¿Qué tratamos de
realizar? Cambiar la organización social sobre la que reposa la prodigiosa
estructura de la civilización, construida en el curso de siglos de conflictos
en el seno de sistemas avejentados o moribundos, conflictos cuya salida fue la
victoria de la civilización moderna sobre las condiciones naturales de vida.” William
Morris, ¿Dónde estamos?
Walter Benjamín, en su
artículo Teorías del fascismo alemán, recuerda la frase aparentemente
extemporánea de León Daudet,“el automóvil es la guerra”, para ilustrar el
hecho de que los instrumentos técnicos, no encontrando en la vida de las gentes
un hueco que justifique su necesidad, fuerzan esa justificación entrando a saco
en ella. Si la realidad social no está madura para los avances técnicos que llaman
a la puerta tanto peor para la realidad, porque será devastada por ellos. El
resultado es que la sociedad entera queda transformada por la técnica como
tras una guerra. Realmente, con sólo citar la gran cantidad de
desplazamientos de la población, la enormidad de datos almacenados y procesados
por la moderna tecnología de la información y el gran número de bajas por
accidentes, suicidios o patologías contemporáneas, parece que una guerra, en
absoluto fría, sucede a diario en los escenarios de la economía, de la
política, o de la vida cotidiana. Una guerra en la que siempre se busca vencer
gracias a la superioridad técnica en automóviles, en ordenadores, en
biotecnologías… Por la propia naturaleza de la sociedad capitalista, los cada
vez más poderosos medios técnicos no contribuyen de ningún modo a la cohesión
social y al desarrollo personal, ya que la técnica sólo sirve para armar al
bando ganador. Para Benjamin pues, y para nosotros, “toda guerra venidera
será a la vez una rebelión de esclavos de la técnica”.
Los adelantos técnicos,
son todo menos neutrales, en todo desarrollo de las fuerzas productivas debido
a la innovación técnica siempre hay ganadores y perdedores. La técnica es
instrumento y arma, por lo que beneficia a quienes mejor saben servirse de ella
y mejor la sirven. Un espíritu critico heredero de Defoe y Swift, Samuel
Butler, denunciaba el hecho en una utopía satírica. “…en esto consiste la
astucia de las máquinas: sirven para poder dominar(…); hoy mismo las máquinas
sólo sirven a condición de que las sirvan, e imponiendo ellas sus
condiciones(…) ¿No queda manifiesto que las máquinas están ganando terreno
cuando consideramos el creciente número de los que están sujetos a ellas como
esclavos y de los que se dedican con toda el alma al progreso del reino
mecánico?” (Erewhon o allende las montanas). La burguesía utilizó las
máquinas y la organización “científica” del trabajo contra el proletariado. Las
contradicciones de un sistema basado en la explotación del trabajo que, por un
lado expulsaba a los trabajadores del proceso productivo y, por el otro,
alejaba de la dirección de dicho proceso a los propietarios de los medios de
producción, se superaron con la transformación de las clases sobre las que se
asentaba, burgueses y proletarios. La técnica ha hecho posible un marco
histórico nuevo, nuevas condiciones sociales las de un capitalismo sin
capitalistas ni clase obrera que se presentan como condiciones de una
organización social técnicamente necesaria. Como dijo Munford, “Nada de lo
producido por la técnica es más definitivo que las necesidades y los intereses
mismos que ha creado la técnica” (Técnica y civilización). La sociedad,
una vez que ha aceptado la dinámica tecnológica se encuentra atrapada por ella.
La técnica se ha apoderado del mundo y lo ha puesto a su servicio. En la
técnica se revelan los nuevos intereses dominantes.
Cuando “la
dominación de la naturaleza queda vinculada con la dominación de los hombres” (Herbert
Marcuse, El Hombre Unidimensional), el discurso de la dominación ya
no es político, es el discurso de la técnica. Busca legitimarse con el aumento
de las fuerzas productivas que comporta el progreso tecnológico una vez que ha
puesto a su servicio el conocimiento científico. El progreso científico-técnico
proporciona a los individuos una vida que se supone tranquila y cómoda y por
eso es necesario y deseable. La técnica, que ahora se ha convertido en la
ideología de la dominación, proporciona una explicación suficiente para la no
libertad, para la incapacidad de los individuos de decidir sobre sus vidas: la
ausencia de libertad implícita en el sometimiento a los imperativos técnicos es
el precio necesario de la productividad y el confort, de la salud y el empleo.
