Fotografía cortesía de Miguel Ferrari
Entrevista publicada originalmente en la revista El
antepenúltimo mohicano.
La vida como cineasta de Miguel Ferrari (Caracas, 1963)
se inició antes de dirigir su primer largometraje: una mañana, en la Caracas de
finales de los 90, se levantó para ir a grabar una telenovela en la que actuaba
–“una de esas que eran infinitas, de doscientos capítulos de una hora”,
recuerda–, se vio en el espejo y se preguntó qué estaría haciendo dentro de veinte
años.
El espejo le reveló una imagen inquietante: se vio haciendo la misma
telenovela, con los mismos personajes y las mismas fórmulas que ya
interpretaba. Frente a su reflejo, tomó la decisión de irse a estudiar cine en
Madrid. Dejarlo todo y empezar de cero. Eligió Madrid porque necesitaba marcar
una distancia de seis mil kilómetros con su país para evitar la tentación de
regresar. También porque en esos años vio Tesis, la primera película de
Alejandro Amenábar, y le gustó tanto que, cuando supo que el director tenía
sólo veinticuatro años, se dio cuenta de que en el cine español había algo que
le interesaba. Marcharse significaba renunciar a una vida privilegiada que incluía
contratos exclusivos con los principales canales de televisión y papeles
protagónicos en teatro.
–¿No tuviste miedo de perder lo que tenías?
–Claro que lo tuve –dice Ferrari, en Madrid, un par de
días antes de estrenar su segunda película– pero tuve más miedo de que llegara
un momento de mi vida en el que me dijera “por qué no aproveché y probé, por
qué no lo intenté”. No quería quedarme con esa frustración. Siempre en mi vida
he tomado el camino más riesgoso. Además, mira chico, me gané un Goya. No me
salió tan mal esa decisión.
***
El 17 de abril de 2014 el diario ABC hizo eco
de una noticia: “Un hospital italiano implanta los embriones de una mujer en el
útero de otra por error”. El titular llegó a los ojos de Ferrari y supo, de
inmediato, que en esa equivocación había una historia. Se tomó su tiempo para
investigar aspectos científicos y legales sobre el tema, desarrolló un
argumento, delineó los personajes y contactó a Lupe Gehrenbeck para escribir el
guion. Lo trabajaron juntos durante un año, escribieron y reescribieron hasta
que, quince versiones después, pusieron punto final. El resultado, que podrá
verse en la cartelera venezolana desde el 25 de octubre, fue La noche de
las dos lunas, un filme que navega entre el melodrama y la fábula infantil en
el que se narra la historia de dos mujeres –interpretadas por Prakriti Maduro y
Mariaca Semprún– que luchan por ser madres. Todo en una Caracas
descontextualizada de su crisis actual.
–A mí me interesaba abrir el debate sobre qué es más
importante: si lo afectivo o lo biológico. Me gusta poner de relieve el tema de
la libertad de elegir. Todo lo moral, ético, religioso que se mueve en torno a
estas cosas. Construyo una historia de ficción inspirada en un hecho real que
ubico en un lugar que puede ser cualquier lugar del mundo. Quería que nos
centráramos sólo en lo emocional que rodea a los personajes y no que influyera
el contexto social y económico venezolano, que es tan particular. De hecho,
inicialmente, la película se iba a rodar en República Checa.
–¿Te costó rodar en Venezuela?
–No sabes cuánto. Tuve que enfrentarme a cosas que ningún
otro director en un país normal se enfrenta. La planta eléctrica, por ejemplo,
todos los días se paraba, porque con el desabastecimiento en Venezuela no hay
repuestos. También tuvimos que comprar el catering la primera semana
de preproducción para que la devaluación no se comiera el presupuesto. Lo
pagamos todo de una vez y se congeló.
–¿Y estuvo ocho semanas congelado?
–Me imagino que sí. Es lo que se hace.
