Solo faltaba una chispa (cualquier chispa) que, crispando la piel de los adolescentes de Chile, que vienen mostrando más sensibilidad histórica e irritabilidad política que cualquier otro sector de la sociedad, hiciera estallar todo. Esa chispa llegó con el aumento del metro y la represión que sucedió al movimiento por la «evasión masiva»
.
Desde el 18 de octubre
sacude Santiago y el resto de Chile una masiva protesta social, en la que
amplios sectores medios y de las clases populares han concurrido a manifestar
su rechazo al modelo neoliberal vigente. La protesta ha redundado en grandes
marchas, «caceroleos» multitudinarios y enormes destrozos, saqueos e incendios
en estaciones del tren subterráneo, supermercados y multitiendas, lo que ha
conmovido profundamente a la opinión pública nacional e incluso internacional.
Sin duda, se trata del
«reventón social» más extendido, violento y significativo que ha vivido el país
en toda su historia. Y el único, además, que hasta ahora no ha dado lugar a
una sangrienta masacre como respuesta por parte de los aparatos policiales y
militares del Estado central. Dadas esas características, se hace necesario
trazar algunas perspectivas históricas mínimas para precisar su especificidad
política y sus posibles proyecciones.
1. Debe tenerse en
cuenta que en Chile, desde 1973, se impuso por la violencia extrema un modelo
neoliberal «de laboratorio», por la necesidad estratégica de demostrar, en el
marco de la Guerra Fría, que la economía de mercado podía generar «desarrollo
económico social» y no solo «subdesarrollo», como se planteó en el Tercer Mundo
en las décadas de 1960 y 1970.
A esos efectos se dictó
la Constitución de 1980 (ilegítima), se aplicó el modelo neoliberal diseñado
por la Universidad de Chicago, se habilitó la entrada libre para el gran
capital financiero internacional y, por la reactivación económica producida por
ese capital, se integró a Chile en la Organización para la Cooperación y el
Desarrollo Económico (OCDE), por su carácter paradigmático. Para salvar ese
modelo, se retiró al general Augusto Pinochet del comando superior del proceso
(era disfuncional), y la vieja clase política civil chilena aceptó administrar
la herencia recibida, como premio por traicionar sus viejas lealtades
socialistas o estatistas.
El rechazo de la
ciudadanía a la tiranía militar, a la llamada «transición a la democracia» y al
gobierno que encabezó, desde 1990, el presidente Patricio Aylwin fue inmediato
y, además, creciente. En 1991, una encuesta pública realizada por el Programa
de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) demostró que 54% de los
chilenos adultos rechazaba, no creía o no confiaba ni en el Estado ni en los
partidos políticos, y menos aún en los políticos. Esa cifra fue creciendo
consistentemente desde entonces y alcanzó entre 2017 y 2019 cifras que
fluctuaban entre 80% y 95%. Es decir, junto con la crisis por ilegitimidad de
nacimiento, el modelo neoliberal chileno fue acumulando una crisis de
representatividad que llegó a ser casi absoluta. Es decir, se generó una
caldera cívica que podía estallar en cualquier momento si no se le aplicaban
válvulas de compensación eficientes. Finalmente, el estallido se produjo en
el weekend pasado.
2. Durante décadas
(1938-1973), el Estado y las grandes universidades chilenas jugaron un papel de
investigación, planificación y centralización de las políticas de desarrollo.
Eso convirtió al Estado y al sistema de partidos políticos en una gran
maquinaria patriarcal: el Estado era empresario desarrollista; protector
asistencial de trabajadores, mujeres y niños; promotor de reformas
estructurales (reforma agraria, educacional, tributaria, etc.) y, finalmente (durante
los gobiernos de Eduardo Frei Montalva y Salvador Allende Gossens), fue un
Estado revolucionario (en libertad y legalidad).
La conversión en Chile
del Estado liberal en un Estado patriarcal-planificador (providence state lo
llamaron sociólogos norteamericanos) transformó a la ciudadanía «sociocrática»
(soberana) del periodo 1918-1925 en una «masa callejera» disciplinada,
demandante y protestante, seguidora de caudillos y vanguardias, respetuosa de
las leyes vigentes y, sobre todo, de la Constitución de 1925 (ilegítima).
