En 1989, mientras caía el Muro de Berlín, movimientos
ciudadanos disidentes de la República Democrática Alemana (RDA) lucharon por la
preservación de los archivos de la Seguridad del Estado (Stasi) frente al
régimen y, después, por el acceso ciudadano a la información ante la
resistencia del Gobierno federal de la Alemania unificada.
El 9 de noviembre de 1989 los habitantes de la República
Democrática Alemana (RDA) recuperaron la libertad. Ese día, el poco más de
millón de residentes de Berlín Oriental pudo, entre incrédulo y eufórico,
cruzar la barrera de hormigón, alambradas, fosas y torres de vigilancia de más
de 160 kilómetros que durante 28 años –casi una generación– había dividido los
sectores occidentales y oriental de la ciudad. Ciudadanos de pie, sin otras
armas que sus cuerpos y sus voces, franquearon el «muro de la vergüenza» (Schandmauer)
–como lo había llamado el canciller federal Willy Brandt–poniendo fin al
conflicto que durante casi medio siglo había mantenido en vilo a buena parte
del mundo. De allí en más los cambios se sucedieron de manera vertiginosa e
inesperada: elecciones libres, derrumbe del régimen comunista, unión de las dos
Alemanias, ampliación hacia el este de la Organización del Tratado del
Atlántico Norte (OTAN). Todo en apenas un año y con el beneplácito de la Unión
Soviética.
Alemania tuvo, al fin, su revolución. Después de las
«oportunidades perdidas» de 1848 y 1918, en 1989 los alemanes ingresaron a las
grandes ligas, ese grupo selecto de países –aquellos con los cuales gustan
compararse– cuyo nacimiento como naciones modernas estaba indisolublemente asociado
a revoluciones vernáculas que trascendieron sus fronteras: Gran Bretaña (1688),
Estados Unidos (1776), Francia (1789) y Rusia (1917).
Además de constituir un cambio en la estructura social y
las relaciones de poder las revoluciones también pueden entenderse como el acto
de reapropiación de un bien o derecho percibido como injustamente arrebatado.
Es desde esta perspectiva que quiero proponer una reflexión sobre el «momento
1989» centrada no en la «caída» del muro sino en la cuestión del control ciudadano
de los archivos de la represión estatal y su impacto en el proceso de
transición democrática de la década de 1990. El debate sobre qué hacer con los
documentos de los organismos de seguridad dio a los movimientos de disidentes
un lugar protagónico que en parte compensó su pérdida de peso tras la caída del
muro. Asimismo, hizo mucho por mantener viva la discusión sobre el significado
de la dictadura comunista y su legado para la nueva era democrática.
Activismo cívico
El 4 de diciembre de 1989, alertados por las columnas de
humo provenientes del Ministerio de Seguridad del Estado (Stasi), activistas de
distintas organizaciones de disidentes de la ciudad de Erfurt ocuparon las
instalaciones del organismo y lograron así detener la quema de documentos. En los
días siguientes acciones similares se extendieron por toda la RDA. El 15 de
enero un centenar de personas tomó el complejo de edificios ubicado en el
barrio de Berlín-Lichtenberg, sede del cuartel general del servicio de
seguridad, y frenaron la destrucción de documentos, tarea a la que los
funcionarios se empeñaron con celo burocrático desde el momento en que se hizo
evidente el fin próximo de la dictadura del Partido Socialista Unificado (SED,
por sus siglas en alemán).
Estos episodios constituyen uno de los triunfos más
importantes de los movimientos de ciudadanos que tuvieron un rol decisivo en el
derrumbe del régimen comunista. La decisión de tomar el control de las
instalaciones del Ministerio de Seguridad, la cara mas temida y odiada
delsistema, permitió preservar las pruebas físicas que documentaban la
estructura y funcionamiento de un inmenso e insidioso sistema de vigilancia y
represión.
¿Qué hacer con los archivos de la represión?
En diciembre de 1989 los comités cívicos decidieron tomar
el control de todas las oficinas del Ministerio de Seguridad del Estado con el
objetivo de desmantelar la institución –a pesar de la caída del Muro la Stasi
seguía en pie– y resguardar sus archivos. La iniciativa estaba en concordancia
con las propuestas presentadas por los movimientos de disidentes que
participaron en las negociaciones de la Mesa Redonda con el gobierno de Hans
Modrow. Allí se acordó, entre otras cosas, la creación de un memorial y centro
de investigación sobre la dictadura comunista, y la conservación de los
archivos de la seguridad estatal a fin de resguardar el libre acceso a la
información y el procesamiento de funcionarios involucrados en la represión.
El desorden y confusión que siguieron a la súbita
apertura de la frontera en Berlín demoraron, no obstante, varias semanas la
ocupación de las oficinas centrales de la Stasi, lo que dio a sus empleados
tiempo suficiente para destruir una importante cantidad de documentos físicos.
