Tener que explicar el valor de la formación humanística
en nuestro mundo y en nuestras enseñanzas –universitarias o no– es ya indicador
del punto al que hemos llegado.
La razón utilitaria dominante y una suerte de
totalitarismo economicista producen argumentos que llevan a relegar los
estudios humanísticos: su inutilidad en términos de competitividad en el
mercado laboral o la escasa rentabilidad de sus estudios e investigaciones en
una universidad cada vez más gerencial y mercantilizada.
La comparación con las
disciplinas STEM se lleva fundamentalmente a esos terrenos.
Ante el descenso de la financiación pública, la
Universidad pugna por atraer estudiantes y generar más proyectos de
investigación, no solo buscando la pregonada excelencia sino incrementar sus
ingresos. En ese escenario, las Humanidades están en clara desventaja: la
proporción del alumnado de estos estudios es menor y hay una enorme diferencia
entre las aportaciones medias a los proyectos de investigación de estos campos
con respecto a los de muchas disciplinas científicas.
Por otra parte, esa deriva hacia un modelo considerado
productivo, se ve acentuada con los vigentes criterios de valoración, baremos,
calificaciones…, omnipresentes en todo el ámbito académico, que privilegian
valores de rentabilidad y producción científica e indicadores casi siempre
ajenos a los modos propios de las disciplinas culturales y humanísticas.
El diagnóstico es claro y ampliamente compartido. Así lo
expresaba Antoine Compagnon ya hace una década: “La Universidad atraviesa un
momento de incertidumbre sobre las virtudes de la educación general, acusada de
conducir al paro y en competencia con la formación profesional, que, se
considera, prepara mejor para la vida laboral, de manera que la iniciación al
estudio de la literatura y la cultura humanística, menos rentable a corto
plazo, parece peligrar en la escuela y la sociedad del futuro”.
Contra la deriva utilitarista
Nuccio Ordine, autor de la que quizá ha sido la obra
reciente de más impacto en defensa de la formación humanística, se muestra
también así de tajante: “En los próximos años habrá que esforzarse para salvar
de esta deriva utilitarista no solo la ciencia, la escuela y la Universidad,
sino también todo lo que llamamos cultura. Habrá que resistir a la disolución
programada de la enseñanza, de la investigación científica, de los clásicos y
de los bienes culturales. Porque sabotear la cultura y la enseñanza significa
sabotear el futuro de la humanidad”.
No nos encontramos, entonces, ante un episodio más de la
tradicional –e indeseable– contraposición entre letras y ciencias, sino ante un
cambio de modelo y de valores, que afecta al propio fin de la Universidad. Ni
la formación integral de las personas, ni la función social parecen ser ya sus
objetivos prioritarios, sino que la utilidad medida en rentabilidad, en
empleabilidad… es el argumento definitivo para apostar, de modo dominante, por
unas formaciones profesionales.
Así, cualquier reflexión en torno a los estudios
humanísticos debe serlo también acerca de la finalidad y el modelo de enseñanza
que necesitamos. Una Universidad que no solo se aleja de su misión y visión
originales sino que reacciona dudosamente ante las necesidades y oportunidades
del mundo digital. Ese modelo de Universidad tiene su mayor amenaza en haber
hecho suyos los intereses de un mercado al que puede estar empezando a resultar
más práctico prescindir de ella, al menos de la exclusividad de la que gozaba
hasta hace poco.
Desde su origen medieval, era el monopolio de la
expedición de títulos académicos lo que,
en último término, constituía una
Universidad: la capacidad de otorgar grados, a diferencia de otras
instituciones formativas. Ahora empezamos a comprobar cómo, por una parte, la
certificación de estudios puede ser razón insuficiente para mantener la
exclusiva universitaria y, por otra, otros centros –por ejemplo, creados por empresas–
comienzan a ofrecer formación y títulos socialmente reconocidos en un mercado
en el que las universidades aceptaron colocar su mercancía y en el que, en
consecuencia, ahora han de competir.
Naturalmente, no se trata de enrocarse en esa idea
monopolística sino de resaltar lo que puede ser diferencial en las enseñanzas
universitarias, en un mundo digital, en constante cambio, que precisa una
formación continua no solo para el empleo sino para una vida activa que se
prolonga mucho más allá de la meramente profesional.
Las Humanidades forman personas
Es en ese sentido, donde hoy la formación humanística y
la cultura tienen mucho que aportar; precisamente, yendo más allá. Las
Humanidades no buscan formar operarios para el sistema económico sino personas;
y tampoco consideran el conocimiento como algo finalista. Como nos recuerda
Antonio Rodríguez de las Heras: “si el conocimiento es ver el mundo –pues el
mundo no es evidente–, la cultura es mirar lo que el conocimiento nos hace ver.
El conocimiento desvela, dilata el horizonte y le da profundidad” y la cultura,
con la posibilidad de sus múltiples miradas, “enriquece sin fin el
conocimiento” porque cada una de esas miradas ordena el mundo, es creadora.
