Una nueva ola de empresas tecnológicas pretende estar
expandiendo las posibilidades de compartir y colaborar, y está chocando con
sólidas industrias como la hotelera y la del transporte. Tales empresas
conforman lo que se ha denominado “economía colaborativa”: proveen sitios web y
aplicaciones a través de las cuales personas del común pueden “compartir” su
apartamento o su carro con un huésped, a cambio de dinero.
Las industrias amenazadas por esta nueva tendencia han
estado sujetas, desde hace mucho, a las normas de protección al consumidor y
zonificación municipal, pero los defensores de la economía colaborativa afirman
que tales normas se han vuelto obsoletas gracias a internet. Las nuevas
empresas y los gobiernos locales marcan su territorio y se preparan para la
batalla. ¿Qué posición debería asumir el buen izquierdista sobre el tema?
Para descubrirlo, debemos fijarnos en la naturaleza de la
economía colaborativa. Algunos dirán que esta encaja a la perfección dentro de
una ideología de libre mercado sin regulación, como la describió recientemente
David Golumbia en Jacobin. Otros destacan que la gente involucrada en
la industria tecnológica norteamericana se inclina hacia el liberalismo.
También existe una clara división entre la posición europea y la norteamericana
dentro del sector: mientras los segundos manejan la iniciativa de forma
empresarial y comercial, los primeros se enfocan más en la parte cívica, cooperativa
y no comercial.
La economía colaborativa invoca valores familiares para
muchos en la izquierda: descentralización, sostenibilidad, conexiones a nivel
comunitario y oposición a regímenes jerárquicos y estrictamente regulados, como
se aprecia claramente en la biblia del movimiento: What’s Mine is Yours:
The Rise of Collaborative Consumption, de Rachel Botsman y Roo Rogers. También
maneja la jerga de las cooperativas y los grupos cívicos.
Además, el movimiento tiene un ángulo ecológico: la idea
de “compartir en lugar de tener propiedad” apela a la sostenibilidad, al mismo
tiempo que apunta a sentimientos anticonsumistas populares en la izquierda (la
propiedad y el consumo no dan felicidad, y deberíamos deshacernos del anhelo de
poseer, y en su lugar buscar conexiones y experiencias), todo lo cual lleva a
la idea de comunidad. La economía colaborativa proyecta imágenes de barrios,
pueblos e interacciones a “escala humana”. En lugar de comprar en una
megatienda, tenemos la oportunidad de compartir entre vecinos.
Tales ideales han estado flotando por ahí durante siglos,
pero internet les ha dado un nuevo giro. Una influyente corriente de
pensamiento pone el énfasis en que la red disminuye el “costo transaccional” de
la colaboración y la conformación de grupos. El libro clave es La riqueza
de las redes (2006) de Yochai Benkler, el cual afirma que internet trae
consigo un estilo alternativo de producción económica, interconectada en lugar
de gerenciada, a la que no se le impone un orden sino que se autoorganiza. Es
un lenguaje estrechamente asociado tanto a la izquierda (la cual ve en este
tipo de producción una alternativa al monopolio del capital), como a la derecha
libertaria y su libre mercado.
Here Comes Everybody (2008) de Clay Shirky
popularizó aún más esas ideas y, en 2012, Steven Johnson anunció la aparición
de los “pares progresistas” en su libro Futuro perfecto. La idea de que la
colaboración posibilitada por internet tenga lugar en el mundo “real” es el
escalón que sigue a la cooperación online en forma de software de código
abierto, transparencia gubernamental y Wikipedia, y la economía colaborativa es
su manifestación.
Ahora, como con todo lo relacionado con tecnología, hay
un factor adicional: la participación del capital.
Aunque actualmente existe una amplia gama de empresas que
se consideran parte de esta economía, tres sectores encabezan el movimiento:
vivienda (Airbnb), transporte (alternativas al servicio de taxis como Uber y
Lyft, y BlaBlaCar en Europa) y trabajo ocasional (TaskRabbit, Homejoy).
Airbnb
y Uber han recaudado, cada una, cerca de 300 millones de dólares en
inversiones; Lyft, cerca de 80. Las protagonistas son empresas de tecnología
con sede alrededor de la bahía de San Francisco, rica en capital de riesgo. El
sector crece con una rapidez desconcertante y hay nuevas inversiones cada
semana, incluyendo decisiones aparentemente extrañas como la de Google Ventures
apostándoles a servicios de taxi (Uber) y de limpieza (Homejoy).
La economía colaborativa no es un objeto estático. Si
queremos entender su idiosincrasia tenemos que echar una mirada a las
industrias y compañías que la conforman. Tal examen evidencia que el ala
empresarial del movimiento se impone sobre las iniciativas de interés
comunitario. Esta tensión ha llevado a modelos de negocio en constante cambio,
que se alejan cada vez más de la idea original de colaboración comunitaria a
medida que se vuelven atractivos para las grandes empresas.
