Los golpes contra gobiernos populistas, más allá de los
déficits democráticos de estos últimos, tienden a agudizar la polarización y es
difícil que construyan mejores democracias. En cambio, al cerrarse la
alternativa militar, el sistema político se fortalece porque sus protagonistas
se ven obligados a buscar soluciones para los conflictos sociales por medio de
la negociación y el compromiso democrático. No obstante, las convulsiones
latinoamericanas muestran los límites de sus instituciones democráticas para
canalizar el conflicto político y, como se vio en Bolivia, el riesgo de la
tentación militar.
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Sudamérica cerró 2019 con meses convulsionados, que nos
mostraron los límites de sus instituciones democráticas para canalizar el
conflicto político. Las protestas callejeras contra las instituciones
gubernamentales de la zona andina señalaron la incapacidad de las instituciones
políticas para procesar los conflictos que dividen a esas sociedades. Sin
embargo, solo en Bolivia las protestas dieron lugar a una finalización
anticipada del mandato presidencial. En este caso, la decisión del presidente
Evo Morales de ignorar tanto la prohibición constitucional como el resultado de
un plebiscito que le negaban la posibilidad de presentarse a una tercera
reelección incentivó la movilización de la oposición, ante las sospechas de manipulación
provocadas por una interrupción del conteo rápido de votos. A las protestas
callejeras se sumaron un acuartelamiento policial y la «sugerencia» militar de
que el presidente renunciara. Ante esas circunstancias, Morales partió al
exilio dos meses antes de terminar su mandato.
Si bien la desaceleración del crecimiento económico
agudizó las tensiones sociales en toda Sudamérica, el protagonismo de las
fuerzas de seguridad distingue el caso boliviano. Más aún: en Bolivia, las
Fuerzas Armadas demandaron inicialmente un decreto de impunidad a futuro por
las consecuencias de la represión, que tuvo que ser derogado por la presión
internacional de organizaciones de derechos humanos. Si la acción de los
militares bolivianos estuviera señalando un retorno de los ejércitos
latinoamericanos al papel de árbitros políticos que los caracterizó durante la
mayor parte del siglo xx, estaríamos frente a un fenómeno cuyos riesgos no
pueden subestimarse. La posibilidad de golpear la puerta de los cuarteles
ofrece una alternativa a la negociación democrática. Esto reduce los incentivos
de los políticos para buscar compromisos y para invertir en el funcionamiento
de las instituciones democráticas. Es decir, se podrían volver a generar ciclos
de inestabilidad institucional como el que experimentó la propia Bolivia entre
1920 y 1980, periodo en el que sufrió 13 golpes militares.
En cambio, cuando carecen de opción militar, los
políticos se ven obligados a invertir en soluciones democráticas incluso frente
a crisis profundas. Los compromisos políticos que se producen en consecuencia
reducen los niveles de violencia y generan enseñanzas que permiten avanzar en
la construcción de instituciones más duraderas, pese a legados regionales de
debilidad institucional. Es por ello que el riesgo de un retorno al arbitraje
militar significaría echar por la borda el esfuerzo de construcción democrática
que, con zigzagueos, encararon la mayor parte de los países de la región en las
últimas décadas.
Esta posibilidad es especialmente preocupante dado el aumento
en el apoyo de la opinión pública a los militares. Según el Proyecto de Opinión
Pública de América Latina (lapop, por sus siglas en inglés) de la Universidad
Vanderbilt, el promedio de apoyo a los golpes militares en América Latina es 39%
en respuesta al incremento del crimen, y 37% como reacción al aumento en la
corrupción1.
Más aún, el creciente prestigio de las Fuerzas Armadas contrasta con el
desprestigio de los partidos políticos en la opinión pública regional.
