¿Qué es una ciudad?
«Ciudad» es una palabra
que puede describir casi cualquier cosa. Un pequeño asentamiento en el Medio
Oeste, con menos de 10.000 personas, y solo un sheriff para
representar a la autoridad cívica, puede llamarse ciudad. También lo es Tokio,
con una población que se aproxima a los 40 millones de personas, una estructura
urbana basada en múltiples distritos electorales, una cámara parlamentaria, un
gobernador, un gobierno local que emplea a 250.000 personas y un presupuesto
multimillonario.
Si cualquier cosa puede
definirse como ciudad, entonces la definición corre el riesgo de no significar
nada. Una ciudad la configuran personas, dentro de las fronteras de las
posibilidades que esto ofrece y, por tanto, tiene una identidad distintiva, que
consiste en mucho más que una aglomeración de edificios. Clima, topografía y
arquitectura forman parte de lo que crea esa distinción, igual que sus
orígenes. Las ciudades basadas en el comercio poseen cualidades diferentes a
aquellas que tienen un origen industrial. Algunas ciudades las han construido
autócratas, otras se han visto moldeadas por la religión. Algunas ciudades
tienen su origen en la estrategia militar, o en el arte de gobernar.
Estos no son elementos
genéricos, que produzcan siempre los mismos resultados. Muchas ciudades tienen
un río, pero el Sena es único, parte esencial de lo que hace París distinto de
Berlín y el Spree. Hong Kong es una ciudad comercial, y también Dubái, y Hamburgo,
pero son ellas mismas, inconfundibles. No todas las características que las
distinguen son positivas. Un teatro estilo «Beaux Arts» en ruinas y destrozado
que ahora se usa como aparcamiento de coches forma parte específica de la
identidad de una única ciudad, Detroit.
En términos materiales,
una ciudad se puede definir por la manera en que su gente se une para vivir y
trabajar, por su modo de gobierno, por su sistema de transportes y por el
funcionamiento de su alcantarillado. Y en no menor medida por sus posibilidades
económicas. Una definición de ciudad es que se trata de una máquina de creación
de riqueza, que, como mínimo, hace que los pobres no sean tan pobres como eran
antes. Una auténtica ciudad ofrece a sus ciudadanos la libertad de ser lo que
quieren ser. La idea de lo que conforma una ciudad es más elusiva, pero es tan
significativa como los datos. A solo un corto paseo de las cicatrices dejadas
en el tejido de Nueva York por la destrucción de las Torres Gemelas, en una
serie de vallas junto al Hudson, se han colocado las palabras de dos poetas
americanos en grandes letras mayúsculas fundidas una a una en bronce. Carecen
de precisión y no ofrecen prescripciones para el urbanismo, sin embargo, tienen
resonancias que faltan a definiciones más materialistas de una ciudad.
El tono de Walt Whitman
es el de una loa sublime:
¡Ciudad del mar! […]
¡Ciudad de muelles y
almacenes… ciudad de altas fachadas de mármol y hierro!
¡Ciudad orgullosa y
apasionada… vibrante, loca y caprichosa ciudad!
Faltan los dos primeros
versos de Whitman, que reflejan una condición urbana todavía más importante:
¡Ciudad del mundo! (pues
todas las razas están aquí,
todos los países de la
tierra depositan aquí su contribución).*
Y luego, un poco más
allá, a orillas del río, con los nuevos rascacielos como piezas de un juego de
construcción, alineados y visibles al otro lado del Hudson, Frank O’Hara es
mucho más lacónico:
No hay necesidad de
dejar los límites de Nueva York para encontrar todo el verdor que uno desea: no
soy capaz de disfrutar ni de una simple hoja de hierba a menos que sepa que
está el metro cerca, o una tienda de discos, o alguna otra señal de que la gente
no lamenta totalmente la vida.
Los versos son producto
de una creación de entorno (place-making) que iluminan la sombra lúgubre de lo
que antes se conocía como el Centro Financiero del Mundo, que lo pagó. El
artista de origen iraní Siah Armajani seleccionó los versos y diseñó su
ubicación física, para crear un lugar donde los trabajadores de las oficinas
pudieran tomar el sol y sentir la brisa procedente del Hudson.
Sigue sin resolverse la
cuestión de si el propio World Financial Center, formado por seis edificios
distintos que ocupan una superficie total de 740.000 metros cuadrados, está o
no a la altura de la idea de Whitman de una ciudad. Este conjunto urbanístico
resume la esencia de un cierto enfoque de la creación de ciudades en un momento
determinado de la evolución de Nueva York. Este enfoque, replicado en todo el
mundo, ya no es el habitual, como se ha demostrado al rebautizar el sitio. El
World Financial Center sobrevivió al 11S, pero ahora se llama Brookfield Place.
