lunes, 18 de noviembre de 2019

El metropolitan museum of art- con la pintora Anita Pantin- Por Mariza Bafile y Flavia Romani





Ombligo del mundo, rascacielos, hoyo profundo, 9/11, caleidoscopio, aeropuerto, de kilómetros a millas, desgarre, esperanzas que aterrizan, nostalgias que se enraízan, espacio físico que se encoge, subterráneo, subir escaleras, bajar escaleras, ratas insolentes, ratas resueltas, ratas urbanas, olores que ofenden, grúas, alcantarillas que fuman, ruido, ambulancias, bomberos, policías, pobreza desesperada, riqueza infinita, tribus tatuadas, trabajo, ojeras, sueño, sueño que agota, sueño que despierta, morir de visa, garras, casas compartidas, anhelos compartidos, camas compartidas, encuentros fugaces, amores que nacen, amores que se apagan, culturas, vibraciones, música, vivir sin límites, prejuicios que se desmoronan, libertad a ras de piel, arte que nutre, innovación, movimiento, tesoros escondidos, bares, soledad, amistades, raíces arrancadas y vueltas a reanudar.


Nueva York es eso y mucho más…

Acercarse al Metropolitan Museum of Art de Nueva York es una emoción que despierta todos nuestros sentidos. Cruzamos la Quinta Avenida en medio de la confusión de los turistas, y tratando de evitar el humo denso de olores que sale de los tarantines que ofrecen bebidas, perros calientes y pretzels. La amplia escalinata que lleva hacia la entrada es una promesa de felicidad. Bien lo sabe Anita Pantin, pintora venezolana y norteamericana, quien, en fecha de cumpleaños, se paró a los pies de las escaleras y supo en ese momento que Nueva York sería su casa para siempre.

 “Miraba la escalinata que llevaba al Metropolitan desde la Quinta Avenida y me sentía una privilegiada. Transcurrir mi cumpleaños allí me hacía sentir viva y con muchas ganas de seguir aprendiendo. Entendí que el Met es una casa de la cual no me quería alejar”.

Transcurre días enteros en sus pasillos en un diálogo silencioso con artistas de otros mundos y otros tiempos. Con su cuerpo menudo y en los ojos una curiosidad ávida y una capacidad de maravilla que mantiene la frescura de la infancia, Anita Pantin se mueve con una armonía que pareciera surgir de una música secreta que solo ella puede escuchar. Va de un cuadro a otro, de una sala a otra, mostrándonos, incansable, las obras que más ama, los artistas que más admira y cuyo legado atesora. 

“El Metropolitan es un espacio en el cual encuentras el trabajo de seres humanos quienes han tratado de dar lo mejor de sí mismos. Todos, hasta aquellos que trabajaron obligados, buscaron la excelencia. Tenerlos juntos en un mismo lugar es un tesoro, es como estar en otra dimensión. Aquí habitan los grandes amores, los amores de siempre, los que vas descubriendo, los que vas olvidando poco a poco y que, sin embargo, no se alejan. 

Es una familia que no te abandona nunca”.

Anita Pantin es pintora. Así es como ella ama definirse y no podría ser de otra manera porque Anita pinta, pinta siempre, aún sin pinceles, pinta con la mirada, con los gestos, con las palabras, con todo su cuerpo. En sus venas corren ríos de colores que pugnan por salir. Corren, gritan, lloran, suspiran. Son sentimientos y emociones, pensamientos y reflexiones. No hay cabida para la indiferencia en la vida de Anita Pantin quien escudriña el mundo con ojos de artista y lo trasforma en trazos y colores, lo encierra dentro de una pantalla o lo desparrama en una tela. “La primera vez que me regalaron una caja de creyones fue cuando tenía ocho años y una fiebre alta que me mantenía en cama. 

Esos creyones me abrieron un mundo. En ese momento vivía en una casa con patio interno en una pequeña ciudad de Venezuela y sentí que, con mis creyones, podía superar paredes, construir mundos alternativos en los cuales escapar. Veía el cielo y pensaba ‘puedo salir y viajar porque puedo inventar cualquier cosa con mis creyones’. No tenía idea de lo que era el arte pero sabía que no había límites en una caja de creyones”.

Unos dos o tres años más tarde una maestra le regala un libro de historia del arte. “Era un libro serio, gordo, sin colores, y mi maestra María Teresa Martínez me dijo: ‘Es para ti porque tú eres artista’. Esa señora me cambió la vida”.

Teniendo apenas 13 años tuvo una recaída de sarampión y se debilitó tanto que la sacaron del colegio y luego la mandaron a Roma a estudiar dibujo. La “grande bellezza” de la Ciudad Eterna devolvió la salud a su cuerpo y Anita, libre de toda atadura, paladeó la alegría de la curiosidad y se sumergió de lleno en las magníficas obras de arte que encierra cada esquina, iglesia, museo, palacio o parque de esa ciudad. Allí estudió dibujo clásico con una enseñante del norte de Italia de talante serio y palabras escasas. “Tenía a otros dos alumnos y cuando llegué me dijo. ‘Dibuja esa cabeza. Haz lo que puedas’. Era un yeso de una Madonna de Miguel Ángel.

 Me ignoró por unos días dejándome sumergida en mis incertidumbres. Finalmente se sentó a mi lado y, con un respeto y una seriedad admirables, me dijo: ‘Yo no te voy a enseñar a dibujar, te voy a enseñar a ver’. En el borde del dibujo escribió sus sugerencias: cambiar una línea, modificar una sombra, una luz y yo sentí que una vez más el mundo se abría frente a mí”.