El caso boliviano ha sido caracterizado por la gran
polarización generada por la experiencia populista que lideró Evo Morales,
experiencia que fue abruptamente terminada por una movilización social apoyada
por las fuerzas de seguridad. Es por ello importante entender las limitaciones
que han tenido los golpes contra gobiernos populistas que habían sido elegidos
por mayorías para reducir la polarización que los precede. Cuando los militares
se vuelven árbitros de los conflictos políticos en sociedades polarizadas, el
resultado suele ser una agudización de los conflictos políticos. Es decir, los
golpes contra gobiernos populistas suelen atizar la polarización y generar
persecuciones que dividen a la sociedad y dificultan el establecimiento tanto
de compromisos políticos como de democracias efectivas. Aunque aún están por
verse las consecuencias del golpe en Bolivia, el grado de revanchismo mostrado
en el corto plazo por el gobierno de Jeanine Áñez, que reemplazó al de Morales,
es preocupante.
Discutimos en las siguientes secciones tanto el impacto
de los golpes militares sobre la estabilidad política como sus consecuencias
cuando el gobierno reemplazado era populista. Pensando en la experiencia
latinoamericana contemporánea y en el contexto internacional que la rodea,
concluimos llamando la atención sobre los riesgos potenciales que implica un
retorno a la tentación militar.
La crisis boliviana, el populismo y la tentación militar
El abrupto final de la tercera presidencia de Morales
generó innumerables debates sobre su naturaleza. La candidatura de Morales para
una tercera reelección ignoró no solamente una prohibición constitucional, sino
también el resultado negativo de un referéndum que él mismo había convocado
para acabar con ese límite. Más aún, el mecanismo para eludir el resultado
electoral fue apelar a un fallo judicial absurdo que declaraba que ese límite
era una contravención a sus derechos como ser humano, que incluían elegir y ser
elegido –un argumento que no es la primera vez que se utiliza en la región–. En
este contexto, cuando el recuento provisional de votos de la elección
presidencial fue interrumpido con Morales por debajo de los diez puntos de
diferencia con su contrincante más votado, lo que forzaba una segunda vuelta
electoral, sus opositores comenzaron a denunciar fraude. En el recuento
definitivo dado a conocer al día siguiente, la diferencia se había ampliado lo
suficiente como para evitar la segunda vuelta, donde las encuestas sugerían la
probabilidad de una derrota de Morales. La movilización de la oposición con eje
en Santa Cruz y Potosí estalló denunciando fraude electoral. Cuando dos semanas
después la Organización de Estados Americanos (oea) anunció en un informe que
había encontrado irregularidades electorales y Evo Morales ofreció llamar a
nuevas elecciones con una nueva autoridad electoral, su oferta no encontró eco
en la oposición: la policía se había amotinado y las movilizaciones se venían
radicalizando, lo que desplazó al ex-presidente Carlos Mesa, segundo en las
elecciones del 20 de octubre, en favor de Luis Fernando Camacho, el presidente
del Comité Cívico Pro Santa Cruz y representante del ala más conservadora y
radical de la oposición. En ese momento, el Ejército «sugiere» la renuncia de
Morales. Es decir, ante una Policía y Fuerzas Armadas que abandonaron su
subordinación al presidente, este se vio forzado a renunciar, lo que nos lleva
a clasificar este episodio como golpe militar. No son las características del
gobierno de Morales, sino la forma en que terminó, las que nos inducen a esta
clasificación.
Este golpe ignora las trágicas lecciones que dejo el
pretorianismo en la región. Si bien en el nuevo milenio han sido escasas las
intervenciones militares, este no es el único caso en que los civiles han
vuelto a golpear las puertas de los cuarteles. En Ecuador en 2000, en Venezuela
en 2002 y en Honduras en 2009, sectores de la oposición también aplaudieron
intervenciones militares de diferente signo político porque percibían a los
gobiernos en el poder como ineptos, corruptos o autoritarios. En los casos de
Venezuela, Honduras y Bolivia, además, donde los gobiernos en el poder eran o
son populistas, la oposición aplaudió la intervención militar como un mecanismo
democrático. Salvo excepciones, sin embargo, los golpes militares no tienen
resultados democratizadores. Y esas excepciones ocurren generalmente en
dictaduras conservadoras, como el golpe contra el general Marcos Pérez Jiménez
en Venezuela (1958) o contra el general Alfredo Stroessner en Paraguay (1989).
