miércoles, 6 de noviembre de 2019

Día Mundial de las Ciudades. - El lenguaje de las ciudades - Deyan Sudjic - descargar libro






¿Qué es una ciudad?

«Ciudad» es una palabra que puede describir casi cualquier cosa. Un pequeño asentamiento en el Medio Oeste, con menos de 10.000 personas, y solo un sheriff para representar a la autoridad cívica, puede llamarse ciudad. También lo es Tokio, con una población que se aproxima a los 40 millones de personas, una estructura urbana basada en múltiples distritos electorales, una cámara parlamentaria, un gobernador, un gobierno local que emplea a 250.000 personas y un presupuesto multimillonario.


Si cualquier cosa puede definirse como ciudad, entonces la definición corre el riesgo de no significar nada. Una ciudad la configuran personas, dentro de las fronteras de las posibilidades que esto ofrece y, por tanto, tiene una identidad distintiva, que consiste en mucho más que una aglomeración de edificios. Clima, topografía y arquitectura forman parte de lo que crea esa distinción, igual que sus orígenes. Las ciudades basadas en el comercio poseen cualidades diferentes a aquellas que tienen un origen industrial. Algunas ciudades las han construido autócratas, otras se han visto moldeadas por la religión. Algunas ciudades tienen su origen en la estrategia militar, o en el arte de gobernar.

Estos no son elementos genéricos, que produzcan siempre los mismos resultados. Muchas ciudades tienen un río, pero el Sena es único, parte esencial de lo que hace París distinto de Berlín y el Spree. Hong Kong es una ciudad comercial, y también Dubái, y Hamburgo, pero son ellas mismas, inconfundibles. No todas las características que las distinguen son positivas. Un teatro estilo «Beaux Arts» en ruinas y destrozado que ahora se usa como aparcamiento de coches forma parte específica de la identidad de una única ciudad, Detroit.

En términos materiales, una ciudad se puede definir por la manera en que su gente se une para vivir y trabajar, por su modo de gobierno, por su sistema de transportes y por el funcionamiento de su alcantarillado. Y en no menor medida por sus posibilidades económicas. Una definición de ciudad es que se trata de una máquina de creación de riqueza, que, como mínimo, hace que los pobres no sean tan pobres como eran antes. Una auténtica ciudad ofrece a sus ciudadanos la libertad de ser lo que quieren ser. La idea de lo que conforma una ciudad es más elusiva, pero es tan significativa como los datos. A solo un corto paseo de las cicatrices dejadas en el tejido de Nueva York por la destrucción de las Torres Gemelas, en una serie de vallas junto al Hudson, se han colocado las palabras de dos poetas americanos en grandes letras mayúsculas fundidas una a una en bronce. Carecen de precisión y no ofrecen prescripciones para el urbanismo, sin embargo, tienen resonancias que faltan a definiciones más materialistas de una ciudad.

El tono de Walt Whitman es el de una loa sublime:

¡Ciudad del mar! […]
¡Ciudad de muelles y almacenes… ciudad de altas fachadas de mármol y hierro!
¡Ciudad orgullosa y apasionada… vibrante, loca y caprichosa ciudad!

Faltan los dos primeros versos de Whitman, que reflejan una condición urbana todavía más importante:

¡Ciudad del mundo! (pues todas las razas están aquí,
todos los países de la tierra depositan aquí su contribución).*

Y luego, un poco más allá, a orillas del río, con los nuevos rascacielos como piezas de un juego de construcción, alineados y visibles al otro lado del Hudson, Frank O’Hara es mucho más lacónico:

No hay necesidad de dejar los límites de Nueva York para encontrar todo el verdor que uno desea: no soy capaz de disfrutar ni de una simple hoja de hierba a menos que sepa que está el metro cerca, o una tienda de discos, o alguna otra señal de que la gente no lamenta totalmente la vida.
Los versos son producto de una creación de entorno (place-making) que iluminan la sombra lúgubre de lo que antes se conocía como el Centro Financiero del Mundo, que lo pagó. El artista de origen iraní Siah Armajani seleccionó los versos y diseñó su ubicación física, para crear un lugar donde los trabajadores de las oficinas pudieran tomar el sol y sentir la brisa procedente del Hudson.