La idea del progreso era el núcleo del pensamiento dominante en el periodo de
ascenso y desarrollo de la burguesía, progreso que pronto perdió su antiguo
contenido moral y humanitario y fue identificado con el avance arrollador de la
economía y con el desarrollo técnico que lo hacía posible.
Efectivamente, los
inventos técnicos y los descubrimientos científicos en el siglo XIX fueron
tantos y provocaron tantos cambios económicos que generaron en los países
industrializados, y no sólo entre su clase dirigente, una religión de la
economía, una creencia en ella como la panacea de todas las dificultades. El
progreso de la cultura, de la educación, de la razón, de la persona, etc,
derivaría necesariamente del progreso económico. Bastaría un correcto
funcionamiento de la economía para que la cuestión social cesara dc dar
disgustos. El mismo proceso se repetirá más tarde con la técnica, ante el
fracaso definitivo de las soluciones económicas. Porque vueltos a la sociedad
civil tras dos grandes guerras, se impone el pensamiento militar un
pensamiento eminentemente técnico y los propios problemas económicos se
creerán resolver con procedimientos y adelantos técnicos. La economía pasó
a segundo plano y la técnica se emancipó. La propia economía ya no es más
que una técnica.
“La emergencia de la
tecnología occidental como fuerza histórica y la emergencia de la religión de
la tecnología son dos aspectos del mismo fenómeno” (David F. Noble, La
Religión de la Tecnología).Según este autor, el deslumbramiento ante el
poder de la técnica tiene raíces en antiguas fantasías religiosas que perviven
en el inconsciente colectivo de los hombres: la Creación, el Paraíso, el
virtuosismo divino, la perfectibilidad infinita, etc. Eso significa que la
técnica posee un fuerte contenido ideológico desde los comienzos, que ha
llegado a ser dominante en la época de los totalitarismos, en la época de la
disolución de los individuos y las clases en masas. Desde entonces redefine en
función de sí misma los viejos conceptos de “naturaleza”, “libertad”,
“memoria”, “cultura”, “hechos”, etc., en fin, inventa de nuevo la manera de
pensar y de hablar. La técnica cuantifica la realidad y, bautizándola con su
lenguaje con tecnicismos, impone una visión instrumental de las cosas y de
las personas. Neil Postman recuerda en Tecnópolis el adagio de que “a un hombre
con un martillo todo le parece un clavo”. El mundo habla el idioma de los
“expertos”. Un divulgador de las maravillas de la ciencia moderna como Julio
Verne describe en una de sus primeras novelas de anticipación a ese producto
natural de la era tecnológica un tanto someramente, pero no olvidemos que lo
hace en 1876: “Este hombre, educado en la mecánica, explicaba la vida por los
engranajes o las transmisiones; se movía regularmente con la menor fricción
posible, como un pitón en un cilindro perfectamente calibrado; Transmitía su
movimiento uniforme a su mujer, a su hijo, a sus empleados, a sus criados,
verdaderas máquinas-instrumentos, de las que él, el gran motor, sacaba el mejor
provecho del mundo (París en el siglo XX). Por vez primera en la historia,
la técnica representa al espíritu de la época, es decir, corresponde al vacío
espiritual de la época. Las relaciones entre las personas pueden considerarse
como relaciones entre máquinas.
Toda una gama de las
ciencias ha nacido con esos planteamientos: cibernética, teoría general de
sistemas, etc. Los problemas reales entonces se convierten en cuestiones
técnicas susceptibles de soluciones técnicas, que serán aportadas por expertos aquí
decimos “profesionales” y adoptadas por dirigentes, ”técnicos” en tomar
decisiones. La dominación desde luego no desaparece; gracias a la técnica ha
adoptado las apariencias de una racionalización y se ha vuelto también técnica.
