martes, 5 de noviembre de 2019

El lado oscuro del mito tecnológico - Entrevista a Igor Sábada - Olga Abasolo


 


Igor Sádaba es licenciado en Ciencias Físicas y licenciado y doctor en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Sus líneas de investigación incluyen fundamentalmente las nuevas tecnologías, los movimientos sociales, la exclusión social y la sociología económica. Ha realizado investigaciones sobre usos sociales y políticos de las nuevas tecnologías, brecha digital, impacto ambiental y propiedad intelectual, entre otras.

Sus publicaciones más recientes son los libros Dominio abierto: conocimiento libre y cooperación (CBA, 2009), La Propiedad Intelectual ¿Mercancías privadas o bienes públicos? (Los Libros de la Catarata, 2008), Movimientos sociales y cultura digital (coordinador con Ángel Gordo) (Los Libros de la Catarata, 2008) y la monografía Nuevas tecnologías y participación política en tiempos de globalización (con Sara López y Gustavo Roig, HEGOA-UPV, 2003). También, los artículos «Dilemas y oportunidades del conocimiento abierto» y «Regula que algo queda. Nuevas tecnologías en entredicho», en Papeles de relaciones ecosociales y cambio global núms. 110 y 112, respectivamente. En la actualidad es profesor en el departamento de Sociología IV. Métodos y técnicas de investigación social de la UCM.

Olga Abasolo (OA): En primer lugar, nos gustaría que esbozaras una caracterización de la relación entre tecnología y sociedad. ¿La tecnología como motor de cambio social (determinismo tecnológico), o son los factores sociales, culturales o políticos los que influyen en el cambio tecnológico?


Igor Sádaba (IS): Bueno, la pregunta es suficientemente compleja como para dar una respuesta breve y sencilla. Creo que todavía seguimos lidiando con la relación entre cambio tecnológico y cambio social e intuyo que lo haremos durante décadas o siglos. El problema es que la tecnología, y cada vez más intensamente, se ha convertido en una matriz mitológica moderna, en una fuente inagotable de imágenes e iconos deslumbrantes, viñetas que se suceden con vértigo. La secularización ha consistido, entre otras cosas, en cambiar sacerdotes por gurús de la red y tótems mágicos por dispositivos táctiles con wifi. Lo curioso es que tanto detractores como propulsores, apocalípticos e integrados, ven la tecnología como una fuerza de la naturaleza que se nos impone o que nos libera sin reparar en las condiciones sociales de producción, apropiación o uso de la misma. Se ha impuesto un modelo de socialización tecnológica tan acelerado que difumina en exceso las dimensiones sociales e históricas en las que se encuadra. Ya lo decía David Noble (La religión de la tecnología, Paidós) que la redención y la salvación en el capitalismo global pasan por algún tipo de fórmula tecnológica. Piensa que hasta el Vaticano tiene cuenta en Twitter. Quizás sea por lo llamativo, incomprensible o el resplandor de sus fuegos artificiales, pero está claro que ejerce fascinación hasta rayar en un determinismo o fetichismo peligroso. Si se piensa un poco, puede comprobarse cómo el desarrollo tecnológico en Occidente presenta siempre caracteres con raíces religiosas en términos de rescate o infierno, edén o castigo. Pero todo esto no lo digo como una crítica ácida o atropellada al avance tecnológico; me declaro un usuario más de la misma, los problemas surgen cuando nos creemos dioses con ella en las manos.