Sigue sin resolverse la cuestión de si el propio World Financial Center, formado por seis edificios distintos que ocupan una superficie total de 740.000 metros cuadrados, está o no a la altura de la idea de Whitman de una ciudad. Este conjunto urbanístico resume la esencia de un cierto enfoque de la creación de ciudades en un momento determinado de la evolución de Nueva York. Este enfoque, replicado en todo el mundo, ya no es el habitual, como se ha demostrado al rebautizar el sitio. El World Financial Center sobrevivió al 11S, pero ahora se llama Brookfield Place. Deloitte, Fidelity y el Wall Street Journal tienen su cuartel general en el número 200 de Liberty Street, una torre que en la década de 1980, tal y como deseaban los promotores inmobiliarios cuando fue construida, se llamaba One World Financial Center, y Merrill Lynch está en el 250 de Vesey Street, antes conocida como Four World Financial Center.

Las nuevas direcciones son un gesto hacia Jane Jacobs, la crítica más importante de la planificación urbanística a gran escala. Reflejan una conciencia tardía de que esos bloques monstruosos interrumpen el trazado de las calles. Pero con poner un nombre de calle a 90.000 metros cuadrados de espacio de oficinas en una torre de 40 pisos no basta para convertirla en una ciudad íntima, a escala de los peatones. Brookfield Place sigue siendo un monocultivo urbano, creado sobre un vertedero. Ofrece un lugar bastante civilizado en el cual comerse un bocadillo, tiene una pista de hielo y un programa de actos para animar a los compradores a que acudan los fines de semana. En Navidad, el Invernadero está iluminado toda la noche.

Brookfield Place pertenece a la misma empresa inmobiliaria que controla Canary Wharf en Londres, que ofrece un programa de arte público no menos ambicioso, y donde abundan los lugares para comer. Como Brookfield Place, Canary Wharf acoge las sedes locales de empresas de todo el mundo, desde American Express a Nomura. Se agrupan todas en un entorno que es bastante intercambiable, como la versión moderna de los complejos kontor (una palabra que significa «puesto contable» u «oficina») establecidos por la Liga Hanseática en el siglo XV. Los comerciantes de la Hansa se extendieron por todo el norte de Europa, desde las ciudades libres del Báltico, estableciendo enclaves en sitios tan lejanos como el Steelyard de Londres. Eran muy suyos y llevaban su arquitectura adonde quiera que iban, muy parecidos a los banqueros de inversiones del siglo XXI que usan a sus decoradores americanos para construir cines, piscinas y bodegas bajo sus casas adosadas en Holland Park.

Walt Whitman pasó la última parte de su vida en Camden, Nueva Jersey, cosa que sugiere que aunque apreciaba las cualidades de una gran metrópoli, él mismo no sintió la necesidad de pasar sus días en una. Frank O’Hara, por su parte, vivió en la calle 9 Este; una vida que solo habría podido darse en lo que entendemos como ciudad, en el sentido moderno del término. Y esa fue la vida de un hombre gay en el Nueva York de los años cincuenta, una ciudad que demostró los límites de su liberalismo al convertirse en la primera jurisdicción de Estados Unidos no en legalizar la homosexualidad, pero sí en definirla como una falta, en lugar de un delito.

La vida de O’Hara se puede contemplar como el producto de dos cualidades mutuamente interdependientes: urbanidad y modernidad. En el mundo moderno, una definición importante de una ciudad podría ser aquel lugar que permite a los homosexuales vivir como ellos decidan, igual que ofrece también tolerancia para los religiosos y, como sugiere Whitman, da la bienvenida a ciudadanos de todas las naciones y razas. Pero la tolerancia no carece de responsabilidades por parte tanto de los anfitriones como de los recién llegados, como demuestra el actual temor de que los emigrantes que huyen de la guerra de Siria, Irak y Afganistán estén trayendo con ellos la misoginia.

Existen pruebas consoladoras de que las ciudades que han mostrado tolerancia han florecido mucho más que aquellas que no la han tenido. Ámsterdam se convirtió en el estado comercial más poderoso del mundo en el siglo XVII, en parte porque alentaba a los perseguidos (hugonotes, judíos, puritanos y otros) a vivir allí. A su vez, ésta fue el modelo de ciudad que Pedro el Grande quiso construir, como ventana de Rusia al mundo, aunque tuvo más éxito a la hora de replicar las cualidades arquitectónicas de Ámsterdam que al abrazar la misma tolerancia en San Petersburgo.

Pero la idea de una ciudad abierta, celebrada por Whitman y por O’Hara, no es la única base para las ciudades y su crecimiento, incluso aquellas que admira el mundo moderno. Atenas la construyeron propietarios de esclavos, y no había democracia popular en Roma ni en la Florencia renacentista. Moscú, Beijing y Tokio todavía muestran las huellas de las autocracias que las construyeron. El Kremlin, la Ciudad Prohibida y el Palacio Imperial son los monumentos de un sistema urbano que se construyó en torno a un solo individuo todopoderoso. 

