Carlos Rángel, Circa 1970.
Fotografía de Francisco “Tito” Caula
Papá solía decir que había conocido a Sofía Ímber desde
sus años de estudiantes en el liceo Andrés Bello, en la Caracas de los años
treinta. Nunca constaté la veracidad del aserto, pero sí despertó en mí
curiosidad por la librepensadora, como la llamaba papá, más conocida en mi
infancia por sus contribuciones periodísticas y televisivas, antes de fundar y
dirigir, desde 1974, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas.
A diferencia de lo que comenzaba a estilarse en muchos
hogares, con la después llamada morning television, en casa no sobraba
tiempo para ver la tele, en medio del ajetreo mañanero. Pero cuando había algún
invitado de interés en Buenos días, papá y mamá se las ingeniaban para
echar ojeadas al mostrenco Admiral que presidía el salón de la casa en San
Bernardino. En las pantallas blanquinegras de Venevisión asomaban entonces los
contertulios del programa, presididos por la vivaz Ímber, secundada por los
anfitriones más reposados: Carlos Rangel, esposo de la periodista, y Reinaldo
Herrera Uslar, más conocido a la sazón que su esposa Carolina, ambos iconos de
la high caraqueña.
Preparándome en las mañanas para asistir al colegio, no
podía yo tampoco prestar atención al programa, cuyos invitados no eran de mis
intereses entre infantiles y adolescentes. Sin embargo, las pocas veces que
veía las tertulias, algunas de ellas acaloradas, mi atención era captada por la
locuacidad de Ímber o por la elegancia de Herrera. Con grandes anteojos
montados en pasta y también trajeado impecablemente –como atestigua la imagen
de Tito Caula perteneciente al Archivo de Fotografía Urbana– Rangel me parecía
entonces quien menos se hacía notar, acaso por sus intervenciones más pausadas.
Sin embargo, conociéndolo por sus contribuciones en la revista Momento, la
cual dirigía, papá decía que “el esposo de Sofía” era el “más formado” de los
anfitriones de Buenos días. Con el tiempo yo le daría la razón.
Fallecido papá en 1974, uno o dos años después de
ingresar yo a la Universidad Simón Bolívar en el 77, un profesor de Estudios Generales
se refirió al recién aparecido libro de Carlos Rangel como “texto fundamental”
para entender la relación de Estados Unidos con Latinoamérica y el Tercer Mundo
en general. Por ser tema que debía abordar en un ensayo de fin de curso, lo
busqué de inmediato en Suma, mi librería de referencia. La carátula y el título
–Del buen salvaje al buen revolucionario. Mitos y realidades de América Latina (1976)–
me hicieron pensar que, en aquella década efervescente de literatura
izquierdista, podía tratarse de otro alegato en favor de la guerrilla y la
subversión. Pronto me di cuenta de que estaba diametralmente equivocado.
Dentro del rígido y adoctrinado marco de la escuela de la
Dependencia, dominante en el mundo académico de entonces; en el volátil clima
antiyanqui y procomunista todavía marcado por la Revolución cubana y la Guerra
Fría, no era frecuente que los intelectuales se atrevieran a emprender análisis
de corte liberal o críticos del marxismo, reconociendo el valor de la
democracia o el capitalismo norteamericanos. En el caso venezolano, había
habido voces como las de César Zumeta y Jesús Semprún, quienes a inicios del
siglo XX hicieran ya un balance negativo del primer centenario de vida
republicana en Latinoamérica, por contraposición al “coloso del Norte”. Si bien
las ponderadas ensayísticas de Picón Salas y Rómulo Gallegos, Uslar Pietri y
Enrique Bernardo Núñez, entre otros, habían reconocido en la segunda posguerra
el predominio técnico y cultural de Estados Unidos frente a los vecinos
sureños, en la Venezuela enguerrillada y violenta de los sesenta resultaba más
riesgoso tratar de rescatar el ejemplo de una Norteamérica “reaccionaria” para
mostrar que su supuesta culpa en el fracaso de la Latinoamérica
“revolucionaria” era parte de una “leyenda negra”. Sin embargo, por ser esa una
tesis necesaria para la “labor de desmitologización” –según lo expresó el mismo
autor en comunicación a Jean-François Revel, prologuista de la primera edición–
el libro de Rangel alcanzó de inmediato gran impacto, evidenciado por numerosas
reimpresiones y ediciones en España y Argentina.