De hecho, durante mucho tiempo, hasta aproximadamente mediados o finales del siglo anterior, los sistemas tecnológicos no se pensaron ni representaron en términos sociales o políticos, sino más bien naturales, neutrales, objetivos, ingenieriles y científicos, etc. Como eran ciencia aplicada revelada por expertos de bata blanca no entraban dentro de los debates sociopolíticos. No ha existido una reflexión verdaderamente social y política del tecnos hasta muy tarde si se echa la vista atrás. Por ejemplo, el primer congreso sobre sociología de la tecnología tuvo lugar en Holanda en 1984. Salvo contadísimas excepciones, dominaron hasta esas fechas miradas o muy abstractas (pensar en Heidegger) o muy deterministas (el slogan de la Exposición Universal de Chicago de 1933 era paradigmático: «La ciencia descubre, la industria aplica, el hombre se adapta»). Pero los residuos y posos de ese modelo siguen estando muy presentes hoy en día. Creo que nos queda mucha labor de desnaturalización, desmitologización, historización y comprensión social y política del hecho tecnológico. Seguimos anclados en una nube de esperanzas y miedos. Especialmente en un mundo construido, cada vez más, a base de cables y chips que destellan. Y un mundo donde cada vez más la tecnología es política y la política es tecnológica. Fíjate que el determinismo funciona en las dos direcciones, tanto para fóbicos como para eufóricos. Hoy casi solo observamos reacciones temerosas o castillos en el aire cibernéticos. Los discursos actuales, incluso en los círculos de la izquierda, han abrazado ese determinismo tecnológico de manera bastante generalizada. Es llamativo lo poco que hemos avanzado desde la frase de «socialismo = electrificación + poder de los soviets» de Lenin hasta ahora. Como si el nuevo socialismo fuera ahora «Derechos sociales + Twitter» o algo parecido. Los discursos contemporáneos no dejan de ser elaboraciones muy poco empíricas sobre lo que realmente la tecnología supone en nuestro mundo. Salvo contadas excepciones, asistimos a un desfile de ensayismo abstracto y modismos intelectuales que refuerzan esa celebración fetichista. Me gustaría saber más sobre lo que está pasando que sobre lo que podría llegar a pasar. Por ejemplo, ¿hasta qué punto internet ha democratizado la difusión de la información? El efecto del 15-M pareciera apuntar en esa dirección. Pero, ¿ha significado eso que se están reduciendo desigualdades sociales, educativas o culturales desde la aparición de internet? Ya no lo parece tanto, y según los datos del INE y del CIS, la televisión sigue siendo la primera fuente de información política en España (90% población la ve diariamente frente al 61% que se conecta todos los días a internet.1

OA: En tus libros y artículos has abordado un enfoque crítico del concepto de innovación que históricamente ha ido asociado al fenómeno tecnológico ¿Podrías esbozar sus ideas fuerza?

IS: La idea de innovación en sí, como introducción de novedades técnicas no es realmente problemática. Lo problemático es la forma en la que históricamente esas novedades técnicas se han ido considerando como tales y asociando o emparentando al mundo económico y empresarial, hasta el punto de solo considerar innovadora la tecnología mercantilizada, productiva, beneficiosa, monetarizable, etc. De hecho, la innovación como tal no existe. Como dice Godin, se ha construido discursivamente mediante ciertas retóricas situadas. Hubo que inventar los inventos nuevos. Por ejemplo, se empieza a hablar de innovación con los primeros mercaderes renacentistas o comerciantes con secretos industriales. Y los proyectos técnicos que triunfaban no lo eran necesariamente por su eficiencia o valor social, sino por su encaje en las dinámicas económicas del momento. Luego es Schumpeter el que asocia innovación con los motores del capitalismo. Pero el término estuvo dormido, latente o en stand-by durante varias décadas. Y de repente, en apenas veinte años, la innovación se ha convertido en un cliché salvador y omnipresente. Y ha saltado de ser tópico recurrente en la literatura empresarial y económica a palabra de uso común.

Por otra parte, si observamos genealógicamente el discurso innovador, percibimos que de una innovación descriptiva (dar cuenta de los ciclos tecnológicos), que era la versión clásica, hemos pasado en plena globalización neoliberal a una innovación prescriptiva o normativa. Se nos impele o fuerza a innovar, a ser innovadores. Dicho humorísticamente, el paso del fordismo al postfordismo se ve en el anuncio de Calvin Klein de hace unos años: «Don’t innovate». Y ese tipo de mantras, tan propagados y coreados masivamente, nos debería hacer sospechar. Ya no hay escapatoria a la innovación; vivimos una auténtica “sociedad de la innovación” (y no de la información). El metro de Madrid está lleno de carteles con esa palabra: las cremas antienvejecimiento o anticelulíticas, los tratamientos anti-calvicie, el pienso compuesto o un soufflé deconstruido al nitrógeno son fruto de la innovación. Empresas y ciudadanos son marcados, encumbrados o estigmatizados según su grado de innovación. Innovas, luego existes. Como si eso fuera un bálsamo o receta milagrosa, como si emprendedores e innovadores movieran el mundo y cualquier retraso en nuestra pulsión innovadora supusiera la muerte en vida (Innovate or die era el título de un best seller americano de J. Matson, 1996). La innovación se ha convertido en un bien a priori, un progreso incuestionado. No sé, deberíamos recelar de memes o lemas tan mundializados y consensuados y desanudar esos mandatos. El propio The Economist reconocía hace algunos años que la innovación se había convertido en la nueva «religión postindustrial».2 El turbocapitalismo nos ha vendido fórmulas mágicas para ser individuos libres, globalizados y una de ellas es la supuesta necesidad imperiosa de innovar en cualquier momento o lugar sin pararnos a pensar. Sin embargo, a veces, lo más potente o necesario socialmente puede ser un pozo de agua potable o un botijo, pero resulta poco innovador. En mi caso, la crítica a la idea de innovación tiene que ver no tanto con su existencia como con su retórica política, la fascinación optimista de los catecismos de gestión empresarial.