Deloitte, Fidelity y el Wall Street Journal tienen su cuartel general
en el número 200 de Liberty Street, una torre que en la década de 1980, tal y
como deseaban los promotores inmobiliarios cuando fue construida, se llamaba
One World Financial Center, y Merrill Lynch está en el 250 de Vesey Street,
antes conocida como Four World Financial Center.
Las nuevas direcciones
son un gesto hacia Jane Jacobs, la crítica más importante de la planificación
urbanística a gran escala. Reflejan una conciencia tardía de que esos bloques
monstruosos interrumpen el trazado de las calles. Pero con poner un nombre de
calle a 90.000 metros cuadrados de espacio de oficinas en una torre de 40 pisos
no basta para convertirla en una ciudad íntima, a escala de los peatones.
Brookfield Place sigue siendo un monocultivo urbano, creado sobre un vertedero.
Ofrece un lugar bastante civilizado en el cual comerse un bocadillo, tiene una
pista de hielo y un programa de actos para animar a los compradores a que
acudan los fines de semana. En Navidad, el Invernadero está iluminado toda la
noche.
Brookfield Place
pertenece a la misma empresa inmobiliaria que controla Canary Wharf en Londres,
que ofrece un programa de arte público no menos ambicioso, y donde abundan los
lugares para comer. Como Brookfield Place, Canary Wharf acoge las sedes locales
de empresas de todo el mundo, desde American Express a Nomura. Se agrupan todas
en un entorno que es bastante intercambiable, como la versión moderna de los
complejos kontor (una palabra que significa «puesto contable» u «oficina»)
establecidos por la Liga Hanseática en el siglo XV. Los comerciantes de la
Hansa se extendieron por todo el norte de Europa, desde las ciudades libres del
Báltico, estableciendo enclaves en sitios tan lejanos como el Steelyard de
Londres. Eran muy suyos y llevaban su arquitectura adonde quiera que iban, muy
parecidos a los banqueros de inversiones del siglo XXI que usan a sus
decoradores americanos para construir cines, piscinas y bodegas bajo sus casas
adosadas en Holland Park.
Walt Whitman pasó la
última parte de su vida en Camden, Nueva Jersey, cosa que sugiere que aunque
apreciaba las cualidades de una gran metrópoli, él mismo no sintió la necesidad
de pasar sus días en una. Frank O’Hara, por su parte, vivió en la calle 9 Este;
una vida que solo habría podido darse en lo que entendemos como ciudad, en el
sentido moderno del término. Y esa fue la vida de un hombre gay en el Nueva
York de los años cincuenta, una ciudad que demostró los límites de su
liberalismo al convertirse en la primera jurisdicción de Estados Unidos no en
legalizar la homosexualidad, pero sí en definirla como una falta, en lugar de
un delito.
La vida de O’Hara se
puede contemplar como el producto de dos cualidades mutuamente
interdependientes: urbanidad y modernidad. En el mundo moderno, una definición
importante de una ciudad podría ser aquel lugar que permite a los homosexuales
vivir como ellos decidan, igual que ofrece también tolerancia para los
religiosos y, como sugiere Whitman, da la bienvenida a ciudadanos de todas las
naciones y razas. Pero la tolerancia no carece de responsabilidades por parte
tanto de los anfitriones como de los recién llegados, como demuestra el actual
temor de que los emigrantes que huyen de la guerra de Siria, Irak y Afganistán
estén trayendo con ellos la misoginia.
Existen pruebas
consoladoras de que las ciudades que han mostrado tolerancia han florecido
mucho más que aquellas que no la han tenido. Ámsterdam se convirtió en el
estado comercial más poderoso del mundo en el siglo XVII, en parte porque
alentaba a los perseguidos (hugonotes, judíos, puritanos y otros) a vivir allí.
A su vez, ésta fue el modelo de ciudad que Pedro el Grande quiso construir,
como ventana de Rusia al mundo, aunque tuvo más éxito a la hora de replicar las
cualidades arquitectónicas de Ámsterdam que al abrazar la misma tolerancia en
San Petersburgo.
Pero la idea de una
ciudad abierta, celebrada por Whitman y por O’Hara, no es la única base para
las ciudades y su crecimiento, incluso aquellas que admira el mundo moderno.
Atenas la construyeron propietarios de esclavos, y no había democracia popular
en Roma ni en la Florencia renacentista. Moscú, Beijing y Tokio todavía
muestran las huellas de las autocracias que las construyeron. El Kremlin, la
Ciudad Prohibida y el Palacio Imperial son los monumentos de un sistema urbano
que se construyó en torno a un solo individuo todopoderoso.