Los golpes contra gobiernos populistas elegidos por amplias mayorías, incluso
si esos gobiernos mostraron tendencias autoritarias que erosionaron la
democracia, generalmente incentivan la polarización, provocan represión,
generan mayor inestabilidad política e instalan líderes que suelen aprovechar
su acceso al poder para establecer medidas revanchistas hacia sus antecesores.
Estas dinámicas suelen generar no solo una gran volatilidad en las políticas
públicas, sino también persecución contra los políticos depuestos y sus
seguidores. Si estos se radicalizan y se movilizan contra las nuevas
autoridades, la consecuencia es una espiral de violencia y radicalización que
difícilmente genere las condiciones para el establecimiento de una democracia
estable.
El caso paradigmático es el golpe de 1955 contra el
gobierno del general Juan D. Perón en Argentina. Pese a que inició su carrera
gracias a un golpe militar y en un gobierno de facto, Perón había sido elegido
en 1946 como candidato de una coalición política que incluía a los sindicatos y
representaba a la clase obrera. Sus políticas sociales y laborales generaron
pasión entre sus seguidores, quienes se beneficiaron con pensiones, acceso a
salud, educación, vivienda y vacaciones. Esa misma pasión, pero de dirección
opuesta, caracterizaba a sus detractores, que lo acusaban de introducir el
culto a la personalidad, límites a la libertad de prensa y restricciones al
disenso, y de imponer la obligación a todos los funcionarios públicos de
pertenecer al partido peronista. Estos sectores aplaudieron el golpe militar de
1955, muchos de ellos esperando una transición democrática como la que
anunciaba el general Eduardo Lonardi cuando dijo «No habrá vencedores, ni
vencidos». Sin embargo, el gobierno que siguió fue brutal en su represión de
cualquier cosa asociada al peronismo, además de revertir muchas de sus
políticas públicas.
Perón tuvo que partir al exilio, su partido fue
proscripto, el cadáver de Eva Perón fue robado y la mención del nombre «Perón»
fue convertida en delito (se lo nombraba en el discurso oficial como el «tirano
prófugo»). Sin embargo, como es sabido, los esfuerzos por desperonizar
Argentina (y especialmente los sindicatos) fracasaron, y el juego imposible de
una mayoría peronista que no podía participar electoralmente dada la
proscripción de su partido solo dio lugar a más golpes militares y a mayor
inestabilidad política en los años subsiguientes (agudizada por las
intervenciones de Perón desde el exilio).
El golpe contra Evo Morales tiene un sabor similar a la
experiencia del peronismo histórico.
El gobierno que lo reemplazó, liderado por
la senadora Áñez, ha impuesto un gabinete dominado por conservadores del
Oriente boliviano. Estos rechazan el indigenismo que marcó al gobierno
anterior, que ha sido reemplazado por una extrema religiosidad cristiana –el
golpe fue caracterizado como un «retorno de la Biblia al palacio
presidencial»–. Inicialmente, la respuesta a la reacción de los seguidores del
Movimiento al Socialismo (mas) fue una brutal represión que produjo 30 muertes,
acompañada por un giro dramático en las políticas simbólicas. Después de un
acuerdo con el mas, que sigue controlando el Parlamento, para llamar a
nuevas elecciones sin la participación de Morales, el nuevo gobierno ha pedido
la captura del ex-presidente, refugiado en Argentina, bajo la acusación de
sedición y terrorismo, y ha perseguido a muchos de sus seguidores. El gobierno
mexicano ha protestado incluso por el «asedio» a su embajada en Bolivia por
fuerzas de seguridad que buscan la captura de políticos a los que ya se les ha
otorgado asilo. Aunque la participación del mas en las elecciones de
mayo próximo abre la posibilidad de escapar a los peores legados de los golpes
antipopulistas, no pareciera reducir el nivel de polarización, cuyas
consecuencias de largo plazo son preocupantes. Hay por lo tanto incertidumbre
sobre el futuro de Bolivia, pero incluso de ser exitoso el retorno a la
democracia, la carta militar ha retornado al mazo y puede ser jugada en el
futuro. Esto cambia las opciones de los actores políticos, lo que, sumado a la
creciente polarización, genera la amenaza de un retorno al pretorianismo en
lugar de a una democracia estable.
