¿Cómo interpretar lo ocurrido en Bolivia? El movimiento que culminó con la renuncia de Evo Morales y la polémica proclamación de Jeanine Añez como presidenta interina fue producto de diversas dinámicas y anuncia un giro político-ideológico en un sentido conservador. No obstante, el escenario boliviano no está cerrado.
El presidente boliviano Evo Morales fue derrocado. Para
varios países, miles de observadores extranjeros y muchos bolivianos, fue obra
de un golpe de Estado. Los motivos que tienen para pensar así son diversos,
pero entre ellos sobresale la secuencia de los acontecimientos del pasado 10 de
noviembre. Poco antes de que Morales leyera su renuncia en la televisión
estatal, compareció ante la prensa el alto mando militar, y su jefe, el general
Williams Kaliman, «sugirió» al presidente que dimitiera. «Post hoc ergo propter
hoc»: como un hecho sucede a otro, se supone que es causado por este. Esto no
considera, entre otras muchas cosas, que también la Central Obrera Boliviana
(COB), liderada por un dirigente cercano al oficialista Movimiento al
Socialismo (MAS), el minero Juan Huarachi, pidió que Morales renunciara. ¿Por
qué Huarachi, insospechable de ser «proimperialista», hizo algo así? Porque en
la movilización contra Morales actuaron mineros de Potosí, una región que hasta
2015 fuera un bastión del MAS y luego se volcó en contra de él, a causa de lo
que sus dirigentes llamaron el «ninguneo» de la región.
Por otro lado, otros muchos bolivianos consideran que el
proceso que derrocó a Morales fue una revolución libertadora contra un
«dictador». Una idea que no considera cuestiones como las siguientes: ¿por qué
esta «dictadura» no intentó echar mano de los militares para defender su poder?
¿Por qué no trató de acallar a los medios de comunicación en los que, durante
los 18 días que duró la movilización, los dirigentes de los comités cívicos
llamaron insistentemente a empujar al presidente fuera de su cargo? Y las
preguntas siguen.
La verdad no está en las interpretaciones ideológicas.
Sin embargo, seguramente el debate doctrinal sobre los sucesos bolivianos
–golpe o revolución libertadora– será tan interminable como irreconciliable.
Este artículo, lejos de intentar cerrar la discusión, quiere abrirla,
proporcionando nuevas perspectivas. Veamos.
La primera causa de la caída de Morales fue un
levantamiento masivo de los sectores urbanos y de clase media de la
población, que paralizó todas las ciudades del país, con la excepción de La Paz
y El Alto, y logró trabar el funcionamiento normal del país. Este levantamiento
comenzó luego de que el Tribunal Electoral anunciara que el resultado de las
elecciones del 20 de octubre había sido la victoria en primera vuelta de
Morales –resultado que la auditoría de las elecciones de la Organización de
Estados Americanos (OEA), solicitada por el gobierno boliviano, consideraría
posteriormente ilegítimo–. Sin embargo, las motivaciones de la gente para
actuar iban más allá de la «indignación por el fraude». La clase media
«tradicional» nunca aceptó del todo a Morales.
Las razones eran varias: desde
su condición de indio, que siempre fue un factor importante de rechazo, hasta
la devaluación, en su gobierno, de los capitales educativos respecto de otro
tipo de «capitales» (ser dirigente social era más importante para obtener un
puesto público que tener un doctorado), lo que perjudicaba sus aspiraciones.
Ahora bien, esta oposición más o menos constante de una
clase a un gobierno que le quitó poder simbólico y político se radicalizó
y amplió a las clases populares por dos causas: a) la decepción
general por la maniobra que Morales ejecutó para poder ser reelegido una vez
más, pese a haber perdido el referéndum de 2016, convocado para eliminar la
prohibición constitucional que se lo impedía; b) las múltiples irregularidades
y contradicciones del proceso electoral del 20 de octubre de 2019 y la ineptitud
de los conductores del Tribunal Electoral.
La complicada y trabada aplicación institucional del
primer factor vació al Tribunal Electoral de capacidades técnicas y de
credibilidad social. También generó, entre bolivianos de diversas clases
sociales, la creencia de que el gobierno era capaz de toda clase de
triquiñuelas (de aplicar la vernácula «viveza criolla») para permanecer en el
poder.
