La novia de Lammermoor, pintura del artista Henry Gillard
Glindoni, que ilustra una escena de la novela homónima de Walter Scott
Este texto del poeta cubano precursor del romanticismo en
América Latina fue publicado en 1832 en el periódico Miscelánea, órgano
que el propio escritor fundó y mantuvo en México entre 1829 y 1832. Se trata de
un trabajo pionero donde valora los alcances del género literario que por
aquellos años ya se perfilaba como uno de los más importantes para la expresión
de la sensibilidad y los avatares del hombre occidental.
I
La vida de las naciones fue al principio heroica y
mitológica. Cuando se formaba la sociedad estaban presentes siempre los dioses
a aquellas imaginaciones ardientes y crédulas, y la intervención de seres
sobrenaturales debió mezclarse a las narraciones de los hechos sublimes y de
las hazañas realizadas por los hombres. La epopeya de Homero es la novela de la
antigüedad. El hombre ayudado por una industria naciente, y en lucha con la
naturaleza, aún no tenía en sus fuerzas bastante confianza para ser el héroe de
sus propias narraciones. Minerva, Apolo, Venus, protegían su debilidad, y
presidían al campo de batalla, a los palacios de los reyes, y al altar de los
sacrificios. Las costumbres, las pasiones, los vicios de los hombres pendían de
la voluntad omnipotente de los dioses. Si un mortal aparecía superior a los
otros en valor o en virtud, al punto dejaba de ser hombre, y la admiración y
credulidad le alzaban el cielo.
Nació la sociedad política: y la novela no pudo aparecer
en Grecia y en Roma. Absorbiólo todo la vida civil. Nadie fue en particular ni
orador, ni poeta, ni jurisconsulto, ni sofista, ni general; todos eran
ciudadanos. La casa fue el asilo de las necesidades más vulgares de la vida; y
el fórum o el ágora eran la verdadera habitación de todo ciudadano en Roma o
Atenas. La existencia de las mujeres, sin brillo ni esplendor, se limitaba a
los afanes domésticos y a la educación primera de los niños. Mientras más
sencillez o grandeza tenía este modo de considerar la civilización, más se
alejaba de la que debía producir la novela. La pintura de las costumbres
privadas habría parecido pueril en un tiempo en que sólo se conocían costumbres
públicas.
La imaginación de los poetas produjo ficciones épicas, cuyos actores
eran los dioses y semidioses, y jamás pensó en elegir por asunto particular y
exclusivo las penas y goces del hombre, sus placeres domésticos, ni menos la
observación delicada del movimiento de sus pasiones, que desaparecía en la
grande agitación de los ánimos y de los negocios. Sin embargo, los progresos
del lujo fueron extinguiendo poco a poco el ardor patriótico que animaba la
sociedad, y se anunció la novela, cuando empezaba a desaparecer la vida civil
de las sociedades antiguas. Los asiáticos, en sus fábulas milesias, cuentan las
aventuras de amantes infelices, ya separados, ya reunidos por la suerte.
Petronio, que parece haber escrito en tiempo de los Antoninos y no bajo el
azote de Nerón, se divierte bosquejando las escenas de una vida torpe y
disoluta con la ingenuidad del vicio y la elegancia de un cortesano.
El
platónico Apuleyo, en una alegría mezclada con narraciones de las costumbres
populares, y cuyo fondo pertenece a los griegos, se burla de los hechiceros y
sacerdotes gentiles. Cuando florecía Licurgo, tronaba Demóstenes, y atendía
Roma a la elocuencia de Cicerón, ¿quién habría puesto cuidado en esas ficciones
ingeniosas? Los primeros ensayos de la novela sólo pudieron interesar cuando ya
los pueblos, al ver destruida su existencia social, abandonaron la causa de la
libertad y de la patria, y huyeron de la opresión al seno de las familias
La novela fue, por decirlo así, el resultado postrero de
la civilización. El cristianismo alteró la suerte de las mujeres, y restableció
la igualdad entre ellas y los hombres, que las habían tenido en servidumbre
doméstica. La pasión del amor se desarrolló con ímpetu en todas sus formas. A
la noble sencillez y grandeza de las costumbres antiguas siguió una
complicación de intereses, que acabó de embrollar el feudalismo.
