Imagen: Obra “Picto hombre.Un humano cabeza grande” de
John White
Thomas Hobbes decía que la soberanía era el “alma
artificial que da vida y movimiento al cuerpo entero”.[1] Ese magno cuerpo al que hacía
referencia era el Estado, constituido por el arte del hombre para garantizar
protección y defensa. Plantea esto en algún punto un dilema político,
¿seguridad o libertad?, tal como profundizó el psicoanalista Erich Fromm
en Miedo a la libertad[2], cuando reflexiona sobre los convulsos
años de totalitarismo que presenció la primera mitad del siglo XX.
Precisemos las interacciones conceptuales que se pueden
dar. Pensar la soberanía implica pensar en una decisión, tal como
dijimos, entre libertad y seguridad, ello conlleva a pensar al individuo y al
Estado, pero además habría que pensar la idea de nación. Todos estos conceptos
son necesarios mencionarlos porque están relacionados en el falaz ideal de
la soberanía popular. Ciertamente en un mundo globalizado reflexionar
sobre la soberanía nacional conlleva a problematizar nociones como autonomía y
derecho en el plano internacional. Destaquemos algunas aporías que emergen al
respecto.
Siguiendo al economista Alberto Benega Lynch (h), quien
expresa: “…desde la perspectiva de la sociedad abierta, el único justificativo
de las jurisdicciones nacionales estriba en que de ese modo se evitan los
riesgos de abuso de poder por parte de un gobierno universal.”[3], nos preguntamos ¿quién contiene los
abusos de poder de las soberanías nacionales? En este punto, es necesario tener
presente que la idea de soberanía invoca un poder absoluto, lo cual precisa de
un sistema político que vigile los potenciales excesos del Estado, lo que
explica de algún modo la necesidad histórica y política del liberalismo.
No obstante, el siglo XX atestiguó abusos de poder aprobados
en nombre de la soberanía nacional, y pareciera que entidades internacionales,
como las Naciones Unidas, quedaran impotentes ante los abusos que se hacen en
nombre de ella. Y precisamente dicha situación cuestionó en 1991 el filósofo
Jesús Mosterin cuando trató el caso kurdo en Irak (y transcurrido más de 28
años en Siria pareciera reavivarse tal cuestión), al quedar frustrados los
planes de invasión de Sadam Huseín en Kuwait, se replegó en su soberanía
nacional, y a lo interno de Irak masacró una importante población kurda, sin
tener freno alguno. Por esta razón Mosterin señaló lo siguiente: “En el actual
orden jurídico mundial, el dolor y la muerte, la destrucción y el genocidio no
son delitos, mientras se realicen dentro de las propias fronteras de un Estado
soberano.”[4] Este problema de la soberanía
nacional adquiere alcance histórico cuando Mosterin agrega que:
Hitler fue atacado y derribado porque invadió Polonia. Si
se hubiera limitado a gasear a los judíos de su propio país, nadie habría
movido un dedo para impedirlo, pues habría estado en su derecho de ejercer la
soberanía en el interior de su territorio Por la misma razón nadie impidió las
carnicerías de Stalin, ni el genocidio de Camboya, y nadie intervino para
evitar las guerras civiles de España o de Nigeria, y nadie se preocupa ahora
por la de Eritrea.[5]
Palabras duras ante la indiferencia paralizante que
promueve el discurso de la soberanía nacional, porque pareciera que invocar la
“autodeterminación de los pueblos” permite cualquier acto de injusticia y
crueldad de los gobernantes hacia sus gobernados. De este modo, el mito de la
soberanía nacional manifiesta el grado de perversión que produce la ideología
del “contrato social”, en donde la transgresión de los derechos y la autonomía
individual puede ser posible, ya que leviatanes autoritarios o totalitarios
pueden potencialmente emerger de las oscuras fauces del miedo y el terror en
tiempos de crisis, los que suele aprovechar oportunamente los proyectos
políticos revolucionarios.
