jueves, 16 de enero de 2020

La naturaleza y el entorno en el pensamiento. - Carlos Eduardo Maldonado

 
I

Es indudable que los seres humanos piensan y viven en correspondencia directa con el entorno en el que nacen y viven. Es algo sobre lo cual la ciencia en general ya ha aportado pruebas suficientes. Desde la antropología hasta la arqueología, desde la sociología hasta la economía, incluso la biología y la etología. Quisiera aquí aportar dos demostraciones adicionales, esta vez desde la filosofía.


Las tres religiones monoteístas de Occidente nacen en la región árida y semi-árida del oriente medio. Los judíos, en la historia que va desde Canaán hasta Judea, hacen lo suyo. Los cristianos conocen lo suyo desde Nazareth en adelante. Y los musulmanes se proyectan igualmente desde la Meca y Medina.

Lugares difíciles para la vida y la supervivencia, en el que literalmente se debe luchar contra la naturaleza y los elementos o aprovecharlos al máximo y en el que la economía sitúa, no sin razones, la prelación del lado humano, y mira a la naturaleza y al medioambiente como medio para beneficio de los seres humanos. Entornos inhóspitos aquellos.
No sin la filosofía griega y las artes y cultura griegas y romanas, la civilización occidental ha sido fuertemente delineada principalmente por las tres religiones, fuertemente monoteístas y patriarcales.
Históricamente, la civilización occidental ya alcanza algo más de los 2500 años de existencia. Marcada por sus orígenes, a saber: la confluencia entre Jerusalén, Grecia y Roma.
Una situación perfectamente distinta sucede, notablemente, en los pueblos precolombinos, en particular los Mayas y Aztecas, los Incas y los Muiscas. Civilizaciones de bastante más de cinco millones de años.

Los pueblos precolombinos vivieron y crecieron en medio de una inmensa biodiversidad. (Incluida la catástrofe de los Mayas por la sequía del agua). Pueblos que conviven con el jaguar y las aves, con los ríos y los mares, con peces, las junglas y sus misterios.
La consecuencia no puede ser menos sorprendente. Ninguno de los pueblos y culturas precolombinos supo jamás del monoteísmo. Fueron pueblos en los que varios dioses convivían, y en el que incluso el régimen patriarcal no era–en modo alguno- del tipo de las tres religiones monoteístas.

El entorno termina filtrándose de muchas maneras en nuestras vidas y pensamiento, incluso, en numerosas ocasiones, sin saberlo plenamente. Pensamos y vivimos, al cabo, en función de la naturaleza, y en la forma como el entorno natural esculpe nuestras vidas y las ideas y creencias.

De esta forma, mientras que Occidente sitúa al ser humano por encima de la naturaleza y a ésta como un medio para beneficio o satisfacción de los deseos y las necesidades de aquel, en Nuestra América los seres humanos fueron siempre uno sólo con la naturaleza misma y con el entorno, y jamás se conocieron las jerarquías hombre-naturaleza, hasta la llegada de los advenedizos españoles.

La unidad con la naturaleza fue la consecuencia necesaria de la observación, el estudio y el convivio con ella. Y siempre se supo de la importancia de escuchar a la naturaleza y actuar conforme a ella. Algo que Occidente jamás conoció, ni por su ciencia, ni su religión ni su filosofía. Ella, la civilización “superior” por excelencia.
La historia y la ciencia, la filosofía y la religión occidentales se han caracterizado, sempiternamente, por la escisión hombre-naturaleza y por situar a ésta en una escala inferior con respecto a aquel. El resto es historia conocida, hasta las crisis sistémicas y sistemáticas que vivimos como consecuencia de aquellos estilos de pensamiento y vida.
El mito fundacional de Occidente fue el del reduccionismo y el determinismo. Y como colofón, la creencia en la necesidad de sistemas jerárquicos en toda la extensión de la palabra. Reducción de la diversidad y la multiplicidad a lo uno, único e indiviso. Y la creencia en que el origen de los fenómenos y la línea de tiempo que desde el origen lleva hasta el presente, en cada caso, determina la historia subsiguiente y el futuro.

A este estilo de pensamiento le caracterizó siempre que pequeñas causas tienen pequeñas consecuencias y que grandes causas tienen efectos igualmente grandes. No en vano, se introdujo, por varios recovecos, la creencia en causas inmaculadas. Eso: la causalidad como la creencia fundamental de la humanidad occidental.

El contraste con las culturas precolombinas no puede ser más notable. Desde los onas y los guaraníes hasta los wuayús, los bari y los piapoko; desde los incas y los muiscas, hasta los mexicas y los olmecas, por ejemplo. Con una observación fundamental.