La “base mítica” del Nuevo Mundo y su poblador autóctono
fue rastreada por el autor hasta la Atlántida y otras imágenes grecolatinas;
pasando por El Dorado renacentista y la americanizada versión del buen salvaje,
habitante en una prístina América de la edad de Oro, propalada por Colón y los
descubridores en sus crónicas. Se desembocaba, por supuesto, en los atributos
morales añadidos por Montaigne y Rousseau al bon sauvage, a lo largo de la
antinomia ilustrada entre naturaleza y civilización, que según Rangel, terminaría estigmatizando a esta última como racional, dominante y corruptora,
justificando por ende la irrupción revolucionaria. “Por causa del mito del buen
salvaje, Occidente sufre de un absurdo complejo de culpa, íntimamente
convencido de haber corrompido con su civilización a los demás pueblos de la
tierra, agrupados genéricamente bajo el calificativo de ‘Tercer Mundo’…”, zanjó
Rangel en uno de los atrevidos silogismos históricos que jalonan su libro. Y
una de las grandes encarnaciones de ese mito sería, por antonomasia, el barbudo
Fidel revolucionario, salido de Sierra Maestra para enfrentar no solo a la Cuba
de Batista, sino a todo el imperialismo yanqui.
Sin dejar de reconocer lo desafiante y novedoso que
resultaba, para el momento de publicación del libro, rastrear los reductos del
utopismo en la todavía reciente conceptuación del Tercer Mundo, así como la
parentela establecida entre salvaje y revolucionario, me pareció que había en
aquella conclusión un peligroso salto discursivo, del imaginario historicista a
las categorías coetáneas de las ciencias sociales. Es una hibridación que marca
el discurso de Rangel, el cual, no obstante la erudición desplegada en muchos
pasajes, confirma que Del buen salvaje al buen revolucionario está a
caballo entre el libro de historia y de periodismo científico.
Más de tres décadas después de aquella lectura inicial,
volví al ya clásico de Rangel a propósito de mis pesquisas sobre la ciudad en
el imaginario venezolano y la modernización urbana en Latinoamérica,
descubriendo entonces relaciones con pensadores continentales. En el marco de
su crítica a las tendencias autoindulgentes y antiyanquis que habían dominado
el pensamiento humanístico y las ciencias sociales latinoamericanas en
diferentes períodos, advirtió Del buen salvaje… caprichosas
inconsistencias resultantes de nuestra heterodoxia cultural. Por contraste con
la señalada animadversión contra el Calibán del Norte, explicable en parte por
la rivalidad republicana dentro del mismo hemisferio; a pesar de la dominación
establecida por metrópolis del Viejo Mundo desde 1492 – primero España y
Portugal durante la Colonia, seguidas por otras potencias hasta la Primera
Guerra Mundial – Rangel detectó cómo “una vertiente del pensamiento
compensatorio latinoamericano se halaga de ser nosotros los herederos y
continuadores de la civilización grecolatina en América”. Con ello apuntó
contra el arielismo que, cobrando formas seductivas en el modernismo literario
de Rubén Darío y sus congéneres, envolviera las décadas novecentistas del
humanismo hispanoamericano. También lo contrapuso, de manera inteligente y
reveladora, a la vertiente de la europeización decimonónica preconizada por
Rivadavia y Sarmiento, Alberdi y Mitre en Argentina, quienes supieron reconocer
la importancia de la ciudad y la migración del Viejo Mundo como dinamos para
civilizar la pampa bárbara, a la manera como había ocurrido en Estados Unidos,
donde Sarmiento había sido embajador. Pero en la “literatura escapista” de
Darío y Rodó, así como en el telurismo del argentino Ricardo Rojas, detectó
Rangel exponentes de aquella reivindicación latina tendente a la
autoindulgencia. Si bien Rodó y Rojas son ejemplos del ensayo arielista,
extraña que el autor no haya identificado pensadores que llevaron esta
tendencia al terreno propiamente geopolítico y económico, tales como el peruano
Francisco García Calderón y el argentino Manuel Ugarte, entre otros.
