Sí me hubieran preguntado a mediados del 2019 sobre mis
visiones para América Latina hacia fin del año, yo habría dicho que viene un
periodo electoral en donde se decidirá si en Argentina la supremacía del
neo-peronismo será absoluta o relativa, si el Frente Amplio uruguayo
consolidará sus posiciones o si en Colombia, después del retorno a la guerra de
una de las fracciones de las FARC, el uribismo saldrá fortalecido. Tal vez ni
siquiera habría mencionado a Bolivia pues el triunfo de Evo Morales lo daba por
descontado.
En Argentina retorna el peronismo a través de los dos
Fernández, uno encargado del gobierno, la otra de la plebe. Macri logró
ascender algunos puntos. Más allá de ideologías, Argentina ha optado por una
suerte de bi-partidismo (Frente de Todos y Cambiemos) Por el momento el
principio de la alternancia en el poder parece estar a buen resguardo. En
Uruguay la decisión entre el frenteamplista Daniel Martínez y el conservador
Luis Lacalle Pou ha sido postergada hasta el próximo domingo. Y en las
regionales de Colombia ha emergido de modo impresionante un centro político que
ha terminado por descolocar tanto al uribismo como a la izquierda pétrea. El
triunfo de la candidata ecologista Claudia López en Bogotá, fue espectacular.
Y bien, estos tres eventos electorales, muy importantes,
han pasado a un segundo plano debido a estallidos indígenas, sociales y
políticos aparecidos en tres países: Ecuador, Chile y Bolivia. Justamente
aquellos donde todo parecía estar bajo control. Habrá entonces que concluir:
las agendas de la historia no se ajustan a planes pre-establecidos.
ECUADOR: EL ESTALLIDO INDÍGENA
Todo comenzó en Ecuador.
Cuando el presidente Lenín Moreno firmó el decreto 833
que fijaba un aumento del precio del diésel, lo hizo con la buena conciencia de
que llevaba a cabo una razonable medida económica. Por una parte - así lo dijo
expresamente su ministro de economía, Richard Martínez- era un alza que
afectaba en primer lugar a los ricos. Por otra, Moreno continuaba una política
de racionalización siguiendo las recomendaciones del FMI orientadas a reducir
el gasto público elevado hasta las nubes por el distribucionismo demagógico de
su antecesor, Rafael Correa. Con lo que no contaba Moreno fue que esa medida no
solo afectaba a los “ricos” sino fundamentalmente a los campesinos indígenas
quienes en su gran mayoría dependen del precio de la bencina para sus tractores
y para el transporte de la mercadería agrícola.
De haber sido implementada el alza del diésel, esta se
habría traducido muy pronto en un alza de los productos alimenticios o, en su
defecto, en su escasez, hecho que habría obligado al gobierno a importar
alimentos. Algo así como el chiste del alemán que abrió un agujero en el bote
para que saliera el agua que entraba por otro.
Más allá de la simple racionalidad económica, lo que
entendió Moreno fue que mantener el alza del diésel lo estaba llevando a
enfrentarse con la CONAIE (Confederación Nacional Indígena de Ecuador)
probablemente la organización indígena más poderosa de América Latina.
Como era de esperarse, el ex presidente Correa,
desmontado políticamente por Moreno, iba a aprovechar la situación para
intentar desenmascarar al “traidor”. Durante los doce días que duró el
conflicto, el presidente ecuatoriano estuvo amenazado desde dos frentes: el de
las comunidades indígenas a la que se articulaban estudiantes y trabajadores
urbanos, y el “correismo”, aún latente en el propio partido de gobierno. Fue
entonces cuando Moreno decidió realizar dos actos: dialogar y ceder. Este fue
sin duda el hecho más significativo del proceso ecuatoriano de octubre.
Dialogar y ceder son prácticas que no forman parte del
léxico político de los gobiernos latinoamericanos. De acuerdo al concepto de
poder predominante, dialogar y ceder ante fuerzas contrarias muestra debilidad
y eso, desde un punto de vista maquiavelista, es lo que jamás debe mostrar un
jefe de gobierno. En un conflicto entre sociedad y gobierno un gobierno no debe
ser derrotado. Así reza el mandamiento.