La técnica ha vaciado a
la época de contenido: todo lo que no es directamente cuantificable, y por lo
tanto medible, y por lo tanto manipulable, automatizable, no existe para la
técnica. El poder de la técnica no sólo ha comportado la atomización y
amputación de los individuos, sino la muerte del arte y de la cultura en
general; la nada espiritual es el mal del siglo. La filosofía existencial, la
vanguardia artística, la proliferación de sectas y la aparición de masas
hostiles al gusto y a la cultura, son fenómenos que representan la sensación
vivida del proceso de aniquilación de la individualidad, de supresión de
lo humano, en el que la acción, inconsciente y absurda, es puro
movimiento.
Esta fatalidad histórica
se intuye desde el principio de la era tecnológica, y nos la cuenta Meyrink en
su relato Los Cuatro Hermanos de la Luna: “Por lo tanto las máquinas
han llegado a ser los cuerpos visibles de titanes producidos por las mentes de
héroes empobrecidos. Y comoconcebir o crear algo quiere decir que el alma
recibe la forma de lo que se ve o se crea y se confunda con
ella; así los hombres están ya encaminados sin salvación en el sendero que,
gradual y mágicamente, los llevará a transformarse en maquinas, hasta que un
día, despojados de todo, se encontrarán siendo mecanismos de relojería
chirriantes, en perpetua agitación febril, como lo que siempre han tratado de
inventar: un infeliz movimiento perpetuo”.La técnica se opone a los individuos
como algo exterior, que poco a poco va desposeyéndoles del control de sus vidas
y determinando sus acciones. En un mundo técnico, la máquina es más real que el
individuo, que no es más que una prótesis suya. La fe en la técnica, que aun
podíamos considerar burguesa, se ve acompañada entonces de un nihilismo cada
vez más conformista y apologético, sobretodo en la fase postburguesa de la era
tecnológica, fruto del desencantamiento del mundo y de la destrucción del
individuo. El pensamiento tecnocrático se complementa con una ideología de la
nada, un verdadero mal francés que proclama la supremacía del modelo
y la fascinación del objeto, que habla de la independencia del pensamiento
respecto a la acción, del derrumbe de la historia y del sujeto, de las máquinas
deseantes y del grado cero de la escritura, de la deconstrucción del lenguaje y
de la realidad, etc. Desde el existencialismo y el estructuralismo hasta el
postmodernismo, los pensadores de la nada constatan una serie de demoliciones
de todo lo humano y se congratulan por ello; no pretenden contradecir la
religión de la técnica, sino desbrozarle el camino. No son originales, ni
siquiera son pensadores: plagian las aportaciones críticas de la sociología
moderna o del psicoanálisis y fabrican un verborrea ininteligible con préstamos
crípticos como no del lenguaje científico. En la objetivación completa de la
acción social que efectúa la técnica, aplauden la abolición del individuo
social en tanto que sujeto histórico. El sistema, la organización, la técnica,
ha evacuado al hombre de la vida y estos ideólogos anuncian con alegría, como
una gran revelación, el advenimiento del hombre aniquilado, del ser vacío y
superficial cuya existencia frívola y mecánica consideran la expresión misma de
la creatividad y la libertad.
El dominio, el poder, en
la política y en la calle, en la paz y en la guerra, pertenece al mejor
equipado tecnológicamente. La burguesía ha sido substituida por una clase
tecnocrática no nacida de una revolución antiburguesa sino de la creciente
complejidad social forzada por la lucha de clases y la intervención estatal. En
el camino hacia una nueva sociedad basada en la alta productividad
proporcionada por la automación y en la economía de servicios, la burguesía se
ha metamorfoseado en una nueva clase dominante.