Todos los programas electorales, da igual el color político, repiquetean con esa palabra comodín, que no deja de ser una forma en la que algunos economistas piensan el cambio tecnológico. El mandato innovador es una narración que se expande a toda la población como medicina individual frente a los desmanes de un capitalismo hipertecnificado. La innovación es uno de los metadiscursos favoritos de la economía global, un cuento de fe en que un modelo tecnológico lineal e imparable proveerá todas las salidas mediante una sucesión acelerada de cachivaches. Creo que hoy en día la Innovación dice poco del mundo en que vivimos y dice mucho de las personas, organismos o instituciones que la proclaman y cacarean a los cuatro vientos. Deberíamos pensar los ciclos tecnológicos y las novedades en otros términos mucho más socioculturales y políticos.

OA: Ante la proliferación de artefactos tecnológicos hoy surge reiteradamente la pregunta de si son satisfactores de necesidades o si más bien les atribuimos un valor simbólico a su utilidad, propio de nuestra actual sociedad de consumo. ¿Qué representaciones sociales, símbolos, discursos e imágenes van asociados a su consumo hoy? ¿Ha influida en ellos en algo la actual crisis sistémica?  

IS: A día de hoy es prácticamente imposible desgajar o desagregar la dimensión de valor de uso de la tecnología de su simbología. De hecho, poco se ha estudiado sobre la evolución reciente que la tecnología en términos de imaginarios está teniendo en nuestras vidas y sus funciones sociales. Siempre se ha insistido más en sus utilidades manifiestas, en las consecuencias materiales y poco en sus maneras de incorporarse a la vida cotidiana en términos de símbolos y significados. El consumo de nuevas tecnologías se ha convertido en una de las prácticas sociales por excelencia debido a su crecimiento, masividad y ubicuidad. Solo en 2012 en España la venta de tablets y e-readers subió un 30% y es el país europeo con mayor penetración de smartphones, leía el otro día. Sin embargo, es un consumo que vehicula toda una serie de representaciones e ideologías contemporáneas hasta la fecha no analizadas en profundidad. Al menos yo sí noto esa carencia. Y el campo simbólico de la tecnología se ha ampliado a confines muy diversos.

Por ejemplo, la manera en la que la publicidad comenzó a introducir en nuestras vidas el ordenador inicialmente tenía mucho más que ver con la televisión que con otra cosa. Al principio, el PC era un electrodoméstico más que reunía a la familia en torno a él. Basta ver los anuncios de los años ochenta (Atari, Amstrad, Spectrum, etc.). Todo ello espolvoreado con el valor añadido para el hombre de negocios, padre de familia triunfante en la empresa gracias a su computadora o de la abnegada esposa que preparaba el menú familiar gracias a su IBM. Es decir, inicialmente las nuevas tecnologías respetaban y reforzaban los roles de género ultra-tradicionales. Durante esos primeros tiempos, la tecnología fue un objeto de consumo casero y electrodoméstico hogareño que cumplía funciones relativamente diferenciales para cada miembro familiar y poco más.