Por estas razones, no solo la oposición estaba ya
predispuesta a denunciar fraude antes de la misma realización de las
elecciones, como denunció el MAS, sino que su denuncia caló y pudo ser creída
por amplias capas de la población. La desconfianza de la gente respecto del
gobierno fue determinante en la dinámica de radicalización de la protesta, pese
a las concesiones realizadas por el presidente, y también fue clave en la
adhesión de ciertos sectores populares e indígenas a las demostraciones de las
zonas del país y las clases más cerradamente antievistas. ¿Y qué
provocó esta desconfianza? No otra cosa que la actitud reeleccionista de
Morales, que chocaba con la cultura política boliviana, tradicionalmente favorable
a la alternancia.
El factor básico de la caída de Morales fue la
sublevación de las ciudades junto a algunos sectores de trabajadores. Pero el
factor desencadenante fue el motín de la Policía, que se debió a razones
enraizadas en la gestión gubernamental (con Morales, la Policía perdió
privilegios y recibió menos beneficios que los militares). Sin embargo, al
estar esta institución semimilitarizada, por fuerza su comportamiento tuvo que
ser precedido por un proceso previo de descomposición de la disciplina, que
ocurrió por la «presión social ambiente», como ocurre en todas las
insurrecciones.
El pueblo abruma a los uniformados con sus solicitudes y
chantajes emocionales. Así lo retrataron clásicamente los grandes teóricos de
la toma violenta del poder. Con una anticipación de más de un siglo, Lenin
describió los sucesos de los últimos días y las últimas horas de Morales,
cuando dijo que una situación revolucionaria se caracterizaba por que «los de
arriba ya no pueden seguir mandando como lo hicieron hasta ese momento».
En efecto, el resorte último del poder, los cuerpos
militares, inicialmente subordinados al gobierno, al cabo se independizaron de
este y comenzaron a actuar de manera errática, contradictoria y, en suma, tan
sediciosa como la de los manifestantes: la Policía, de forma activa, al sumarse
a estos; las Fuerzas Armadas, de manera pasiva, al negarse a defender al
presidente, primero, y al pedirle su renuncia, después.
Huelga general, paralización de la vida urbana,
organización espontánea de las masas a fin de administrar los servicios básicos
y los medios de transporte, desarrollo embrionario de órganos coercitivos, toma
de instituciones estatales, «poder dual» en amplias zonas del territorio: todos
estos fenómenos, que forman un cuadro familiar para la izquierda porque fueron
parte de insurrecciones espontáneas caras a su historia (por ejemplo, la de
1905 y la de febrero de 1917, en Rusia), también se dieron en Bolivia durante
las más de dos semanas de duración de la crisis.
Ahora bien, «insurrección» solo es el nombre de una
forma, la más extrema, de alteración del orden social, cuando este se
resquebraja y cede a una presión incontenible proveniente desde abajo. El
concepto no dice nada acerca de la naturaleza de este orden ni de la dirección
de la fuerza ascendente que lo rompe.
Bolivia es un país de insurrecciones. René Zavaleta decía
que era la Francia de Sudamérica, donde la política se daba en su aspecto clásico:
por medio de revoluciones y contrarrevoluciones. Hace 16 años, otra sublevación
parecida a la actual, pero de signo contrario, derrocó al presidente Gonzalo
Sánchez de Lozada. En junio de 2005, otra insurrección terminó con el gobierno
de Carlos Mesa.
¿Qué orden se venía abajo en aquellos tiempos? El orden
democrático elitista neoliberal. ¿Cuál era el sentido de la fuerza ascendente
que lo echó abajo? Progresista, democrático-comunitarista y antielitista. Al
triunfar, esta fuerza consumó una revolución política (y no social, según la
célebre diferenciación marxista) de carácter antielitista, izquierdista,
nacional-popular e indigenista. Por una serie de contingencias, esta pudo ser
contenida por el marco democrático-liberal. Dadas sus características, esta
revolución, en el plano geopolítico, impuso al norte (más indígena e
indigenista) sobre el sureste del país (más blanco y conservador); es decir, a
La Paz y El Alto sobre Santa Cruz-Sucre-Tarija.