De regreso a Venezuela la vida la llevó a cruzarse con otros grandes maestros quienes marcaron su trayectoria artística. Recuerda a Pilar Aranda y Francisco San José, quienes la introdujeron al óleo, a Luisa Palacios de quien dice “en su taller hermoso, rodeada de su entusiasmo y generosidad empecé a hacer arte en serio”. Gracias a ella y a Lourdes Blanco realizó su primera exposición en la prestigiosa Sala Mendoza. “Tenía solamente 19 años, casi una niña y estaba muy asustada. A partir de ese momento hice muchas exposiciones. Eran años de oro para el arte en Venezuela, había una profusión de galerías y muchos mecenas que apostaban a jóvenes como yo”.

Con una emoción y una admiración que han quedado cristalizadas en el tiempo nos habla de Luisa Richter, de Gego “la mamá de todos nosotros” y de Miguel Arroyo quien le enseñó la técnica de punta de plata. “Una vez me asomé a la clase de Gego, artista que admiraba con pasión. Ella volteó su cara y me vio. Dejó de hablar y, entre el asombro de todos, me dijo: ‘Anita, el diseño que le regalaste a Miguel es… y mimó un beso’”. El cuerpo entero de Anita se ilumina ante ese recuerdo que atesora como una clase magistral.
El gitano aprendizaje de Anita Pantin siguió sin parar. Ha ido absorbiendo de aquí y de allá para alimentar un hambre insaciable de conocimiento y el deseo incontenible de experimentar.

Un hito en su vida artística lo marca el descubrimiento de los primeros lápices electrónicos que permitían conservar memoria de cada una de las etapas de un trabajo. El asombro y la alegría de poder congelar en el tiempo hasta la magia del primer trazo, “el más libre, ese que brota del alma, que nadie nunca descubrirá tras las tantas capas que lo cubrirán” la lleva a sumergirse en el mundo de las nuevas tecnologías. Comienza en Caracas y sigue en la Universidad de Texas en la cual debía estudiar un semestre y se quedó 7 años como visiting scholar.

En el mundo de la tecnología Anita cual Alicia encuentra el país de las maravillas. La animación con sus múltiples facetas irrumpe en su mundo y lo cambia definitivamente.
Uno de sus primeros trabajos surge de una foto desgarradora en la cual aparecen los cadáveres de unos niños de la calle muertos a manos de la policía en Brasil. Ver esa imagen le produce un dolor infinito que del alma se expande como eco a cada hueso de su cuerpo. “Sentía la necesidad de hacer algo con esa foto pero sabía que trabajar con el sufrimiento humano es muy difícil, es peligroso. 

Tras pensarlo mucho fui escaneando las fotos, niño tras niño, luego escogí una y empecé a dibujar a mano sobre ella. Dibujaba y grababa, el dibujo se tornaba a cada momento más frenético y en mi mente sentía el retumbe de una batucada que marcaba el ritmo. Yo no pensaba, obedecía. Nunca me había involucrado tanto en un proyecto”.

Más adelante realiza una exposición con animaciones de tres momentos de un espacio que ideó. “Es como un cine en tres cuadros que van interactuando y que construyen una narrativa visual para la cual tuve que lidiar con el movimiento y el ritmo. También realicé un trabajo que se llama El Circo. Lo hice con una serie de pantallas chiquitas que son mis personajes”.

Anita Pantin se ha paseado por la fotografía y la escultura, ha escudriñado el mundo desde un microscopio dando vida y belleza a esos seres infinitamente pequeños, y desde muy joven también ha incursionado en el teatro diseñando escenografías y vestuarios. “Trabajar en escena es lo mismo que realizar una pintura, pero una pintura que se mueve. Para hacerlo debes conocer la textura de las telas, el poder de los colores. Muchas veces no encontraba las telas que quería así que aprendí a pintarlas”. Esa pasión se ha transformado en un trabajo que realiza para los creadores de sedas Luisa Esteva y Leo Tirado.

Lo digital se mezcla con la pintura al óleo. “De repente el óleo me pareció muy rígido, demasiado severo. Necesitaba darle más fluidez así que decidí integrarlo con lo digital. A veces tomo fotos de mis pinceladas y las deformo digitalmente, otras las compongo en computadora y las utilizo como punto de partida. Oleo y digital se alimentan uno al otro”.
Pantin recorre incansable las salas del Metropolitan.

 Grupos de turistas interrumpen la magia de nuestra conversación, pero no disminuyen el entusiasmo de Anita. El arte es su vida, es una necesidad del cuerpo y un goce del alma. Cuando trabaja puede perder un día entero escudriñando una manchita, buscando la mejor luz para lograr la emoción que quiere transmitir.

Envueltos en tanta belleza, en medio de una tal profusión de creatividad, le preguntamos cuál es el momento en el cual, surge en ella esa chispa que se transformará en arte. “Son muchos y variados los pretextos. Pueden ser dos colores, un espacio, una luz”.
– Prescindiendo del Met, ¿cuál es tu relación con Nueva York?

– Antes de mudarme definitivamente venía con regularidad. Amaba esta ciudad, entraba en todas las librerías, recorría museos y galerías. Me quedaba en casa de un amigo en el Village y regresaba con la maleta llena de libros y material artístico. 

Ese cumpleaños transcurrido en este Museo fue determinante para tomar la decisión de vivir aquí definitivamente. Sin embargo, desde que me dieron la ciudadanía la relación con esta ciudad cambió. Ahora siento que tengo responsabilidades. Antes era como uno de esos amantes que puedes dejar y volver a agarrar sin mayores problemas”.

– ¿Y si tuvieras que irte?

– No me iré.


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Viceversa


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18 de Noviembre del 2019



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