Esta no se define por la
propiedad privada o el dinero sino por la competencia y la capacidad de
gestión; la propiedad y el dinero son necesarios pero no son determinantes. La
fuerza de la clase dominante no proviene exclusivamente de la economía, ni de
la política, ni siquiera de la técnica, sino de la fusión de las tres
en un complejo tecnológico de poder que Munford denominó “megamáquina”. Si la
técnica, al convertirse en la única fuerza productiva, facilitó el triunfo de
la economía, ahora la economía, al crear el mercado mundial, le ha allanado el
camino a la técnica, y ésta impone la dinámica expansiva de la producción en
masa al mundo entero. A su modo ha ridiculizado la figura del Estado,
difuminando su historia y su papel después de que la economía lo convirtiese en
el mayor patrón y la técnica lo transformase en una maquinaria de
gobierno y de control de masas. Desde finales del XIX la estabilidad del
sistema capitalista se consiguió gracias a la intervención del Estado, que
desplegó una política económica y social correctora. El Estado dejó de ser una
superestructura autónoma para fusionarse con la economía y presentarse como un
escenario neutral donde podía resolverse el enfrentamiento entre clases. El
Estado pasaba a ser el garante de las mejoras sociales, de la seguridad y de
las oportunidades. El Estado “del bienestar” fue una invención que aseguraba a
la vez la revalorización del capital y la aquiescencia de las masas. En su seno
la política se convertía paulatinamente en administración, se profesionalizaba,
se orientaba hacia la resolución de cuestiones técnicas. Aunque el régimen
político fuera una democracia formal, la política no podía ser objeto de
discusión pública: en tanto que planteamiento y resolución de problemas
técnicos requería por un lado un saber especializado era una tecnopolítica en
manos de una burocracia profesional, y por el otro, un alejamiento una
despolitización de las masas. El progreso técnico conseguirá esta
despolitización. Tenía la propiedad de aislar al individuo en la sociedad, al
rodearlo de artilugios domésticos y sumergirlo en la vida privada. Por otra
parte, cada etapa de dicho progreso anula la precedente, desarrollando un
dinamismo compulsivo en el que la novedad es aceptada simplemente por ser
novedad y el pasado es relegado a la arqueología. De esta forma crea un
continuo presente, en el que nunca pasa nada puesto que nada tiene importancia
y donde los hombres son indiferentes.
¿Fin de la historia? En
una de las mejores sátiras escritas contra la explotación del hombre gracias a
la ciencia y la técnica, Karel Capek, ironiza sobre esta banalización de los
hechos: en una sociedad con tantas posibilidades técnicas“no se podían medir
los acontecimientos históricos por siglos ni por décadas, como se había hecho
hasta entonces en la historia del mundo, sino por trimestres (…) Podríamos
decir que la historia se producía al por mayor y que, por ello, el tiempo
histórico se multiplicaba rápidamente (según cálculos, cinco veces más)” (La
Guerra de las Salamandras).
Gracias al Estado, que
fomentó la investigación a gran escala en el campo de las armas bélicas, desde
donde pasó a la producción industrial de bienes, el progreso científico y
técnico dio un gran salto, convirtiendo a la tecnociencia en la principal fuerza
productiva. La evolución del sistema social, y por lo tanto, de la Economía y
del Estado, estaba determinada a partir de entonces por el progreso técnico.
Ello no solamente implicaba la decadencia del mundo del trabajo y anunciaba la
obsolescencia de la clase obrera, que dejaba de ser la principal fuerza
productiva, sino que significaba el fin del Estado protector. En las sociedades
tecnificadas el control de los individuos se logra con estímulos exteriores
mejor que con reglas que fijen sus conductas y los regimenten. Lo que domina
entre los individuos no es el carácter autoritario y su complemento, el
carácter sumiso sino la personalidad desestructurada y narcisista. El fin del
Estado era antes que nada, el fin del carácter “social” del Estado.
Ahora ha de limitarse a
ser una organización y cuanto más compleja, más técnica, y cuanto más técnica,
con menos personal de servicios públicos baratos, una red de oficinas eficazmente conectadas,
policiales, administrativas, jurídicas o asistenciales. Las condiciones
sociales que impone la técnica autonomizada no son en absoluto favorables a una
centralización política, no promueven ni el estatismo ni el desarrollo de una
burocracia disciplinada, más conformes con un Welfare state, o con un
modo de producción colectivista autoritario, o con un Estado totalitario,
correspondientes a una fase social precedente de la técnica, que con el
despotismo tecnológico contemporáneo.
Todos los sectores de la
burocracia estatal o paraestatal están siendo reciclados, es decir,
reorganizados según estrictos criterios de rendimiento que priman sobre los
intereses de grupo. Como reza un antiguo proverbio bancario, todo es cuestión
de números. Conviene recordar que quienes mandan no son los propietarios de los
medios de producción los empresarios, la vieja burguesía, o los
administradores del Estado la burocracia sino de las élites ligadas a la alta
tecnología y a la “ingeniería financiera”.
