viernes, 8 de noviembre de 2019

Miguel Ferrari, la libertad de reinventarse- Por Daniel Fermin


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Fotografía cortesía de Miguel Ferrari

Entrevista publicada originalmente en la revista El antepenúltimo mohicano.

La vida como cineasta de Miguel Ferrari (Caracas, 1963) se inició antes de dirigir su primer largometraje: una mañana, en la Caracas de finales de los 90, se levantó para ir a grabar una telenovela en la que actuaba –“una de esas que eran infinitas, de doscientos capítulos de una hora”, recuerda–, se vio en el espejo y se preguntó qué estaría haciendo dentro de veinte años.


 El espejo le reveló una imagen inquietante: se vio haciendo la misma telenovela, con los mismos personajes y las mismas fórmulas que ya interpretaba. Frente a su reflejo, tomó la decisión de irse a estudiar cine en Madrid. Dejarlo todo y empezar de cero. Eligió Madrid porque necesitaba marcar una distancia de seis mil kilómetros con su país para evitar la tentación de regresar. También porque en esos años vio Tesis, la primera película de Alejandro Amenábar, y le gustó tanto que, cuando supo que el director tenía sólo veinticuatro años, se dio cuenta de que en el cine español había algo que le interesaba. Marcharse significaba renunciar a una vida privilegiada que incluía contratos exclusivos con los principales canales de televisión y papeles protagónicos en teatro.
–¿No tuviste miedo de perder lo que tenías?

–Claro que lo tuve –dice Ferrari, en Madrid, un par de días antes de estrenar su segunda película– pero tuve más miedo de que llegara un momento de mi vida en el que me dijera “por qué no aproveché y probé, por qué no lo intenté”. No quería quedarme con esa frustración. Siempre en mi vida he tomado el camino más riesgoso. Además, mira chico, me gané un Goya. No me salió tan mal esa decisión.
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El 17 de abril de 2014 el diario ABC hizo eco de una noticia: “Un hospital italiano implanta los embriones de una mujer en el útero de otra por error”. El titular llegó a los ojos de Ferrari y supo, de inmediato, que en esa equivocación había una historia. Se tomó su tiempo para investigar aspectos científicos y legales sobre el tema, desarrolló un argumento, delineó los personajes y contactó a Lupe Gehrenbeck para escribir el guion. Lo trabajaron juntos durante un año, escribieron y reescribieron hasta que, quince versiones después, pusieron punto final. El resultado, que podrá verse en la cartelera venezolana desde el 25 de octubre, fue La noche de las dos lunas, un filme que navega entre el melodrama y la fábula infantil en el que se narra la historia de dos mujeres –interpretadas por Prakriti Maduro y Mariaca Semprún– que luchan por ser madres. Todo en una Caracas descontextualizada de su crisis actual.

–A mí me interesaba abrir el debate sobre qué es más importante: si lo afectivo o lo biológico. Me gusta poner de relieve el tema de la libertad de elegir. Todo lo moral, ético, religioso que se mueve en torno a estas cosas. Construyo una historia de ficción inspirada en un hecho real que ubico en un lugar que puede ser cualquier lugar del mundo. Quería que nos centráramos sólo en lo emocional que rodea a los personajes y no que influyera el contexto social y económico venezolano, que es tan particular. De hecho, inicialmente, la película se iba a rodar en República Checa.

–¿Te costó rodar en Venezuela?

–No sabes cuánto. Tuve que enfrentarme a cosas que ningún otro director en un país normal se enfrenta. La planta eléctrica, por ejemplo, todos los días se paraba, porque con el desabastecimiento en Venezuela no hay repuestos. También tuvimos que comprar el catering la primera semana de preproducción para que la devaluación no se comiera el presupuesto. Lo pagamos todo de una vez y se congeló.

–¿Y estuvo ocho semanas congelado?

–Me imagino que sí. Es lo que se hace.

–¿Nadie se indigestó?

–No, por favor. Todo estuvo muy rico.
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Franceschino Ferrari migró de Italia a Venezuela cuando tenía dieciocho años. Hizo todo tipo de trabajos –incluido cargar botellones de agua– hasta que abrió su propia barbería en el bloque cuatro de la urbanización El Silencio, en Caracas. Miguel, su hijo, lo acompañaba por las tardes y veía pasar frente al local a muchos de los intérpretes más famosos de la época que se dirigían a una emisora de radio cercana. Él, con siete u ocho años, corría tras ellos para pedirles un autógrafo. Los conocía porque su madre, Rita –una ama de casa que ayudaba a la economía familiar al trabajar para un sastre–, se ponía a coser pantalones mientras escuchaba sus radionovelas favoritas.

–Tenía que escucharlas porque mi mamá las ponía a todo volumen y yo terminaba enganchado a las historias. De pequeño mamé de todo eso.

Tanto las escuchó que pronto comenzó a escribir sus propios guiones de radionovela. Él, con diez años, interpretaba a los personajes masculinos y ponía a su hermana, de seis, a hacer los femeninos. Los grababa, efectos de sonido incluidos, y no dejaba de repetir cada capítulo hasta que sentía que le quedaba bien.