Así como la lectura sin interpretación es superficial, plana,
lo es el conocimiento sin cultura;
ver el mundo sin mirarlo. La cultura
proyecta miradas que interpretan nuestro mundo –por tanto, lo proyectan,
creativamente, hacia el futuro– pero también, como señala Piglia con relación a
la lectura, hace memoria: “La lectura es el arte de construir una memoria
personal a partir de experiencias y recuerdos ajenos” (Ricardo Piglia, 2014).
La mirada humanística y la cultura aportan la fuerza de
la experiencia personal.
Crisis cultural
Nos encontramos inmersos en una transformación de gran
calado y velocidad que nos lleva a un mundo digital. Parecería natural una
modificación de las enseñanzas a favor de las tecnológicas propias de ese
mundo. Pero este nuevo mundo digital, lejos de arrumbar la formación
humanística requiere de ella necesariamente. El alcance de la transformación
digital supone una verdadera crisis cultural de la que ha de salir –más
configurada– una cultura digital. Y en ella, son imprescindibles las miradas
humanistas para resituarnos en el mundo.
Los humanistas del Renacimiento –otro momento de gran
densidad de cambios históricos radicales y acelerados como el actual– se
proponían, ante todo, entender el mundo en el que vivían, un mundo nuevo que
estaban descubriendo a través de la ciencia, la técnica, las exploraciones, el
pensamiento, el arte… y entender el lugar que el hombre ocupaba en él, es
decir, la cultura.
Necesitamos estudios humanísticos digitales
Como ellos, necesitamos entender ahora nuestro papel en
un mundo cambiante; precisamos unos estudios humanísticos digitales, claro. Si,
como decía Croce, toda historia es contemporánea, todo estudio sobre la cultura
también lo es. De ahí que el término Humanidades digitales, que en los últimos
años ha gozado de aceptación, es en realidad redundante: todo estudio
humanístico es necesariamente digital en la medida en que ha de tener la mirada
puesta en entender nuestro mundo, debe plantear nuestras preguntas al pasado e
incorporarlas a la memoria que estamos haciendo.
Pero digital no significa, como a veces ocurre, que se
sirva de la cacharrería o de determinado software –es decir, entendido de un
modo puramente instrumental–, sino que se ocupa de la comprensión de una
cultura digital que cambia el mundo, el modo de estar en él y sus valores. La
reclamación humanística no puede hacerse desde la nostalgia de lo que fue, una
vuelta a los orígenes de una erudición sin contexto en el presente. Sino de
unas humanidades esencialmente transdisciplinares y, en consecuencia, idóneas
para la comprensión de la cultura.
Cultura en primer plano
Necesitamos poner la cultura en primer término de la
educación: con estudios propios y, también, de modo transversal en la formación
académica. La cultura aporta memoria, creación, posibilidad de disenso,
espíritu crítico… imprescindibles para enfrentarnos a un mundo mercantilizado y
en continua transformación. Su lugar no es el mercado, cerrado, privado,
espacio de transacciones comerciales, sino la plaza pública, abierta, común,
espacio de encuentro. Esa plaza que adquiere nueva dimensión en el mundo digital
y sus modos de hacer comunidad.
No obstante, pese a lo dicho, la dedicación cultural,
humanística, por su componente vocacional y hasta apasionado, creativo, es
muchas veces vista como un privilegio, como un lujo superfluo, que
paradójicamente condena a muchos de quienes se dedican a ella a una situación
de precariedad cada vez más intolerable y que el sistema propicia.
La cultura trae memoria, genera experiencia, es siempre
creadora. Sus valores y su espíritu crítico son creativos, liberadores, permiten
generar espacios de resistencia y dar voz a los discordantes, contribuir al
bien común y a hacernos distintos. Pero también –y no podemos olvidarlo– los
estudios humanísticos nos ayudan a comprendernos a nosotros mismos, nos hacen
mejores.
Que seamos ya cíborgs no quiere decir que no necesitemos
entender nuestro lugar en el mundo, es decir, nuestra cultura: más bien al
revés, el mundo está cambiando pero nosotros –humanos– lo hacemos con él.
Frente a nuevas formas de mercantilismo utilitarista, nuevas formas de
humanismo. Frente a un panorama uniformizador que puede llevar a la
automatización del empleo, unas humanidades que aportan diferencia, el valor
único de cada uno, de su mirada.
Compartimos la reflexión de Rodari sobre la virtud
liberadora de la palabra, cuando reclama “todos los usos de la palabra para
todos”: la palabra –la cultura– sirve “no para que todos sean artistas, sino
para que nadie sea esclavo.
Podemos terminar este alegato con las palabras de T.S.
Eliot: "la cultura puede ser descrita simplemente como aquello que hace
que la vida merezca la pena ser vivida”.
The Conversation
La versión original de este artículo aparece publicada en
el número 112 de la Revista Telos, de Fundación Telefónica.
Digalo Ahi Digital
http://www.digaloahidigital.com/articulo/la-cultura-nos-har%C3%A1-libres-el-valor-de-las-humanidades-en-un-mundo-digital
21 de Febrero del 2020
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