Teniendo en cuenta lo dicho, valdría preguntarse ¿Hasta
qué punto la autonomía de la soberanía nacional permite “tolerar” el mal en la
política? Al hablar del mal en la política aludimos a los excesos de la
violencia política legítimamente aceptadas por el Estado, una situación en la
que: “‘la violencia marcha con la frente en alto.”[6]
Cuando se llega a priorizar la tolerancia ante el respeto
resulta la paradoja de la primera, brotes de radicalismos violentos son
atestiguados silenciosamente para dar paso a la impunidad a nivel
internacional. Por ello es que las Naciones Unidas sea quien mejor represente
los absurdos a los que se puede llegar por el solo hecho de “tolerar”, en donde
nombramientos como los del gobierno de Nicolás Maduro en el Consejo de los
Derechos Humanos de la ONU pasa como algo normal, así como también el hecho que
Cuba y República Democrática del Congo sean también partes de dicho Consejo,
países que han sido acusados reiteradamente por ser violadores de derechos
humanos. Razón que motivó a Nikki Haley a anunciar el retiro de Estados Unidos
del mencionado Consejo.
El mito de la soberanía nacional muestra ser un problema
histórico estructural, producto de la tergiversación de la ideología del
“contrato social”. Haciendo unas lecturas de Hobbes y Rousseau en torno al
concepto de soberanía, el componente mítico es difícil de deslastrar, tal
concepto está vinculado, o bien a la divinidad de Dios o al principio
fundante del Pueblo, sujeto abstracto y absolutizado que pareciera absorber
toda individualidad.
Por consiguiente, entre el carácter totalizador del
concepto pueblo y la violencia ilimitada del Estado son condiciones que hacen
potencialmente emerger un poder absoluto, cuestión que fue profundizada por el
teórico Carl Schmitt[7]. Pero que el filósofo Giorgio Agambe[8] reflexionó en torno a la
vulnerabilidad de la vida, y por tanto la individualidad, ante el permanente
estado de excepción que supone el concepto de soberanía nacional. Pero que con
anterioridad, desde la perspectiva liberal ya había sido abordado la propensión
violenta del Estado hacia la totalización, siendo problematizado desde la idea
del mal, en donde el idealismo alemán mostró una aporte importante.
Teniendo en cuento los componentes que comprende el mito
de la soberanía nacional, se desprende otro mito, más vinculado a los proyectos
revolucionarios socialistas y comunistas, por no decir, más populistas. Y
estamos refiriendo al mito de la soberanía popular. Y precisamente al
estar vinculado a todo el plexo simbólico de la revolución es que este último
mito tiene su especificidad.
Ciertamente, la idea de soberanía prioriza la seguridad,
haciéndolo hasta tal punto que lo hace ser el principal negocio del Estado, por
no decir su mayor estafa, ya que hace de la salus populi (salvación
del pueblo) el garante simbólico de la preservación y renovación de la
revolución, dando apertura a un Estado totalitario, condición propiciada por la
conjugación del mito del “salvador nacional”. De allí que la soberanía popular
no solo busque el resguardo colectivo, sino la autogestión, incentivando así el
aislacionismo de un país para instituir la dictadura revolucionaria, siendo
“quizá la única posibilidad que se le ofrece a la revolución de sobrevivir sin
oponerse a sí misma en su naturaleza.” [9]
Así también el mito del “salvador nacional” permite una
constante actualización del mito de la soberanía popular al manifestar una
redención ante la búsqueda de un nuevo ideal de libertad, tal como supone la
dictadura del proletariado que pretende alcanzar una sociedad sin clases. Ello
implica asumir concepciones mesiánicas y milenarista de la política que le da
entrada al fanatismo mediante la elaboración de toda una doctrina de “salvación
pública”. Tal mecanismo simbólico le ha permitido al régimen de Maduro en
Venezuela para aprovecharse de los bloqueos a individuos del gobierno chavista,
asociando tal acción como un ataque a la “soberanía del pueblo”. De esta manera
el mito de la soberanía popular puede lograr encubrir la corrupción y el robo
que hace la clase gobernante revolucionaria.
Al contar con un sector civil fanático, el mito de la
soberanía popular permite contar con contingente de reserva armado ajeno a la
institucionalidad policial y militar, de allí que la autogestión implique la
autoprotección, lo que permite a los colectivos y milicianos tener su razón de
ser dentro del sistema de poder chavista. Una fuerza de ataque ilegal que
pretende eximir al Estado de toda transgresión de los derechos. No obstante, la
intervención directa del Estado para ejercer tales abusos también se lo permite
el mito de la soberanía popular, ya que le tolera invocar enemigos imaginarios
que le permite el propio concepto de pueblo. Un concepto que permite
institucionalizar al enemigo, y ello le permitió al filósofo Heinz Dieterich el
siguiente acto de posicionamiento para desprestigiar a la empresa
privada: “Los planes de inversión de la empresa, al igual que los presupuestos
del Estado, están fuera de la soberanía del pueblo.”[10]
Con la idea de autogestión y autoprotección que fomenta
el mito de la soberanía popular, termina siendo el medio en el que el Estado
revolucionario logra totalizarse en la cotidianidad de los individuos. Porque
le permite al gobierno revolucionario fomentar formas de organizaciones
económicas, políticas y sociales que sirven de base para instituir todo un
mecanismo de vigilancia, en donde el fiel adepto a la revolución hasta los
administradores del terror del régimen interactúa para regular cualquier “desviación”
de la revolución.