Ese tipo de Estado
(liberal, pero reformista y revolucionario) experimentó una crisis económica
sostenida entre 1945 y 1970, y una crisis política catastrófica en 1973. Como
se sabe, la tiranía militar eliminó ese Estado y ese tipo de ciudadanía desde
1973, mediante un brutal triple shock. Eliminó con ello tanto la política
revolucionaria de la izquierda como la política reformista del centro. De este
modo, la ciudadanía, y en especial la clase popular, debieron comenzar a
construir un camino político distinto. Por eso, cuando en 1991 54% de los
chilenos rechazó el modelo neoliberal, la ciudadanía ya no era «masa seguidora»
sino «movimiento social»; esto es, gente que tendía a pensar por sí misma y
adoptar posiciones políticas autónomas, con creciente independencia de los
partidos políticos.
De ese modo, en
2001,50.000 estudiantes de enseñanza media salieron a la calle, en el llamado
«mochilazo», para rechazar el modelo neoliberal gritando una consigna
revolucionaria: «¡La asamblea manda!». Esto puede traducirse como «Mandamos
nosotros, no los partidos ni el gobierno». En 2006 salieron a la calle ya no
50.000 en Santiago sino 1.400.000 adolescentes en todo Chile, en las protestas
conocidas como el «pingüinazo»; y gritaban lo mismo. El PNUD, que venía
observando el proceso desde 1991, diagnosticó: «En Chile está en marcha un
proceso de ciudadanización de la política». En 2011, en esa misma lógica,
se movilizaron masivamente los estudiantes universitarios. Desde 2012, lo
hicieron las asambleas ciudadanas territoriales (en Freirina, Punta Arenas,
Aysén, Calama, Chiloé, Pascua Lama, etc.) y en 2018, masivamente, la marea
feminista.
3. Los gobiernos
neoliberales de fines del siglo XX y comienzos del siglo XXI (de Patricio
Aylwin, Eduardo Frei Ruiz Tagle, Ricardo Lagos, Michelle Bachelet y Sebastián
Piñera), sin atender a la dirección a la que apuntaba el movimiento ciudadano,
no hicieron más que completar y perfeccionar el modelo neoliberal original
dándole una apariencia modernista, democrática y futurista. Todo ello bajo el
apotegma de que Chile era el «jaguar» de América Latina, una analogía con los
«tigres» del Sudeste asiático… De este modo, privatizaron la educación, la
salud, el agua natural y potable, la previsión, el transporte, las comunicaciones,
las carreteras, la pesca, los bosques y las salmoneras y permitieron
gigantescos entendimientos ilegales entre las grandes empresas y
multimillonarios desfalcos y evasiones tributarias.
Al mismo tiempo, la
clase política civil se consolidaba como «carrera profesional» altamente
remunerada, mientras persuadía a la clase política militar a compartir
responsabilidades y la defensa de una fluida inserción de Chile en la economía
globalizada, para permitir que las grandes inversiones extranjeras continuaran
dentro del país impulsando su «desarrollo». Esta política descargó un enorme
peso sobre los ingresos de la clase popular y en los grupos medios.
La extracción de
plusvalía se incrementó rápidamente y llegó a un nivel absoluto, disimulándose
detrás de una gigantesca oferta de créditos de consumo, que permitió a los
pobres consumir lo que deseaban comprando a crédito las mercancías que dan
«estatus» de clase media. Así, según informes difundidos en la prensa, un hogar chileno
promedio carga una deuda equivalente a casi 75% de su ingreso familiar y ocho
veces el total de sus ingresos en un año. Todo es mercancía y todo se paga a crédito
(incluyendo la salud, la educación y los 480.000 automóviles nuevos que año
tras año se importan en el país). La plusvalía absoluta se disimula detrás de
un crédito inflado al máximo. Por eso, el desarrollo en Chile ya no se mide en
el aumento de la «producción», sino en el aumento de las «transacciones
comerciales». La explotación extrema se esconde, pues, detrás del púdico velo
del hiperconsumismo.
4. A la crisis por
ilegitimidad sistémica y a la crisis de representatividad política se suma,
pues, la de la plusvalía absolutizada escondida detrás del consumismo. Y como
si fuera poco, esta olla de presión carece de válvulas de escape o de compensación.