Con internet han surgido nuevos modelos de negocio que
amenazan las formas más tradicionales de la industria. En nuestro país, Uber ha
sido uno de los protagonistas recientes de esta disputa: compañías que se
benefician de una imagen altruista y de un progresismo del nuevo milenio y que,
por su misma novedad, dejan perplejas a las autoridades que deben regularlas.
En Europa, BlaBlaCar se ha mantenido fiel a la idea de
convertirse en el equivalente digital de la venerable cartelera estudiantil de
anuncios, y provee un servicio para encontrar con quién compartir un vehículo.
Sin embargo, en los Estados Unidos la cosa es diferente. A Zipcar, pionero en
el negocio, lo compró el Avis Budget Group. Lyft, empresa de conducción
compartida, comenzó como una iniciativa llamada Zimride cuyo objetivo era
facilitar que los usuarios compartieran vehículos, pero la compañía fue vendida
a Enterprise Rent-A-Car en julio de 2013.
Lyft pasó a ofrecer una alternativa al taxi tradicional.
Mantuvieron el lenguaje cooperativo en su eslogan “Tu amigo con carro”, pero
actualmente Lyft está posicionada como una forma de ingreso para sus
conductores, quienes cada vez más parecen empleados que deben aportar su propio
vehículo. Uber comenzó como un servicio de limosinas a partir de una plataforma
tecnológica, pero se ha desplazado a la zona de “compartir” para reducir
costos.
Tanto Uber como Lyft han adoptado tácticas
controversiales como la “tarifa dinámica”. Esta prevé un incremento de la
tarifa en horas pico y durante malas condiciones climáticas, con el fin de
atraer más conductores a las calles, ubicando así los incentivos del mercado en
el centro del modelo de negocio. Aunque en un principio Lyft se refería a sus
tarifas como “donaciones”, ya abandonó tal pretensión. En el transcurso de los
últimos dos años se ha hecho una eficaz purga de todo lo referente a “compartir”
dentro de estas nuevas compañías de transporte.
Hacer recados es otro gran sector de la economía
colaborativa, erigido sobre la idea de “darle una mano a los vecinos”. El
ensamblaje de muebles Ikea es la tarea más común para el líder del sector,
TaskRabbit, pero pese a recaudar cerca de 30 millones de dólares la empresa ha
tenido dificultades y ha puesto mayor énfasis en su iniciativa “TaskRabbit for
Business”.
En pocas palabras, se está convirtiendo en una tercerizadora
engrandecida, desplazándose rápidamente de la aspiración del “buen vecino” a la
más precaria del trabajo ocasional.
TaskRabbit y otras empresas llaman a sus trabajadores
“microempresarios”, pero eso es tan solo una pobre descripción de su endeble
trabajo a destajo. Homejoy, empresa de limpieza doméstica financiada por
Google, es miembro de Peers, pero quienes limpian son, según Forbes, personas
que necesitan certificados de ocupación para recibir asistencia gubernamental,
reclutadas a través de agencias de trabajo estatales.
Entre tanto, el gigante
de los envíos, dhl, lanzó su servicio de entrega MyWays, impulsado por “gente
que quiere entregar paquetes y ganarse un dinero adicional”. Esa expresión, “un
dinero adicional”, recuerda los trabajos para mujeres de hace cuarenta años. Y
como estos, aquellos no vienen con cosas como seguridad social ni estabilidad
laboral (ninguna de esas reliquias económicas).
El sector hotelero lidera el renglón de la economía
colaborativa; específicamente Airbnb, empresa que se enfrenta al fiscal general
Eric Schneiderman y a la senadora Liz Krueger en lo que la revista Skift denomina
“la lucha definitiva para la economía colaborativa”, para agregar después:
“...como quiera que resulte afectada la regulación de Nueva York en este
notorio caso, también resultará la del resto del país y posiblemente la del
mundo, al menos en lo que concierne a las principales ciudades”. El conflicto
también es crucial para los inversionistas de Airbnb: la valoración a largo
plazo de la empresa depende de la legalidad de su modelo de negocio.
Muchos de los “anfitriones” de Airbnb están violando las
normas sobre arrendamiento de corta duración, o sus propios deberes
contractuales en materia de tenencia, o ambos. Algunos fueron llevados a juicio
de forma individual, pero cuando empezaron los debates, el fiscal general
exigió una lista con los 15.000 anfitriones de Airbnb en la ciudad de Nueva
York. La compañía acusó al fiscal de estar “tratando de pescar en río
revuelto”.
La Electronic Frontier Foundation y la Internet Association (“en
representación de las principales compañías de internet”) han entrado en la
discusión en apoyo de Airbnb, comprometiéndose a “defenderla con uñas y
dientes”. El grupo de economía colaborativa Peers ha recaudado alrededor de
200.000 firmas para “salvar la posibilidad de compartir en Nueva York”, y
Airbnb ha publicado estudios y producido videos para contrarrestar las
demandas.