Veíase una
mezcla de libertad tiránica, de servidumbre opresora, de platonismo y pasiones
brutales, de crímenes y devociones; un caos que no carecía de alguna grandeza,
y en cuya noche profunda brillaron momentáneamente virtudes esplendidas. El
estudio moral del hombre fue más difícil e interesante, como una materia más
compleja y heterogénea lo es para los experimentos del químico. Cuando se
confundieron aquellos elementos estrafalarios, y la sociedad cobró una base
fija, a fines del siglo XVII, los recuerdos y su influencia modificaron la
literatura. Ya no había patria, ni espíritu nacional, ni interés público; y la
novela verdadera, que describe las flaquezas y pasiones humanas, salió
naturalmente del seno de la sociedad oprimida.
No me detendré en los ensayos informes de los autores
ignorantes y difusos que comentaron las crónicas antiguas del Roldán y Amadís
con tono de alegato. Estaba extinguida la caballería, su memoria conservaba
prestigio, y aquellos novelistas quisieron aprovecharlo. Su imperio efímero
pasó muy pronto, y solamente se recuerdan hoy por la parodia inmortal que
completó su descrédito. La reputación de Don Quijote es europea,
aunque una severa crítica pueda reprender la inoportunidad con que algunos
episodios de poco mérito se hallan zurcidos a la acción principal, y la poca
delicadeza que repugna en algunos pasajes. Tampoco me parece muy noble su
objeto moral, cuya justa censura está bien expresada en los siguientes versos
inéditos de un poeta contemporáneo:
Es Don Quijote el más fatal y triste de los libros, porque a reír nos fuerza, y a burlarnos de la pura virtud. Desde su tiempo cayó la gloria y el poder de España: perdió su juventud el noble orgullo y novelesco ardor que un hemisferio a su centro humilló y en Don Quijote
la decadencia nacional fechamos.
El influjo de las mujeres continuaba extendiéndose, y
ellas crearon la novela de pasiones. Madame de La Fayette fue la primera que
intentó analizar el corazón humano en sus emociones más tiernas, y presentó una
ficción sin otros móviles que las gradaciones y contrastes del amor.
Entonces nació la novela, que tiene por objeto la vida
privada, y sondea los abismos del corazón. Pero luego Le Sage reprodujo en una
ficción a la sociedad entera. Ninguna emoción del alma, ninguna variedad del
amor había evitado las observaciones de las señoras La Fayette y Tencin:
ninguno de los vicios inherentes a las costumbres modernas, ninguna ridiculez
de nuestras sociedades escapó al autor ingenioso de Gil Blas que creó
la novela de costumbres. Este La Fontaine de los novelistas, ingenuo por la
fuerza y franqueza de su talento, variado como la vida humana, instructivo como
la experiencia, fue cual ella a la vez triste y agradable.
II
Los ingleses, que por una singular ventura combinaron el
espíritu nacional y el patriotismo antiguo con la aristocracia que nació del
sistema feudal, tuvieron a la vez costumbres públicas y privadas, combinación
que los antiguos no conocieron. Un clima destemplado y sombrío los obligaba a
recogerse con más frecuencia bajo el techo familiar, y su independencia
inquieta se habría rebelado contra la inquisición audaz que osase violar el
secreto de aquel santuario. Crearon una palabra que expresa todas las delicias
del hogar doméstico, toda la dicha de la propiedad, toda la libertad de acción
que intentaban conservar en su vida privada; y esta palabra es home,
término sin equivalente en las otras lenguas modernas, y que sólo podía ser un
idiotismo particular de aquellos isleños. La novela consagrada a pintar las
costumbres íntimas se desarrolló con rapidez en Inglaterra, y sus autores
fueron excelentes en un género que habrían creado aun cuando las naciones del
continente no hubiesen concebido su idea, y dádoles el primer ejemplo.
Así aparecieron en Inglaterra innumerables cuadros de
costumbres privadas e intimidad doméstica; y cuando Le Sage recopilaba en tres
tomos las lecciones más chistosas y profundas de la experiencia social, los
retratos más vivos de todas las extravagancias de las costumbres modernas,
Richardson, seguro de agradar a sus compatriotas, escribía la historia de una
familia como se escribía entonces la historia universal, sin olvidar pormenor
alguno, ni dispensar al lector la circunstancia más ligera. Verdadero y
minucioso como la naturaleza, incorrecto y difuso como las pasiones, asido, por
decirlo así, de la misma prolijidad de sus narraciones, halló el secreto de
interesar a los que leen desleída en ocho volúmenes la seducción de una
doncella
.