Cada uno de ellos tenía un palacio en el centro, rodeado por una ciudad interior de criados y familiares, y una zona exterior para comerciantes y trabajadores excluidos de la corte. Se desarrollaron sistemas para imponer el control de las masas. Desde las primeras ciudades clásicas, las élites han temido el poder de la masa, y han hecho todo lo que han podido para eliminarlo. El auge de la ciudad industrial, desde principios del siglo XVIII en Europa, llevó estos temores a niveles febriles. Los observadores del enorme crecimiento de las ciudades modernas empezaron a usar metáforas de la enfermedad para describirlas. Hacia 1830, William Cobbett apodaba a Londres la «Gran Excrecencia», un tumor en el rostro de la Inglaterra rural.

Los números absolutos han preocupado a algunos demógrafos al menos desde 1798, cuando Thomas Malthus concluyó, hasta el momento equivocadamente, que las poblaciones crecen mucho más deprisa de la velocidad a la que podemos incrementar el cultivo de alimentos necesarios para sobrevivir. El temor al crecimiento incontrolable de las ciudades y el desorden que llevaría consigo ese crecimiento era tan amenazador como la perspectiva de la hambruna generalizada. Más recientemente nos hemos dado cuenta de que ahora las ciudades contienen a la mayor parte de la población del planeta, y esa conciencia ha generado nuevas ansiedades.

A los pocos privilegiados que viven en los enclaves más adinerados de Mumbai, mientras centenares de miles de personas viven en la calle, o en Nairobi, con Kibera, su enorme suburbio pegado a la vía del ferrocarril, y otras tantas ciudades igualmente polarizadas, esos enclaves les parecen más bien islas de orden, bajo el asedio de los desposeídos que presionan por todos lados, en lugar de comunidades.

En 1950, las ciudades eran predominantemente creaciones del mundo rico, que contenían el 60 por ciento de la población urbana, aunque incluyese a los relativamente pobres, además de los más privilegiados. Ahora que el 70 por ciento de los habitantes de las ciudades vienen del mundo en desarrollo, es más probable que las ciudades sean pobres en términos absolutos. Desde que empezó el siglo XXI, Lagos y Daca han atraído cada una a 1.000 personas nuevas cada día, cada año. No vienen de otras ciudades, sino en parte del aumento natural de la población: del Bangladesh rural, en el caso de Daca, y en el caso de Lagos, de toda el África subsahariana y más allá. Durante un tiempo, esa transición a la mayoría urbana se presentó, quizá con demasiada precipitación, como un acontecimiento con el mismo tipo de significado potencial en la evolución de la humanidad que la transformación de nuestros antepasados nómadas, cazadores y recolectores, en granjeros asentados, o incluso que el descubrimiento de vida en Marte. Pero cuando tuvo lugar de verdad, no nos pareció tan dramático en su impacto inmediato como se nos había anunciado.

Cuando la ONU empezó a hablar del cambio de las ciudades, a principios de este siglo, dejó sin explorar la cuestión de las definiciones. Si antes de 2005 la mitad de la población del mundo todavía no vivía en ciudades, ¿dónde vivían exactamente? ¿En el «campo» (un término con un sentido poco claro)? ¿O bien en esas poblaciones que, sea por lo que sea, no son ciudades? ¿Estaban en las zonas suburbanas de ciudades y pueblos, o bien vivían en otros sitios completamente distintos?

De hecho, hay tantos tipos de «no ciudades» como de ciudades. La vida en una granja, ya sea grande o pequeña, una finca en el campo o un pueblecito pesquero no es vida de ciudad. Una localidad minera, que extrae cobre, en el altiplano chileno, no ofrece tampoco una vida ciudadana. La vida en una base militar, en una de las antiguas colonias penales de la Unión Soviética ahora cerradas, en una comunidad bangladeshí cuyos miembros arriesgan su salud desguazando barcos para vender la chatarra, en un asentamiento ilegal a las afueras de Brazzaville, o en un campo de refugiados en la frontera turca con Siria, está en cualquier caso muy alejada de lo que sería la vida en lo que llamamos ciudad. Carecen de los recursos materiales de una ciudad, y se están perdiendo las cualidades que celebraban Whitman y O’Hara.