Ahora bien, ¿cuál era el orden que cayó con Morales? El
democrático, corporativo, reeleccionista y plurinacional. ¿Y cuál es el sentido
de la fuerza ascendente que lo derribó? No lo sabemos todavía del todo, aunque
ya existen algunos indicios:
- una fuerza dirigida por representantes de las clases
altas pero populista, capaz de dirigirse a la población en general e
interesada en influir sobre todas las capas sociales;
- una alianza entre dos sectores sociales: uno
predominantemente blanco y urbano, con exiguos nexos con los sectores
indígenas, y otro popular e indígena, sobre todo en Potosí;
- una fuerza que viene desde el sureste del país y logra
una adhesión precaria de La Paz, El Alto y Cochabamba, pero que aún no está
consolidada en estas ciudades;
- una fuerza antagónica al modelo económico y político de
Evo Morales. Por tanto, antiestatista (¿hasta qué punto?) y opuesta (¿hasta
dónde?) al Estado Plurinacional o Estado con derechos especiales para los
indígenas. En este sentido, es importante lo que pasó con la bandera indígena
o wiphala. Durante toda la movilización, fue signo del MAS y quien la
portaba se delataba como simpatizante de ese partido y como enemigo. Pero luego
de la renuncia presidencial y ante la violenta reacción de ciertos grupos
indígenas a la caída de Morales y, sobre todo, ante la quema y la falta de
respeto a la wiphala que se dio en la revuelta, los líderes de esta
no se hicieron problema e incorporaron esta divisa a su repertorio de agitación
política;
- una fuerza conservadora, que busca «regresar al Señor y
la Biblia al Palacio», que aglutina seguidores y que representa su movilización
–en el sentido teatral de «representar»– con un ceremonial religioso;
- una fuerza que se alinea bajo el signo de la democracia
liberal anticorporativa, que aún no sabemos si podrá desplegarse en un marco
democrático y si logrará o no formar un gobierno plenamente legítimo.
En suma, podemos decir que el triunfo de esta fuerza por
medio de una insurrección es simétrico, pero inverso, al triunfo insurreccional
del ciclo nacional-popular (2006-2019). La historia boliviana oscila
pendularmente: un cambio de elites –una revolución política– se despliega y
prepara las condiciones para otro cambio de elites –otra revolución política–,
que entonces funciona respecto a la primera como una contrarrevolución.
Se trata, insisto, del ya muchas veces observado
movimiento de péndulo de la historia boliviana, que va del proyecto de las
elites al proyecto contraelitario, y viceversa. Se trata, para decirlo con otra
figura, del «ciclo nacionalismo-privatismo-nacionalismo». O, para usar términos
famosos en el debate boliviano, se trata del «empate catastrófico» entre dos
bloques sociales, dos tipos de elites, dos áreas geográficas, dos visiones del
país que los dirigentes bolivianos, empeñados en juegos ganar-ganar, hasta
ahora no han sido capaces de conciliar y reconciliar.
Morales logró tener la hegemonía política entre 2009 y
2014, pero no pudo conservarla porque no supo hacer la concesión clave a la
otra parcialidad: sacrificar su reelección, lo que le hubiera permitido
institucionalizar el poder del MAS. Por su parte, las fuerzas ascendentes del
momento tuvieron la oportunidad de pactar con Morales una salida más ordenada
de su gobierno, cuando, hacia el final, este pidió una reunión para definir qué
hacer con la crisis. Pero prefirieron no pactar y quitarle todo el oxígeno al
presidente, porque se engolosinaron con la posibilidad de una victoria «final»
sobre su gran rival de tantos años. El resultado ha sido una victoria para
ellas, pero una derrota dura para las fuerzas contrarias, y por tanto una
situación inestable y potencialmente explosiva, como se ha podido ver en los
primeros días del nuevo poder.
La falta de un sistema de pactos que permita tramitar la
«grieta» entre las elites plebeyas y las elites antiguas o tradicionales: tal
es la razón por la que el país no logra un «consenso nacional» y se precipita
en un círculo vicioso de revoluciones y contrarrevoluciones.
Golpe de Estado, revolución y contrarrevolución son tres
formas de ruptura del flujo democrático; pueden dar lugar, como en 2003-2005, a
procesos políticos que luego se reinserten en tal flujo, cumpliendo un
requisito urgente en los tiempos que corren, y a procesos que no lo logren, una
falencia que, en estos mismos tiempos, conduce al fracaso en el plano
internacional. Cada una de estas categorías tiene implicaciones preceptivas o
de «deber ser». Se supone que «no se debe» ser golpe de Estado, que se «debe»
ser revolución, etc. De ahí que estos conceptos politológicos, estos artefactos
teóricos, se conviertan en instrumentos de la batalla política.
Más allá de esta instrumentalización, nosotros podemos
recuperar el sentido «verdadero» del léxico. Descartaremos, entonces, el concepto
de «golpe de Estado», entendido en su sentido de putsch, «blanquismo» o
conspiración externa al proceso político concreto y, por tanto, sin
responsables: un producto exclusivo de la voluntad ajena, concepto que absuelve
al gobierno de Morales de todo error y que minimiza su desgaste de 14 años en
el poder. Nos quedaremos, más bien, con este péndulo
revolución-contrarrevolución, como expresión de la fractura social que divide a
la sociedad boliviana.
Nuso. Org
28 de Noviembre del 2019
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