Ha quedado demostrado que hubo frecuentes viajes y comunicaciones, comercio, enseñanzas y aprendizajes entre nuestros pueblos precolombinos, antes de la llegada de los españoles. Fue la historia de la Conquista y la Colonia primero, y luego la instauración de los estados nacionales la que nos ha hecho creer que los precolombinos son pueblos separados o asilados, indiferentes y ajenos unos a otros. Un error craso en historia, antropología y arqueología por decir lo menos.

La cultura ha sido siempre un fenómeno vivo, y ha sido la función de los mitos explicar lo que se quiere o se necesita explicar. Para ello existen los mitos; y si no, pues se crean mitos nuevos o se adaptan algunos de los viejos.

Un investigador tan serio sobre la civilización –K. Clark- ha dicho que Occidente es, de todas, la civilización que más se ha caracterizado por aprender. Ello cuando se omite, desde la literatura, voces como la de Ionesco sobre la historia: “la mejor enseñanza de la historia es que nunca aprendemos de ella”. El padre del teatro del absurdo.

II

Ahora, si cabe, quisiéramos llamar la atención hacia la segunda demostración. Vivimos en correspondencia directa con la naturaleza y el entorno. Ello, cuando la cultura no se superpone y nos hace creer que las ideas y las creencias son la realidad misma. O que las palabras se permutan por las cosas mismas.

Es la naturaleza la que, en lo más fundamental, moldea nuestras emociones y hábitos, nuestras creencias e ideas, en fin, nuestras esperanzas y temores. La naturaleza palpita ctónicamente, y actúa, como enseñaban Heráclito y Nietzsche, de manera velada y como con pasos de paloma.

Es tan sólo al caer la noche de la civilización occidental cuando diversas escuelas comienzan a reflexionar sobre la impronta de la naturaleza sobre la cultura, en toda la extensión de la palabra. Unos científicos –específicamente chilenos- nos enseñan que las raíces del conocimiento se encuentran en la biología. Un autor prestigioso de la Escuela de Palo Altoenseña que existe entre la mente y la naturaleza una “pauta que conecta”. Algún filósofo de la mente se pregunta cómo es pensar como un murciélago, y varios más se cuestionan cómo es pensar como los ríos o la lluvia. Por ejemplo.También un biólogo teórico importante concibe la autoorganización del universo y la materia, ulteriormente, como el reconocimiento de que dios es la naturaleza misma; acaso un dejo de panteísmo.

Con una salvedad importante. Nada de lo anterior implica el animismo – el cual, por lo demás, no tiene nada malo, y tiene una tradición que se remonta hasta la noche de los tiempos, para emplear la conocida expresión de Th. Mann.

A Occidente le ha encantado etiquetar las cosas y clasificarlas. Y con ellas, entonces en establecer jerarquías entre ellas. De lo cual hace una burla Borges en el Libro de los seres imaginarios (Manual de zoología fantástica) a lo que los espíritus serios de las ciencia y la filosofía se aproximan cuando Foucault le hace eco en alguna de sus obras.

La literatura es tan real como la física, y la poesía no lo es menos que la química, por ejemplo. Muchos hemos sufrido con Raskolnikov, y varios hemos sentido las tribulaciones de Madame Bovary. Muchos hemos acompañado en cada una de sus experiencias al General en su Laberinto, y todos hemos sabido cómo la ciudad de Santa Teresa donde viven Pelletier, Morini Espinoza y la Norton no es menos real que la urbe en que vivimos. Y así los ejemplos se multiplican a lo largo y lo ancho de la geografía y la historia.

Aunque hay ocasiones –todas ellas lamentables- cuando no vemos las cosas, sino a las palabras que las nombran, y creemos resolver los problemas mismos como problemas del lenguaje. Es entonces cuando reconocemos la función doctrinaria que consciente o inconscientemente ha tenido la educación en la acepción más larga, y cuando ella ha alcanzado en todas las sociedades una importancia estratégica.

Los conflictos entre culturas no se resuelven con más elementos culturales. Se resuelven por medio de la biología y la ecología. La biología propia y el entorno y los recursos naturales que tenemos. Al fin y al cabo el fundamento de toda la economía en cualquier acepción de la palabra es la comida. Y la comida nos remite siempre, ulteriormente, a la naturaleza.
Pensamos con nuestro cuerpo, y nadie piensa sin su experiencia corporal entera. Pensamos con los elementos disponibles, los que conocemos y cómo nos relacionamos con ellos, y no es sin la naturaleza que creemos lo que creemos. La biología y la naturaleza son, al fin y al cabo, dos expresiones de una misma moneda. La biología es la experiencia más inmediata y directa que tenemos de la naturaleza. Y ello es tanto mejor cuanto más escuchamos a nuestro propio cuerpo.