Primero, porque en Chile ya no hay izquierda, ni dentro ni fuera del
Parlamento: todos los partidos respetan la Constitución de 1980 y/o promueven
reformas promodelo; segundo, porque las ideologías revolucionarias (todas ellas
eran importadas) fracasaron con Salvador Allende y Miguel Enríquez después de
1973 –aunque hay una nueva izquierda, los nuevos partidos son percibidos como
el sector juvenil de la vieja clase política–; tercero, porque las ONG de los
años 1980 y 1990, que trabajaron inmersas en la sociedad civil y para la
sociedad civil, ya no existen; cuarto, porque todas las universidades actuales
están impregnadas por la praxis neoliberal (individualismo, obsesión por
el currículum personal, competencia entre intelectuales y entre
universidades, internacionalización de sus académicos y sus papers, masas
estudiantiles desconcertadas, etc.), razón por lo que ya no piensan los
problemas del país y de la ciudadanía, sino sus carreras académicas
individuales, y quinto, porque los políticos y los partidos, aparte de su
campaña electoral (exacerbada porque se les paga una cantidad de dinero por
cada voto que obtienen), no tienen contacto real ni permanente con sus bases
electorales, etc.
En resumen: el importante proceso de ciudadanización de
la política que detectó el PNUD hace ya casi 20 años carece de apoyo
teórico, de definiciones políticas y de acompañamiento orgánico, pues se trata
de un proceso nuevo y de un tipo de política que, si bien se ha practicado en
el pasado, está aplastada por un enorme bloque de conveniente amnesia teórica.
El desconcierto político de los ciudadanos agrega, pues, por su lado, un ancho
tapón que retarda la explosión «coherente» de la caldera total.
5. En ese contexto, el
actual gobierno (de derecha y neoliberal puro) que, paradojalmente, fue elegido
por segunda vez –no consecutiva– con una mayoría significativa, se sintió
cómodo para iniciar una serie de propuestas legales tendientes a perfeccionar
aún más la rentabilidad empresarial, apostando a que esa rentabilidad es la
base del desarrollo excepcional de Chile, un modelo neoliberal que es ya el más
perfecto del orbe. Enceguecido por su triunfo electoral, Piñera no tomó en
cuenta la cuádruple caldera de presión que tenía bajo sus pies.
La actitud y las
declaraciones del presidente Piñera son patéticamente expresivas de esa ceguera
(«somos un oasis en la convulsionada América Latina»).
Por eso, solo faltaba la chispa (cualquier chispa) que, crispando la piel de
los adolescentes de Chile (que han demostrado desde el siglo XX que tienen más
sensibilidad histórica e irritabilidad política que los estudiantes
universitarios y el proletariado juntos), hizo estallar todas las calderas a
propósito de una aparente nimiedad: un alza de 30 pesos (0,04 dólares) en la
tarifa del Metro de la capital, un sistema de transporte particularmente caro.
Cuando la opresión sobre la ciudadanía total es múltiple y llega a un punto
barométrico extremo, cualquier bengala puede producir el estallido de una
crisis larvada y alargada por demasiado tiempo.
6. Chile ha tenido,
desde el siglo XVI, un «bajo pueblo» demográficamente mayoritario pero
majaderamente maltratado, el pueblo mestizo. Desde el siglo XVII y hasta
el día de hoy, el pueblo mestizo ha constituido entre 52% y 68% de la población
nacional. Nació como un pueblo sin territorio, sin acceso legal a la propiedad,
sin memoria propia, sin lenguaje propio y –por decisión del rey de España y
después por conveniencia de la oligarquía mercantil chilena– sin derecho
escrito.
No siendo «sujetos de
derecho», desde 1600 hasta 1931 (año en que se sancionó el Código del Trabajo),
los hombres y las mujeres del pueblo mestizo chileno pudieron ser abusados
impunemente en todas las formas imaginables, incluyendo la violación, la
tortura y la muerte. Debido a esta situación, vivieron, entre 1600 y 1830
aproximadamente, como vagabundos a pie y a caballo (los hombres), y en miserables
rancheríos suburbanos (las mujeres abandonadas). No pudieron, pues, vivir ni en
parejas, ni en pueblos. Se llenaron de niños «huachos» y no pudieron ser
ciudadanos formales. Reprimidos en todas partes como «afuerinos y
merodeadores», como sospechosos y «enemigo interno», intentaron convertirse en
productores: campesinos, chacareros, pirquineros y artesanos.