De este modo es que el Estado comunal venezolano ha
logrado tomar forma totalitaria al utilizar todos sus instrumentos de control
de la pobreza para erigirse como absoluto. Desde las misiones, las cajas del
CLAP y el carnet de la patria, son más que mecanismos de chantaje político,
también suponen herramientas de control y vigilancia de la revolución
bolivariana.
Delegar este trabajo a los sectores sociales más
vulnerables en Venezuela fue una estrategia exitosa del chavismo, porque con
ello, primero el difunto Hugo Chávez, y luego Nicolás Maduro, hicieron sentir a
las personas ser parte de algo importante. Esto resultó sumamente significativo
para las personas que se sintieron desplazadas por tanto tiempo, de allí que el
chavismo afianzar fieles adeptos al sembrar el odio ante un régimen democrático
que “relegó” a los pobres.
Este ideal de la autodefensa y la autoprotección es una
concepción pervertida de la seguridad nacional que generó la articulación de
los mitos del “salvador nacional” y el de la soberanía popular, que en suman
forman parte de la versión ideologizada del “contrato social”, en donde deja a
merced toda individualidad ante la fuerza coactiva de la comunidad.
Para no hacer extenuante la lectura quisiera cerrar con
una reflexión. El éxito del chavismo no fue lograr manipular la pobreza, ni
extenderla para acrecentar el poder de la clase gobernante revolucionaria, sino
su mayor éxito fue humillar reiteradamente a los venezolanos hasta el punto de
hacerlos miserables. Para ello habría que considerar la distinción que hizo el
escritor F. Dostoievski entre pobreza y miseria:
…la pobreza no es una deshonra, he aquí una verdad.
Asimismo sé que la embriaguez no es una virtud, lo cual es todavía más cierto.
Pero la miseria, señor mío, la miseria, si es una deshonra. En la pobreza aún
se conserva la nobleza de los sentimientos innatos: en la miseria jamás la
conserva nadie. Por la miseria nos apartan de la compañía humana, no ya a
palos, sino barriendo con una escoba, para que sea más humillante; y es justo,
pues en la indigencia yo soy el primero dispuesto a afrentarme a mí mismo.[11]
Por consiguiente, hay que tener presente que el mito de
la soberanía popular no solamente fomenta el despliegue sistemático del
empobrecimiento de gran parte de la sociedad, sino como a partir de ese
empobrecimiento logra hacer más dependientes a los individuos del Estado. Hasta
hacerlo totalmente miserables, arrebatando lo más preciado de la vitalidad
humana, su futuro.
Referencias
[1] Thomas
Hobbes: Leviatán o la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y
civil. Formato epub. Lector Calibre. [Editor digital: Pepotem2]. 2013. 7,1
/ 672
[3] Alberto
Benegas Lynch (h): “Nacionalismo: Cultura de la incultura”. En Estudios
Públicos, núm. 67, 1997. p. (1).
[4] Jesús
Mosterin: “El mito de la soberanía nacional”. En El País, 2 de mayo de
1991. Versión digital en:
[6] I.
Kant, Dm Meiaphysik der Sitien. Cita extraída en Denis L.
Rosenfield: Del mal. Ensayo para introducir en filosofía el concepto de
mal. México: Fondo de Cultura Económica: 1993. p. 89.
[7] Carl
Schmitt: El Leviathan en la teoría del Estado en Tomás Hobbes. Argentina:
Struhart & Cía, s/f.
[8] Giorgio
Agamben: Homo Sacer. El poder soberano y la nuda vida. España-Valencia:
Pre-texto, 1998.
[10] Dieterich,
Heinz. Socialismo del Siglo XXI. (p. 40)
http://gaiaxxi.trota-mundos.com/socialismo.pdf
Ideas en Libertad
17 de Enero del 2020
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