Pero luego, en los años 1990-2000 han entrado en juego los jóvenes como consumidores de tecnología (“nativos digitales” dice Prensky) y otros sectores sociales y otras formas de “vender” tecnologías bastante interesantes. Ahí empiezan a asociarse los ordenadores a la estética, a la movilidad, el hedonismo, a la trasgresión o al hiperrealismo. Es la época en la que las tecnologías digitales empiezan a mostrarse como bienes de distinción (no es lo mismo tener un Mac que no tenerlo), a estetizarse (aquí los teléfonos móviles tienen mucho que ver) y a colocarnos en un lugar de nuevas experiencias individuales. Es la fase del culto a la marca (brand-cult) y cuestiones similares.

Actualmente, y en relación al momento histórico, ha despuntado mucho lo que Luis Enrique Alonso y Fernando Conde llaman «consumo fático», el consumo de relaciones sociales. Consumo en una época de desaparición de los soportes comunitarios y debilitamiento de los espacios públicos. Ahí la tecnología lo que nos vende son vínculos sociales, relaciones, comunidades, amistad, conexión, socialización, etc. La tecnología sería la  ortopedia para las mutilaciones neoliberales. Esta asociación entre las nuevas tecnologías y los puentes sociales está muy presente en la publicidad. Unos ejemplos bastan: Telefónica: «Ahora más que nunca, la gente necesita sentirse cerca de la gente»; Movistar: «La amistad al poder»; The Phone House: «¿Conectamos?»; Nokia: «Connecting People» y Movistar, de nuevo: «Compartida, la vida es más». Esta aparente sobresocialización, esta disponibilidad constante hacia el otro, esta presencia virtualmente inquebrantable realmente sombrea una cierta carencia socializadora. Privaciones producidas por los entornos laborales y los espacios profesionales que resultan cada vez son más hostiles (o inexistentes).


Somos muchedumbres solitarias, pero hiperconectadas; la tecnología nos hace tolerable ese aislamiento afectivo. Ahora las tecnologías digitales se piensan mucho más en términos de retorno a la comunidad que en términos de eficacia, productividad u otras imágenes más clásicas. El universo 2.0 sería una reacción defensiva ante el desmoronamiento de las bases estables del fordismo. Según estos autores, por tanto, a través del consumo actual de tecnologías digitales se compran y se venden vínculos sociales, relaciones y conexiones, comunidades y puentes, tejido social, etc.


Finalmente, la crisis y los movimientos 15-M han quedado también representados en lo tecnológico, algo que puede observarse igualmente en algunos anuncios paradigmáticos (Orange: «Queréis cambiar las cosas» o Movistar con sus anuncios de asambleas). Estamos ante la noción de tecnologías afectivas y tecnologías políticas, de superación de la crisis, de revolución, de empoderamiento ciudadano, etc. Podríamos denominar a esta fase la de la crisis o la indignación tecnológica. A diferencia del momento fático, que lo incluye, por supuesto, se suman en este caso, el momento desafección y movilización (la tecnología como necesaria para cambiar el mundo) y el momento crisis (la tecnología como medio para superar la precarización creciente, como herramienta de supervivencia en la jungla global del paro y la miseria).

OA: ¿Y dónde queda el vínculo social? O, más bien, ¿qué concepción del mismo encierra ese ciberfetichismo al que alude César Rendueles? ¿Qué relación tendrían, en tu opinión, las nuevas formas de sociabilidad en red con el cambio social?

IS: Vivimos en un mundo donde la naturaleza del vínculo ha cambiado drásticamente en las últimas décadas. Creo que César se refiere a la manera en la que el capitalismo está redibujando muchas de las relaciones sociales contemporáneas y la fragilidad de los vínculos que se establecen. No creo que esto deba verse como un lamento moral o una visión trágica, sino como un realismo consciente de que los nuevos modos de sociabilidad virtual tienen sus virtudes y sus vicios, sus pros y sus contras y debemos ser conscientes de todo ello. Desde el punto de vista social o político la grupalidad digital (redes sociales, por ejemplo) genera enormes oportunidades, pero está lastrada por serias limitaciones. Insisto en que no planteo una crítica frontal y que me declaro usuario de las mismas; solo pido una evaluación empírica sobre límites y potencialidades de estas redes.