Esas élites son
apátridas y se sirven de los Estados como se sirven de los medios de producción
y de las finanzas, combatiendo todo desarrollo autónomo de los mismos y
exigiendo eficacia. Tampoco hay que olvidar que todo proceso técnico productivo,
financiero, político tiende a eliminar a las personas y hacerse automático.
Las masas no son necesarias más que en tanto que no existan máquinas para
substituirlas. El Estado totalitario era una técnica de gobierno donde todos
los movimientos de las masas eran simplificados y reducidos a acciones
predecibles, como en un mecanismo. Para él el pensar era una actitud subversiva
y la obediencia la mayor de las virtudes públicas. Por eso necesitaba un enorme
aparato policial.
Pero la misma lógica de
la técnica conduce al automatismo de las conductas, con cada vez menos
necesidad de control, y por lo tanto, sin necesidad de líderes ni de
grandes burocracias. Ni de grandes aparatos policiales; es mejor
videovigilancia, unidades especiales de intervención rápida y servicios de
protección privados. El individuo no existe, la clase obrera no existe, el
Estado puede reducirse a una pantalla, es decir, puede virtualizarse. En ese
momento histórico estamos.
La mecanización del
mundo es la tendencia dominante de un proceso acabado en líneas generales. Pero
todavía se dan contradicciones entre sectores más avanzados y menos avanzados,
entre tradiciones burguesas y estatistas e impulsos desmesurados hacia la
tecnificación, entre clases en proceso de disolución que ya no son sino grupos
particulares con intereses privados y la nueva clase emergente, unificada y
estable, extremadamente jerarquizada, en la que la posición de poder depende
del elemento técnico. La técnica es un factor estratégico decisivo que se
guarda como si fuera un secreto: es el secreto de la dominación. Pero eso no
significa que los técnicos, por el mero hecho de serlo, gocen de una situación
privilegiada. Evidentemente la oferta de empleos a profesionales y técnicos es
la única que ha crecido, aunque en modo alguno ha aparecido una clase nueva de
“mánagers”, de directivos, dispuesta a hacerse con el poder. Lo único que ha
variado es la composición de los asalariados. Los expertos no mandan, solamente
sirven.
Los cuadros, la
intelligentsia técnica, es sólo el espejismo de una clase provocado por los
cambios ocurridos en los primeros momentos de la aparición de la alta
tecnología, de la tecnociencia, cuando realmente esos asalariados desempeñaron
un papel: el de facilitar su institucionalización. Con la especialización y la
fragmentación crecientes del conocimiento y con el desarrollo del sistema
educativo en la dirección más favorable a la tendencia dominante y su extensión
a toda la población, todo el mundo está preparado para obedecer a las máquinas.
Técnicos lo somos todos. La formación técnica no es ninguna bicoca: es la
característica más común de todos los mortales. Es la marca de su desposesión.
La transformación del
proletariado en una gran masa de asalariados sin ningún lazo ni solidaridad de
clase no ha eliminado las luchas sociales, pero sí la lucha de clases.
Cuando resultan perjudicados intereses surgen conflictos que pueden llegar a
ser de gran intensidad y violencia pero que no tocan lo esencial la técnica y
la organización social basada en ella y por consiguiente, no amenazan al
sistema. No podemos interpretar las luchas de los funcionarios, de los
excluidos, de los empleados, de los pequeños agricultores, de los cuadros,
etc., en términos de lucha de clases. Son respuestas al capital que en su
proceso de revalorización daña intereses sectoriales propios de determinados
grupos sociales que no encarnan ni pueden encarnar el interés general, por lo
que no ponen en peligro al sistema de dominación. El momento clave de la lucha
es siempre la negociación, y esa la efectúan especialistas.
Ningún grupo oprimido
específico puede por su situación objetivallegar a ser embrión de una
clase social, un sujeto histórico cuyas luchas lleven consigo las esperanzas
emancipatorias de la mayoría de la población. Todas las luchas ocurren ya en la
periferia del sistema. El sistema no necesita a nadie, no depende de ningún
grupo en concreto. Si éste se segregara, el sistema funcionaría igual sin él.
