El peronismo logró
vencer a la coalición Juntos por el Cambio y frustrar la reelección de Mauricio
Macri. El fracaso económico del gobierno y la reunificación del peronismo
explican el retorno de este último al poder más rápido de lo que hasta hace
poco se esperaba.
El domingo 27 de
octubre, Argentina se dio nuevo gobierno. Lo hizo mediante un acto eleccionario
en el cual el país asistió a varias novedades: por primera vez en su historia
nacional, fue derrotado un presidente en funciones que buscaba su reelección;
por primera vez desde la recuperación de la democracia en 1983, un presidente no
peronista logró llegar a las elecciones luego de cuatro años de mandato con
posibilidades de ser reelegido; por primera vez un ex-presidente (en este caso,
ex-presidenta) va a asumir como vicepresidente de la nación; por primera vez,
asumirá un presidente que no ha pasado por ninguna función ejecutiva o electiva
previa. También será la primera vez que el peronismo llegue al poder derrotando
a un presidente en ejercicio (en 1989, Raúl Alfonsín no era candidato; en 2003,
Néstor Kirchner no compitió contra Fernando de la Rúa, quien había renunciado
dos años antes). Con la asunción del nuevo gobierno, el próximo 10 de
diciembre, Argentina llegará a 36 años de estabilidad democrática, no solo con
elecciones libres sino con alternancia en el poder.
Pero comencemos por el
principio: ¿cómo puede explicarse que Mauricio Macri haya logrado lo que solo
otros dos presidentes latinoamericanos pudieron antes, vale decir, ser
derrotado en su intento reeleccionista?
En enero de 2016
publiqué un artículo en Nueva Sociedad titulado «El gobierno de Mauricio Macri: entre lo nuevo y lo
viejo», en el que intentaba sistematizar las dimensiones con las
cuales evaluar la gestión del entonces nuevo gobierno. Argumentaba que
Cambiemos (la coalición integrada por Propuesta Republicana, la Unión Cívica
Radical y la Coalición Cívica) había llegado al gobierno con algunas promesas
sustantivas que habían concitado apoyo en la población, entre ellas, la
reducción de la inflación, una mayor liberalización económica (sobre todo, la
posibilidad de comprar dólares y de acceder a bienes de consumo limitados por
el «estatismo» kirchnerista) y, en especial, la perspectiva de derrotar políticamente,
y de manera definitiva, al kirchnerismo (una popular consigna antikirchnerista
era «No vuelven más»). De estas tres cuestiones dependería su éxito o fracaso.
Es evidente que el
resultado adverso en las urnas del domingo 27 de octubre solo puede explicarse
como resultado de haber incumplido totalmente las dos primeras promesas. No
obstante, la resiliencia política de Cambiemos hacia el futuro se explica a
partir del éxito (parcial) en el cumplimiento de la tercera.
Resulta tal vez
redundante, pero necesario, recentrar el análisis de la derrota de Juntos por
el Cambio (el nuevo nombre de Cambiemos) en su gestión de gobierno, ya que aquí
se cifra la causa principal. El gobierno de Macri no solo no disminuyó la
inflación (aunque en la campaña había dicho que eso era «muy fácil»), sino que
la aumentó (el gobierno kirchnerista se retiró con una inflación de alrededor
de 25% anual; la última medición del Instituto Nacional de Estadística y Censos
antes de las elecciones alcanzó un 6% mensual). No llovieron las inversiones
privadas, como había prometido el gobierno market-friendly, y la gestión
económica macrista disminuyó las posibilidades de consumo de la mayoría de la población.
En un país en el que el
acceso al consumo es una demanda prácticamente universal, no solamente los
bienes de primera necesidad y suntuarios resultaron más caros en términos
reales sino que su oferta se empobreció: menos variedad de marcas y de productos
en los supermercados y nula apertura a las marcas aspiracionales globalizadas
que sus votantes buscaban. No solo no se instaló en Argentina un Apple Store,
ni vinieron H&M o Forever 21, sino que de repente se volvió difícil para
grupos sociales enteros comprar queso o lácteos. A punto que tal que Cristina
Fernández de Kirchner ironizó: «Estos son malos capitalistas, conmigo sí había capitalismo (...)
que no me jodan más con lo del capitalismo».