Todos admiran en Richardson una observación sagaz, la
ojeada vasta y variada de un pintor eminente, la imitación exacta de los tonos
más diversos, la fidelidad perfecta de los pormenores, la feliz unidad de los
caracteres, la verdad de todos, la profundidad de algunos de ellos. Él dio a la
novela de costumbres su mayor extensión, aunque no la perfeccionase bajo el
aspecto del gusto, y ninguno ha reproducido con más variedad y exactitud los
pormenores de las costumbres íntimas que constituyen la novela moderna.
Sus admiradores le comparan a Homero; y sin discutir la
justicia de un paralelo tan ambicioso, confesaremos que ha empleado en el poema
épico de las costumbres privadas la prolijidad, la fuerza de espíritu y la
elocuencia natural que distinguen al cantor de los tiempos mitológicos de la
Grecia. Es bien raro que pueda fundarse una especie de comparación entre el
genio poético del bardo antiguo, y el genio observador y eminentemente prosaico
del autor de Clara Harlowe.
Richardson comprendió la necesidad de no dar a sus
novelas la forma de narración y no dejó ver en ellas el novelista. Quería
reproducir a la naturaleza misma, a los caracteres de los hombres, a sus
pasiones reales, a los móviles ocultos de sus pensamientos, y dejó hablar a sus
actores. Cada cual contó su historia, comunicó sus sensaciones, y depuso en
favor o en contra de sí mismo: así entró profundamente en el espíritu de la
novela moderna, y formó un uso nuevo del arte dramático. Cada carta de sus
novelas fue una especie de monólogo, que iniciaba al lector en los secretos más
íntimos de los diversos actores del drama. Lovelace revelaba su depravación; el
amor oculto de Clara se descubría, a pesar de los esfuerzos de su virtud, y la
correspondencia trivial de los agentes subalternos daba a los personajes
principales el grado preciso de aprecio y consideración que Richardson les
había señalado: máquina vasta, cuya concepción prueba su genio, y cuya
ejecución presentaba dificultades casi insuperables.
Los maestros de la escena, en algunas de sus producciones
de primer orden, apenas han llegado a identificarse completamente con el genio
y carácter de las pocas personas que hacen intervenir en sus dramas. El
novelista inglés tenía delante más de sesenta individualidades distintas, todas
con caracteres opuestos, y cada cual debía hablar su lengua propia, sin
confundir jamás sus costumbres, hábitos y tono respectivo. ¿Quién negará un
lugar entre los talentos superiores al hombre que pudo llevar a cabo semejante
empresa?
Lo expuesto acredita que la forma epistolar conviene
esencialmente a la novela. Nacida ésta de la complicación de los intereses
sociales y de la necesidad de ver retratada a la vez la diversidad de los
caracteres humanos y los movimientos ocultos del corazón en la vida privada, se
acerca más a la perfección al paso que es más ingenua. Cuando se nos presenta
el autor, cuando una narración, por verosímil que sea, deja sospechar una
ficción, este carácter de entera verdad se debilita. La novela es el estudio
del hombre social; y tal estudio sólo puede ser profundo y efectivo cuando le
oigamos hablar, o se nos hagan visibles sus acciones.
Fielding, en vez de seguir las huellas de Richardson,
imitó las formas adoptadas por Le Sage. Pintó las masas de la sociedad,
bosquejó caracteres generales, y refirió las aventuras de su héroe con tal
verdad y energía, que debe dársele el segundo lugar después del admirable
pintor de Gil Blas de Santillana.
Al paso que progresaba la civilización, crecía el influjo
de las novelas, y presto fueron la lectura favorita de todas las clases de la
sociedad, marchando a la par con el drama, y tomando todas las formas. Sterne
bosquejó con rasgos estrafalarios las extravagancias del corazón humano;
Voltaire convirtió la novela en sátira y azote de todos los vicios que producen
que producen la superstición y la inmoralidad política; Rousseau, dotado de
genio más austero, la osó elevar a la dignidad de obra filosófica.
Es fácil reconocer en la Nueva Eloísa la mezcla
y fusión de muchas concepciones diversas. Seducido su autor por la variedad
prodigiosa de personajes puestos en acción por Richardson, quiso también que
sus actores expresaran por sí mismos sus emociones y afectos. Puso la escena de
su Julia en una soledad completa, para que sus héroes, libres de las
preocupaciones y hábitos que impone la mansión en las grandes ciudades,
desarrollasen libremente los dogmas audaces de una filosofía nueva, y las
paradojas con cuya extrañeza familiariza el retiro a sus partidarios.