Algo más tolerante fue Rangel con la noción de “raza
cósmica” predicada por José Vasconcelos a propósito de los habitantes de las
repúblicas mestizas que enfrentaban los desafíos de la masificación del nuevo
siglo, intentando así zanjar la sempiterna pugna de “latinidad contra sajonismo”.
Con todo y ello, finalmente la tildó de “fábula”, acogiéndose cómodamente al
juicio de Octavio Paz. Conviene en este sentido recordar que, como promotor de
la reforma educativa y artística consiguiente a la Revolución, el autor
de La raza cósmica (1925) y Ulises criollo (1936)
ciertamente fue adalid para que el lema positivista del México del porfiriato,
“Amor, Orden y Progreso”, fuese sustituido por el más secular y todavía
vigente, “Por mi Raza hablará el Espíritu”, epítome de su mesianismo mexicano y
panamericano. Pero la crítica del autor de El laberinto de la soledad (1950)
a Vasconcelos no se da tanto por lo fantasioso de su propuesta, sino por lo
personalizada y desvinculada que esta permaneció con respecto a otras
corrientes del pensamiento contemporáneo.
Estableciendo, de nuevo con atrevimiento y penetración,
un parentesco entre discursos heterodoxos en términos ideológicos y genéricos,
coincidentes empero al reivindicar la latinidad humillada por el nuevo siglo,
concluyó Rangel que, bajo la égida marxista de posguerra, el arielismo terminó
siendo descartado por la intelectualidad latinoamericana como explicación del
atraso continental frente al triunfo del materialismo sajón:
“Rodó y su libro han ido a parar al basurero de la
historia, enviados allí por quienes inventaron ese destino para cosas mucho más
trascendentes que Ariel. El marxismo llena ahora para América Latina las mismas
funciones que cumplió el manifiesto de Rodó, y lo hace infinitamente mejor, con
referencia a una cosmovisión potente y totalizadora, encarnada además no en una
mítica Atenas, ni en una desvencijada “latinidad”, sino en un centro de poder
que es un rival verdadero y actual de los EE.UU.”.
Ya para la década de 1970 la Unión Soviética se había
impuesto muchas veces como un Calibán tanto o más abominable que el acechante
en las metáforas arielistas. Como ejemplos valga recordar, tras el
totalitarismo estalinista, el aplastamiento de la revolución de Hungría en
1956, la erección del muro de Berlín en 1961 y el sofocamiento de la primavera
de Praga en el 68. Mientras pasaba revista a esos desmanes, Rangel denunció la
fascinación obsoleta con la utopía marxista, la cual todavía enceguecía a la
intelectualidad latinoamericana para cuando escribiera su libro. Seguramente no
sospechaba que su propio país devendría baluarte de ese anacronismo en el siglo
siguiente. A pesar de lo penetrante e inexplorada de la asociación establecida
por el autor en este sentido, quizá resiente el lector humanista del libro la
dureza con la que el arielismo es por momentos tratado, debido a la heterodoxia
de sus fuentes filosóficas y literarias para enfrentar la amenaza del
materialismo novecentista.
Releyendo a Uslar Pietri al mismo tiempo que el clásico
de Rangel, pensé entonces que, por ser coetánea de Del buen salvaje…, otra
clave para entender el arielismo se encuentra en el ensayo “Somos
hispanoamericanos”, incluido en Fantasmas de dos mundos (1979). Allí
Uslar señala que uno de los rasgos de nuestra identidad continental está en
haber producido una literatura en “continua y generalizada actitud de
insurgencia”, para lo cual “se invocan principios o doctrinas, recientes o
viejas, venidas de fuera, pero se las mezcla con la mitología local y la
realidad existencial”. Y era en parte esa rebelión ante el materialismo,
encarnado para el novecientos en el Calibán anglosajón, la que los aristarcos
modernistas quisieron expresar en sus formas y argumentaciones eclécticas,
aunque algunos de sus herederos de entreguerras, como Pedro Manuel Arcaya y
Jesús Semprún en Venezuela, advirtieron pronto que Estados Unidos era más bien
una suerte de Próspero que arrostraba al totalitarismo europeo.