Cada uno de ellos tenía
un palacio en el centro, rodeado por una ciudad interior de criados y
familiares, y una zona exterior para comerciantes y trabajadores excluidos de
la corte. Se desarrollaron sistemas para imponer el control de las masas. Desde
las primeras ciudades clásicas, las élites han temido el poder de la masa, y
han hecho todo lo que han podido para eliminarlo. El auge de la ciudad
industrial, desde principios del siglo XVIII en Europa, llevó estos
temores a niveles febriles. Los observadores del enorme crecimiento de las
ciudades modernas empezaron a usar metáforas de la enfermedad para
describirlas. Hacia 1830, William Cobbett apodaba a Londres la «Gran
Excrecencia», un tumor en el rostro de la Inglaterra rural.
Los números absolutos
han preocupado a algunos demógrafos al menos desde 1798, cuando Thomas Malthus
concluyó, hasta el momento equivocadamente, que las poblaciones crecen mucho
más deprisa de la velocidad a la que podemos incrementar el cultivo de
alimentos necesarios para sobrevivir. El temor al crecimiento incontrolable de
las ciudades y el desorden que llevaría consigo ese crecimiento era tan
amenazador como la perspectiva de la hambruna generalizada. Más recientemente
nos hemos dado cuenta de que ahora las ciudades contienen a la mayor parte de
la población del planeta, y esa conciencia ha generado nuevas ansiedades.
A los pocos
privilegiados que viven en los enclaves más adinerados de Mumbai, mientras
centenares de miles de personas viven en la calle, o en Nairobi, con Kibera, su
enorme suburbio pegado a la vía del ferrocarril, y otras tantas ciudades
igualmente polarizadas, esos enclaves les parecen más bien islas de orden, bajo
el asedio de los desposeídos que presionan por todos lados, en lugar de
comunidades.
En 1950, las ciudades
eran predominantemente creaciones del mundo rico, que contenían el 60 por
ciento de la población urbana, aunque incluyese a los relativamente pobres,
además de los más privilegiados. Ahora que el 70 por ciento de los habitantes
de las ciudades vienen del mundo en desarrollo, es más probable que las
ciudades sean pobres en términos absolutos. Desde que empezó el siglo XXI,
Lagos y Daca han atraído cada una a 1.000 personas nuevas cada día, cada año.
No vienen de otras ciudades, sino en parte del aumento natural de la población:
del Bangladesh rural, en el caso de Daca, y en el caso de Lagos, de toda el
África subsahariana y más allá. Durante un tiempo, esa transición a la mayoría
urbana se presentó, quizá con demasiada precipitación, como un acontecimiento
con el mismo tipo de significado potencial en la evolución de la humanidad
que la transformación de nuestros antepasados nómadas, cazadores y
recolectores, en granjeros asentados, o incluso que el descubrimiento de vida
en Marte. Pero cuando tuvo lugar de verdad, no nos pareció tan dramático en su
impacto inmediato como se nos había anunciado.
Cuando la ONU empezó a
hablar del cambio de las ciudades, a principios de este siglo, dejó sin
explorar la cuestión de las definiciones. Si antes de 2005 la mitad de la
población del mundo todavía no vivía en ciudades, ¿dónde vivían exactamente?
¿En el «campo» (un término con un sentido poco claro)? ¿O bien en esas
poblaciones que, sea por lo que sea, no son ciudades? ¿Estaban en las zonas
suburbanas de ciudades y pueblos, o bien vivían en otros sitios completamente
distintos?
De hecho, hay tantos
tipos de «no ciudades» como de ciudades. La vida en una granja, ya sea grande o
pequeña, una finca en el campo o un pueblecito pesquero no es vida de ciudad.
Una localidad minera, que extrae cobre, en el altiplano chileno, no ofrece
tampoco una vida ciudadana. La vida en una base militar, en una de las antiguas
colonias penales de la Unión Soviética ahora cerradas, en una comunidad
bangladeshí cuyos miembros arriesgan su salud desguazando barcos para vender la
chatarra, en un asentamiento ilegal a las afueras de Brazzaville, o en un campo
de refugiados en la frontera turca con Siria, está en cualquier caso muy
alejada de lo que sería la vida en lo que llamamos ciudad. Carecen de los
recursos materiales de una ciudad, y se están perdiendo las cualidades que
celebraban Whitman y O’Hara.