Su lucha, por tanto, sólo será marginal y testimonial. Carece de las
perspectivas revolucionarias de la vieja y desaparecida lucha de clases. Los
grupos sociales oprimidos ya no se enfrentan a la dominación como clase contra
clase. Por otra parte, ningún grupo aspira a la liquidación del sistema, porque
ningún grupo, a pesar de la acumulación de efectos nocivos, ha contestado la
supremacía de la técnica, que proporciona cohesión y solidez a la dominación.
El consenso respecto a la técnica todo el mundo cree que no se puede vivir sin
ella justifica el dominio de la oligarquía tecnocrática y diluye las
necesidades de emancipación de la sociedad.
Toda revuelta contra la
dominación no representará el interés general si no se convierte en una
rebelión contra la técnica, una rebelión luddita. La diferencia entre
los obreros ludditas y los modernos esclavos de la técnica reside en que
aquellos tenían un modo de vida que salvar, amenazado por las fábricas, y
constituían una comunidad, que sabía defenderse y protegerse. Por eso fue tan
difícil acabar con ellos. La represión dio lugar al nacimiento de la policía
inglesa moderna y al desarrollo del sistema fabril y del sindicalismo británico,
tolerado y alentado a causa del luddismo. La andadura del proletariado comienza
con una importante renuncia, es más, los primeros periódicos obreros cito a L
´Artisan, de 1830 elogiarán las máquinas con el argumento de que alivian
el trabajo y que el remedio no está en suprimirlas sino en explotarlas ellos
mismos. Contrariamente a lo que afirmaban Marx y Engels, el movimiento obrero
se condenó a la inmadurez política y social cuando renunció al socialismo
utópico y escogió la ciencia, el progreso (la ciencia burguesa, el
progreso burgués), en lugar de la comunidad y el desarrollo individual. Desde
entonces la idea de que la emancipación social no es “progresista” ha circulado
por la sociología y la literatura más que por el movimiento obrero, con la
excepción de algunos anarquistas y seguidores de Morris o Thoreau.
Así por ejemplo,
tendríamos que abrir la novela Metrópolis, de Thea Von Harbou, para leer
arengas como ésta: “De la mañana a la noche, a mediodía, por la tarde, la
máquina ruge pidiendo alimento, alimento, alimento. ¡Vosotros sois el alimento!
¡Sois el alimento vivo! ¡La máquina os devora y luego, exhaustos, os arroja!
¿Por qué engordáis a las máquinas con vuestros cuerpos? ¿Por qué aceptáis sus
articulaciones con vuestro cerebro? ¿Por qué no dejáis que las máquinas
mueran de hambre, idiotas? ¿Por qué no las dejáis perecer, estúpidos? ¿Por qué
las alimentáis? Cuanto más lo hagáis, más hambre tendrán de vuestra carne, de
vuestros huesos, de vuestro cerebro. Vosotros sois diez mil. ¡Vosotros sois
cien mil! ¿Por qué no os lanzáis, cien mil puños asesinos, contra las
máquinas?”.
Evidentemente, la
destrucción de las máquinas es una simplificación, una metáfora de la
destrucción del mundo de la técnica, del orden técnico del mundo, y esa es la
inmensa tarea histórica de la única revolución verdadera. Es una vuelta al
principio, al saber hacer de los comienzos que la técnica había proscrito.
No se trata de un
retorno a la Naturaleza, aunque las relaciones de los hombres con la Naturaleza
habrán de modificarse radicalmente y basarse menos en la explotación que en la
reciprocidad, pues al destruir la Naturaleza se destruye inevitablemente naturaleza
humana. Ya no es cuestión de dominarla sino de estar en armonía con ella.
La existencia de los seres humanos no habrá de concebirse como pura actividad
de apropiación de las fuerzas naturales, movimiento, trabajo. Una sociedad no
capitalista, es decir, librada de la técnica, no será una sociedad industrial
pero tampoco una especie de sociedad paleolítica; habrá de conformarse con la
cantidad de técnica que se pueda permitir sin desequilibrarse. Debe eliminar
toda la técnica que sea fuente de poder, la que destruya las ciudades, la que
aísle al individuo, la que despueble los campos, la que impida la aparición de
comunidades, etc., en fin, la que amenace el modo de vida libre. Todas las
civilizaciones anteriores fundadas en la agricultura, la artesanía y el
comercio, han sabido controlar y contener las innovaciones técnicas. La
sociedad capitalista ha sido una excepción histórica, una extravagancia, un
desvío.