Eso que comenzó como un juego pronto se convirtió en una aspiración. De pequeño, ya quería ser actor. Sus padres se reían y decían que era una cosa de niños, que luego se le pasaría. Una tarde, con ocho años, se fue solo al cine cerca de su casa y vio El deseo de vivir (1973) –“la primera película que me conmocionó”, dice–. A partir de ese momento el cine lo acompañó siempre –las películas de Pedro Almodóvar y Giuseppe Tornatore lo marcarán después, ya de adulto–. Decidió estudiar Arte dramático en la Escuela Nacional de Teatro. Al graduarse, uno de sus profesores le recomendó hacer un casting en el Ateneo de Caracas. Ferrari fue a la prueba, presentó un monólogo y le dieron el papel. Su debut profesional fue con la obra Mariana Pineda, de Federico García Lorca. Era 1986. Tenía veintitrés años cuando cumplió su sueño de niño.
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–Lo que se siente sobre las tablas es único, apasionante, pero yo lo que quería hacer era cine. En Venezuela nunca tuvimos una industria. Se hacían una o dos películas por año. Era el declive de la época dorada que comenzó en los 70. Recuerdo una cosa que me marcó mucho: un día fui a hacer un casting, estuve seis o siete horas de espera, para una película de Román Chalbaud. Cuando llegué abrí la puerta de la sala, Román me vio e inmediatamente me dijo: “No, el siguiente”. Fue una putada. Yo, con la ilusión, pensaba que era mi gran oportunidad. Le pregunté: “pero por qué no”. Me dijo: “Es que buscamos sólo policías y ladrones”. Yo seguí haciendo teatro. Me iba muy bien. Formé parte de la compañía estable de Rajatabla y tenía un sueldo nada despreciable. En 1990, Adolf Shapiro fue a Venezuela a dirigir El inspector, de Nikolái Gogol. Hice el casting, me eligió para uno de los personajes y me gané el Premio Juana Sujo, el más importante que se daba en el teatro.

 Eso salió reseñado en la prensa y Marte TV, que buscaba caras frescas, se fijó en esos reportajes y me localizaron y me dijeron que querían hablar conmigo. Cuando hacía teatro, en esa época, despreciaba la televisión. Me insistieron mucho. Les decía que no podía, que tenía giras. Me dijeron que iban a respetar mis funciones teatrales. Firmé el contrato sin estar muy convencido y dije: “vamos a ver qué tal”, y la verdad es que esa decisión fue muy importante. Desde afuera veía la televisión de otra forma. Una vez dentro aprendí algo increíble: a resolver de forma creativa ocho, nueve o hasta quince secuencias diarias de memoria. A hacerlo de forma más que digna, a destacar, a decir con mucha verdad textos que no eran tan naturales. Mi trabajo en esa primera novela, La traidora (1991), fue muy apreciado y a partir de ahí tuve contratos exclusivos. Era lo más cercano al cine que podía hacer. Era ganar dinero con algo que me gustaba. La televisión fue una escuela que me dio muchas herramientas que luego utilicé en el teatro.
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A principios de los 90 Ferrari vio de cerca la muerte. A su madre la habían operado del hígado y él quería que ella se hiciera un chequeo médico para revisar su estado. La acompañó y aprovechó para hacerse él una revisión. Algo de rutina, nada más. Cuando el médico le hizo el reconocimiento físico vio un lunar que no le gustó. Le hizo una biopsia. Los resultados arrojaron un melanoma, el tumor maligno más agresivo que hay.
–Fue terrible. Yo hacía un piloto en Caracas para la televisión española y deseaba terminar con esas grabaciones, operarme y sacarme eso. Decía: “cada día cuenta”. Porque una vez que aparece en seis meses tienes metástasis. Eso cambió mi perspectiva de la vida, y que te cambie cuando tienes veintisiete años es muy rudo.

El diagnóstico coincidió con la muerte repentina de varios de sus compañeros de trabajo. El VIH estaba en auge y afectó a parte de la escena cultural venezolana. Uno tras otro, sus amigos seropositivos comenzaron a morir.

–Yo abría mi agenda de teléfonos para llamar a mis amigos, o para salir a tomar algo, y me encontraba con que había un montón de gente que ya se había muerto. Eso me cambió completamente el sentido de todo, de la vida, de entender lo importante que es hacer lo que uno quiere, lo que te haga feliz.
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Miguel Ferrari se fue a estudiar Dirección de cine en la Escuela Séptima Ars de Madrid en 1999. Mientras estudiaba, tuvo que servir copas algún fin de semana en un bar para costearse la vida. Su corto Malasombra (1999) –filmado en 16 milímetros y que se halla disponible en el canal de Youtube de la academia– fue el resultado de su paso por la institución. En él se le ve aparecer –como personaje antagonista– en dos escenas frente a un espejo –todo vestido de negro, con una barba cuidada y pelo todavía abundante–. El corto debe verse como lo que es: la práctica final de un curso de cine.
–Yo no lo hubiera colgado. No porque me diera vergüenza sino porque eso no me representa. Hice todo lo que se me ocurrió hacer como ejercicio.

