Estamos frente a un vacío de liderazgo y representación
que tiende a ser llenado por una gran diversidad de nuevos actores sin mucha más
legitimidad que el no pertenecer a la élite (o al menos así tratan muchos de
hacernos creer) y ser capaces de hacerse escuchar mediante la fuerza, y en
muchos casos la violencia con que irrumpen en el espacio público alterando la
normalidad.
¿Estamos tropezándonos de nuevo con la misma piedra?
¿Estamos confirmando la célebre frase de Santayana que dice que aquellos que no
recuerdan el pasado están condenados a repetirlo? ¿Vamos una vez más hacia el
despeñadero de polarización y odio en el que sucumbió nuestra democracia en
1973? ¿Estamos acaso repitiendo aquel camino fatídico que Radomiro Tomic
resumió de la siguiente manera en carta al general Carlos Prats de agosto de
1973?: “Sería injusto negar que la responsabilidad de algunos es mayor que la
de otros, pero, unos más y otros menos, entre todos estamos empujando a la
democracia chilena al matadero”.
Chile es hoy, qué duda cabe, un país muy diferente al de
comienzos de los años 70 y sus problemas y urgencias corresponden a sociedades
que se encuentran en niveles totalmente distintos de desarrollo. El país pobre
y mediocre de entonces se ha transformado en una sociedad de clases medias que
ha liderado el progreso de nuestra región. También su entorno internacional ha
cambiado drásticamente, alejándonos de aquel clima de guerra fría que
condicionó, de manera determinante, el intento revolucionario chileno de
aquellos tiempos. Sin embargo, más allá de estas y otras diferencias evidentes,
hay fenómenos que recuerdan inquietantemente aquellos tiempos tristes. Se
trata, en particular, de cinco hechos clave que se analizarán a continuación:
la pulsión refundacional, la polarización política, la irrupción de la
violencia, la formación de un polo insurreccional y el deterioro institucional.
Puede que la historia no se repita, pero ha empezado a
rimar de una manera altamente preocupante. Por ello, no está demás hacer un
ejercicio de memoria histórica comparativa que, ojalá, nos llame a enmendar el
rumbo y evitar que nuevamente nuestra democracia se encamine, con la drástica
expresión de Tomic, “al matadero”, sobre lo cual se dirán algunas palabras
hacia el final de este texto.
La pulsión refundacional
Característico del desarrollo político de los años 60 y
70 del siglo pasado fue la irrupción y pugna entre propuestas refundacionales
que pretendieron darle un corte revolucionario a la evolución histórica del
país para construirlo sobre bases completamente nuevas. Frente a este impulso,
las posiciones pragmáticas y reformistas, basadas en la búsqueda de un progreso
paulatino a través de negociaciones y acuerdos, perdieron vigencia y el país se
encarriló hacía una lucha política donde todo estaba en juego y la perspectiva
de ser arrasado por el adversario se hacía inminente.
La refundación del país implicaba, para los sectores
radicales tanto de derecha como de izquierda, pasar la retroexcavadora sobre
nuestro sistema económico-social y, no menos, sobre nuestra democracia, que fue
considerada como ineficiente y corrupta por unos y falsa, burguesa y opresora
por los otros. Tal como lo hace en nuestros días la Mesa de Unidad Social: “Es
evidente que la actual democracia se muestra cada vez más insuficiente y no
sirve a los intereses populares” (Manifiesto Fundacional de Unidad Social de
agosto de 2019).
La diferencia es que hoy no existen, después del colapso
de los experimentos socialistas y el descrédito generalizado de la experiencia
chavista, modelos alternativos de sociedad que orienten la propuesta
refundacional de la izquierda revolucionaria. De parte de estos sectores, prácticamente
todo se define como una negación del sistema socioeconómico existente y para
muchos su demolición parece haberse convertido en un fin en sí mismo.
De esta manera, el impulso nihilista o simplemente
destructivo tiende a primar sobre el propositivo o constructivo, impulsando y
dándole justificación a ese tipo de violencia vandálica que hemos visto
desplegarse con fuerza inusitada en los meses recién pasados.
