Mientras el cambio climático se convierte en una
preocupación global, los partidos de extrema derecha comienzan a incorporar la
política verde a su visión etnonacionalista.
El ala juvenil de Alternativa por Alemania (AfD) con sede
en Berlín está furiosa. Durante los días previos a las elecciones europeas que
tuvieron lugar el 29 de mayo de este año, una contienda en la que el cambio
climático fue la mayor preocupación de muchos votantes, los líderes del
advenedizo partido alemán habían redoblado la apuesta en su postura negacionista.
El partido creció en forma moderada y obtuvo 10,8% de los votos, pero tuvo un
mal papel en comparación con la arremetida que colocó en segundo lugar al
Partido Verde, con más de 20%. En una carta abierta a los líderes del partido, el presidente de
Alternativa Joven de Berlín, David Eckert, instó a los dirigentes a «evitar la
declaración, difícil de entender, de que la humanidad no influye sobre el
clima», advirtiendo que el partido corre el riesgo de alejarse de
los votantes más jóvenes y que los temas climáticos movilizan «a más gente de
la que pensábamos».
Tienen razón en preocuparse. Tres grandes noticias han
estado al tope de los titulares sobre las elecciones europeas: la de una
extrema derecha fortalecida aunque no totalmente triunfante, la de un centro
debilitado y la de la ola de apoyo a los Verdes europeos, que se quedaron con
algo más de 9% de las bancas del Parlamento Europeo. En este momento estas
fuerzas se contrarrestan mutuamente. Si bien son heterogéneos en el ámbito
nacional y tienen un historial variado en las coaliciones gobernantes, los
Verdes prometen a grandes rasgos rechazar la xenofobia de la derecha y bajar
las emisiones trabajando en forma conjunta con los Estados miembros. Dejando de
lado los partidos, los europeos que están preocupados por la crisis climática
tienden a ser progresistas que no negocian con el nacionalismo reaccionario.
Pero puede que este no sea el caso para siempre, como lo espera la juventud de
AfD.
En Estados Unidos la prueba decisiva para medir dónde
está parado un político respecto del cambio climático ha sido engañosamente simple
y por completo apolítica: ¿cree usted o no en el cambio climático? Considerando
la amplitud y la escala de los cambios demandados, es una vara peligrosamente
baja. El panorama fuera de Estados Unidos –donde la negación del cambio
climático es relativamente poco común– es más complicado. Con unas pocas
excepciones, los negacionistas absolutos estilo Donald Trump no tienen mucho
poder fuera de Estados Unidos. Gran Bretaña ha albergado a muchos negacionistas
dentro y fuera del gobierno, pero incluso los gobiernos conservadores han
apoyado la reducción de las emisiones, al menos de la boca para afuera, del
mismo modo que casi toda la golpeada centroderecha europea.
Hasta ahora, los partidos europeos de extrema derecha
tendieron a cuestionar la ciencia del clima, cuando siquiera la mencionan, como
un ejemplo más de pensamiento de grupo cosmopolita. Pero algunos han empezado a
aceptar el hecho de que el clima ocupa la mente de los votantes europeos. El
partido francés Agrupación Nacional (Rassemblement National, RN) –que hace poco
se rebautizó bajo el liderazgo de Marine Le Pen– hizo pública una plataforma política sobre cambio climático antes de la
elección europea. «Las fronteras son el mayor aliado del medio ambiente»,
afirmó en abril el portavoz de RN, Jordan Bardella, de 23 años, en
declaraciones a un diario de derecha. «A través de ellas salvaremos el
planeta». La misma Le Pen ha sostenido que la preocupación por el clima es
esencialmente nacionalista. A los que son «nómadas», dijo, «no les importa el
ambiente; no tienen patria».
Entre los cerebros de confianza de Le Pen se encuentra el
ensayista Hervé Juvin, quien en los últimos meses ha afirmado que «la principal amenaza que enfrentamos hoy
proviene del colapso de nuestro medio ambiente» y exhortó a convertir el tema
en un punto central de la política europea. El análisis de Juvin tiene un giro
antineoliberal. Durante un extenso discurso en Moldavia en 2016, nombró al economista
húngaro Karl Polanyi –un pilar del pensamiento socialdemócrata– y señaló el
final tanto de la sociedad de mercado como de «los sistemas neoliberales que
conocemos», denunciando la codicia y la globalización. Al igual que Le Pen,
exigió un localismo nacionalista y un retornode los bienes comunes para «el
pueblo de las Naciones Europeas», al que llama el «pueblo nativo, en nuestra
tierra, en nuestros países, con nuestras tradiciones, nuestra fe, nuestros
bienes comunes por los que luchamos tantas veces y por los que todavía somos capaces
de luchar”, y el resto puede irse al demonio.
Entre los cerebros de confianza de Le Pen se encuentra el
ensayista Hervé Juvin, quien en los últimos meses ha afirmado que «la principal amenaza que enfrentamos hoy
proviene del colapso de nuestro medio ambiente» y exhortó a convertir el tema
en un punto central de la política europea. El análisis de Juvin tiene un giro
antineoliberal.
