La
historia muestra que la batalla contra la corrupción no se puede ganar, pero
una instancia independiente debe controlar los desmanes y la ciudadanía
censurarlos.
“YA
SÉ QUE HAY BRIBONES POR PRINCIPIO ASÍ COMO POR PRÁCTICA, QUE PIENSAN QUE TODA
HONRADEZ Y TODA RELIGIÓN SON PURO ENGAÑO, Y QUE HAN DECIDIDO HACER CUANTO LES
PERMITA LA FUERZA O LA ASTUCIA EN SU PROPIO BENEFICIO”
Cuenta
el padre Feijóo (y a mí me lo transmite mi amigo César Pérez Gracia) que, cuando Tomás Moro era canciller de Inglaterra, un
acaudalado ciudadano le llevó a casa dos magníficas jarras de plata
maciza con la intención de sobornarle. Moro hizo que
se las devolvieran llenas de un exquisito vino de su bodega, junto con un
amable mensaje en que decía que, cuando se lo bebiera, volviese a traérselas
para surtirle de nuevo, porque ya podía comprobar que su Borgoña merecía la
pena…
La
anécdota no sólo demuestra que el santo varón unía a la firmeza de la virtud la
sutileza de la ironía (lo cual no sorprenderá a los lectores de Utopía),
sino también que los intentos de corromper a los cargos públicos no son una
novedad de nuestro tiempo. Porque es evidente que tampoco entonces los
cancilleres respondían con tanta rectitud a las tentaciones: por ejemplo el
gran Francis Bacon, en un caso semejante, parece que se portó peor…
Entre los corruptos están aquellos para quienes
aprovecharse de todo, por poco que sea, es casi una ley moral, como la de Kant
pero al revés
La corrupción consiste en aprovechar la preeminencia
social que otorga un cargo público en beneficio propio —personal
o partidista— en lugar de en servicio de la comunidad. Y no parece exagerado
decir que ese desvío es tan antiguo como la existencia misma de jerarquías y
privilegios en las agrupaciones humanas (de las sociedades de abejas y hormigas
no digo nada, pero quizá examinadas muy de cerca —es decir, individuo por
individuo, si es que podemos hablar así— puedan darnos alguna sorpresa).
Un
testimonio tan antiguo como ambiguo de prácticas corruptas lo encontramos en el
evangelio de san Lucas (16: 1-15), donde Jesús cuenta a un público formado por
sus discípulos y también algunos fariseos la parábola del mayordomo infiel.
Este sujeto, sabiendo que su amo iba a despedirle por algunas fechorías, se
apresura a ponerse en contacto con varios deudores y a rebajarles
fraudulentamente la cuenta de lo que debían al amo. Así se garantizaba su
benevolencia para cuando perdiese el trabajo. Lo curioso es que esta astucia le
gana la admiración del propio amo y también al parecer la de Cristo: “Y yo os
digo: ganad amigos por medio de las riquezas injustas, para que cuando éstas os
falten os reciban en las moradas eternas”. Porque resulta que “los hijos de
este siglo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de la
luz”.
Los
expertos interpretan de maneras un tanto retorcidas esta lección tan chocante
pero para mí, y sin querer ser irreverente, Jesucristo no tuvo su mejor día. Es
disculpable, porque en estos tejemanejes contables no hay Dios que se aclare.
Los
autores clásicos de sátiras, como Juvenal y Horacio, analizaron
críticamente la extensión de la corrupción en la sociedad romana. En
particular Juvenal señala un aspecto que hoy nos interesa especialmente: la
falta de sentido de lo común, del bien público, “entre aquellos a los que la
fortuna favorece en más alto grado”. Es decir, quienes por obtener más
beneficios de las convenciones y principios sociales deberían ser sus más
celosos guardianes.
Si
los que más provecho sacan del pacto de confianza mutua en que se basa nuestra
convivencia son los más dispuestos a traicionarlo…, ¿qué podremos pedir a
quienes cargan con la parte más gravosa de esas obligaciones? Por eso santo
Tomás, lector de Séneca, estableció que corruptio optimi pessima, lo peor de todo es que se corrompan los mejores, los
más destacados.
A
partir de esas consideraciones, el conde de Shaftesbury comenta con noble
generosidad la necesidad de conservar un sentido de lo común que nos preserve
de ese exceso de individualismo egoísta que evidentemente debía ser tan
frecuente entre las clases altas en su época como en la nuestra… o en la de
Juvenal. Shaftesbury apela al amor propio bien entendido para rechazar las
bajas tentaciones corruptoras: “Quien desee gozar de libertad de mente y ser
auténtico poseedor de sí mismo debe sobreponerse al pensamiento de rebajarse y
no aceptar vilezas”.