Al terminar sus estudios tuvo que volver a Venezuela. Sus bolsillos no daban para quedarse a vivir en España. Tenía que regresar, producir dinero. Hizo un par de telenovelas, ganó lo suficiente y volvió para comprarse un piso en Madrid. Era 2004. Desde entonces, reside en España y ha viajado para grabar otras telenovelas, participar en obras de teatro o actuar en películas ­–en los 2000 estuvo en Francisco de Miranda (Diego Rísquez, 2006), Puras joyitas (César Oropeza/Henry Rivero, 2007) y El tinte de la fama (Alejandro Bellame, 2008), entre otras–. En 2008 dirigió su segundo corto ­–la comedia Todo lo que sube–, que se estrenó en la cartelera venezolana como parte del largo Cortos interruptus (2011). En paralelo, trabajó en series de Canal Sur –Arrayán y Plaza Alta­– y comenzó a desarrollar su primer largometraje: Azul y no tan rosa (2013).

–Recuerdo que metí el proyecto para Desarrollo de guión en el CNAC (Centro Nacional Autónomo de Cinematografía de Venezuela) y no se aprobó. Sé, por personas que estuvieron en ese comité de selección, que alguien cogió el proyecto y lo tiró, literalmente, a un cesto de basura. Dijo: “Este no porque es una película de maricones”. Cuando me llegó el comentario, dije: “Lo voy a hacer, aunque sea sin recursos. Voy a sentarme seis meses, día y noche, a escribir el guión y montar el proyecto”. Estaba seguro de que iba a ser una película de éxito, de que iba a tener excelente recepción.

Azul y no tan rosa fue vista por más de seiscientos mil espectadores en su país, estuvo ocho meses en cartelera, dividió a la crítica española –“mediocre película venezolana, entre folclórica y localista”, escribió Carlos Marañón en Cinemanía; “un alegato nada panfletario sobre la intolerancia en el ámbito de la identidad sexual”, dijo Lluís Bonet Mujica en La Vanguardia– y ganó el Premio Goya a la Mejor Película Hispanoamericana en una edición (2014) en la que competían la chilena Gloria (Sebastián Lelio) y la mexicana La jaula de oro (Diego Quemada-Díez). Es, hasta ahora, la única obra venezolana que ha obtenido el reconocimiento de la Academia de Cine Español. Al subir al escenario a recoger el galardón, Ferrari dijo varias cosas. Dijo “madre mía de mi vida”, dijo “qué subidón”, dijo “en Venezuela esto, desde que anunciaron las nominaciones, se está viviendo como si fuera la final de un Mundial de fútbol”. Dijo eso y agradeció, entre otras personas, a su padre, que nunca pudo ver la película terminada.
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El currículo de Miguel Ferrari suma proyectos año tras año. Al Goya le siguieron algunas actuaciones en cine en Venezuela –El inca (Ignacio Castillo, 2016) y Luisa (Juan Carlos Wessolossky, 2016)– y España –¡Oh! Mammy Blue (Antonio Hens, 2018)–, en 2020 se le verá en Dime quién soy, la nueva apuesta de Movistar+ –“mientras la rodaba, me di cuenta de lo maravilloso que es preocuparse sólo por tu trabajo como actor”–, y el año pasado alternó la postproducción de La noche de las dos lunas con su debut como guionista de televisión en la segunda temporada de La reina del Sur, que se estrenó este año en Netflix. Tanto le gustó que ya desarrolla su propia serie.

–Tengo mucha ilusión con ese proyecto. Quiero explorar otras formas de lenguaje, un concepto audiovisual diferente. No es un guión de dos horas. Tienes que escribir una serie de ocho horas con varias líneas argumentales que mantengan al espectador enganchado a la historia. Ese no es el futuro, es el presente y lo quiero hacer. Siempre he sido un poco inquieto y voy migrando de una cosa a la otra.

–¿No te gustaría rodar una película en España?

–Azul y no tan rosa la filmé aquí, en el Parque El Retiro y el Palacio de Oriente.
–Pero es más una película venezolana que española.

–Me encantaría producir una película aquí. Y lo voy a hacer. Mi siguiente largometraje será mayoritariamente español. Ya lo verás.

–¿Volverías a Venezuela?


–Iré, pero no será para quedarme. Yo siento que Madrid es mi casa. Este es mi lugar. Mi relación con la ciudad es de amor a primera vista. Cuando llegué, sentí que había vivido aquí toda mi vida. Amo con locura esta ciudad, soy feliz aquí. Me gusta su gente. Me siento libre, que es una de las cosas que más aprecio. La libertad de ser quien quieras ser, de caminar a altas horas de la noche, solo, en una calle, y tener la completa certeza de que vas a volver a casa. Eso, para mí, es calidad de vida. Eso es vivir y ser feliz.
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 Prodavinci

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08 de Noviembre del 2019

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