Siempre hubo rasputines: esos seres más o menos oscuros, más o menos coloridos, más o menos secretos y notorios que serpentean en las inmediaciones de los tronos y se diría que sirven, sobre todo, para explicar todo lo malo que hace su monarca. Siempre es útil, cuando alguien es rey o presidente o jefe máximo de algo, tener a quien echarle culpas. Siempre es útil, cuando uno es súbdito de un rey o presidente o jefe máximo de algo, poder creer que la culpa no es suya. Para eso, entre otras cosas, sirven estos señores —pero no solo para eso.
La tradición es larga, pero hay uno que quedó en las
memorias. Cuando nació —Siberia, 1869— se llamaba Grigori Yefímovich Rasputín;
con el tiempo se volvió un monje flaco y alto, la mirada de loco, aquellas
barbas, que manejaba como nadie al zar de Rusia hasta que cayó en desgracia y
lo mataron —1916, San Petersburgo— y lo tiraron al río Neva. Pero adquirió,
post mortem, ese raro privilegio de que su nombre represente: un quijote,
dantesco, una odisea, pichichi, un rasputín de cuarta. Sobre todo ahora, que su
función se ha difundido sin fronteras. El original usaba magias varias,
hipnosis, encantamientos de opereta; los actuales se adaptaron a los tiempos y
se dicen científicos.
Los hay por todas partes. Parece como si cada Gobierno
debiera tener uno, so pena de no ser un verdadero Gobierno, de perder sus estribos.
Los de mis dos países se parecen: los corrillos les atribuyen tanto. En
Argentina, un señor Durán Barba ofrece el morbo añadido de no ser argentino
sino ecuatoriano —en una corte que no estima tanto a sus hermanos
latinoamericanos. En España, un señor Redondo Bacaicoa ofrece el morbo añadido
de haber empezado encumbrando políticos del Partido Popular y terminado —por
ahora— ayudando a tumbarlos para encumbrar a un dizque socialista.
Los dos comparten también ese prestigio de lo hecho en
las sombras, de las conspiraciones: de quien sabe manipular a amigos y aliados
y enemigos para obtener sus fines. Y comparten, sobre todo, la representación y
el usufructo de esta tendencia actual a pensar la política como una técnica que
sirve para cualquier política. Por eso pueden trabajar para un partido y su
contrario: porque suponen que hacer política no consiste en sostener ciertas
ideas de sociedad e intentar que millones las apoyen, sino en usar una caja de
herramientas para conseguir el poder y conservarlo —más allá o más acá de
cualquier idea del mundo. Es, por supuesto, una idea del mundo.
La técnica tiene, supuestamente, dos vertientes: in &
out, digamos. Los insumos serían la información sobre lo que se supone que
mucha gente quiere. El producto serían las campañas publicitarias —anuncios,
discursos, debates, trollería— para tratar de convencerlos de que les van a dar
precisamente eso.
Así que la base de la técnica está en eso que los
españoles, ahora, llaman demoscopia. La demoscopia es el estadio superior de la
democracia: el pueblo —demos— sigue estando pero no ya como portador sano del
poder —cratos—, sino como un cuerpo que debe ser mirado —scopos— para saber qué
compraría. Mirarlo. No construir canales para que intervenga; mirarlo, hacerle
unas preguntas que ya suponen sus respuestas y supuestamente ofrecerles el
producto que querrían consumir. El poder de la mercadotecnia, la mercadotecnia
al poder: la democracia encuestadora.
Es la falta de imaginación y convicción políticas
sustentadas en los datos de una técnica que tres de cada cuatro veces no
funciona: toda una garantía. Pero pone en el centro del poder el poder de estos
técnicos que dicen que saben cómo obtenerlo y mantenerlo; que, porque son
operarios, pueden operar para cualquiera. Desde que la política dejó de pensar
ideas del mundo, desde que se volvió mera pelea por mandar, los rasputines se
han vuelto indispensables. Son un valor y son un síntoma: pocos han hecho tanto
para conseguir este desprecio que, últimamente, rodea a los políticos. Pocos,
supongo, tardarán tan poco en desaparecer cuando esa forma de gobernar
realmente cambie.
Si es que cambia.
Digalo Ahi Digital
El País
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