Lenín Moreno demostró que el camino contrario también es
viable: ceder ante demandas sociales no es un signo de debilidad sino de
aproximación entre sociedad y estado. Si hubiera elegido el camino de la
represión podría haber derrotado a sus contrarios, pero al precio de romper las
correas de transmisión que se dan entre gobierno y sociedad. Moreno hizo lo
contrario, demostrando al mundo que dialogar y ceder son prácticas imposibles
de ser descartadas del uso político.
Cuando el 13 de octubre en un diálogo sin estridencias ni
ideologías, Lenín Moreno, presidente de Ecuador, y Jaime Vargas, presidente de
la CONAIE, acordaron la supresión del decreto 833, Moreno pareció perder
algunas cuotas de poder. Pero por otra parte ganó lo que pocos presidentes
latinoamericanos ostentan: respeto a su autoridad. El gran derrotado en esta
ocasión no fue Moreno. Fue Correa.
La crisis ecuatoriana dejó también otra enseñanza: cuando
la razón política se enfrenta a la razón tecnocrática, un presidente ha de
optar por la primera. Un país no es una fábrica ni una empresa así como un
presidente no es un gerente. No haberlo sabido entender a tiempo costó a Macri
la no-reelección en Argentina. A su colega Piñera de Chile, casi le costó el
puesto
CHILE: EL ESTALLIDO SOCIAL
No terminaba Sebastian Piñera de pronunciar las palabras
“oasis latinoamericano” para metaforizar a Chile, cuando estudiantes llenaron
las calles protestando por el alza del pasaje del Metro.
Al comienzo parecía una manifestación estudiantil más,
una de las tantas habidas en Chile. Pero los estudiantes, como muchas veces se
ha dicho, fueron solo el detonante de un gran estallido, uno que a diferencias
de el de Ecuador no se articuló en torno de ningún eje, ni social ni político.
El movimiento se fue conformando a través de un contexto
multidimensional donde diversas vertientes confluirían hacia un solo río
torrencial cuyas aguas inundaban las principales ciudades del país. A la
dimensión generacional no tardó en sumarse una social constituida por casi
todas las organizaciones laborales y junto a ellas, miles de descontentos por
distintas razones, casi todas económicas.
Si bien algunos grupos del Frente Amplio intentaron
aparecer como guías del movimiento, fue evidente que carecía de jefatura, de
partidos y de liderazgo. No amorfo como dijimos en una ocasión, más bien
polimórfico.
Vanos fueron los intentos de los académicos de la
izquierda para encajonar al emergente movimiento en una determinada matriz
ideológica. A pesar de que con su reducido vocabulario repetían que estallaba
una protesta en contra del neo-liberalismo, las encuestas revelaban que había
tantos motivos para protestar como manifestantes en las calles.
Precisamente la falta de conducción reveló rápidamente
que en Chile existía una seria crisis de representación política. Vacío que
explica por qué en medio de la borrasca emergieron otras dos dimensiones que en
no pocas ocasiones se cruzan entre sí. Uno, la de los saqueadores, vale decir,
lumpen social duro y puro. La otra la de los ultrarevolucionarios en sus
variadas formas, desde guevaristas, maduristas, anarquistas, fachos de
izquierda, sociópatas y pirómanos, intentando todos transformar al movimiento
generacional y social en una fuerza insurreccional destinada a cambiar
radicalmente el orden político. Fue entonces cuando aparecieron todas las
consignas que han precedido a la instauración de las dictaduras de izquierda:
desde la prédica de odio en contra de la “clase política”, la sustitución de la
democracia parlamentaria por una “democracia directa”, la infaltable propuesta
para una asamblea constituyente, hasta llegar a fantasiosos cabildos, versión
siglo XXl del “crear crear, poder popular” del antiguo mayonesismo
altamiranista. En fin, cualquiera cosa que no tuviera que ver con la democracia
liberal, tal como la conocemos.