Otras claves explicativas de las ideologías conformadoras
del Tercer Mundo se me revelaron en posteriores lecturas de Rangel, recreándome
lo que había sido mi búsqueda original para el trabajo universitario a mediados
de los años setenta. En este sentido, noté ahora que la crítica a algunas de
las vertientes modernas derivadas del marxismo es otro de los frentes
analíticos en Del buen salvaje al buen revolucionario. Su autor pareció
tener en mente a la escuela de la Dependencia al objetar –como lo hiciera con
el arielismo en tanto justificación por el fracaso frente al supuesto
materialismo de Calibán– la hipótesis de que “el subdesarrollo latinoamericano
ha sido producido por el imperialismo desde 1492 en adelante, y que simplemente
españoles, ingleses, franceses y norteamericanos se han ido relevando en el
papel de protagonistas principales de un mismo proceso subdesarrollante”.
En este sentido, Rangel bien estableció, a través de uno de los más
significativos aportes del libro, que las nociones de imperialismo y
dependencia no fueron propias de Marx y Engels, quienes poca atención prestaron
a las desigualdades entre naciones y a las regiones periféricas del mundo, sino
más bien del revisionismo introducido por Lenin, quien desde 1917 necesitaba
explicar el atrasado caso de Rusia.
Recordemos que la escuela de la Dependencia partía
precisamente de estas fases de dominación colonial, capitalista e imperialista
para construir su matriz histórica de relaciones centro/periferia; estas
últimas coincidían, en su fase contemporánea e industrial, con la concepción de
Raúl Prebisch y la Cepal. A partir de allí desarrollaban los dependentistas,
con respecto al proceso urbano, argumentaciones sobre la debilidad de las redes
territoriales coloniales, solo fortalecidas en la etapa republicana según las
necesidades de penetración de inversiones europeas y norteamericanas. También
estaban los postulados sobre una “urbanización dependiente” que, en el siglo
XX, no habría obedecido a las necesidades de las dinámicas económicas internas,
sino a los efectos migratorios inducidos por el capital extranjero. Por el
contrario, la crítica liberal de Rangel apuntaba a las bases mismas del aparato
ideológico dependentista cuando denunció, en vista del ventajoso crecimiento
económico de Latinoamérica durante la posguerra, que “la mala distribución del
ingreso”, la “deficiente administración de los recursos disponibles”, o la
incapacidad para “enfrentar la explosión demográfica que marginaliza vastos
sectores de su población y derrota el crecimiento del producto económico”, eran
razones internas que no permitían endilgar las causas de la fracasada
modernización latinoamericana a las potencias industrializadas.
Releyéndolo casi cuatro décadas después de su
publicación, Del buen salvaje al buen revolucionario no solo me
confirmó su interés y actualidad, sino también coraje y denuedo, porque sacudió
las bases de un establecimiento político de izquierda, que en los años setenta
alimentaba a buena parte de la intelectualidad “comprometida” al sur del río
Bravo, como parece hacerlo de nuevo en el siglo XXI. Bien resume Aníbal Romero
en este sentido: “Con admirable lucidez Rangel sometió a cirugía los mitos que
tranquilizan las conciencias latinoamericanas. Si asumimos que tales mitos son
espacios sicológicos que ofrecen refugio para orientarnos en la vida, es
comprensible que la implacable crítica de Rangel haya horadado una cultura
política complaciente y extraviada en sus espejismos”.
Al mirarlo como ensayo, en lugar de la “lectura ofendida”
que provocara Rangel en peñas izquierdistas, por ser autor reaccionario
descarriado de sus congéneres, puede más bien verse en su libro, como señala
Nelson Rivera, el “demorado y solitario recorrido a través de una historia de
reveses y desaciertos, sólo porque el hombre que observa lo hace con específica
sensibilidad”. Y tal perspectiva permitió a ese melancólico y solitario intelectual
que Rangel fue en aquellas décadas revolucionarias, continúa Rivera, escrutar y
“descifrar el mapa de un continente que ha vivido en sus entrañas desvaríos y
desilusiones, una y otra vez”.
Prodavinci
11 de Octubre del 2019
Excelente artículo, nos hace reflexionar sobre la necesidad que tiene América Latina de intelectuales que estén claros sobre el momento histórico en el cual vivimos.
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