El medioambiente es un concepto esencialmente indeterminado. Y así, pensar el medioambiente consiste, literalmente, en indeterminar las cosas todas. El medioambiente no tiene fronteras rígidas y sólidas, y los límites entre lo biótico y lo abiótico son difusos, permeables y móviles constantemente.

Desde luego que podemos nombrar al medioambiente de manera física. Y sus tres niveles nos remiten a las esferas de lo lito, lo hidro y lo atmos.Pero la vida es una sola con cada una de ellas, y los sistemas vivos moldean el entorno al cual se adaptan y hacen, finalmente, del planeta, su propio hogar. En otras palabras, los sistemas vivos transforman la materia, la energía y la información en dos cosas: en más vida y en entorno, mundo y naturaleza. Sin lugar a dudas, el más apasionante de todos los procesos y dinámicas en el universo.
Y es entonces sobre y con la naturaleza que los sistemas vivos actúan, la mayoría tienen emociones, y algunos se dicen que tienen ideas y conceptos. La madre naturaleza: en unos casos la Pachamama, y en otros Tlazocamati Tonantzin. Lanaturaleza y la biología, reconocidas por los pueblos precolombinos como la madre misma. Jamás como el Padre. 

Sin olvidar que en todas las culturas la noción de la Madre ha significado siempre la comprensión y la aceptación, el amor y el entendimiento, el diálogo y el apaciguamiento.
Porque en la auténtica sabiduría de los pueblos, no hay feudos ni confines entre las diversas formas del conocimiento;todas se entrelazan y aprenden recíprocamente, la lírica y el drama, la cosmología y las cosmogonías, la ciencia y la filosofía, la experimentación y las artes y artesanías. Y todas ellas, en su tejido, coinciden en la necesidad de escuchar a la naturaleza y guiarnos por ella.

Sólo que la naturaleza no es únicamente el entorno, y en numerosas ocasiones ni siquiera se agota en el planeta, con los diferentes nombres que adquiere. En su sentido más profundo, la filiación con la naturaleza remite a los límites del cosmos mismo, y según las diversas escalas, procesos y tiempos que, en cada cultura, se le reconocen.

En fin, muy sencillamente, escuchar a la naturaleza es cualquier cosa menos ambientalismo, y con seguridad no se reduce a los cuidados, temas y preocupaciones en torno al planeta.

III

Demostrar. Contra la historia del empirismo y el positivismo y sus variantes, vale recordar que una demostración en sana ciencia –y filosofía- no tiene necesariamente que ver con verificación y contrastación con la experiencia, y al cabo, mucho menos, con falseación. Eso sucede tan sólo en el caso de la física y de las ciencias que son a la manera de la física.
La lógica en general –la lógica formal clásica tanto como, a fortiori, las lógicas no-clásicas-, enseña que es posible hacer demostraciones mediante razonamientos y la construcción de conceptos. Mediante la sintaxis, la semántica, la metodología y la propia construcción lógica. Y una demostración lógica vale tanto (¿o más?) que una demostración empírica o experimental.

El trabajo con argumentos, y ulteriormente, reconocer que la ciencia no es, social y culturalmente, otra cosa que un (buen) relato. El científico como el filósofo es un contador de cosas. Un narrador, un cronista, un novelista o un cuentista. Saber narrar las cosas ha sido la experiencia más fundamental del convivio humano. Ello en contra de las especializaciones e hiperespecializaciones del conocimiento. Lo cual ha conducido a la humanidad occidental a saber mucho de pocas cosas, perdiendo siempre la capacidad de síntesis y la visión de conjunto.

La lógica es simplemente una manera de decirnos cómo hilar nuestros argumentos y cómo hacer de los relatos historias verosímiles. Por ejemplo, sin contradicciones; por ejemplo, polivalentes; por ejemplo difusas.

Ayer nos sentábamos en las noches, alrededor del fuego a escuchar las historias, verídicas o ficticias de nuestros mayores. Hoy hacemos lo mismo, en el día, en salones de aula y seminarios, o de noche alrededor de los medios de comunicación y las redes sociales.

Saber narrar historias es tan importante como saber escucharlas y poder distinguir las buenas historias de aquellas que tan sólo lo aparentan. Y de todas las historias, aquella que remite a la madre, a la naturaleza, al cuerpo – y a todas sus formas de expresión y de sabiduría.

Critica. CL



16 de Enero del 2020 

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