La urbanización ha traído consigo cambios enormes, pero parafraseando a William Gibson, el creador de la ficción cyberpunk, no se distribuyen de manera uniforme. La vida rural y la urbana no siempre están claramente diferenciadas. En algunas ciudades africanas, los pobres rurales se trasladan a las afueras de las ciudades que ofrecen más urbanismo que los asentamientos que han dejado atrás. Esas ciudades se han saltado la industrialización y muchos de sus ciudadanos se mantienen con la horticultura. Esto podría resultar tanto una ventaja como un inconveniente. Una ciudad capaz de alimentarse sola algún día podría encontrar ventajas importantes, comparada con una que no es capaz. Kenia, en ausencia de líneas fijas de teléfono de alambre de cobre, fue capaz de saltarse las antiguas tecnologías y ser pionera en el banco a través del móvil. El arquitecto Norman Foster está explorando un salto equivalente en términos de transporte, con un proyecto que concibe un aeropuerto de drones en Ruanda, para facilitar las entregas en asentamientos remotos con carreteras poco fiables.

En los demás sitios, el cambio del campo a la ciudad está más claro. En China, millones de campesinos se trasladaron, probablemente de forma ilegal, a trabajar en obras de construcción en Shanghái o fábricas de montaje de iPhone en Shenzhen. Dejaron sus granjas pobres y, como en China no se permite a su ciudadanía el movimiento libre interno, se encontraron viviendo en albergues entre grupos de rascacielos o  en chozas en las propias obras, con unos derechos civiles muy restringidos. En la India, una nación cuya Constitución garantiza la libertad de movimiento, los intocables todavía escapan a la opresión rural yendo a los suburbios de Mumbai para encontrar trabajo y huir de la persecución de casta.

Una comprensión más íntima de esas «no ciudades» y una comparación con algunas de las ciudades emergentes, y de las más antiguas también, demuestra que la línea fronteriza entre ellas es porosa. Las cualidades esenciales de lo que se podría llamar «urbanidad» o «ciudadanía» como las describió la socióloga Saskia Sassen, pueden tener sus flujos y sus reflujos.

Instalar unas letrinas bien mantenidas y generosamente financiadas, con duchas y salas de lavandería, en un suburbio de Mumbai como Dharavi, es un paso hacia un tipo de vida urbana mucho más digna. Construir una escuela en un campo de refugiados e instalar luces eléctricas en la calle a su alrededor va más allá. Los planes de Mark Zuckerberg de llevar las conexiones de alta velocidad de banda ancha por satélite a zonas remotas de África inyectan otro tipo de «ciudadanía» en lugares donde no existe todavía. Todas esas acciones puede que conviertan las «no ciudades» en algo un poco más parecido a una ciudad. E inversamente, hay formas en que las ciudades pueden empezar a perder las cualidades que las hacen urbanas, en lugar de ser simples colecciones banales de edificios.

No resulta difícil discernir las cosas que señalan que una ciudad está en peligro o en declive. Múltiples tipos de privaciones para los pobres, altas tasas de mortalidad infantil, auge de los delitos violentos, pérdida de empleos de las multinacionales que se van, un transporte público deficiente, el aeropuerto que pierde vuelos, y unos presupuestos municipales que no cuadran. Las ciudades con problemas terminales no pueden proteger ya a sus ciudadanos de la violencia, ni aplicar la ley frente a la corrupción ni siquiera ofrecer agua potable o suministros de electricidad fiables.

Las medidas del éxito están menos claras. Un aumento de la población puede tener significados distintos. Las ciudades más pequeñas quieren atraer a más gente pero, a partir de un cierto punto, ese aumento puede amenazar con sobrepasarlas. Para tener éxito, una ciudad tiene que ofrecer a sus ciudadanos seguridad tanto física como jurídica y libertad de elección.

Después de The Death and Life of Great American Cities [Muerte y vida de las grandes ciudades], Jane Jacobs escribió un libro menos conocido, La economía de las ciudades, que sugiere convincentemente que las ciudades que más triunfan son aquellas que tienen éxito en diferentes campos, y que son capaces de reinventarse a sí mismas continuamente. De modo que Los Ángeles ha sido capaz de pasar de una economía basada en la fruta, en otros tiempos, a la tecnología aeroespacial, de las películas y la música a la banca, como base económica para su existencia. Pero Detroit, en cambio, pasó directamente de construir 9 de cada 10 vehículos a motor del mundo a una implosión de población y a la bancarrota.

G Miradas Multiples

http://gmiradasmultiples.blogspot.com/2019/10/dia-mundial-de-las-ciudades-el-lenguaje_31.html

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06 de Noviembre del 2019



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