martes, 8 de octubre de 2019

Flechazos silvestres y arbitrarios sobre el hábito de leer - Alonso Moleiro

Un libro no se escoge pensando en un tema. 

Para leer buenos libros es fundamental orientarse con lo que ofrezcan los autores. Nunca, o casi nunca, será al revés. Aquellas personas que, interpeladas, aseguran leer “de todo un poco”; o se apoyan de referencias generales como “los libros de viajes y aventuras”, o “las biografías”, normalmente no son lectores. Un lector de manuales o de internet no es un lector. Es Vargas Llosa el que nos muestra a Piura en “La Casa Verde”. Nunca llegaremos hasta ahí preguntando a un librero sobre “un libro bonito de aventuras en el Perú”.


Los libros no son discos. 


No todo libro que se pone de moda es necesariamente bueno. En materia de libros, pienso, no deberíamos estar pendientes únicamente de leernos la última novedad del mercado. La narrativa moderna, aún si está estructurada en torno a temas antiguos, es en general mucho más afín a nuestra manera de comprender la realidad. Sus alcances, sin embargo, tienen límites, y presentan además algunos espejismos. Un buen lector tiene que aprender a ver un poco más allá de su tiempo. Es importante estar al día con autores emergentes, dramas contemporáneos o nuevas tendencias narrativas, pero las verdaderas horas de vuelo de un buen lector la otorgan la lectura de clásicos. Dumas, Víctor Hugo, Flaubert, Cervantes y Balzac. Gigantescos espacios narrativos, traducidos con formas verbales y secuencias en desuso, con planos temporales de una extensión que hoy nos luce inaudita, en los cuales ya están inscritos en la memoria de la especie los grandes dilemas de la humanidad. En materia de libros, la palanca de cambios tiene una sincronía dual: es hacia adelante, pero también es hacia atrás. Los libros de hoy nos colocan en órbita: los de ayer, nos dan músculo para el dragado.


Los premios y sus bemoles. 


Los autores siempre se quejan, con mucha razón, de la dictadura de la audiencia en torno al ejercicio de la escritura. En el mercadotécnico mundo de hoy parece que una obra no tiene derecho a respirar en paz si no está premiada; si no es popular o no tiene las bendiciones de la crítica. Es un malestar cultural que se extiende, incluso, a aquellos que, escribiendo, no son autores, o todavía no lo son. En el carnaval contemporáneo parece que hemos olvidado que el derecho a expresarse es universal; que una gran obra no tiene porque ser popular para ser grande, entre otras cosas porque, siendo populares, muchísimas no lo son. Que hay grandes autores, como Jorge Luis Borges, que no fueron premiados merecidamente, y que algunas de las grandes obras de la humanidad, como las más importantes de Karl Marx, apenas vendieron docenas de libros al ver la luz. Nada de esto nos impide afirmar que, para un lector de hoy, en el descubrimiento y la escogencia de nuevos autores, puede contar muchísimo el respaldo de los premios. Detrás de uno o varios premios está sellada la recomendación de un jurado, integrado normalmente por editores, y sobre todo por otros escritores. La existencia de un criterio relativamente unánime en torno a la calidad de una obra nos tiene que servir de referencia y nos habla de un experimento con pocas posibilidades de fracaso. Leer un libro malo es tan trágico como salirnos en la mitad de una película. Lo mismo queda dicho para las traducciones: cualquier libro que remonte la barrera de su propio idioma para ser leído en otros circuitos culturales es susceptible de ser recorrido desprovisto de prejuicios.

Leer es un placer, pero no siempre lo es. 


El hábito de la lectura es apreciado por casi todo el mundo, con sobradas razones, como un espacio para el descanso, la evasión y la recreación intelectual. Este es un parámetro universalmente aceptado, y es el más popular entre la gente, pero por supuesto que no es el único. Como en todo proceso de aprendizaje, pienso que quien tenga en la cabeza aspiraciones intelectuales estructuradas no puede tener a la lectura como un ejercicio exclusivamente placentero. Hay cotas de lectoría que demandan un esfuerzo interpretativo añadido, un tributo adicional a la relectura, un momento de disciplinado dolor y fragua al cual se le verán sus réditos en la medida en que se hagan habituales la persistencia y la continuidad. Leer es un hábito que se hace, y que, como otros hábitos, y como otras virtudes, puede perderse si lo descuidamos. 


Se puede leer despacio, pero hay que leer mucho y todo el tiempo. Con cierta frecuencia, el recorrido de un libro difícil encuentra su recompensa al momento de voltear la última página: cuando ya estamos seguros de haber leído, en medio de un pulso complejo y hasta agónico, una obra maestra.




Leer es releer.


El placer de la lectura es una carrera contra el tiempo. Hay en este mundo muchas, demasiadas obras fundamentales esperando por nosotros, y, al mismo tiempo, mucho material fútil que cada dos por tres se nos atraviesa con una oferta engañosa, una recomendación equivocada que nos pone a perder tiempo y nos desvía de nuestro objetivo. Además de lo que queda por leer, todo lector tiene que saber regresar a lo leído. Es la mejor manera de consolidar una memoria afectiva, una valoración cabal, un conocimiento estructurado sobre el significado de lo que leemos. Leer un libro es un acto de intimidad y una decisión premeditada. 

No es mentira que, con el paso del tiempo, lo leído se olvida. La relectura nos rescata el irresistible encanto de los matices, uno de los grandes placeres de cualquier ejercicio intelectual. Los grandes libros que hemos leído en nuestra vida, como las grandes películas y las grandes canciones, son espacios que siempre habremos de volver a visitar.