Una sociedad de enemigos
El segundo fenómeno, aún más grave que el anterior, que
recuerda los hechos que condujeron a la debacle de 1973 es el deterioro de la
civilidad y la polarización del país, que se va convirtiendo en un verdadero
campo de batalla entre enemigos dispuestos a difamarse, atacarse, agredirse y,
finalmente, aniquilarse los unos a los otros. Esta pendiente de incivilidad por
la que se deslizó el país desde fines de los años 60 fue la condición
indispensable del golpe militar con el que culmina aquel período.
La lección de este proceso de autodestrucción de la
democracia es que la misma no puede sobrevivir si se extinguen sus condiciones
imprescindibles de existencia, que no son otras que la tolerancia, el respeto a
la legalidad, una amistad cívica que hace posible el diálogo entre personas que
piensan distinto y, no menos, una voluntad de llegar a acuerdos y forjar
consensos amplios que le den garantías al adversario de que no será arrasado
por su oponente.
En resumen, sin civilidad no hay democracia posible y eso
es lo se ha deteriorado de una manera aguda a partir del 18 de octubre. La
diferencia es que lo que entonces tomó años en desarrollarse, pasando
paulatinamente de la agresión verbal a la física, en esta ocasión ha irrumpido
con una velocidad vertiginosa y de manera conjunta.
La normalización de la violencia
Lo anterior nos lleva al tercer punto que recuerda los
acontecimientos que desembocaron en el 11 de septiembre de 1973: la irrupción,
justificación y normalización de la violencia como método de acción político-social.
Ello tuvo una larga historia en el Chile pre 1973, en la que se fue,
paulatinamente, tolerando, legitimando y, finalmente, normalizando el uso de la
fuerza para manifestar e imponer puntos de vista, demandas o proyectos
sociales.
Este proceso marcó, de manera decisiva, el desarrollo de
nuestro país a partir de 1967, yendo desde la masificación de las tomas (de
terrenos, universidades, escuelas o fábricas) y los enfrentamientos callejeros
hasta la declaración de parte de un actor tan relevante de la política chilena
como lo era el Partido Socialista de que “la violencia revolucionaria es
inevitable y legítima” y “constituye la única vía que conduce a la toma del
poder político y económico” (resolución unánime del Congreso de Chillán de
1967). Los años subsiguientes vieron generalizarse el uso de la fuerza y la
violencia como métodos de acción política, con actores que se ubicaban en ambos
lados del espectro político y amenazaban de hecho el monopolio legítimo de su
uso por parte de los agentes del Estado. Incluso se llegó al extremo de la
formación de una guardia preside ncial fuertemente armada al margen de las fuerzas de orden y seguridad de la República.
La diferencia de hoy es la amplitud y velocidad de la
irrupción y normalización de la violencia que ha caracterizado los últimos
meses. Sin embargo, cabe recordar que los hechos más recientes fueron
precedidos por la aceptación y el acostumbramiento al accionar violentista en
La Araucanía o en centros emblemáticos de educación como en Instituto Nacional
junto al creciente dominio territorial de delincuentes y narcos (el
Observatorio del Narcotráfico en Chile, dependiente de la Fiscalía Nacional,
estimó que más 400 barrios estaban controlados por las bandas de
narcotraficantes en 2017).
Con todo, lo ocurrido desde el 18 de octubre no tiene
precedentes, en particular por la extensión, así como por el carácter disperso
y tremendamente destructivo que ha asumido el estallido de violencia
desbordando de manera palmaria y prolongada a las fuerzas del orden. Es triste
constatarlo, pero es evidente que la violencia le ganó la partida al Estado de
Derecho, transformándose en un hecho clave de nuestro devenir político a partir
de la ola de atentados de octubre.