–¿Nadie se indigestó?
–No, por favor. Todo estuvo muy rico.
***
Franceschino Ferrari migró de Italia a Venezuela cuando
tenía dieciocho años. Hizo todo tipo de trabajos –incluido cargar botellones de
agua– hasta que abrió su propia barbería en el bloque cuatro de la urbanización
El Silencio, en Caracas. Miguel, su hijo, lo acompañaba por las tardes y veía
pasar frente al local a muchos de los intérpretes más famosos de la época que
se dirigían a una emisora de radio cercana. Él, con siete u ocho años, corría
tras ellos para pedirles un autógrafo. Los conocía porque su madre, Rita –una
ama de casa que ayudaba a la economía familiar al trabajar para un sastre–, se
ponía a coser pantalones mientras escuchaba sus radionovelas favoritas.
–Tenía que escucharlas porque mi mamá las ponía a todo
volumen y yo terminaba enganchado a las historias. De pequeño mamé de todo eso.
Tanto las escuchó que pronto comenzó a escribir sus
propios guiones de radionovela. Él, con diez años, interpretaba a los
personajes masculinos y ponía a su hermana, de seis, a hacer los femeninos. Los
grababa, efectos de sonido incluidos, y no dejaba de repetir cada capítulo
hasta que sentía que le quedaba bien.
Eso que comenzó como un juego pronto se convirtió en una
aspiración. De pequeño, ya quería ser actor. Sus padres se reían y decían que
era una cosa de niños, que luego se le pasaría. Una tarde, con ocho años, se
fue solo al cine cerca de su casa y vio El deseo de vivir (1973) –“la
primera película que me conmocionó”, dice–. A partir de ese momento el cine lo
acompañó siempre –las películas de Pedro Almodóvar y Giuseppe Tornatore lo
marcarán después, ya de adulto–. Decidió estudiar Arte dramático en la Escuela
Nacional de Teatro. Al graduarse, uno de sus profesores le recomendó hacer
un casting en el Ateneo de Caracas. Ferrari fue a la prueba, presentó
un monólogo y le dieron el papel. Su debut profesional fue con la obra Mariana
Pineda, de Federico García Lorca. Era 1986. Tenía veintitrés años cuando
cumplió su sueño de niño.
***
–Lo que se siente sobre las tablas es único, apasionante,
pero yo lo que quería hacer era cine. En Venezuela nunca tuvimos una industria.
Se hacían una o dos películas por año. Era el declive de la época dorada que
comenzó en los 70. Recuerdo una cosa que me marcó mucho: un día fui a hacer
un casting, estuve seis o siete horas de espera, para una película de
Román Chalbaud. Cuando llegué abrí la puerta de la sala, Román me vio e
inmediatamente me dijo: “No, el siguiente”. Fue una putada. Yo, con la ilusión,
pensaba que era mi gran oportunidad. Le pregunté: “pero por qué no”. Me dijo:
“Es que buscamos sólo policías y ladrones”. Yo seguí haciendo teatro. Me iba
muy bien. Formé parte de la compañía estable de Rajatabla y tenía un sueldo
nada despreciable. En 1990, Adolf Shapiro fue a Venezuela a dirigir El
inspector, de Nikolái Gogol. Hice el casting, me eligió para uno de los
personajes y me gané el Premio Juana Sujo, el más importante que se daba en el
teatro.
