos de poder representan tres tipos diferentes de motivación: en el poder tradicional, el motivo de la obediencia es la creencia en la sacralidad de la persona del soberano; en el poder legalracional, la creencia en la racionalidad del comportamiento conforme a leyes, es decir, a normas generales y abstractas que instituyen una relación impersonal entre gobernante y gobernado; y en el poder carismático, la creencia en los dotes extraordinarios del jefe.

42 Por ejemplo, Joseph de Maistre, destacado representante del tradicionalismo y adversario de la Ilustración, proclama: “he conocido italianos, rusos, españoles, ingleses, franceses, pero no conozco alhombre“. Citado por Lefort (1990: 24; cursivas mías).

43 En la historia de la filosofía política, distintos autores han justificado el derecho a la insurrección frente a un gobierno ilegítimo. John Locke (1990) es el principal de ellos. El pensador inglés reconoce el derecho de resistir al poder de los déspotas y establece cuatro casos en los que se puede cesar la obediencia hacia los gobernantes: la conquista, la usurpación, la tiranía y la disolución del gobierno.

44 “La comprensión democrática del derecho implica la afirmación de una palabra —individual o colectiva— que, sin encontrar garantía en las leyes establecidas [...] hace valer su autoridad en espera de la confirmación pública, en virtud de un llamado a la conciencia pública” (Lefort, 1991: 49).

45 En sintonía con esta afirmación, Castoriadis afirma que la democracia nació precisamente en la Grecia antigua, entre otras razones, porque sólo ahí se encuentra el primer ejemplo histórico de una sociedad que delibera explícitamente sobre sus leyes y que modifica esas leyes: “En otras partes, las leyes son heredadas de los antepasados o están dadas por los dioses o por el único Dios verdadero; pero esas leyes no son establecidas, es decir, no están creadas por hombres al cabo de una discusión colectiva sobre las leyes buenas y las leyes malas. Esta posición lleva a la pregunta que también tiene su origen en Grecia y que consiste en interrogar no sólo si esta ley es buena o es mala, sino en interrogar ¿qué significa que una ley sea buena o mala? En otras palabras, ¿qué es la justicia?” (Castoriadis, 1998: 114).

46 V. I. Lenin (1981: 307) desarrolla la teoría marxista sobre la extinción —mas no abolición como planteaban los anarquistas— del Estado: “La sustitución del Estado burgués por el Estado proletario es imposible sin una revolución violenta. La supresión del Estado proletario, es decir, la supresión de todo Estado, sólo es posible mediante un proceso de ‘extinción’”.

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G miradas multiples



29 de Noviembre del 2019




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