Como no tenían derechos,
en esa condición fueron expoliados salvajemente por los propietarios,
prestamistas, molineros, habilitadores, militares e incluso por los «diezmeros»
de la Iglesia católica. Desesperados, muchos se fueron a los cerros y la
cordilleras, donde se transformaron en colleras, gavillas, cuatreros y
montoneros, que asaltaron y saquearon haciendas, fundos y pueblos enteros. El bandidaje
rural chileno se extendió desde 1700 hasta aproximadamente 1940. Ni la Policía
ni el Ejército pudieron eliminarlos. De todos modos, por la presión excesiva,
decidieron, desde 1880, emigrar a las grandes ciudades, las que cercaron con
rancheríos y conventillos. La ciudad mestiza llegó a ser tres veces más grande
que la «ciudad culta» de la oligarquía. Como ni en el espacio rural ni en el
espacio urbano fueron integrados por una economía productiva en expansión (la
oligarquía mercantil hizo abortar tres movimiento de industrialización en
Chile), el «roto» rural o minero fue reemplazado y multiplicado con creces por
el roto urbano.
Esto explica el hecho
que, cada vez que en Chile se desató un desorden político institucional, las
masas mestizas urbanas salieron de su periferia, invadieron y saquearon el
centro comercial y a veces residencial de la ciudad. Así ocurrió en Valparaíso,
en 1903; en Santiago, en 1905 y 1957, y en varias ciudades del país durante la
tiranía militar (entre 1983 y 1987, sobre todo). En todos los casos
protagonizaron una «reventón social» que remeció a nivel de pánico la
institucionalidad política y la seguridad de la clase dirigente, y abrió
procesos de cambio estructural que nunca maduraron del todo.
Hasta 1989, los
múltiples reventones sociales no habían logrado fraguar con éxito en Chile
ninguna revolución social. El modelo neoliberal impuesto por Pinochet ha
producido un gran desarrollo transaccional y consumista, pero este desarrollo
solo ha disfrazado al pueblo mestizo con un barniz consumista que no ha
alterado en nada su marginalidad crónica, su ausencia de identificación
profunda con la cultura occidental que tanto ama la oligarquía chilena y su
honda rabia por haber sido por siglos un sujeto sin integración total a la sociedad
moderna. Por eso, la destrucción de la materialidad de aquella cultura (lo que
ha hecho sistemáticamente desde el siglo XIX) reapareció de nuevo el weekend pasado,
como una apoteosis del consumismo (robo y saqueo de mercancías: su
guerra de recursos multicentenaria) y a la vez como sabotaje violento contra el
sistema que los excluye (destrucción e incendio de supermercados y shopping
centers, símbolos de ese sistema).
7.Todo indica que la
ciudadanía y el pueblo mestizo le dieron al modelo neoliberal chileno un golpe
letal, del cual muy difícilmente se recuperará. Y como ni el Ejército ni la
Policía desencadenaron una represión sangrienta sobre el pueblo amotinado, se
ha abierto una brecha inesperada por donde la ciudadanización de la política
puede avanzar y desplegarse.
Muchas comunidades y
grupos tienen conciencia de esta posibilidad. El problema es que no tienen una
experiencia cabal de esto, ni memoria histórica, ni agentes intelectuales y
políticos que estén en condiciones de ayudarlos en este trance. Porque si la
brecha existe, el plazo histórico para avanzar es relativamente corto, porque
la clase política civil aprobará rápidamente leyes populistas para atemperar la
coyuntura y asegurar su estabilidad en el poder (ya redujeron a la mitad su
dieta parlamentaria). Esto es complicado, porque el enemigo del pueblo ya no es
tanto, hoy, la burguesía en sí o el imperialismo en sí, como en el pasado, sino
una clase política civil que no ha representado nunca directamente al pueblo y
que escuda a los capitales internacionales a los cuales protege y de los cuales
depende su «desarrollo» como clase. La ciudadanía chilena necesita audacia y
creatividad, y actuar con rapidez, tomando el camino más corto para validar
asambleas de base por todas partes, a efectos de llegar federadamente a una
Asamblea Nacional Constituyente que dicte las normas constitucionales que le
inspiran su conveniencia y su sabiduría deliberante. Hay células de este tipo
por todo Chile. Hay una ley, la Nº 20.500, de Participación Ciudadana, que le
proporciona el procedimiento y las articulaciones institucionales para culminar
su tarea. Ya estalló la chispa para que la presión revolucionaria ínsita en
esta rebelión pueda desplegarse y orientarse. Pero el «peso de la noche» (que
ya dura dos siglos) y la debilidad teórica y política conspiran en su contra.
Pero es necesario confiar en el instinto humano, social y comunitario de una
ciudadanía despierta y deliberante.
Nuso.org
06 de Noviembre del 2019
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