El polo insurreccional
El cuarto elemento que es pertinente mencionar en este
contexto es la formación de un amplio conglomerado de fuerzas orientadas hacia
la destrucción inmediata del sistema imperante. Este “polo insurreccional” fue
estructurado de una manera mucho más política en los años 60 y comienzos de los
70, yendo desde las tendencias dominantes del Partido Socialista, en particular
sus elementos guerrilleristas que cobraron gran peso orgánico a partir del
Congreso de La Serena de 1971, al MIR y otros grupos de extrema izquierda,
pasando por sus diversos frentes y organizaciones de masas. Se trataba, por lo
tanto, de un polo de corte claramente revolucionario que aspiraba a la toma
insurreccional del poder. En este contexto, una importante voz discrepante que
trató de contener o al menos moderar el accionar de este polo insurreccional
fue, fuera del mismo Salvador Allende, el Partido Comunista, encuadrado por ese
entonces dentro del marco de las políticas soviéticas de coexistencia pacífica
y respeto a la división hegemónica del mundo entre la Unión Soviética y los
Estados Unidos.
En el caso actual se observan una serie de diferencias
importantes: el polo insurreccional es mucho menos político y tiene una
dispersión notable, tanto en lo orgánico como en su inspiración ideológica y
sus propósitos. Su extensión va desde el Partido Comunista y otros partidos y
movimientos de izquierda radical, incluyendo un fuerte y novedoso componente
anarquista así como al feminismo radical, hasta las barras bravas y las bandas
criminales asociadas al narcotráfico que han asumido un gran protagonismo como
organizadoras de las acciones más violentas. Entre sus componentes centrales se
encuentran también diversas organizaciones sociales con directivas
radicalizadas, como muchas de las reunidas en la Mesa de Unidad Social y otras
enraizadas en el mundo estudiantil como la
ACES.
Se trata de una multitud de “tribus antisistema” que
confluyen y se apoyan mutuamente, sin por ello estar orgánicamente coordinadas
ni ideológicamente unificadas, en el ataque a la institucionalidad usando una
gran diversidad de medios, que van desde la promoción o apoyo de acusaciones
contra distintas autoridades en el Congreso hasta la infiltración de las
grandes manifestaciones pacíficas de descontento ciudadano, la guerrilla
urbana, la destrucción vandálica de espacios públicos, el saqueo y los
atentados incendiarios de carácter terrorista.
La movilización y sincronización de este accionar tiene
una morfología dispersa e inestable, propia de las redes sociales y una
insurgencia con niveles considerables de espontaneidad, lo que hace muy difícil
tanto su comprensión como su contención. Sin embargo, lo más notable y
significativo es la diversidad de objetivos estratégicos que se esconde detrás
de su confluencia táctica. A grandes rasgos podemos distinguir dos grandes
objetivos muy distintos: por una parte, tomarse el poder estatal, por otra,
debilitarlo hasta hacerlo impotente.
Entre los sectores más políticos, es decir, el Partido
Comunista y sus periferias frenteamplistas, la orientación es claramente hacia
la conquista del poder estatal mediante el derrocamiento de los gobernantes
actuales, lo que se concreta en la demanda de renuncia del Presidente, así como
en un sinfín de acciones para hostigarlo, denigrarlo e incluso, como en el
célebre caso del diputado comunista Hugo Gutiérrez, alentar de manera apenas
velada la agresión en su contra. Ello junto a campañas sistemáticas de
amedrentamiento de sus rivales y acoso a diversas autoridades y a las fuerzas
del orden.
Muy distinto es el propósito de los grupos de orientación
anarquista, cuyo antiestatismo es su componente ideológico central (así como su
odio a la religiosidad que deriva en la profanación y quema de iglesias, con
sus ejemplos clásicos de la España anterior a la guerra civil y sus tristes
réplicas chilenas), pero también el de las organizaciones criminales cuyo
objetivo fundamental es el debilitamiento del Estado y, en particular, de sus
fuerzas policiales a fin de poder controlar y ampliar con plena libertad sus
territorios por medio de sus propios aparatos de fuerza. Surge así una multitud
de “Estados paralelos”, que se multiplican llenando el vacío que deja el Estado
de Derecho en retirada y cuentan con un fuerte enraizamiento territorial y
apoyo, voluntario o forzado, de muchos de quienes viven bajo su poder. Es desde
esta base que este tipo de organizaciones acostumbra a corroer, corromper y,
finalmente, someter a todo el resto de la organización social, tal como lo
muestra el caso de los narcoestados latinoamericanos o la bien conocida
experiencia de las mafias italianas.