El gobierno: mal primero, mejor después.
Comenzó muy mal, con la absurda declaración de guerra
declarada por Piñera al movimiento estudiantil. Peor, con la fuerte represión
policial y mucho peor, con la salida de los militares, hecho que produjo
terribles asociaciones en el traumatizado Chile. En un segundo momento, sin
embargo, parece que se acercaron nuevos consejeros al desolado presidente.
Quizás alguno hizo mención al diálogo con que Macron desactivó al movimiento de
“Los Chalecos Amarillos” en Francia. Tal vez otro sopló al presidente que Lenín
Moreno había accedido a las exigencias de los manifestantes. El hecho es que
casi al unísono Piñera ofreció dos propuestas: acceder a las demandas
económicas y sociales más perentorias y llamar a un diálogo de todos los
partidos políticos.
Pese a que al comienzo los socialistas se mostraron
renuentes, al final la gran mayoría decidió ponerse de acuerdo en torno a un
tema: convocar mediante vía plebiscitaria una Nueva Constitución (NC). La
convocatoria -que no pone en peligro las competencias del Congreso- contó con
el beneplácito de las “fuerzas vivas” de la nación ¿Y colorín colorado este
cuento se ha acabado? No, no se ha acabado.
No solo la dimensión ultraizquierdista continúa su obra
destructiva. La derecha post-pinochetista dispuesta a atacar a Piñera por su
debilidad frente a los “violentistas de izquierda” llamará a pronunciarse
militantemente por un rotundo NO. Está en su derecho. Tendrán su oportunidad.
Ya afilan sus consignas.
También hay opinadores que no entienden –y no sin cierta
razón- por qué una movilización originada en demandas económicas debe
cristalizar en una NC. Algunos agregan desde las dos puntas, las de derecha y
de izquierda, que ninguna movilización se planteó una NC, y por tanto se trata
de una maniobra de “la clase política” para ponerse a la cabeza del movimiento
desvirtuando sus contenidos sociales. A ellos se suman voces eruditas aduciendo
que no existe la llamada Constitución de Pinochet pues esta fue solo una
enmienda a la de 1925. Y no por último hay quienes opinan que la Constitución
de 1980 ya ha sido reformada durante los gobiernos de Lagos y Bachelet, hasta
quedar más zurcida que un calcetín de pobre, lo que también es cierto.
¿Para
qué una NC entonces?
Hay una razón, práctica y simbólica a la vez. Ella nos
dice que el estallido social debe ser finiquitado políticamente. Desde ese
punto de vista la NC sería el acta que une a todos los sectores democráticos,
la señal escrita de que Chile deja atrás un capítulo de su historia. No importa
cuantos incisos deban ser modificados. Lo que importa es el signo simbólico de
que la NC fue aprobada por un pueblo soberano y no por una detestable
dictadura. En fin, que a través de la aprobación popular de la NC -aunque ella
sea la misma que la anterior, coma más coma menos- los habitantes de Chile
decidirán reconstituirse políticamente para intentar un “nuevo comienzo”.
La política posee una enorme carga simbólica. Quienes no
entienden de símbolos jamás entenderán de política. Pero quien solo ve símbolos
sin considerar los hechos de donde provienen, tampoco.
BOLIVIA: EL ESTALLIDO POLÍTICO
Evo Morales pensaba seguramente que la simbología que él
representa era mucho más importante que los resultados de las elecciones del 20
de octubre de 2109.
Las elecciones parecían ser pan comido antes de que
tuvieran lugar. El presidente era favorito en las encuestas. Su carta de
presentación no podía ser mejor. Bolivia experimentaba, gracias a acertadas
medidas de ajustes no ortodoxos, un fuerte crecimiento económico. El único
peligro que enfrentaba Morales era no obtener la mayoría absoluta frente a una
oposición que había acordado presentarse fragmentada. En ese caso debería tener
lugar una segunda vuelta. Si, como ya estaba acordado, la oposición se unía en
torno al opositor con más votos, la continuidad del evismo sería puesta en
peligro. Y así sucedió. Fue entonces cuando Morales, siguiendo las patologías
propias a los socialistas del siglo XXl -las que imaginan que todo está
permitido en aras del poder, que la democracia es un medio y no un fin en sí, y
que siempre les asistirá la razón histórica– decidió robarse los votos
cometiendo un horrible fraude electoral.