Eso salió reseñado en la prensa y Marte TV, que buscaba caras frescas,
se fijó en esos reportajes y me localizaron y me dijeron que querían hablar
conmigo. Cuando hacía teatro, en esa época, despreciaba la televisión. Me
insistieron mucho. Les decía que no podía, que tenía giras. Me dijeron que iban
a respetar mis funciones teatrales. Firmé el contrato sin estar muy convencido
y dije: “vamos a ver qué tal”, y la verdad es que esa decisión fue muy
importante. Desde afuera veía la televisión de otra forma. Una vez dentro
aprendí algo increíble: a resolver de forma creativa ocho, nueve o hasta quince
secuencias diarias de memoria. A hacerlo de forma más que digna, a destacar, a
decir con mucha verdad textos que no eran tan naturales. Mi trabajo en esa
primera novela, La traidora (1991), fue muy apreciado y a partir de
ahí tuve contratos exclusivos. Era lo más cercano al cine que podía hacer. Era
ganar dinero con algo que me gustaba. La televisión fue una escuela que me dio
muchas herramientas que luego utilicé en el teatro.
***
A principios de los 90 Ferrari vio de cerca la muerte. A su
madre la habían operado del hígado y él quería que ella se hiciera un chequeo
médico para revisar su estado. La acompañó y aprovechó para hacerse él una
revisión. Algo de rutina, nada más. Cuando el médico le hizo el reconocimiento
físico vio un lunar que no le gustó. Le hizo una biopsia. Los resultados
arrojaron un melanoma, el tumor maligno más agresivo que hay.
–Fue terrible. Yo hacía un piloto en Caracas para la
televisión española y deseaba terminar con esas grabaciones, operarme y sacarme
eso. Decía: “cada día cuenta”. Porque una vez que aparece en seis meses tienes
metástasis. Eso cambió mi perspectiva de la vida, y que te cambie cuando tienes
veintisiete años es muy rudo.
El diagnóstico coincidió con la muerte repentina de
varios de sus compañeros de trabajo. El VIH estaba en auge y afectó a parte de
la escena cultural venezolana. Uno tras otro, sus amigos seropositivos
comenzaron a morir.
–Yo abría mi agenda de teléfonos para llamar a mis
amigos, o para salir a tomar algo, y me encontraba con que había un montón de
gente que ya se había muerto. Eso me cambió completamente el sentido de todo,
de la vida, de entender lo importante que es hacer lo que uno quiere, lo que te
haga feliz.
***
Miguel Ferrari se fue a estudiar Dirección de cine en la
Escuela Séptima Ars de Madrid en 1999. Mientras estudiaba, tuvo que servir
copas algún fin de semana en un bar para costearse la vida. Su corto Malasombra (1999)
–filmado en 16 milímetros y que se halla disponible en el canal de Youtube de
la academia– fue el resultado de su paso por la institución. En él se le ve
aparecer –como personaje antagonista– en dos escenas frente a un espejo –todo
vestido de negro, con una barba cuidada y pelo todavía abundante–. El corto
debe verse como lo que es: la práctica final de un curso de cine.
–Yo no lo hubiera colgado. No porque me diera vergüenza
sino porque eso no me representa. Hice todo lo que se me ocurrió hacer como
ejercicio.
Al terminar sus estudios tuvo que volver a Venezuela. Sus
bolsillos no daban para quedarse a vivir en España. Tenía que regresar,
producir dinero. Hizo un par de telenovelas, ganó lo suficiente y volvió para comprarse
un piso en Madrid. Era 2004. Desde entonces, reside en España y ha viajado para
grabar otras telenovelas, participar en obras de teatro o actuar en películas –en
los 2000 estuvo en Francisco de Miranda (Diego Rísquez, 2006), Puras
joyitas (César Oropeza/Henry Rivero, 2007) y El tinte de la fama (Alejandro
Bellame, 2008), entre otras–. En 2008 dirigió su segundo corto –la
comedia Todo lo que sube–, que se estrenó en la cartelera venezolana como
parte del largo Cortos interruptus (2011). En paralelo, trabajó en
series de Canal Sur –Arrayán y Plaza Alta– y comenzó a desarrollar
su primer largometraje: Azul y no tan rosa (2013).