La urbanización ha
traído consigo cambios enormes, pero parafraseando a William Gibson, el creador
de la ficción cyberpunk, no se distribuyen de manera uniforme. La vida rural y
la urbana no siempre están claramente diferenciadas. En algunas ciudades
africanas, los pobres rurales se trasladan a las afueras de las ciudades que
ofrecen más urbanismo que los asentamientos que han dejado atrás. Esas ciudades
se han saltado la industrialización y muchos de sus ciudadanos se mantienen con
la horticultura. Esto podría resultar tanto una ventaja como un inconveniente.
Una ciudad capaz de alimentarse sola algún día podría encontrar ventajas
importantes, comparada con una que no es capaz. Kenia, en ausencia de líneas
fijas de teléfono de alambre de cobre, fue capaz de saltarse las antiguas
tecnologías y ser pionera en el banco a través del móvil. El arquitecto Norman
Foster está explorando un salto equivalente en términos de transporte, con un
proyecto que concibe un aeropuerto de drones en Ruanda, para facilitar las
entregas en asentamientos remotos con carreteras poco fiables.
En los demás sitios, el
cambio del campo a la ciudad está más claro. En China, millones de campesinos
se trasladaron, probablemente de forma ilegal, a trabajar en obras de
construcción en Shanghái o fábricas de montaje de iPhone en Shenzhen. Dejaron
sus granjas pobres y, como en China no se permite a su ciudadanía el movimiento
libre interno, se encontraron viviendo en albergues entre grupos de rascacielos
o en chozas en las propias obras, con unos derechos civiles muy
restringidos. En la India, una nación cuya Constitución garantiza la libertad
de movimiento, los intocables todavía escapan a la opresión rural yendo a los
suburbios de Mumbai para encontrar trabajo y huir de la persecución de casta.
Una comprensión más
íntima de esas «no ciudades» y una comparación con algunas de las ciudades
emergentes, y de las más antiguas también, demuestra que la línea fronteriza
entre ellas es porosa. Las cualidades esenciales de lo que se podría llamar
«urbanidad» o «ciudadanía» como las describió la socióloga Saskia Sassen,
pueden tener sus flujos y sus reflujos.
Instalar unas letrinas
bien mantenidas y generosamente financiadas, con duchas y salas de lavandería,
en un suburbio de Mumbai como Dharavi, es un paso hacia un tipo de vida urbana
mucho más digna. Construir una escuela en un campo de refugiados e instalar luces
eléctricas en la calle a su alrededor va más allá. Los planes de Mark
Zuckerberg de llevar las conexiones de alta velocidad de banda ancha por
satélite a zonas remotas de África inyectan otro tipo de «ciudadanía» en
lugares donde no existe todavía. Todas esas acciones puede que conviertan las
«no ciudades» en algo un poco más parecido a una ciudad. E inversamente, hay
formas en que las ciudades pueden empezar a perder las cualidades que las hacen
urbanas, en lugar de ser simples colecciones banales de edificios.
No resulta difícil
discernir las cosas que señalan que una ciudad está en peligro o en declive.
Múltiples tipos de privaciones para los pobres, altas tasas de mortalidad
infantil, auge de los delitos violentos, pérdida de empleos de las multinacionales
que se van, un transporte público deficiente, el aeropuerto que pierde vuelos,
y unos presupuestos municipales que no cuadran. Las ciudades con problemas
terminales no pueden proteger ya a sus ciudadanos de la violencia, ni aplicar
la ley frente a la corrupción ni siquiera ofrecer agua potable o suministros de
electricidad fiables.
Las medidas del éxito
están menos claras. Un aumento de la población puede tener significados
distintos. Las ciudades más pequeñas quieren atraer a más gente pero, a partir
de un cierto punto, ese aumento puede amenazar con sobrepasarlas. Para tener
éxito, una ciudad tiene que ofrecer a sus ciudadanos seguridad tanto física
como jurídica y libertad de elección.
Después de The
Death and Life of Great American Cities [Muerte y vida de las grandes
ciudades], Jane Jacobs escribió un libro menos conocido, La economía de
las ciudades, que sugiere convincentemente que las ciudades que más triunfan
son aquellas que tienen éxito en diferentes campos, y que son capaces de reinventarse
a sí mismas continuamente. De modo que Los Ángeles ha sido capaz de pasar de
una economía basada en la fruta, en otros tiempos, a la tecnología
aeroespacial, de las películas y la música a la banca, como base económica para
su existencia. Pero Detroit, en cambio, pasó directamente de construir 9 de
cada 10 vehículos a motor del mundo a una implosión de población y a la
bancarrota.
G Miradas Multiples
http://gmiradasmultiples.blogspot.com/2019/10/dia-mundial-de-las-ciudades-el-lenguaje_31.html
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06 de Noviembre del 2019
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