En todo caso, hoy confluyen todas estas orientaciones muy
diversas y se usan mutuamente, tal como también las usa a su manera, como
elemento de presión, parte de la izquierda más moderada que de esta forma está
jugando con un fuego letal que fácilmente puede hacerse incontrolable y del
cual, dado el caso, difícilmente se libraría. La historia demuestra
contundentemente que la violencia insurgente nunca ha sido clemente con los
moderados que coquetean con ella para ganar ventajas momentáneas.
Este lamentable uso oportunista de la amenaza violentista
se ha transformado en un argumento central de muchos de quienes proponen la
opción Apruebo en el plebiscito de abril, como bien lo sintetizó recientemente
la vicepresidenta de la DC y Coordinadora de la campaña “Yo Apruebo”, Carmen
Frei, al decir que de no ganar la aprobación “vendrían tiempos muy difíciles
para nuestro país”, sin entender que les puede salir el tiro por la culata en
la medida en que más y más ciudadanos terminen reaccionando contra este
impúdico chantaje que parece desentenderse de la responsabilidad conjunta que
en una verdadera democracia se tiene por defender con absoluta firmeza el
resultado de las urnas frente a quienes no lo acatan.
Debilitamiento institucional
Finalmente, el hecho decisivo de la crisis que llevó al
golpe del 73 fue el agudo debilitamiento y deterioro institucional. Nuestras
instituciones estatales, así como todo el entramado que sostenía nuestra
democracia, terminaron penetradas y devastadas por la confrontación en marcha.
Las instituciones republicanas se transformaron en una trinchera más de una
guerra entre bandos opuestos y la legalidad fue sobrepasada reiteradamente o
usada mañosamente incluso por la autoridad máxima del Estado. En consecuencia,
la disputa política tendió a desplazar su eje fundamental fuera de las
instituciones y de los cauces democráticos, dejando paso a “la calle” y al uso
de la fuerza como instancias decisivas de canalización de las demandas de
diferentes sectores y de resolución de los conflictos políticos.
En el caso actual, el desprestigio y debilitamiento
extremo de las instituciones es algo evidente y se refiere no sólo a las
instituciones estatales, sino que abarca desde los partidos políticos hasta las
iglesias pasando por los medios de comunicación y las organizaciones
empresariales y sindicales. Se trata de un proceso prolongado que ha culminado
en nuestros días y que se caracteriza por el descrédito del conjunto de la
élite del país.
Frente a este descalabro de las élites, la calle se hace
protagónica y la acción directa desplaza a los mediadores políticos y las vías
institucionales, tal como en gran medida ocurrió en 1972 y 73. Estamos, en
otras palabras, frente a un vacío de liderazgo y representación que tiende a
ser llenado por una gran diversidad de nuevos actores sin mucha más legitimidad
que el no pertenecer a la élite (o al menos así tratan muchos de hacernos
creer) y ser capaces de hacerse escuchar mediante la fuerza, y en muchos casos
la violencia con que irrumpen en el espacio público alterando la normalidad.
El matadero
En 1973 el “matadero” de la moribunda democracia chilena
terminó siendo un sangriento golpe de Estado y una larga dictadura militar.
Podría haber sido distinto, pero de ninguna manera indoloro dados los odios
suscitados y la polarización fratricida del país. Cuando se llega al punto al
que se llegó ese año fatídico ya no hay salidas buenas. Esta debería haber sido
la gran lección de esos tiempos, pero parece no haber sido así. Un relato
histórico parcial y manipulado no ha dejado, especialmente entre las
generaciones jóvenes, entender en plenitud cómo se destruyó aquella democracia
que alguna vez fue no sólo un orgullo nacional, sino incluso un ejemplo
internacional.