Juvin llamó a la creación de una «Alianza por la Vida»
para “unir a las Naciones Europeas por la supervivencia», para afirmar que
«Europa es la tierra de los europeos» y (entre otras cosas) buscar un «comercio
sin aranceles» solo con aquellos países que se han comprometido a alcanzar un
nivel cero de emisiones netas. No es difícil ver por qué Le Pen y Juvin se
llevan bien. El RN y su predecesor, el Frente Nacional, abogaron durante mucho
tiempo por un fuerte Estado benefactor, en la medida en que se defina
estrictamente dentro de límites nacionalistas y, con frecuencia, abiertamente
etnonacionalistas.
Esta lógica excluyente también ha infectado a algunos
partidos de centroizquierda. En Dinamarca, el cambio climático está al tope en
el pensamiento de los votantes, justo por encima de otro tema prioritario: la
inmigración. Los Socialdemócratas Daneses –que compitieron contra el Partido
del Pueblo, de extrema derecha, en las últimas elecciones– adoptaron una
especie de xenofobia con matices ambientalistas y prometen un «futuro
sustentable» junto con restricciones inmigratorias más duras. Mette
Frederiksen, carismática líder partidaria de 41 años, que se convirtió en
primera ministra tras el triunfo electoral, adoptó el año pasado una legislación que endurecía las reglas referidas a los
«guetos» oficiales, que albergan mayoritariamente a migrantes musulmanes, lo
que incluye sentencias más duras por los delitos cometidos en esos lugares.
Frederiksen conectó su postura sobre la inmigración con el cambio climático:
«Dinamarca y el mundo enfrentan una situación verdaderamente difícil. Una
situación nueva. Cifras récord de refugiados están en movimiento», escribió el 27 de mayo pasado. «El cambio climático
obligará a más gente a reubicarse. Y a eso hay que sumarle la expectativa de
que la población de África se duplique hacia el año 2050».
La izquierda también está hablando
sobre el cambio
climático, pero por fortuna en términos menos lúgubres que los Socialdemócratas
Daneses. Los demás partidos socialistas y socialdemócratas del continente son
hoy más verdes que en el pasado. El Partido Laborista británico y el gobernante
Partido Socialista Obrero Español (PSOE) han adoptado su propia versión del
Nuevo Pacto Verde, un marco también impulsado en las elecciones europeas por el
Movimiento Democracia en Europa 2025 (DiEM25).
En España, la centroizquierda se
desplazó hacia la izquierda y tuvo éxito en las elecciones nacionales y
europeas recientes uniendo una visión progresista en sentido amplio con planes
de descarbonización. Los diversos partidos de izquierda de Francia ofrecieron
sólidos planes de lucha contra el cambio climático, pero esos esfuerzos no
bastaron para convencer a los votantes, que aparentemente votaron a los Verdes
siempre que concurrieron a votar basados en sus inquietudes por el clima.
Cuando no desapareció por completo, la vieja izquierda productivista –que
impulsa una expansión industrial basada en el carbón– perdió ciertamente algo
de su encanto.
Es una suerte que los jóvenes, en los lugares donde los
Verdes crecieron –Reino Unido, Alemania y Francia–, no sean un grupo en general
reaccionario. Pero creció el apoyo a los partidos de extrema derecha entre
los millennials y la Generación Z en aquellos países donde esta ha
hecho un esfuerzo por atraer a las generaciones más jóvenes. El Partido de la
Libertad de Austria (FPÖ, por su sigla en alemán), de extrema derecha, es la
elección más popular entre los votantes de menos de 30. Le Pen hizo avances
entre los millennials este año, y el apoyo entre los votantes jóvenes
para el también xenófobo partido italiano La Liga se ha más que triplicado
desde 2013.
Varios de esos partidos enviarán millennials a ejercer
cargos en el Parlamento Europeo, y líderes jóvenes como Jordan Bardella y el
belga de 32 años Tom Van Grieken inyectan sangre nueva en una renaciente
derecha dura que hasta ahora ha asumido una posición mayormente ambivalente
sobre el clima. A medida que el cambio climático aparezca como un tema
prioritario en todo el continente, más partidos podrían seguir la huella de RN
y ofrecer su propia visión sobre cómo manejar la amenaza climática. En
Alemania, la rama juvenil de AfD en Berlín propuso que la agrupación nacional
apoyara una política de hijo único en los países en vías de desarrollo para
«contrarrestar uno de los problemas más grandes del cambio climático, la
superpoblación».
Las últimas elecciones al Parlamento Europeo tuvieron
menos importancia para el propio espacio comunitario que para las elecciones
nacionales futuras, en particular tras los apabullantes triunfos de la derecha
en India y Australia, donde los partidos se basaron en buena medida en sus
visiones contrapuestassobre la cuestión climática. Al
requerir reglas rigurosas y una considerable inversión estatal, es difícil
armonizar cualquier plan honesto para la descarbonización con dogmáticas
recetas mágicas neoliberales basadas en un Estado mínimo y la destreza para la
planificación omnisciente de la mano invisible del mercado. Sin embargo, muchos
populistas de derecha no son neoliberales en sentido estricto.