Con ese paso, Evo Morales por segunda
vez, después de haber violado escandalosamente el resultado del plebiscito de
2016 que le impedía presentarse a elecciones por cuarta vez, pasó a ser un
presidente inconstitucional.
¿Hubo o no golpe de estado? Digamos lo que digamos, si lo
hubo o no lo hubo, no está determinado por textos politológicos sino por la
intencionalidad de las fuerzas en contienda. Los evistas dirán que lo hubo
porque la decisión final provino de los militares. Los no-evistas señalarán que
la intervención militar fue consecuencia directa de una movilización popular de
tres semanas frente al fraude perpetrado por Morales (golpe a la Constitución,
lo llamaría Luis Almagro).
Mas importante será atenernos a los hechos. El fraude
revelado por la consultoría de la OEA es indesmentible. El fraude es un delito
criminal cometido por un gobierno a sus ciudadanos. La lucha en contra de los dos
fraudes, el del desconocimiento del referéndum de 2016 y el de las elecciones
de 2019 se enmarcan perfectamente en un contexto constitucional frente a un
gobierno devenido inconstitucional.
La razón constitucional estaba al lado de la oposición y
por eso mismo, al lado de ella también se encontraba la legitimación de la
lucha. O si se prefiere: en Bolivia hay una conflagración entre dos tipos de
legitimidad: la que proviene del carisma de un caudillo y la que se deduce de
la constitución y las leyes. Esa conflagración continúa y seguramente
continuará después de la caída de Morales. En cierto modo expresa en versión
boliviana la principal contradicción latinoamericana: la de una pre- política
basada en el seguimiento a un guía mesiánico y la política que se deduce del
poder de una constitución situada arriba y no debajo de los líderes.
Al escribir estas líneas, Bolivia padece la crueldad de
esa contradicción. Desde su asilo mexicano el megalómano ex presidente ha
optado por el camino insurreccional. En la oposición a su vez debaten dos
sectores: Por un lado, liderazgos extremistas intentan pacificar al movimiento
evista con la fuerza de las armas, antes de llamar a elecciones. Por otro, los
constitucionalistas que comanda el ex presidente Carlos Mesa, buscan dialogar
con los sectores más políticos del MAS y llamar a elecciones con participación
del mismo MAS. Evidentemente, el sector constitucionalista cuenta con el apoyo
de la OEA y de la UE. La voz de los EE UU, en cambio, no cuenta.
Afortunadamente.
Lo más importante: en Bolivia ha estallado un movimiento
político más que social. Ese estallido fue posible gracias a que la oposición
decidió participar en elecciones las que, después de la violación del
referéndum eran, desde sus orígenes, ilegítimas. Un mensaje que resonaría como
un latigazo en Venezuela, país que sufre con intensidad cada vez mayor, las
consecuencias de una política abstencionista que la ha llevado al más profundo
de los abismos.
EL NO-ESTALLIDO VENEZOLANO
En clave de síntesis: a pesar de sus enormes diferencias
los estallidos andinos tienen tres puntos en común: Primero: surgieron de modo
imprevisto. Segundo: carecen de ideologías y liderazgos. Tercero: el tema
constitucional ha sido puesto en el centro de los debates. En Ecuador, donde Moreno
prefirió ceder a gobernar de modo inconstitucional. En Chile, donde la
multiplicidad de demandas cristalizará en un plebiscito por una nueva
Constitución. En Bolivia, en defensa de la Constitución violada por el ilegal
Morales.