Madame de
La Fayette había pintado las delicadezas del amor entre personas de alto rango;
Rousseau, enemigo de las distinciones sociales, quiso retratar los furores, los
deleites y penas de la misma pasión en jóvenes de nacimiento ordinario, y
separados del gran mundo. Finalmente, así como Richardson formó un espejo de
verdad perfecta en el que se repetían los movimientos más leves de las costumbres
familiares, el autor de Julia, arrastrado siempre por una imaginación a
regiones ideales, quiso crear una familia completamente feliz, y realizar con
la magia de su talento una especie de paraíso terrenal, animado por costumbres
privadas, cuyo hechizo debía consistir en su orden, sencillez y pureza. Si un
talento inmenso no pudo realizar totalmente una creación tan noble, y darle
toda la perfección a que aspiraba, debemos creer que la empresa excedía a las
fuerzas humanas, y que la audacia del filósofo se había propuesto un objeto
colocado más allá de los límites a que pueda alcanzar el genio.
Los recuerdos de la elocuencia, la belleza de la dicción,
el brillo de las paradojas, el talento descriptivo, el ardor de las pasiones y
la fuerza del raciocinio, se reunieron en Rousseau, combinándose con una
energía mental increíble, para disfrazar y hermosear los vicios reales de un
plan en que había querido refundir los resultados de todas sus meditaciones,
los objetos de su entusiasmo, de sus recuerdos, de sus cavilaciones, dudas,
temores y penas. Muy apasionado para ser observador imparcial, no dio a sus
héroes la vida real y el lenguaje propio que Richardson había prestado a los
suyos. Julia y St. Preux, Clara y Lord Eduardo hablaron la lengua de Juan
Jacobo: idioma audaz, brillante, lleno de vehemencia y grandeza, modelo casi
inimitable, pero cuya hermosura oratoria era por sí misma un absurdo, y no
convenía con la forma epistolar escogida por el filósofo.
Éste, al adoptarla, parece haber reservado sobre todo el derecho
de discutir en cartas de controversia filosófica muchos puntos de moral, de
religión, de política. Imitóle madame de Staël. Delfina, primera obra
publicada con el título de novela por esta mujer ilustre, es el desarrollo de
una máxima falsa en nuestro juicio, a saber, que «las mujeres deben someterse a
la opinión y los hombres arrostrarla». En esta obra se advierte más
conocimiento del mundo que en la Nueva Eloísa; pero sus caracteres
son todavía más ficticios, su entusiasmo es menos verdadero, su estilo menos
perfecto y más equívoca su moralidad. Reina en Delfina una creencia
en el imperio ilimitado de las pasiones, una especie de fe en su poder y
nobleza, que pueden producir resultados muy peligrosos. El culto que Delfina y
Leoncio profesan a su propio entusiasmo, su amor, su dignidad, su vehemencia,
son una especie de egoísmo de sensibilidad, cubierto con la máscara de
filosofía; y parece que se arrodillan ante sus mismas pasiones.
La mujer admirable y superior de que tratamos exageró
en Delfina todos los defectos que el autor de Julia había
paliado a fuerza de arte. Despreció como él las ventajas que presenta la
variedad de los caracteres al que escriba novelas epistolares, y en toda la
correspondencia de sus héroes reina igual monotonía de dialéctica apasionada. A
pesar del esplendor y fuerza del genio de Rousseau, y de la móvil energía
mental que caracteriza las producciones de madame de Staël, ambos escritores
han contribuido en nuestro concepto a desacreditar la novela en cartas. Al
empeñarla en un camino errado, la privaron del mérito dramático que produce la
verdad perfecta del lenguaje en los diversos actores. Otros novelistas han
seguido las huellas de Juan Jacobo, e incurrido en el mismo defecto en obras
que han desplegado a veces el más bello talento pero sin sujetarse a las reglas
naturales que Richardson se impuso, y nos parecen esenciales a este género de
composiciones.