Hay
quien lo quiere todo, aunque en ese “todo” quepan deseos contradictorios:
pretende tener arrojo, decencia, rectitud de carácter, el respeto merecido de
los demás… y además carecer de escrúpulos a la hora de obrar en
los negocios públicos. Es como esos niños ávidos por comerse el
pastel pero que reclaman a la vez poder conservarlo. A Shaftesbury le parece
mala señal que algunos pidan razones para portarse honradamente cuando están en
posición de abusar. “Y ¿qué gano yo obrando rectamente?”, preguntan
(Wittgenstein decía que a cada “debes hacer esto o lo otro” de la moral siempre
se puede reaccionar con un “¿y qué pasará si no lo hago”?).
“A
los hombres que empiezan a meditar sobre la falta de honradez”, escribe
Shaftesbury, “descubren que no les repugna y preguntan con maña por qué
tendrían que resistirse a ser deshonrados si ello les supusiera una hermosa
suma, habría que decirles lo mismo que a los niños: que no pueden comerse el
pastel y conservarlo” (en Carta sobre el entusiasmo & Sensus Communis,editorial
Acantilado, en excelente traducción de Eduardo Gil Bera). No es nada seguro que
esta reprimenda baste para frenar los impulsos torcidos de almas menos limpias
que las del admirable conde…
Las
motivaciones de los corruptos para legitimar a sus propios ojos las fechorías
que cometen deben abarcar un amplio registro. En primer lugar, desde luego, van
aquellos para quienes aprovecharse de todo lo que les lucra, por poco que sea,
es casi una ley moral, como las de Kant pero al revés. Luego están los que
creen que prestan servicios tan destacados a la comunidad que se lo merecen
todo y más: estoy convencido de que en la banda de los Pujol, sobre
todo en la rama matriarcal, prevalece ese sentimiento de “¿qué sería Cataluña
sin nosotros? Sólo cogemos lo que nos corresponde…”. Y hay otros que han nacido
para el embrollo y la tropelía, para los que la deslealtad es un mórbido placer
aunque arriesguen más de lo que pueden obtener: en una palabra, que “pagarían
por venderse”, como dijo Flaubert.
Por
supuesto muchos de los más críticos con la corrupción no se indignan por
integridad, sino por deshonestidad contrariada: no perdonan a los corruptos
haberse aprovechado de una ocasión que a ellos no se les ha ofrecido. Entre los
que van a la puerta de los tribunales a chillar contra los encausados hay
algunos personalmente perjudicados, sin duda, pero creo que la mayoría van como
maletillas olvidados, a pedir una oportunidad…
La
batalla contra la corrupción, que nunca puede ser ganada del todo como
demuestra la historia, no es propiamente un proyecto político sino una medida
higiénica para favorecer los que se emprenden. Como los lazos amistosos o
familiares dentro de cada grupo institucional, ideológico o religioso falsean
el autocontrol por bienintencionado que sea, hace falta una instancia independiente y exterior con
amplios poderes y suficientes medios para ejercer su vigilancia.Pero
sobre todo se necesita un verdadero compromiso de los ciudadanos contra esa
lacra, no ocasionales rabietas frente a tal o cual abuso.
Me
parece sorprendente que haya quien abomine de la política, que es necesaria,
por culpa de los corruptos, pero que nadie pierda por ese motivo la afición al
fútbol, a pesar de que está cien veces más corrupto que la política
y no pasa de ser un mero entretenimiento…
Pío
Baroja, que tenía sobre este tema una opinión tan ácida como sobre los demás
(decía que la única diferencia entre conservadores y liberales es que los
primeros se llevaban mucho de una vez y los otros poco de muchas…), cuenta en
Juventud, egolatría esta anécdota: en su vejez, nombraron a don José de
Echegaray ministro de Hacienda. Ante un periodista que fue a entrevistarle,
reconoció que no tenía ni idea de lo que debía hacer. Al final del encuentro,
el periodista se despidió de él diciendo que se cuidase, porque el edificio era
muy fresco. Y Echegaray contestó: “Para fresco, yo”.
FERNANDO SAVATER
El país
G miradas multiples
16 de Enero del 2020
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