CIUDAD DE MÉXICO — Ante las recientes protestas que han
sacudido a Chile, surgió con rapidez una corriente de pronunciamiento público a
favor de las libertades y en contra de la represión. Varios escritores e
intelectuales sumaron sus voces, en las redes sociales y a través de remitidos,
para exigir que los militares no ocuparan las calles. Fue un mensaje de alerta
dirigido directamente al gobierno de Sebastián Piñera, la activación de una
vigilancia internacional en contra de cualquier intento de ejercicio de fuerza
por parte del poder.
Este tipo de respuesta inmediata es excelente y
necesaria, pero, también, destapa de manera involuntaria algunas preguntas:
¿por qué, ante otros acontecimientos similares en nuestro continente, no hubo
la misma instantánea reacción? ¿Es acaso distinta la violencia que puede
ejercer el gobierno de Chile a la violencia que han ejercido, en estos mismos
años, los gobiernos de Venezuela o de Nicaragua?
Es llamativo que entre
nosotros siga funcionando la idea de la izquierda y de la derecha como
doctrinas absolutas, como argumentos tajantes capaces de condenar o de
legitimar indistintamente un mismo hecho.
En una Latinoamérica cada vez más diversa y complicada,
hay también una polarización creciente, empeñada en que el antagonismo entre la
izquierda y la derecha sea una ecuación mágico-religiosa. Creo que este
funcionamiento se debe a que, precisamente, han ido perdiendo su condición de
ideologías. Su contenido esencial es la emoción. Se desarrollan como
identidades afectivas, sin posibilidad de discernimiento. Existen para luchar
contra el mal. Y así terminan desfigurándose. Pierden incluso su capacidad
narrativa. Solo son melodramas.
Sostiene Rafael Rojas que la Guerra Fría sigue siendo una
“reserva simbólica inagotable” en la América Latina del siglo XXI. Pero —como
también señala asertivamente el académico cubano— estos “imaginarios” adquieren
formas cada vez más simples. La polarización ha ido reduciendo cualquier debate
a la mínima dimensión de un espectáculo. El absurdo de Jair Bolsonaro, quien
decide no felicitar al presidente electo de Argentina, Alberto Fernández, y
desconoce así a la democracia legítima de un país, es tan patético como el
cinismo de Nicolás Maduro, quien después de haber ordenado y dirigido una
represión salvaje en contra del pueblo venezolano, denuncia la violación de los
derechos humanos de los ciudadanos manifiestan en Chile. Ninguno de los dos
encarna o expresa modelos políticos en pugna sino, por el contrario, ambos
representan la perversión y la mediocridad de un proceso histórico que se ha
quedado sin política.
A medida que las democracias de la región se vuelven cada
vez más precarias, y que sus posibles escenarios de solución parecen cada vez
más lejanos, el debate parece también ser cada vez más esquemático y emocional.
La fórmula es simple y opera con la misma ciega eficacia en ambos bandos. Basta
con invocar la pobreza y acusar al imperialismo estadounidense. Basta con
invocar la libertad y acusar al castrocomunismo. A partir de la aceptación de
estos presupuestos, no se requiere discernir más. Lo único que hace falta es
fervor.
De pronto, comenzamos a ser una versión trágica del
Superagente 86, aquella serie icónica creada por Mel Brooks que se burlaba de
los estereotipos de la Guerra Fría. Pensar que el Grupo de Puebla —un grupo de
líderes latinoamericanos de izquierda— es una eficiente mafia dedicada a la
conspiración internacional y que el expresidente colombiano Álvaro Uribe es un
paladín de las libertades puede ser cómodo, pero, sin duda, reduce la crisis
actual a los estereotipos maniqueos de la Guerra Fría. No da cuenta de toda la
enorme complejidad de nuestras realidades.
Y por supuesto que en esta enorme complejidad están
también todos estos elementos. Está el imperialismo estadounidense y está
también la eterna práctica expansionista y parasitaria de la Revolución cubana.
Pero no son los únicos ejes que ordenan lo que sucede en el continente. No son
los dogmas irrebatibles con los que solamente se puede analizar y entender lo
que está ocurriendo. Menos aún en su versión más pobre, en el melodrama que
exige creer que a la historia solo la mueven los villanos desgraciados o los
héroes bondadosos. Esta simplificación general de la forma de mirar y de pensar
lo real es otro síntoma más de nuestra fragilidad: ciudadanías sin
discernimiento. Convidadas a ver y a vivir el poder como un asunto sentimental.
No deja de ser paradójico que todo esto, encima, siga
teniendo la pretensión de ser un enfrentamiento ideológico. La propuesta de que
estamos, nuevamente, en medio de la lucha entre dos modelos antagónicos solo es
un ejercicio de distracción, una maniobra teatral para la supervivencia de
algunas élites. El caso de Odebrecht —la constructora brasileña que pagó
sobornos a decenas de gobiernos por todo el continente— debería ser suficiente
para deshacer ese espejismo. Dice Martín Caparrós que “la corrupción es una
ideología”. Es más que una actividad aislada y eventual. Responde a un plan
articulado, a una noción de la política y de la riqueza. Supone una propia
concepción del mundo y de la relación con los demás. En el fondo, detrás de la
polarización, detrás de la efusión de revoluciones y contrarrevoluciones,
Odebrecht es realmente el último gran proyecto ideológico de Latinoamérica. Un
programa continental que convirtió la mordida en una definición más
determinante que el socialismo o el neoliberarismo.
New York Times
Digalo ahi digital
17 de Noviembre del 2019
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