Un problema al parecer
insalvable de las teorías políticas reside en el hecho de que por lo común son
elaboradas para sujetos históricos definidos de acuerdo a la propia teoría.
Tomemos como ejemplo a las teorías marxistas y veremos como sus sujetos actúan
de acuerdo a determinaciones de clase teóricamente diseñadas. O también,
piénsese en las teorías liberales construidas sobre la base de supuestos
individuos autónomos en condiciones de discernir claramente sobre sus intereses
políticos.
Las teorías modernas no
van a la zaga. Las construcciones habermasianas, por ejemplo, parten de la
premisa de que la llamada sociedad está constituida por seres racionales en
condición de establecer relaciones comunicativas las que deberán conducir
–nadie sabe como- a la articulación discursiva de un orden democrático.
Quizás la única
excepción está representada por algunos alcances teóricos de Ernesto Laclau
quien al recurrir a Lacan pudo observar como las demandas sociales han de ser
descifradas en el espacio difuso y opaco de las representaciones simbólicas.
Pero, lamentablemente, también en Laclau los actores sociales son deducidos
desde la lógica de una teoría sustentada por un futuro “estratégicamente”
condicionado.
Podría entonces afirmarse
que la mayoría de las teorías políticas han sido hechas para seres humanos
“normales”, es decir, para un “Homo politicus” ideal.
No obstante, una simple
mirada a los lugares marcados por confrontaciones políticas, mostrará como ese
ser humano “normal”, deducido de la racionalidad de una teoría (todas las
teorías son racionales) dista de ser la regla. Más bien es la excepción.
Dicho más claramente: la
llamada sociedad está formada por personas que padecen de horrorosos miedos a
morir. Por lo mismo, todo análisis político debe tratar con seres
imprevisibles, paranoicos, histéricos, adictos, deseantes, megalómanos,
sicóticos o simplemente neuróticos. Esa es, nos guste o no, “la madera
carcomida” –expresión de Kant- sobre la cual han de carpinterear quienes
intentan explicar las conductas ciudadanas.
En términos
psicoanalíticos, la materia de toda infraestructura humana está formada por
ocultas pasiones. ¿Bajas pasiones? Exactamente. Pero no porque sean bajas sino
porque están “abajo”, aguardando el momento de aparecer en la superficie,
disfrazadas de lógicos intereses y sublimes ideales. En ese sentido, todas las
pasiones son “bajas”.
No fue un político, fue
un economista, A. O. Hirschman, quien en su libro The Passions and the
Interests pudo percibir como los intereses económicos racionales son, en muchos
casos, simples pasiones revestidas (sublimadas, en lenguaje freudiano). Por lo
mismo, aún convertidas en intereses, las pasiones no desaparecen. Suele suceder
más bien lo contrario: los intereses racionales se convierten según Hirschman,
en súbditos del imperio de las pasiones.
Extrapolando hacia lo
político la tesis de Hirschman, podemos observar como, más aún que la economía,
la política es un espacio proyectivo, no tanto de intereses, sino de pasiones mal
disimuladas. Ahí reside el trasfondo patológico de muchas representaciones
políticas. Por ese motivo algunos analistas de la política sostenemos que,
aunque parezca paradoja, el análisis de lo político no se agota en lo político.
Hay que recurrir a otras fuentes. Entre ellas, a las psicoanalíticas.
Ahora, desde una
perspectiva inversa, la práctica política podría cumplir bajo ciertas
condiciones una función terapéutica. Lo dicho se explica si consideramos que la
política al ser actividad pública es también un espacio de ex -presión
(liberación de presiones). Las re-presiones en cambio, cumplen el objetivo de
impedir que las presiones salgan hacia fuera. No existe por lo mismo la
represión política. Toda represión es anti- política.
Por otra parte, la política
es una zona de conflicto. Allí los unos se enfrentan con los otros a través del
uso de la palabra escrita u oral. En cierto modo, más que en los consultorios,
la palabra debatida puede cumplir en la política una función liberadora, pero
siempre y cuando esta no se convierta en un medio de agresión. Esa es la razón
por la cual tanto las prácticas políticas como las clínicas requieren de cierta
supervisión. Dicha función suele estar encargada en la política a la
gobernancia. La tarea principal de una gobernancia, por lo tanto, no es
incentivar, tampoco anular o disminuir el conflicto, pero sí, supervisarlo
De modo más preciso:
entendemos por gobernancia no solo al gobernante sino al conjunto de personas e
instituciones destinadas a regular la lucha política. Es por eso que la
gobernancia, al no tomar parte por ningún bando en conflicto es la menos
política de todas las tareas políticas. Pero sin gobernancia la política
carecería de supervisión y las pasiones se revelarían en toda su desnudez como
ocurre en los regímenes antipolíticos. En otras palabras, así como hay personas
que no se saben gobernar a sí mismas, hay naciones sin, o con precaria
gobernancia.
La gobernancia
representa teóricamente al conjunto de la ciudadanía. Luego, si la gobernancia
sólo atiende a una de las partes del conflicto o monopoliza todos los poderes
en la persona de un gobernante, las ex -presiones ciudadanas dejan de
pertenecer a la lucha política para transformarse en lucha por la política, o
lo que es lo mismo, en una lucha por la recuperación de los escenarios de la
política. En ese sentido las luchas democráticas no persiguen el desgobierno
sino todo lo contrario: una mejor gobernabilidad. Las protestas sociales son en
ese sentido más conservadoras de lo que se piensa. Buscan, antes que nada,
“poner orden”.
Fue el Papa Benedicto
XVl quien al referirse a los excesos cometidos por la Iglesia en los tiempos de
la Inquisición, nos habló de las patologías de la religión. Al escucharlo no
pude sino recordar el cuadro de Goya: “El sueño de la razón (también) produce
monstruos”. Pues en los dos casos, el de la religión y el de la razón, las
patologías latentes en la condición humana logran apoderarse de instancias
sublimes de la vida. Mucho más en la vida política la que al ser esencialmente
conflictiva estará siempre expuesta a los embates de las pasiones más
primarias. Es cierto que al final siempre ha terminado por imponerse la
cordura. Pero los regueros de sangre que dejan detrás de sí esas luchas, no son
para rememorar.
Hasta ahora no tenemos
ninguna prueba de que las patologías sean solo fenómenos individuales. Al
contrario, todo nos muestra cuan fácilmente logran adquirir dimensiones
colectivas. Más grave aún si la gobernancia ya ha sido “contagiada”
(transferida).
Pero lo peor ocurre al
revés, a saber, cuando una gobernancia enloquecida “contagia” –o transfiere- su
patología a toda una nación. En ese caso extremo la patología política podría
llegar a convertirse en un trauma de profundas dimensiones históricas. Hay
efectivamente naciones que no pueden apartar la vista de un pasado que nunca
termina definitivamente de pasar.
G miradas multiples
05 de Noviembre del 2019
No hay comentarios:
Publicar un comentario