El conocimiento histórico es “el conocimiento”.


La narrativa, con sus historias fascinantes y el embrujo de la omnisciencia, nos transporta, en calidad de testigos, a contextos y tiempos históricos remotos y maravillosos, reales o imaginarios. 
Nos hace el favor de sacarnos de la realidad que vivimos. Un recorrido acertado sobre sus coordenadas nos ofrecerá, además de toda suerte de referentes y ofrendas a nuestra capacidad de imaginar y reflexionar, a través de sus personajes, una aproximación elíptica sobre situaciones antiguas o recientes de las que queremos formar parte porque nos produce una enorme curiosidad. La aproximación a los ensayos y libros históricos, en cambio, dota a nuestros conocimientos de estructura y los organiza en torno a ciclos temporales, protagonistas y fechas. 

El ensayo nos ayuda a comprender procesos. Un buen ensayo sostiene una conversación con el lector. Agudiza su capacidad de análisis; lo seduce para llevarlo a derroteros que liberen a la lectoría de la “dictadura” recreativa. Lo que por ahí suelen llamar “cultura” tiene, además de lo andado por la narrativa, una aproximación formal estructurada en torno al conocimiento histórico. Los libros de ensayo e historia le colocan vértebras a nuestra formación cultural. Sus huesos son el asiento del nervio y la carne creativa de la ficción.


La filosofía y su pariente bastardo, la autoayuda.


La filosofía, dijo Montaigne, sirve “para aprender a morir”. Quiso decir con esto el padre del ensayo que su existencia no es tan etérea ni tan floral como a veces se imagina el vulgo. El sentido de la existencia, la relación con dios, la finitud de la especie, el destino del hombre entre sus semejantes, el progreso y la felicidad en la tierra, las herramientas para comprender la cotidianidad y vivir mejor. Toda la mercadotecnia creada en torno a “la calidad de vida” y el “buen vivir” parece no haber reparado en que algunos de sus puntos constitutivos tienen unos 25 siglos de existencia. 

Resultó que, filosofía y autoayuda, espacios de conocimiento que son casi antitéticos, existentes en los dos extremos del tablero del consumo cultural, son parientes lejanos. Las dos ofrecen herramientas para comprender la vida en la tierra y mejorar en su desempeño. Si aceptamos como bueno este razonamiento, podemos concluir, sin ánimo de ofender a nadie, que la autoayuda es la filosofía vendida a precios de remate por inventario.


¿Poesía? Borges. 


Para quien quiera leer poesía, pero todavía no la comprenda, una recomendación expedita: Jorge Luis Borges. Pienso que no ha existido en la historia de las letras un autor que diga tantas cosas al mismo tiempo con esa economía del lenguaje. En sus sonetos y en sus breves relatos.


Leer es el antídoto contra los lugares comunes. 


¿Quiere evitar lugares comunes, frases prefabricadas, metáforas baratas, símiles manoseados, exclamaciones de memoria y palabras de urgencia? Es muy sencillo: lea. El mundo de las ideas y el arte ha activado hace mucho tiempo una dinámica rupturista y un anticuerpo infalible en contra de los estereotipos, las palabras repetidas y las convenciones que perdieron contenido. A esa búsqueda, con miles de expresiones en las artes aplicadas y las letras, le podemos adjudicar, en términos grueso, el apelativo de vanguardia. El buen decir es universal; todo puede quedar siempre mejor dicho o enunciado de nuevo. Quien alude, una y otra vez, a la existencia “del vital líquido”, y la muletilla no le incomoda ni le hace cuestionarse nada, es porque no se ha visto compelido a buscar otro camino semántico para referirse al agua. Dentro del placer intelectual de la lectura se activa con frecuencia un motor de búsqueda automático para fortalecer las neuronas con nuevos vocablos, nuevos significados, nuevas metáforas y nuevos giros verbales. Así como la ropa, las licencias expresivas se gastan con el uso: hay que salir a buscar otras.


Si usted no se ha leído un libro, no le de pena decirlo.


La carrera de la lectura, como todo verdadero proceso de aprendizaje, no se acaba nunca. Esta materia del devenir humano, como muchas otras, es infinita. Ni el más abrasivo e insaciable de los lectores podría afirmar con honestidad que se lo ha leído todo. 

Lo sensato aquí es comenzar reconociendo nuestras carencias, hijas de nuestra condición humana y nuestra finitud. Así las cosas, mientras el hábito de la lectura no se detenga, mientras el brazo de un lector esté caliente, no tenga vergüenza en reconocer la existencia de un libro o un actor que no haya leído o desconozca por completo. Citar libros no pergeñados y hablar de obras que desconocemos constituye una de las faltas a la verdad más comunes, uno de los salvoconductos más socorridos de la cotidianidad. Esta consideración se extiende hacia quienes se leen la parte de atrás de los libros para hacerse pasar por lectores, la cosa más parecida a salir a la calle con la bragueta abierta. 


Esfuerzos inútiles, por demás: mentirosos y lomolibristas pueden ser identificados en segundos por cualquier ojo medianamente agudo. En la edad adulta ninguno de estos artificios es necesario. Queda dicho: quien sea un lector medianamente habitual y encuentre su puesto en el mundo de las letras no tiene porqué preocuparse: si no tiene nada que decir del libro que le están recomendando, pídaselo prestado, y coloque sobre la conversación, en cambio, otro, el que a usted sí conoce. Lea lo que le provoque y cuando quiera. Con no dejar de hacerlo es suficiente.


Prodavinci

08 de octubre del 2019

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