Una idea aproximada e incompleta de la magnitud de la destrucción la dan las
más de 15.000 sacas postales con documentos triturados (hasta la fecha lograron
reconstituirse más de 30 millones de páginas). En un intento desesperado por
deshacerse de pruebas comprometedoras, el 26 de febrero de 1990, pocos días
antes de la realización de las primeras y únicas elecciones democráticas de la
RDA (18 de marzo), el Consejo de Ministros resolvió destruir los archivos
electrónicos de la seguridad estatal, material que al parecer se ha perdido por
completo.
Los funcionarios comunistas no eran los únicos
preocupados por las consecuencias de las acciones emprendidas por los
movimientos de ciudadanos. Algunos temían que el acceso irrestricto a datos
confidenciales desatase una «caza de brujas» que agudizaría las divisiones
dentro de la sociedad germano-oriental. Helmut Kohl, Lothar de Maizière, el
pastor y futuro Ministro de Defensa y Desarme Rainer Eppelmann, y los ministros
del Interior Peter Michael Diestel y Wolfgang Schäuble, entre muchos otros, se
opusieron a la apertura de los archivos. A otros les preocupaba que las
víctimas de espionaje o chantaje fuesen expuestas al escrutinio público,
sometiéndolas a una nueva violación de su privacidad. Tampoco faltaron aquellos
que temían que documentos sensibles terminasen en manos de los servicios de
inteligencia extranjeros, como de hecho ocurrió (en los días que siguieron a la
ocupación de la oficinas de la Stasi, la Central de Inteligencia Americana
(CIA) logró adquirir una cantidad indeterminada de documentos). Estas reservas
quedaron reflejadas en una resolución adoptada en mayo de 1990 por el nuevo
gobierno de la RDA, dominado por la Unión Demócrata Cristiana (CDU), la cual
establecía un plazo de 110 años para la desclasificación de los archivos de la
Stasi.
La Volkskammer, sin embargo, era de otro parecer. A
fines de agosto el nuevo Parlamento de la RDA votó una ley que ratificaba las
medidas propuestas por los comités cívicos y designó a uno de sus miembros, el
pastor protestante y activista del Foro Nuevo de Rostock, Joachim Gauck,
responsable de la custodia de los archivos. Pese a ello los gobiernos CDU de
Bonn (Kohl) y Berlín (De Mazière) se mantuvieron intransigentes, postura que se
vio reflejada en el anteproyecto del Tratado de Unidad. En él se estipulaba que
los documentos de la Stasi serían transferidos al Archivo Federal (Bundesarchiv)
en Coblenza, lo que significaba una demora de 30 años para la consulta de
documentos públicos y 75 años para los que contenían información que afectaba
el derecho a la privacidad (así lo establece la Ley Federal de Archivos de
1969).
La reacción de la sociedad no se hizo esperar y a
principios de septiembre los comités cívicos volvieron a ocupar las oficinas de
la Stasi y realizaron una huelga de hambre para exigir el
cumplimiento de la ley votada por la Volkskammer. La nueva ola de
movilizaciones logró su objetivo. El 18 de septiembre se agregó al Tratado de
Unidad una cláusula en la cual se encargaba al futuro parlamento de la Alemania
reunificada la redacción de una ley basada en la que había sido votada por
la Volkskammer. Tras la reunificación el 3 de octubre de 1990 Gauck fue
designado Comisionado Especial –luego Federal– para los Archivos de los
Servicios de Seguridad de la ex-RDA (Bundesbeauftragte für die Unterlagen des
Staatssicherheitsdienstes der ehemaligen Deutschen Demokratischen Republik).
Los objetivos y funcionamiento del nuevo organismo quedaron definidos
formalmente por una ley sancionada por el nuevo parlamento el 20 de diciembre
de 1991, mejor conocida como Ley de Archivos de la Stasi (Stasi-Unterlagen
Gesetz). Tras la gestión de Gauck (1990-2000) el Comisionado fue dirigido por
los activistas ecologistas Marianne Birthler (2000-2010) y Roland Jahn
(2010-2019).
Un balance
La ley establecía que pasados los 30 años de la caída del
Muro de Berlín el Comisionado Federal finalizaría sus funciones y los
documentos bajo su custodia serían transferidos al Archivo Federal. Ese plazo
se cumple el 9 de noviembre de 2019. ¿Qué balance puede hacerse?
El Comisionado Federal debía cumplir tres objetivos: (1)
garantizar la libertad de información facilitando a los damnificados el acceso
a los documentos; (2) resguardar el derecho a la privacidad de las víctimas;
(3) promover la investigación sobre la dictadura comunista. Pese a las demandas
de «dar vuelta la página» y «dejar el pasado atrás» el organismo dirigido por
Gauck gozó del respaldo político y popular suficiente para llevar adelante su
misión. Los tres objetivos arriba enunciados permitieron asumir el pasado
poniendo el foco en el derecho a la verdad. En el caso particular de las
víctimas, se trataba de saber hasta dónde había llegado la Stasi en su obsesión
panóptica por inmiscuirse en la «vida de los otros». Los damnificados podían
acceder a los documentos que contuvieran información sobre su persona e incluso
conocer la identidad de funcionarios e informantes de la Stasi. Esta
oportunidad no fue desaprovechada: hasta 2015 el Comisionado Federal había
recibido unos siete millones de solicitudes para la consulta de legajos
personales.