Tal es Werther, obra célebre, que Goethe
anciano reprueba como fruto demasiado precoz de una juventud ardiente; y en realidad
sólo es un monólogo distribuido en cartas. Este libro tiene también cierto
objeto filosófico, y es una pintura cruel de la nada de las cosas humanas, de
la vanidad de nuestras pasiones y deseos; es una excusa del suicidio, fundada
en el tedio que pueden inspirar a una alma exaltada las penas de la vida
vulgar, las exigencias de una sociedad formada para el común de los hombres. Al
paso que reconocemos la superioridad del autor, y la fuerza de la elocuencia
metafísica que ha desplegado en su obra, convengamos en que ésta no carece de
peligro, y que Goethe en su vejez prudente ve con justo dolor esta producción
de su talento juvenil. Es demasiado fácil romper los vínculos sociales con el
pretexto de ser superior al vulgo para que no haya algún peligro en sostener
que un hombre puede librarse de todas las trabas, y arrojar de sí la carga de
la vida, más bien que participar en las penas de la existencia social con una
muchedumbre pueril o corrompida.
Madame Krudner imitó a Werther en Valeria. Madame
Cottin y algunas otras inglesas han seguido con más o menos felicidad las
huellas de Richardson, y el autor de las Amistades peligrosas luchó
con él cuerpo a cuerpo. Mas sea cual fuere el talento del pintor de Madame de
Merteuil, no puede hacérsele el honor de compararlo al autor de Lovelance; ni
hay paralelo posible entre dos escritores, cuando uno emplea su talento en
hacer triunfar al vicio, y el otro en hacer amable la virtud.
III
Lo pasado tiene cierto atractivo para la imaginación
humana, y una especie de aureola vaga lo cerca. Las narraciones de otros
tiempos tienen majestad en su movimiento, y su ingenuidad nos agrada. Los
nombres históricos hieren vivamente la fantasía, y la historia se apodera a la
vez de grandes masas y de los pormenores curiosos que proporcionan los
recuerdos de lo pasado. Las memorias y biografías completan lo que tiene que
dejar a un lado la historia de los pueblos, considerados en masa, formando una
lectura llena de instrucción y agrado.
El novelista histórico abandona al historiador todo lo
útil, procura apoderarse de lo que agrada en los recuerdos de la historia, y
desatendiendo las lecciones de lo pasado, sólo aspira a rodearse de su
prestigio. Su objeto es pintar trajes, describir arneses, bosquejar fisonomías
imaginarias, y prestar a héroes verdaderos ciertos movimientos, palabras y
acciones cuya realidad no puede probarse. En vez de elevar la historia a sí, la
abate hasta igualarla con la ficción, forzando a su musa verídica a dar
testimonios engañosos. Género malo en sí mismo, género eminentemente falso, al
que toda la flexibilidad del talento más variado sólo presta un atractivo
frívolo, y del que no tardará en fastidiarse la moda, que hoy lo adopta y
favorece.
Como el objeto de la novela es pintar en pormenor las
costumbres privadas de los hombres, algunos eruditos han creado una especie de
novela empedrada con su saber, en la cual han intentado reproducir las
costumbres de los tiempos anteriores. Y así el Anacarsis de
Barthélemy y el Palacio de Escuaro de Mazois son novelas llenas de
erudición. Pero estos hombres distinguidos sólo emplearon materiales
verdaderos, y sus autoridades son los testimonios irrecusables de los antiguos,
cuyas costumbres nos retratan. Al contrario, cuando madame de Genlis, cansada
ya de enseñar a los niños la química y la física en cuentos, quiso enseñar a
los hombres la historia de los reyes por medio de novelas históricas, la
crítica literaria y aun la sana razón debieron pronunciarse contra las
suposiciones que la novelista quería introducir en el dominio de la historia.
Todas las personas nacionales impugnaron un sistema que trocaba las fisonomías
históricas en figuras de capricho; y como cierta flaqueza de pincel y colorido
perjudicó al buen éxito de sus novelas, aún no se acreditó con ellas el género
de que tratamos.
