Durante 40 años, las
élites en países ricos y pobres prometieron que las políticas neoliberales
conducirían a un crecimiento económico más rápido, y que los beneficios se
reducirían para que todos, incluidos los más pobres, estuvieran mejor. Ahora
que la evidencia está disponible, ¿es de extrañar que la confianza en las
élites y la confianza en la democracia se hayan desplomado?.
Al final de la Guerra
Fría, el politólogo Francis Fukuyama escribió un famoso ensayo titulado «¿El
fin de la historia?», donde sostuvo que el derrumbe del comunismo eliminaría el
último obstáculo que separaba al mundo de su destino de democracia liberal y
economía de mercado. Muchos estuvieron de acuerdo.
Hoy, ante una retirada
del orden mundial liberal basado en reglas, con autócratas y demagogos al mando
de países que albergan mucho más de la mitad de la población mundial, la idea
de Fukuyama parece anticuada e ingenua. Pero esa idea aportó sustento a la
doctrina económica neoliberal que prevaleció los últimos cuarenta años.
Hoy la credibilidad de
la fe neoliberal en la total desregulación de mercados como forma más segura de
alcanzar la prosperidad compartida está en terapia intensiva, y por buenos
motivos. La pérdida simultánea de confianza en el neoliberalismo y en la
democracia no es coincidencia o mera correlación: el neoliberalismo lleva
cuarenta años debilitando la democracia.
La forma de
globalización prescrita por el neoliberalismo dejó a individuos y a sociedades
enteras incapacitados de controlar una parte importante de su propio destino,
como Dani Rodrik (de Harvard) explicó con mucha claridad, y como yo
sostengo en mis libros recientes Globalization and Its Discontents Revisited y People, Power, and Profits. Los efectos de la liberalización
de los mercados de capitales fueron particularmente odiosos: bastaba que el
candidato con ventaja en una elección presidencial de un país emergente no
fuera del agrado de Wall Street para que los bancos sacaran el dinero del país.
Los votantes tenían entonces que elegir entre ceder a Wall Street o enfrentar
una dura crisis financiera. Parecía que Wall Street tenía más poder político
que la ciudadanía.
Incluso en los países
ricos, se decía a los ciudadanos: «no es posible aplicar las políticas que
ustedes quieren» (llámense protección social adecuada, salarios dignos,
tributación progresiva o un sistema financiero bien regulado) «porque el país
perderá competitividad, habrá destrucción de empleos y ustedes sufrirán».
En todos los países
(ricos o pobres) las élites prometieron que las políticas neoliberales
llevarían a más crecimiento económico, y que los beneficios se derramarían de
modo que todos, incluidos los más pobres, estarían mejor que antes. Pero hasta
que eso sucediera, los trabajadores debían conformarse con salarios más bajos,
y todos los ciudadanos tendrían que aceptar recortes en importantes programas estatales.
Las élites aseguraron
que sus promesas se basaban en modelos económicos científicos y en la
«investigación basada en la evidencia». Pues bien, cuarenta años después, las
cifras están a la vista: el crecimiento se desaceleró, y sus frutos fueron a
parar en su gran mayoría a unos pocos en la cima de la pirámide. Con salarios
estancados y bolsas en alza, los ingresos y la riqueza fluyeron hacia arriba,
en vez de derramarse hacia abajo.
¿A quién se le ocurre
que la contención salarial (para conseguir o mantener competitividad) y la
reducción de programas públicos pueden contribuir a una mejora de los niveles
de vida? Los ciudadanos sienten que se les vendió humo. Tienen derecho a
sentirse estafados.
Estamos experimentando
las consecuencias políticas de este enorme engaño: desconfianza en las élites,
en la «ciencia» económica en la que se basó el neoliberalismo y en el sistema
político corrompido por el dinero que hizo todo esto posible.
La realidad es que pese
a su nombre, la era del neoliberalismo no tuvo nada de liberal. Impuso una
ortodoxia intelectual con guardianes totalmente intolerantes del disenso. A los
economistas de ideas heterodoxas se los trató como a herejes dignos de ser
evitados o, en el mejor de los casos, relegados a unas pocas instituciones
aisladas. El neoliberalismo se pareció muy poco a la «sociedad abierta» que
defendió Karl Popper.
Como recalcó George Soros, Popper era consciente de que la sociedad es un
sistema complejo y cambiante en el que cuanto más aprendemos, más influye
nuestro conocimiento en la conducta del sistema.
La intolerancia alcanzó su
máxima expresión en macroeconomía, donde los modelos
predominantes descartaban
toda posibilidad de una crisis como la que experimentamos en 2008. Cuando lo
imposible sucedió, se lo trató como a un rayo en cielo despejado, un suceso
totalmente improbable que ningún modelo podía haber previsto. Incluso hoy, los
defensores de estas teorías se niegan a aceptar que su creencia en la
autorregulación de los mercados y su desestimación de las externalidades cual
inexistentes o insignificantes llevaron a la desregulación que fue un factor
fundamental de la crisis. La teoría sobrevive, con intentos tolemaicos de
adecuarla a los hechos, lo cual prueba cuán cierto es aquello de que cuando las
malas ideas se arraigan, no mueren fácilmente.
Si no bastó la crisis
financiera de 2008 para darnos cuenta de que la desregulación de los mercados
no funciona, debería bastarnos la crisis climática: el neoliberalismo provocará
literalmente el fin de la civilización. Pero también está claro que los
demagogos que quieren que demos la espalda a la ciencia y a la tolerancia sólo
empeorarán las cosas.
La única salida, el
único modo de salvar el planeta y la civilización, es un renacimiento de la
historia. Debemos revivir la Ilustración y volver a comprometernos con honrar
sus valores de libertad, respeto al conocimiento y democracia.
Projetc
Nuso. Org
17 de Noviembre del 2019
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