Los archivos también tuvieron un rol importante en la
re-estructuración de la administración local en los cinco estados de la ex-RDA.
Sus bases de datos facilitaron el trabajo de los organismos encargados de
examinar los antecedentes de los funcionarios públicos –las Comisiones de
Evaluación (Überprüfungskommissionen)– a fin de separar de sus cargos aquellos
cuyo pasado o perfil se consideraron incompatibles con los valores de la
Alemania reunificada. Este aspecto siempre había estado presente en las
demandas de las organizaciones de disidentes. Para ellos el significado
político de «asumir el pasado» (politische Aufarbeitung) significaba el derecho
de examinar a todos funcionarios públicos, incluyendo los cargos electivos,
para determinar si habían trabajado para el Ministerio de Seguridad del Estado,
ya fuese como empleados permanentes o informantes. Este aspecto político y
judicial del trabajo realizado por el Comisionado Federal se tradujo en 1,7 millones
de solicitudes de verificación de antecedentes, 40.000 funcionarios separados
de sus cargos y 17.000 procesos judiciales. Además de conflictiva, esta
política se reveló difícil de llevar a cabo, entre otras razones, por su
implementación altamente descentralizada, la imposibilidad de licenciamientos
masivos de funcionarios y la poca predisposición del gobierno federal a
involucrarse en estos asuntos (las Comisiones de Evaluación estaban integradas
por ciudadanos de la ex-RDA).
A las críticas de que todo eso no era mas que un ajuste
de cuentas, Gauck respondió señalando que «si luego de más de cincuenta y cinco
años de dictadura nazi y comunista, se esperaba que los ciudadanos depositasen
su confianza en los funcionarios electos del nuevo sistema democrático, era
importante que esos funcionarios fueran confiables». La intención, advertía el
Comisionado Federal, no era remover de sus cargos a todos los ex-comunistas
sino «responder a la demanda mínima del pueblo germano-oriental de que las
personas que hubiesen conspirado con el régimen sin el conocimiento de sus
conciudadanos fuesen inhabilitadas para ocupar cargos públicos».
En un nivel más general, el derecho a saber apuntaba a
derribar el muro de secreto que había hecho de los organismos de seguridad un
poder omnipresente e inescrutable. Lo que revelaron los archivos superó algunas
de las estimaciones más fantasiosas. A fines de la década de 1980 el Ministerio
de Seguridad del Estado empleaba unos 90.000 funcionarios de planta –en la
jerga burocrática, Offizielle Mitarbeiter–, entre vigilancia,
investigación, control postal e intervención telefónica. A estos se agregaba un
número que oscila entre 170.000 y 190.000 «informantes» –Inoffizielle
Mitarbeiter–.
Si se toma como base solo a los funcionarios de planta, y
teniendo en cuenta que la población de la RDA era de algo más de 16 millones,
la cifra arriba indicada equivale a un funcionario cada 180 habitantes. Si se
agregan los «informantes» la proporción se eleva a 1 cada 60, y si se computan
además las personas que mantenían contactos ocasionales con los servicios de
seguridad –Kontaktpersonen– la relación es de 1 cada 6,5. La comparación con
organismos de seguridad de otras dictaduras da una idea más concreta del
carácter excepcional de la RDA como sociedad vigilada: en el caso de la
Gestapo, la cifra es de un 1 funcionario cada 2.000 personas, en el de la KGB
estalinista, 1 cada 600.
En un sentido, la reunificación de 1990 representó una
derrota para las expectativas de esa minoría activa de disidentes de la RDA que
albergaban la posibilidad de una reforma democrática del Estado socialista
alemán. La debacle económica y la bancarrota ideológica y moral de la dictadura
del SED enterró esa opción y allanó el camino para lo que, a todos los fines
prácticos, se trató de una anexión legitimada por el voto popular. Sin embargo,
la velocidad y alcance de los cambios, y el lugar privilegiado que la caída del
muro de Berlín se ganó como símbolo de lo que Vaclav Havel llamó «el poder de
los sin poder», no nos ha permitido apreciar el alcance y significado uno de
los logros mas importantes de quienes impulsaron el proyecto fallido de
democratizar el socialismo realmente existente: construir la democracia desde
un activismo cívico en el cual la revolución es concebida como la reapropiación
del saber alojado en los archivos, como un acto de empoderamiento fundado en el
imperativo de verdad y el derecho irrenunciable a conocer el pasado.
Nuso. org
17 de Noviembre del 2019
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