En la actualidad no sabemos cómo terminará el proceso en
marcha ni cuál podría ser, en el peor de los casos, el matadero que al final
del camino le espera a nuestra democracia. Lo que sigue es, por lo tanto, una
especulación que a muchos les podrá parecer descabellada, tal como el 17 de
octubre hubiese parecido absolutamente descabellado un pronóstico que al menos
se acercase a lo que verdaderamente ha ocurrido. Por ello, más vale empezar a
pensar lo impensable si es que queremos ser realistas.
Mucho indica que los preocupantes fenómenos recién
descritos pueden llegar a profundizarse, no menos ante la incerteza
constitucional a la que estamos abocados, la irresponsabilidad rampante de una
oposición que en medio del incendio le sigue echando leña al fuego, la
debilidad del gobierno, el desconcierto y la dispersión de la centroderecha y,
no menos, un deterioro económico que será una gran desilusión para muchos que
creyeron que de la tormenta de octubre saldría un Chile mejor y más próspero.
Las fuerzas que impulsaron y medraron del brote de violencia y anarquía están
no sólo incólumes, sino que con toda probabilidad han incrementado su capacidad
de reclutamiento, movilización y destrucción ante el repliegue del Estado de
Derecho, el desbordamiento de los agentes del orden y la falta de determinación
para confrontarlas de una manera efectiva.
A su vez, poco indica que nuestra actual crisis, de
profundizarse y hacerse duradera, pueda llevarnos a una disyuntiva que se
parezca a la de 1973: revolución o contrarrevolución, toma del poder por parte
del polo revolucionario o intervención militar o incluso guerra civil, en el
caso más trágico de todos. El polo insurreccional actual no tiene ni la
consistencia orgánica ni ideológica ni de propósito como para aspirar a una
disputa seria por del poder. Su heterogeneidad y dispersión la hace
tremendamente efectiva como fuerza destructiva, pero la incapacita como
aspirante al ejercicio del poder a nivel nacional. Además, sus elementos más
temibles –los de carácter delincuencial– no se prestarán para ser simples
“compañeros de viaje” o los “tontos útiles” de una izquierda radical que, como
lo muestran todas las encuestas, poco o nada ha capitalizado de la crisis. Su
fuerza es tal que son ellos los que, en gran medida, conducen este viaje mediante
el manejo, junto a los grupos anarcos y el lumpen, de la pieza clave de todo
este drama: la violencia.
En este horizonte de crisis permanente e impotencia tanto
de los defensores del Estado de Derecho como de los revolucionarios existe la
probabilidad de que nuestro país se deslice paulatinamente hacia una especie de
narcoestado, donde la debilidad político-institucional se traduzca en la
fortaleza creciente, ampliación y multiplicación de las organizaciones
criminales y violentistas. En nuestra región hemos visto demasiados ejemplos de
este tipo de desarrollo que ha desembocado en lo que, en realidad, es una de
las peores pesadillas que podamos imaginar. Sobre ello debiéramos todos
reflexionar, porque de ese pantano es muy difícil salir una vez que, por
debilidad, oportunismo, falta de valor o ceguera, hemos dejado que se expanda y
fortalezca.
Ello podría derivar, como salida desesperada a un estado
de cosas insoportable, en el surgimiento de políticos y movimientos
autoritarios que ofrezcan la restitución del orden al precio que sea y hagan
suyo el tristemente célebre apotegma de Lenin de que se necesitan métodos
bárbaros para combatir la barbarie. De ser así, serían los sepultureros
definitivos de una democracia que, más allá de sus defectos, nos dio casi
treinta años admirables y que dejamos morir ejerciendo ese triste derecho que
ya hace un tiempo nos recordó el historiador Niall Ferguson: el derecho a ser
estúpidos.
Digalo Ahi Digital
http://www.digaloahidigital.com/articulo/%C2%BFcon-la-misma-piedra-chile-2020-en-el-espejo-de-
chile-1973
21 de Febrero del 2020
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