La experiencia reciente de Honduras es
importante como punto de comparación.
El golpe militar que acabó con la presidencia de Manuel
Zelaya en 2009 es el caso reciente más similar al boliviano, pese a las
diferencias entre los gobiernos de Zelaya y Morales. Aunque provenía de un
partido tradicional, Zelaya giró hacia la izquierda acercándose al gobierno de
Hugo Chávez y se sumó a la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra
América (alba). Su creciente populismo y sus políticas redistributivas
asustaron a la elite hondureña. Cuando Zelaya intentó hacer un referéndum para
consultar sobre una reforma constitucional que facilitaría la reelección
presidencial (que la Constitución no permite modificar por los procedimientos
de reforma), en contra del Congreso y la Corte Suprema, la reacción de la elite
fue recurrir a los militares, que terminaron su mandato y lo exilaron.
Aunque
los gobiernos de la región, e incluso el de Estados Unidos, denunciaron el
golpe de Estado, la oposición de la elite a Zelaya era firme y no sucumbió a la
presión internacional. Pese a los argumentos esgrimidos, este golpe no trajo
como consecuencia una democracia estable. Tanto los seguidores de Zelaya como
la izquierda fueron reprimidos. La elección de 2010, ganada por el candidato
liberal Porfirio Lobo, es considerada competitiva, pero el régimen demostró una
creciente erosión democrática. El sucesor de Lobo, Juan Orlando Hernández, de
forma similar a Morales, ignoró la prohibición constitucional de la reelección
y apeló a un dudoso fallo judicial de una Corte Suprema aliada para presentarse
nuevamente como candidato presidencial en 2017.
En este caso también la elección estuvo signada por
irregularidades, protestas populares y un pedido de la oea por un
recuento de los votos. Sin embargo, el apoyo de los militares ahora politizados
(y del gobierno de Donald Trump) le permitió a Hernández seguir en el poder
pese al aumento de la represión y la dirección claramente autocrática que tomó
Honduras. El golpe militar que acabó con el populismo incipiente no redujo la
polarización ni resultó en el establecimiento de una democracia estable. Estos
legados son preocupantes para el caso de Bolivia.
Reducir la tentación militar y sus consecuencias
institucionales
Sucumbir a la tentación militar tiene efectos de largo
plazo sobre la estabilidad democrática, y resistirla ayuda a la construcción de
instituciones más estables, incluso en contextos marcados por crisis
recurrentes. Recordemos que los países latinoamericanos se caracterizaron por
la inestabilidad política desde la independencia hasta finales del siglo xx.
En ese periodo, la intervención militar era habitual y la amenaza de
intervención era una potente arma disuasiva para los actores políticos. En la
mayoría de los países de la región, las Fuerzas Armadas eran árbitros de los
conflictos que dividían a sus sociedades. Las intervenciones militares no
solamente interrumpían los procesos democráticos, sino que también reducían los
incentivos para invertir en la construcción de instituciones políticas, ya que
el recurso a los cuarteles aparecía a menudo como una mejor opción para
modificar el equilibrio de poder político. Es decir, los golpes militares no
solamente afectan a las instituciones democráticas en el corto plazo, sino que
también tienen efectos de largo plazo que las hacen más débiles y generan por
ello incentivos para volver a recaer en la intervención de las Fuerzas Armadas.