Ahora bien, ninguno de esos puntos ha sido relevante en
la lucha que libra la oposición venezolana en contra del régimen encabezado por
Maduro. En referencia al primero, todos los caminos emprendidos por esa
oposición han sido pre-anunciados – ahí se nota la marca del leopoldismo-. La
última convocatoria de masas, la del 16-N, llamando a un “levantamiento”
nacional, fue hecha con más de un mes de anticipación (¡!). El problema más
grande es que esos llamados no solo carecen de imaginación sino, lo que es
peor, de objetivos. Estos los perdió la oposición desde el momento en que fue
descarrilada por Maduro con la ayuda del G4 de su única vía: la electoral.
En segundo lugar, el líder en lugar de conducir ha sido
conducido por los partidos supuestamente mayoritarios de la coalición opositora.
Por eso mismo Guaidó ha sido condenado por esa misma dirigencia a ser el chivo
expiatorio de sus continuos fracasos. De hecho, ya lo es
En tercer lugar, la oposición ha sido incapaz de imponer
a sus movilizaciones un sello constitucional. En ese punto la dirigencia
opositora se ha sometido al anti constitucionalismo impuesto por Maduro.
La oposición venezolana ya no tiene ruta.
Los que fueran
llamados sus cuatro puntos cardinales -electoral, constitucional, pacífica y
democrática- ya no cuentan. Al renunciar a participar en las presidenciales del
20-M, la jefatura eliminó la que había sido gran carta de la oposición durante
las candidaturas de Capriles: su constitucionalidad. Por eso Guaidó, al
establecer la primacía del cese de la usurpación, es decir, la insurrección
como condición para que tuvieran lugar elecciones libres, dio al traste con el
principio constitucional. Un fin de la usurpación por vía no electoral no puede
ser, en efecto, constitucional.
Más todavía, al comprobar la dirigencia opositora que
para la insurrección anunciada no tenía ningún medio, aparte de llamar a
infructuosas manifestaciones de calle, terminó pidiendo a los cuerpos armados
intervenir en contra de Maduro. O a gobiernos extranjeros invadir a la propia
nación. Eso significa: el líder, en representación del G4, optó por favorecer a
vías violentas sobre las cuales no poseía el menor control. De este modo,
embarcados en terrenos conspirativos más que políticos, la dirigencia del G4
terminaría cerrándose sobre sí misma, bloqueando toda posibilidad de discusión
y descalificando a quienes no acataban su mandato (la mesita, los
colaboracionistas) rompiendo así con la democracia interna que había regido
durante los tiempos de la MUD.
La línea de la oposición, si es que tiene una, ya no es
electoral, ni constitucional, ni pacífica ni democrática. La oposición ha
llegado así a ser parte del problema, no de su solución. El extremismo se ha
apoderado del contexto opositor. En cierto modo lo ha usurpado. El problema no
es por tanto que la dirigencia haya cometido uno u otro error. El problema es
que toda la estrategia diseñada desde enero del 2019 hasta ahora, ha sido un
gran error.
Venezuela vive así un doble drama: un gobierno
paradictatorial, anticonstitucional y antidemocrático y una oposición
desconectada de la ciudadanía, descarrilada de su única vía posible. Todo
parece indicar entonces que un estallido social y político en contra del
régimen de Maduro no puede ser posible si es que no existe primero un estallido
al interior de la propia oposición.
En el 2020 tendrán lugar las únicas elecciones posibles,
las parlamentarias. Frente a ese evento ya se anuncian diferencias. Hay quienes
ponen como condición un adelanto de las presidenciales sin tener con qué
imponerlas. Después, los que aguardan un momento propicio para levantar
candidaturas de última hora. Y por cierto, al final, quienes intentarán
recuperar la ruta perdida, la que no se debió haber abandonado nunca, la de los
cuatro puntos cardinales que llevaron al 6-D.
De cara a las parlamentarias la oposición se verá
obligada a mostrar públicamente divisiones internas que apenas disimula. Quizás
sea mejor así.
Pues los opositores bolivianos ya lo demostraron: Mas
vale una oposición dividida participando que una oposición paralizada frente al
altar antipolítico de la nada.
Polis
30 de Noviembre del 2019
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