–Recuerdo que metí el proyecto para Desarrollo de guión
en el CNAC (Centro Nacional Autónomo de Cinematografía de Venezuela) y no se
aprobó. Sé, por personas que estuvieron en ese comité de selección, que alguien
cogió el proyecto y lo tiró, literalmente, a un cesto de basura. Dijo: “Este no
porque es una película de maricones”. Cuando me llegó el comentario, dije: “Lo
voy a hacer, aunque sea sin recursos. Voy a sentarme seis meses, día y noche, a
escribir el guión y montar el proyecto”. Estaba seguro de que iba a ser una
película de éxito, de que iba a tener excelente recepción.
Azul y no tan rosa fue vista por más de seiscientos
mil espectadores en su país, estuvo ocho meses en cartelera, dividió a la
crítica española –“mediocre película venezolana, entre folclórica y localista”,
escribió Carlos Marañón en Cinemanía; “un alegato nada panfletario sobre
la intolerancia en el ámbito de la identidad sexual”, dijo Lluís Bonet Mujica
en La Vanguardia– y ganó el Premio Goya a la Mejor Película
Hispanoamericana en una edición (2014) en la que competían la chilena Gloria (Sebastián
Lelio) y la mexicana La jaula de oro (Diego Quemada-Díez). Es, hasta
ahora, la única obra venezolana que ha obtenido el reconocimiento de la
Academia de Cine Español. Al subir al escenario a recoger el galardón, Ferrari
dijo varias cosas. Dijo “madre mía de mi vida”, dijo “qué subidón”, dijo “en
Venezuela esto, desde que anunciaron las nominaciones, se está viviendo como si
fuera la final de un Mundial de fútbol”. Dijo eso y agradeció, entre otras
personas, a su padre, que nunca pudo ver la película terminada.
***
El currículo de Miguel Ferrari suma proyectos año tras
año. Al Goya le siguieron algunas actuaciones en cine en Venezuela –El
inca (Ignacio Castillo, 2016) y Luisa (Juan Carlos Wessolossky,
2016)– y España –¡Oh! Mammy Blue (Antonio Hens, 2018)–, en 2020 se le verá
en Dime quién soy, la nueva apuesta de Movistar+ –“mientras la rodaba, me
di cuenta de lo maravilloso que es preocuparse sólo por tu trabajo como
actor”–, y el año pasado alternó la postproducción de La noche de las dos
lunas con su debut como guionista de televisión en la segunda temporada de La
reina del Sur, que se estrenó este año en Netflix. Tanto le gustó que ya
desarrolla su propia serie.
–Tengo mucha ilusión con ese proyecto. Quiero explorar
otras formas de lenguaje, un concepto audiovisual diferente. No es un guión de
dos horas. Tienes que escribir una serie de ocho horas con varias líneas
argumentales que mantengan al espectador enganchado a la historia. Ese no es el
futuro, es el presente y lo quiero hacer. Siempre he sido un poco inquieto y
voy migrando de una cosa a la otra.
–¿No te gustaría rodar una película en España?
–Azul y no tan rosa la filmé aquí, en el Parque El
Retiro y el Palacio de Oriente.
–Pero es más una película venezolana que española.
–Me encantaría producir una película aquí. Y lo voy a
hacer. Mi siguiente largometraje será mayoritariamente español. Ya lo verás.
–¿Volverías a Venezuela?
–Iré, pero no será para quedarme. Yo siento que Madrid es
mi casa. Este es mi lugar. Mi relación con la ciudad es de amor a primera
vista. Cuando llegué, sentí que había vivido aquí toda mi vida. Amo con locura
esta ciudad, soy feliz aquí. Me gusta su gente. Me siento libre, que es una de
las cosas que más aprecio. La libertad de ser quien quieras ser, de caminar a
altas horas de la noche, solo, en una calle, y tener la completa certeza de que
vas a volver a casa. Eso, para mí, es calidad de vida. Eso es vivir y ser
feliz.
***
08 de Noviembre del 2019
No hay comentarios:
Publicar un comentario