Presentóse un escritor más distinguido por su erudición
que por su fuerza mental, versado profundamente en las antigüedades de su
patria Escocia, prosador correcto y poeta elegante, dotado de prodigiosa
memoria y del talento de resucitar los recuerdos de lo pasado, falto por otra
parte de filosofía, y que no se embaraza en someter a juicio la moralidad de
los hechos ni la de los hombres. Después de haber publicado poesías brillantes,
aunque en ellas no se revelaba la profundidad o el vigor del genio poético,
ocurrióle redactar en forma de narración los recuerdos de antigüedades que
habían sido objeto de sus estudios. Retrató las costumbres anteriores de un
país que aún hoy es salvaje, y los usos, el dialecto, los paisajes, las
supersticiones de esos descendientes de los antiguos celtas, que conservan
hasta su traje primitivo, asombraron por su rareza. Todos estaban fastidiados
de novelas sentimentales o licenciosas, y creyeron respirar el aire puro y
elástico de las montañas, y ver elevarse los agudos picos del Ben-Lomond entre
los vapores que cubrían los valles.
La languidez de la civilización moderna
encontró en aquellos cuadros sencillos y salvajes un contraste interesante con
su propia flaqueza. Las escenas de Walter Scott convenían con sus personajes:
en vano hubiera querido hacerse verosímil en otro país que en Escocia la
presencia de sus gitanas alojadas en cavernas basálticas, la rusticidad
caballeresca de los campesinos, y su lenguaje siempre poético en su sencillez.
Al ver el inmenso aplauso que acogió las obras del novelista escocés, podría
decirse que las costumbres modernas con su lujo, frivolidad y pequeñez
ambiciosa, tributan homenaje involuntario a la majestad ingenua de las
costumbres salvajes.
Walter Scott no sabe inventar figuras, revestirlas de
celestial belleza, ni comunicarles una vida sobrehumana; en una palabra, le
falta la facultad de crear, que han poseído los grandes poetas. Escribió lo que
le dictaban sus recuerdos, y después de haber ojeado crónicas antiguas, copió de
ellas lo que le pareció curioso y capaz de excitar asombro y maravilla. Para
dar alguna consistencia a sus narraciones, inventó fechas, se apoyó ligeramente
en la historia, y publicó volúmenes.
Como su talento consiste en resucitar a
nuestra vista los pormenores de lo pasado, no quiso tomarse el trabajo de
formar un plan, ni dar un héroe a sus obras; casi todas se reducen a pormenores
expresados con felicidad. El gusto y la exactitud de los pintores holandeses se
hallan en sus cuadros, y éstos sólo tienen dos defectos notables, llamarse
históricos, y carecer de orden, regularidad y filosofía, de modo que en vez de
presentar una composición perfecta, aparecen como una mezcolanza de objetos
acumulados a la ventura, aunque copiados con admirable fidelidad.
Sus novelas son de nueva especie, y se ha creído
definirlas bien con llamarlas históricas; definición falsa, como casi
todas las voces nuevas con que se quiere suplir la pobreza de las lenguas. La
novela es una ficción, y toda ficción es mentira.
¿Llamaremos mentiras históricas las
obras de Walter Scott? Haríaseles una injuria que no merecen, y sí nuestros
elogios por más de un motivo; pero su autor no debe colocarse entre los
Tácitos, Maquiavelos, Hume y Gibbon, y el último compilador de anécdotas tiene
más derecho a título de historiador. Empero, pocos han usado con más habilidad
y éxito los tesoros de una ciencia tan árida como la que producen los extractos
de manuscritos carcomidos, y los descubrimientos de los anticuarios.
El movimiento, la gracia, la vida, que presta Walter
Scott a las escenas de los tiempos pasados; la rudeza, y aun la inelegancia de
sus narraciones, que parecen en perfecta armonía con las épocas bárbaras a que
se refieren, la variedad de sus retratos singulares, que en su extrañeza misma
tiene cierto aspecto de antigüedad salvaje, la rareza del conjunto y la
exactitud minuciosa de los pormenores, han hecho populares las novelas que nos
ocupan. Produjeron emociones universales, a cuyo favor se han ocultado sus
defectos. Estas obras al transportar la imaginación lejos de la sociedad
civilizada, tal cual hoy la conocemos, dieron el último golpe a la novela que
Richardson había concebido. Los cuadros de las costumbres civilizadas parecen
faltos de color y de vida junto a los de los montañeses y las sibilas que
resucita el narrador escocés, y ya no interesan las pinturas del amor en sus
extravíos, caprichos, escrúpulos y vacilaciones.
Así un hombre cuyos sentidos
ha embotado el abuso de los licores fuertes, desprecia lo que antes apetecía, y
rechaza con desdén el líquido puro y saludable que para satisfacer su sed le
brinda la naturaleza.
Prodavinci
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18 de Noviembre del 2019
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