Si quienes se hallan
comprometidos en la lucha contra la técnica miran a su alrededor, constatarán
que los estragos tecnológicos despiertan todavía una débil oposición,
parasitada por el ecologismo político o directamente recuperada por gente al
servicio del Estado Por otra parte, ningún movimiento de una cierta amplitud,
partiendo de conflictos precisos, ha tratado de organizarse claramente contra
el mundo de la técnica. Apenas se redescubren las grandes aportaciones de la
sociología critica americana, o las de la escuela de Frankfúrt, o la obra de Ellul,
no obstante tener muchos años de existencia.
La tarea de actualizar
esa crítica y ponerla en relación con la de transformar radicalmente las bases
sobre las que se asienta la sociedad moderna es algo que todavía no comprenden
más que pocos. Los más, tratan de combatir al sistema desde terrenos con cada
vez menos peso: el de las reivindicaciones obreras, el de los derechos de las
minorías, el de los centros juveniles, el de la exclusión social, el del
sindicalismo agrario, etc. Sin menospreciar el compromiso social de nadie,
estas luchas tienen un horizonte limitado, no sea más que porque evitan la
cuestión clave, cuando no comparten con el sistema su tecnofilia. De todas
formas, merecen apoyo aquellas que reconstruyen la sociabilidad entre sus participantes
e impiden la creación de jerarquías. La acción de quienes se oponen al mundo de
la técnica todavía no ha llevado a grandes cosas, ya que tal oposición es sólo
una causa y no un movimiento.
Pero al menos ha servido
para incrementar la insatisfacción que la técnica viene sembrando y para
apuntar en la buena dirección La apología de la técnica pone en mala posición a
sus partidarios cuando deviene demasiado visiblemente apología del horror. El
sistema admite no ser ningún paraíso y se justifica como el único posible,
tanto que no haya nadie que pueda mandarlo al basurero de la historia. Ahí
estamos. El sistema tecnocrático produce ruinas, lo que favorece la difusión de
la crítica y posibilita la acción contra él. La cuestión principal son los
principios más que los métodos. Cualquier proceder es bueno si es necesario y
sirve para popularizar las ideas, sin que ello sea óbice para ninguna
capitulación: se participa en las luchas para hacerlas mejores, no para
degenerar con ellas. En ausencia de un movimiento social organizado, las ideas
son lo primero, el combate por las ideas es lo importante, pues ninguna
perspectiva puede nacer de una organización donde reine la confusión respecto a
lo que se quiere.
Pero la lucha por las
ideas no es una lucha por la ideología, por una satisfecha buena conciencia.
Hay que abandonar el lastre de las consignas revolucionarias que han envejecido
y se han vuelto frases hechas: resulta incongruente cuando no existe
proletariado hablar del poder absoluto de los Consejos Obreros, o de la
autogestión generalizada cuando sería cuestión de desmantelar la producción. El
final del trabajo asalariado no puede significar la abolición del trabajo,
puesto que la tecnología que suprime y automatiza el trabajo necesario sólo es
posible en el reino de la Economía. Las teorías de Fourier sobre la “atracción
apasionada” serían más realistas. Tampoco una acción voluntarista sirve de
mucho, si las masas que consiga agrupar no sepan qué hacer una vez hayan
decidido hacerse cargo, sin intermediarios, de sus propios asuntos.
En esa situación,
incluso los éxitos parciales, al abrir perspectivas que no podrán afrontarse
con coherencia y determinación, acabarán con el movimiento mejor aún que las
derrotas. La tarea más elemental consistiría en reunir alrededor de la
convicción de que el sistema debe ser destruido y edificado de nuevo sobre
otras bases al mayor número de gente posible, y discutir el tipo de acción que
más conviene a la práctica de las ideas derivadas de dicha convicción. Dicha práctica
ha de aspirar a la toma de conciencia por lo menos de una parte notable de la
población, porque mientras no exista una conciencia revolucionaria
suficientemente extendida no podrá reconstituirse la clase explotada y ninguna
acción de envergadura histórica, ningún retorno de la lucha de clases, será
posible.
G miradas
La peste
29 de Noviembre del 2019
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