Si bien en algunos
sectores aumentó la oferta de servicios (por ejemplo, en el mercado de
transporte aéreo, con el ingreso de las llamadas low cost), cabe señalar
que el gobierno de Macri fue mucho más «proempresas» que «promercado», para
utilizar la útil clasificación de James Bowen.
La concentración empresarial en
los sectores de servicios públicos, bancario, de telefonía celular y de medios
de comunicación fue una constante. El deterioro de las condiciones de vida de
las mayorías (que incluyó la caída de cuatro millones de personas bajo la línea de pobreza y el crecimiento de
la pobreza hasta alcanzar al 35% de la población) no condujo al «círculo
virtuoso» en el cual un menor salario real dinamizaría la demanda de empleo,
que se suponía frenada por el alto costo laboral argentino.
En síntesis: Argentina
cerrará este ciclo de gobierno con una caída del PIB proyectada para este
año de 3,1%. Finalmente, y casi como una cruel ironía, Macri terminó su mandato
reinstalando controles de cambios: la posibilidad de ahorrar en la moneda
estadounidense fue la demanda que había unificado a sus votantes desde que el
gobierno de Fernández de Kirchner implementó el llamado «cepo» en 2012. El cepo
actual es aún más restrictivo que el de entonces: solo se pueden comprar 200
dólares mensuales por persona.
No puede resultar
sorprendente, por lo tanto, que el núcleo del voto del peronismo hayan sido las
zonas geográficas de Argentina más impactadas por el deterioro productivo y
socioeconómico de estos cuatro años. La victoria de Alberto Fernández, cuya
candidatura permitió reunificar al peronismo, se construyó con los votos de las
zonas industriales y populosas del Conurbano bonaerense (profundamente
afectadas por la caída del empleo) y las provincias del sur y el norte del
país. La Patagonia, en particular, resultó adversa para el macrismo, que una y
otra vez la consideró una región de privilegios indebidos, por ejemplo, por
recibir subsidios a las tarifas de gas y electricidad. Tampoco resulta
sorprendente que el núcleo del voto de Juntos por el Cambio se haya distribuido
en espejo: las zonas agrícola-ganaderas del centro pampeano del país fueron,
son y seguramente serán el corazón del proyecto político del macrismo en la
oposición.
Pero el macrismo no solo
no pudo entregar buenos resultados macroeconómicos: resultó llamativo durante
estos cuatro años su desapego (que bordeó en la displicencia) hacia la gestión
del Estado. El gobierno de Cambiemos no tuvo prácticamente políticas insignia
novedosas ni dejará tampoco leyes reformadoras de gran relevancia. En salud,
educación, tecnología y política social, su gestión fue o bien la clausura de
políticas enteras, o bien una continuidad desganada del statu quo anterior,
cualquiera fuese este. No hubo reformas de fuste o creación de nuevas
capacidades estatales en prácticamente ningún área. La inversión en
infraestructura de transporte, vivienda y saneamiento ambiental fue módica. Por
momentos pareció como si el gobierno de Macri hubiese estado auténticamente
convencido de que el único y fundamental deber de su gobierno era retirar al
Estado lo más posible, con la convicción de que desaparecido este obstáculo,
las fuerzas del mercado desarrollarían autónomamente el país. Se abrió el
debate del aborto pero no se aprobó y, en la campaña, el oficialismo hizo un
giro «provida».
Queda aún la tercera
promesa de Macri: derrotar definitivamente y para siempre al kirchnerismo
(primero) y al peronismo (luego de 2017), con la paradoja de que Macri buscó un
candidato a vicepresidente peronista (antikirchnerista), Miguel Ángel Pichetto,
y que varias provincias «amarillas», como Córdoba o Santa Fe, donde ganó Macri,
tienen también gobernadores peronistas. En esta meta podemos encontrar
(paradójicamente, ya que fue derrotado por el revitalizado adversario
peronista) los mayores éxitos del macrismo.