La controversia en Nueva York resalta uno de los
problemas recurrentes en los debates sobre economía colaborativa. Los
defensores ven un conflicto entre titulares adinerados y “neoyorquinos de a
pie” que hacen un poco de dinero extra para arreglárselas en un mundo difícil;
las leyes se hicieron en un escenario preinternet y deben ser actualizadas para
permitir que se desarrollen nuevas empresas.
Airbnb afirma que “todos estamos
de acuerdo con que los hoteles ilegales afectan a Nueva York, pero ese no es el
caso de nuestra comunidad, que está formada por miles de personas increíbles y
de buen corazón”.
También hay una búsqueda de un mayor profesionalismo
entre los anfitriones. Ahora Airbnb permite que estos ofrezcan tours y
actividades. Chip Conley, nuevo “director de hospitalidad global” de Airbnb
proveniente de la industria hotelera, dijo en una entrevista en septiembre de
2013:
Vamos a introducir nueve estándares mínimos de lo que
pensamos debería ser una experiencia Airbnb, ya sea en relación con la limpieza
o con servicios básicos que esperarías tener, lo cual no es el caso actual. El
hecho de que generemos algunas comodidades que esperarías tener (por ejemplo,
toallas y sábanas limpias), es importante.
En resumen, Airbnb está abandonando la idea de que un
sistema de reputación entre pares puede resolver el problema de confianza, se
está alejando de la concepción de colchón inflable (“air bed”) que le dio su
nombre, y está recurriendo a un tradicional sistema centralizado de estándares
mínimos, verificación documental, etc.
Aunque la economía colaborativa se aleja cada vez más de
eso de “compartir”, puede que no sea una causa perdida totalmente. Estos
emprendimientos pueden tomar acciones que ayuden a devolverle algo de
credibilidad al nombre de “economía colaborativa”: las empresas de conducción
compartida podrían limitar la ganancia de sus miembros para librarse de
responsabilidad en materia de seguros y problemas de impuestos.
Por ejemplo,
BlaBlaCar limita el dinero que un conductor puede ganar con un recorrido para
que nunca exceda el costo del viaje. Esto significa que el dinero es un aporte
para solventar el gasto y no genera utilidades, y así se resuelven asuntos
fiscales y conflictos con cláusulas de seguro que proscriben el uso comercial
de un carro particular.
Airbnb podría limitar los anuncios de un mismo anfitrión
en su sitio. Es difícil mantener la imagen artesanal de arrendador esporádico
cuando hay anfitriones como Furnished Rentals New York con más de 200 anuncios
en la página y cuando “cada uno de los integrantes del top 40 de anfitriones
Airbnb ha sumado al menos 400.000 dólares en los últimos tres años”.
Lo menos que podría hacer Airbnb es esclarecer su
reglamento para anfitriones, muchos de los cuales están confundidos sobre quién
califica como “persona increíble y de buen corazón” y quién como un
“inescrupuloso dueño de un tugurio haciendo plata fácil”.
También podrían dejar
de enterrar advertencias dentro de los términos de servicio de un contrato de
10.000 palabras que toma media hora leer, y que escrupulosamente limita la
responsabilidad de la empresa.
Con tal espíritu de cooperación, y si están genuinamente
interesados en los arrendatarios de Nueva York, Airbnb podría trabajar en
conjunto con asociaciones de inquilinos y otras agencias. Si Lyft y Uber se
interesan por el bienestar de los conductores, podrían acercarse a los
sindicatos de taxistas como el New York Taxi Workers Alliance (ah, y dejar de
embolsillarse las propinas de sus propios conductores).
Finalmente, está Peers, grupo organizador de la petición
y especialista en hacer lobby. Hasta ahora, sus esfuerzos se han concentrado en
apoyar a los pesos pesados financiados por capital de riesgo: Airbnb y las
nuevas empresas de movilidad. A medida que las compañías de economía
colaborativa dejan atrás el modelo de “compartir” y pasan a uno de trabajo a
destajo, se hace necesario que repiensen sus fundamentos. Un buen comienzo
sería crear un conjunto de principios que debe reunir cualquier empresa que se
quiera unir a la organización de economía colaborativa –algo como los
principios de Rochdale que manejan las cooperativas, pocos de los cuales son
compatibles con las plataformas centralizadas de propiedad privada que
caracterizan a la industria.
La probabilidad de que se acoja alguna de estas
recomendaciones es poca. Tomar un modesto papel secundario en la restauración
del supuesto espíritu de la economía colaborativa es incompatible con la hibris
de liderar empresas enormes, y muchas de estas sugerencias amenazarían el
incremento de las utilidades que buscan los inversionistas.
La economía colaborativa ha experimentado un rápido
desplazamiento desde el “compartir” y el “cooperar” hacia una forma de empleo
precaria y sin regulación –consecuencia directa de la financiación por
capitales de riesgo y el imperativo de crecimiento que acompaña ese dinero–.
Tal proyecto no nos acercará por ahora a la sociedad más equitativa que
deseamos.
El Mal Pensante
16 de Enero del 2020
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