En algunos casos
adoptan redes de seguridad fuertes y políticas comerciales proteccionistas, con
la promesa de defender los Estados de bienestar para los europeos blancos
contra los extranjeros acechantes. No es que los partidos de extrema derecha de
Europa tengan planes sólidos o remotamente adecuados para alcanzar la meta de
cero emisiones netas en los plazos que la ciencia demanda. Pero aquellos que
han considerado la crisis climática tienen al menos un programa para ofrecer:
protección contra los daños del colapso climático para los europeos blancos. La
derecha racista trafica miedo, y el aumento de las temperaturas ofrece mucho
que temer.
Mientras los impactos climáticos continúan en incremento,
no hay razón para creer que un foco internacional en el tema se prestará en
forma automática a una política progresista o siquiera a una política
democrática con «d» minúscula. Además del desplazamiento de jóvenes a la
derecha, las débiles proyecciones para la izquierda en toda Europa (el Grupo
Confederal de la Izquierda Unitaria/Izquierda Verde Nórdica, GUE-NGL, cayó a
5%) deberían sembrar algunas dudas sobre la idea de que la próxima generación
esté inevitablemente formada por bisoños simpatizantes de izquierda.
Los Verdes
han capitalizado por ahora la inquietud por el clima –y el impulso surgido de
manifestaciones masivas como las de Fridays for Future o Extinction Rebellion–,
aunque históricamente han encontrado su base entre los votantes de clase media
con conciencia ecológica y se han mantenido en silencio sobre temas económicos
más tradicionales (suelen ser ridiculizados por la izquierda como neoliberales
con granjas eólicas debido a su rol en coaliciones gobernantes). Un voto por
los Verdes es un voto por la acción climática y un voto contra la derecha, pero
esos votos podrían migrar a otro lugar si eso no se materializa.
Como escribió el director de política de DiEM25, David Adler,
para The Nation, “hay una batalla en Europa por determinar quién reclamará
el clima como territorio propio, y los Verdes están ganando”. Pero el fracaso
en el cumplimiento de la promesa transformadora de un Nuevo Pacto Verde “podría
alienar a grandes franjas del electorado del movimiento más amplio en favor del
clima, del mismo modo en que el fracaso en oponerse a la austeridad fue la
perdición para los socialdemócratas de Europa”.
Que los Verdes hayan aparentemente silenciado a la ola de
extrema derecha es motivo de esperanza, pero el hecho de que la extrema derecha
mantenga una representación saludable amenaza con consolidarlos como un rasgo
establecido en el paisaje político europeo. Sin importar en qué medida adopten
la retórica del cambio climático, ningún país gobernado por la extrema derecha
va a descarbonizar con la rapidez que la situación demanda, si lo hace, y es
posible que sabotee el tipo de cooperación necesaria para enfrentar el problema
a escala. Lo que es igualmente preocupante es que el calentamiento de cerca de
1° Celsius que experimentaremos según las proyecciones podría materializarse en
un mundo en el cual la extrema derecha tiene influencia, ya sea directa o
indirectamente, cuando gobiernos de centro nerviosos adoptan políticas
xenófobas y excluyentes en un intento de evitar perder terreno electoral.
El horror del cambio climático no está en la violencia
intrínseca de los huracanes o las olas de calor, sino en la forma en que las
sociedades eligen abordarlos y prepararse para ellos. Las demandas de un Nuevo
Pacto Verde prometen no solo bajar las emisiones tan pronto como sea posible,
sino reescribir el contrato social que regulará cómo responderemos al cambio
climático. ¿Les aseguraremos a los desplazados por el aumento del nivel de los
océanos el disfrute de una calidad de vida digna, o los expulsaremos cuando
lleguen a nuestras fronteras? Mientras el cambio climático impulsa lo que
probablemente será la mayor migración masiva en la historia de la humanidad,
¿pondremos en práctica definiciones cruelmente estrictas de quién pertenece y
quién no, o construiremos una sociedad lo suficientemente fuerte como para dar
la bienvenida a los recién llegados con los brazos abiertos y con servicios
públicos generosos?
La crisis climática es el cimiento sobre el que se
construirá la política del siglo XXI. Proclamar que uno cree en la ciencia que
está detrás de ella –una frase que todavía utilizan para cosechar aplausos
muchos demócratas estadounidenses– no tiene más peso retórico que sostener con
orgullo y actitud desafiante que uno cree en la gravedad. La derecha xenófoba
está comenzando a entender la oportunidad que la crisis representa para ellos y
el poderoso capital político que encierra la promesa de evitar el fin del
mundo.
Traducción: María Alejandra Cucchi
Nuso. Org
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