El proceso de consolidación de la democracia implica la
subordinación del poder militar al civil y conlleva tanto modificaciones
legales como culturales. Si la ciudadanía confía más en las Fuerzas Armadas que
en los legisladores, los incentivos para acudir a ellas son más fuertes. Si la
ciudadanía percibe dificultades para sostener el orden público, las fuerzas de
seguridad que prometen «orden» se vuelven más atractivas a sus ojos. Si ante la
polarización los políticos sucumben a la tentación militar, es más difícil construir
instituciones democráticas. Este es un momento crucial para la región. Las
democracias latinoamericanas no son ya tan jóvenes y ante el proceso de
desaceleración económica han demostrado claras limitaciones para dar las
respuestas que pretende la ciudadanía. Con una opinión pública descontenta con
la elite política, a la que en muchos casos respeta menos que al Ejército, y en
un contexto de protestas crecientes y dificultad para mantener el orden, la
tentación militar pareciera aumentar y, con ella, los riesgos para la
estabilidad democrática en la región.
En este marco, es clave no sucumbir a la tentación
militar y recurrir a las instituciones políticas, incluso con creatividad, para
sostener los procesos democráticos. En la segunda mitad de 2019, con economías
en recesión como la argentina o con crecimiento mínimo como la de Uruguay, la
polarización en estos países se expresó electoralmente y sin violencia. En
ambos casos el resultado fue una alternancia en el poder (con balotaje en el
caso de Uruguay). En Argentina perdió una coalición de centroderecha (liderada
por el ahora ex-presidente Mauricio Macri) y en Uruguay, una de centroizquierda
(el Frente Amplio). En Argentina, nuevamente al borde del default de
su deuda soberana, la crisis económica implicó un achicamiento del pib de
3%, con una inflación de 50% en un año electoral. Ganó el peronismo, con el
kirchnerismo como centro de gravedad en su interior.
En Uruguay, la
desaceleración económica fue más limitada, pero el Frente Amplio ya tenía tres
gestiones en el gobierno, con lo que había cierto cansancio en la ciudadanía.
Ganó el Partido Nacional (con apoyo del Partido Colorado y otros partidos de la
oposición en el balotaje). En ambos casos, las elecciones permitieron a la
ciudadanía la promesa de un cambio sin necesidad de protestas en las calles y
sin el recurso a los militares. En ambos casos, estos no han sido una opción
para los actores políticos tras las últimas y sangrientas dictaduras vividas por
ambos países, que en el caso argentino incluyeron una derrota militar frente a
las tropas británicas en las islas Malvinas.
Sin la opción militar, los políticos carecen de atajos y
se ven obligados a negociar con los instrumentos que les da el sistema político.
Si bien la ausencia de la opción militar no evita las crisis, sirve para
generar incentivos que ayuden a encontrar soluciones negociadas. La experiencia
de la crisis argentina de 2001 es un buen ejemplo de un país donde el gran
descontento con el sistema político se resumía en la frase de una ciudadanía
demandando
«Que se vayan todos», pero donde esa demanda no resultó en los
militares ocupando el vacío político. En el caso argentino, el repudio popular
a la intervención militar como consecuencia de la última dictadura y el costo
de la justicia transicional para los militares han sido claves para explicar
por qué la clase política no recurre al Ejército y por qué este tampoco se
quiere inmiscuir en las crisis políticas. Después de la sucesión de golpes
militares que se inició con el derrocamiento de Perón en 1955 y que culminó en
los años 70 con la dictadura más violenta de la historia argentina, la que
también llevó al país a una derrota militar en la Guerra de Malvinas, la
opinión publica dejó de confiar en las Fuerzas Armadas.