Juntos por el Cambio
alcanzó 40% de los votos en unas elecciones disputadas en medio de una grave
crisis económica porque la coalición respondió con mucha claridad a la pregunta
de a quién representaba: a los y las votantes cuya primera prioridad ideológica
es enfrentarse, de plano y definitivamente, con el peronismo, con votantes
peronistas a los que imaginan radicalmente distintos de ellos mismos, y con la
dimensión plebeya, contestataria y popular que el peronismo (tanto en sus
versiones neoliberal durante la década de 1990 como nacional-popular durante el
kirchnerismo) no tiene empacho en traer a la arena política.
El giro hacia el
antiperonismo puro y duro se reforzó en el último mes antes de las elecciones,
durante el cual Macri llevó adelante una larga gira por todo el país bautizada
«Sí se puede». En ella inauguró una fase de «liderazgo carismático» (que
incluyó, por ejemplo, besar el pie descalzo de una seguidora sobre el
escenario) que pocos anticipaban, pero que fue eficiente en movilizar a su base
más fiel. Si bien la coalición Juntos por el Cambio fue derrotada, conservó una
buena porción de votos, ganó en las provincias agroganaderas del país (Córdoba,
Santa Fe, Entre Ríos), en San Luis y la Ciudad de Buenos Aires, y se aseguró un
bloque muy nutrido en el Congreso. No es poca cosa. El precio, sin embargo, fue
la consolidación de un discurso con ribetes clasistas –e incluso racistas–,
cuyo desenvolvimiento en la esfera pública habrá de ser monitoreado.
Lo que viene es una
incógnita, ya que hay pocos elementos del pasado con los cuales establecer
comparaciones o analogías, y el peronismo siempre se reinventa a sí mismo. Como
en los últimos años, la economía será el principal desafío del nuevo gobierno:
la deuda externa, asumida en su totalidad por el gobierno de Macri, deberá ser
renegociada. Alberto Fernández deberá negociar con los actores económicos y
sociales del país a fin de que todos acepten perder algo: los acreedores
deberán resignar ganancias, los sectores agroexportadores tal vez deberán pagar
más impuestos y las bases sociales del peronismo deberán tal vez aceptar que la
mejoría en su calidad de vida y sus ingresos no será todo lo rápida que ellos
se imaginan hoy.
Además, ambos bloques
deberán maniobrar en una situación en la cual las diferencias ideológicas entre
los votantes –en las elecciones más polarizadas desde 1983– parecen haberse
solidificado de manera abierta, al aire libre, en el reino de lo dicho y no de
lo insinuado. Lo esperable no es la desaparición de los antagonismos políticos
(no es esa la «cultura» argentina) pero sí, al menos, su canalización en los
espacios del Congreso y la negociación sectorial institucionalizada. También es
una incógnita cómo funcionará la encarnación actual del peronismo, de la cual
el kirchnerismo es una parte fundamental pero no la conductora, y Fernández de
Kirchner fungirá, de manera inédita, como vicepresidenta (tal vez valga la pena
recordar que el peronismo en el poder hasta ahora se ha verticalizado siempre
bajo la figura de la autoridad presidencial).
Por el momento, vale la
pena señalar que, en una región que está en este momento sumida en serias
turbulencias políticas, Argentina vivió una elección presidencial en la que dos
visiones de país distintas –una de centroizquierda y otra de centroderecha– se
enfrentaron pacíficamente. Esta elección libre no es poca cosa: al ejercerla,
la sociedad argentina decidió que un gobierno que teóricamente venía a
hegemonizar la política nacional por cien años durara solo cuatro.
Nuso. org
05 de Noviembre del 2019
No hay comentarios:
Publicar un comentario