Los juicios por
violaciones a los derechos humanos y los reportes sobre la brutal represión y
sobre el fiasco militar que se hicieron públicos durante el primer gobierno
democrático informaron a la sociedad sobre el fracaso de las Fuerzas Armadas en
el poder. Esto facilitó la emergencia de un consenso social y político opuesto
a la intervención militar que atraviesa a los partidos políticos. Pese a varios
levantamientos militares para resistir a la justicia transicional que investigó
las violaciones a los derechos humanos y a los vaivenes que estos generaron, el
consenso político no cambió respecto a las intervenciones militares y los
políticos se resistieron a golpear las puertas de los cuarteles a pesar de las
profundas crisis que en periodos anteriores hubieran resultado en el llamado a
las Fuerzas Armadas. En 1989, la combinación de hiperinflación y saqueos fue
resuelta a través del adelantamiento de las elecciones y el traspaso anticipado
del poder al nuevo gobierno, pero sin recurrir a los militares. Doce años
después, un colapso de la economía que llevó a la mitad de la población a la
pobreza y a Argentina a un default de su deuda generó una rebelión popular
masiva contra la clase política. La renuncia del presidente y del vicepresidente
complicaron la sucesión en democracia, como quedó demostrado con la sucesión de
presidentes que tuvo el país a principios de 2002. Sin embargo, el Congreso
finalmente designó a un sucesor aceptado por todos los partidos, que terminó el
mandato presidencial dando muestras de una creatividad democrática que eludía
la tentación militar.
En Panamá, donde la Guardia Nacional había sido la fuerza
política dominante por 30 años, la invasión estadounidense de 1989 provocó su
desmantelamiento con resultados similares. Sin Fuerzas Armadas a las que
apelar, los políticos panameños se vieron obligados a recurrir a los
procedimientos electorales para resolver sus conflictos. Esta limitación los
obligó a invertir en las instituciones democráticas. La democracia panameña ya
ha cumplido 30 años, que es el periodo democrático más largo de su historia. Es
decir, al cerrarse la puerta a la intervención militar, se favorecen las
condiciones para la consolidación democrática.
Conclusión
En conclusión, la tentación militar abre posibilidades
que generan mayor inestabilidad institucional. Al cerrarse esta alternativa, el
sistema político se fortalece porque sus protagonistas se ven obligados a
aprender cómo canalizar soluciones para los conflictos sociales por medio de la
negociación y el compromiso democrático, incluso cuando estos se agudizan, como
está ocurriendo ahora en la región. En el caso de los golpes contra gobiernos
populistas, incluso cuando estos ya habían demostrado tendencias autocráticas y
desdén por las instituciones democráticas, la intervención militar tiende a
agudizar la polarización en el largo plazo. Es difícil por ello que emerja una
democracia estable, ya que los profundos conflictos sociales no se resuelven y
no se establece un consenso sobre cómo dirimirlos excluyendo la tentación
militar.
En un contexto regional e internacional con creciente
volatilidad y mayor dificultad para establecer consensos democráticos, se
vuelve más urgente la definición de cada Estado sobre las reglas del juego.
Como quedó en evidencia en el caso boliviano, la región no tuvo el protagonismo
necesario para controlar la crisis y la mayoría de los gobiernos reaccionaron
en función de sus propias dinámicas políticas. La reacción estadounidense siguió
también ese patrón: así como George W. Bush reconoció el gobierno emergido del
golpe contra Hugo Chávez en 2002, confirmando el discurso antiimperialista del
chavismo, el actual gobierno del mismo signo se apresuró a reconocer el
gobierno de Áñez, pese a la dudosa sucesión presidencial que siguió a la
partida de Morales. El contraste con la reacción del gobierno de Barack Obama
ante el golpe en Honduras muestra la importancia de la política interna
estadounidense para comprender la realidad latinoamericana.
La polarización creciente de toda la región y la
emergencia de protestas sociales no hacen más que acentuar la urgencia de
establecer consensos en cada país sobre la necesidad de eludir la tentación
militar.
Nuso. Org
16 de Febrero del 2020
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