A día de hoy podemos decir que las formas de sociabilidad en red están en relación con nuevas formas de acción colectiva y de intervención política. Yo no diría ni mejores ni peores, diría diferentes y, seguramente, aún por descubrir tanto en toda su profundidad como en todas sus consecuencias. Pienso que somos todavía early adopters de las mismas, estamos en periodo de experimentación; por eso comparto el diagnóstico de que no deberíamos dejarnos llevar por triunfalismos ni descorchar champanes. La tecnopolítica, en algunas de sus formulaciones, no deja de ser un conjunto de metáforas que corren el peligro de idealizar situaciones complejas. Creo que el ciberfetichismo de Rendueles va un poco por esa senda. Las metáforas tienen mucha capacidad poética, pero poca empírica. Momentos como el nuestro dan pie a ciertas imposturas intelectuales. Me recuerda a una frase de Woody Allen en Annie Hall: «los intelectuales es que pueden ser absolutamente brillantes sin tener ni idea de la realidad». Su libro es un ajuste de cuentas y una llamada de atención necesaria para que la izquierda se sosiegue y amplíe sus miras, quiero leerlo así.

Para mí César alerta contra esos excesos, contra esa visión eufórica y entusiasmada del ciclo tecnológico. Hay una tendencia, entendible hasta cierto punto, a celebrar toda nueva versión, app, sistema operativo o twit como un cierto avance positivo, como si hubiera una evolución lineal e irrefrenable hacia escenarios más proclives al cambio social. Esta fascinación por el papel de la técnica en la acción colectiva ha solido quedarse en teorizaciones apocalípticas (rupturas y cortes históricos, cambios de paradigma) o en la mera descripción densa de ejemplos únicos (13-M, antiglobalización, hackers, redes sociales, smart mobs, etc.). En estos momentos de apatía política y desafección, internet ha servido para redescubrir la política. La capacidad de movilización social inmediata, anónima y descentralizada ha aumentado a pasos agigantados. Pero simultáneamente las estructuras duraderas o la continuidad de esa vida política también se ha fragilizado y hace descansar su arquitectura en usos cada vez más tecnificados. Y se introducen otras fragmentaciones, segmentaciones o jerarquías. Por ejemplo, las diferentes destrezas tecnológicas producen desigualdades dentro de la acción política. Asimismo, favorece un nuevo modelo de individualismo en red o individualismo tecnológico que pienso está por estudiar. Son nuevos modos de expresarse y estar conectado sin estar presente, nuevas maneras de generar identidad e identidad colectiva pero a través de pantallas y distancias. No lo considero necesariamente negativo, pero sí distinto.

Igualmente, la vida política tiene su correlato también no solo en la militancia o en la acción movilizadora, sino en la vida cotidiana. Y la precarización generalizada no se consigue detener solo mediante tablets o blogs. Hay una tendencia a pensar que lo político solo se expresa en la acción pública y sus símbolos, y dejar fuera relaciones privadas y del día a día (por ejemplo, la crianza y los cuidados que menciona Rendueles al final). La política no es solo una manifestación, una marea en defensa de lo público o parar un desahucio. Tiene también mucho que ver con biberones y fogones, especialmente a ciertas edades.

OA: ¿Ni tecno-optimismo ni tecno-catastrofismo…? ¿La tecnología, con su potencial mediador, podría contribuir a un proyecto de sociedad más justa? Y, de ser así, ¿qué transformaciones serían necesarias para orientar el desarrollo tecnológico hacia el auténtico beneficio social, con criterios verdaderamente ambientales y de equidad?

IS: Creo que ahí estamos pinchando en hueso y quizás esa sea una de nuestras asignaturas más pendientes: pensar los usos potenciales de tecnologías transformadoras. Algo que exceda un tecno-optimismo facilón y posmoderno pero que no se quede anclado en un primitivismo inoperante. Los regresos al estado de naturaleza me parece que no son viables actualmente, era un viaje sin vuelta. Pero tampoco celebrar la digitalización como una mejora constante de las, por usar un vocabulario antiguo, condiciones objetivas. Estamos en medio de un huracán y hay que salir vivos de la mejor forma posible.

Fíjate que la izquierda ha tenido una relación tremendamente ambivalente con el campo tecnológico y ha oscilado como un péndulo caótico entre una tecnofobia rampante y una ingenuismo tecno-utópico. Es sintomático que arrastremos estos temas tanto tiempo. Supongo que siempre hay que tener una cierta vigilancia crítica con ambos extremos. Lo interesante es que hace tres décadas casi toda la izquierda −recuerdo leer a N. Chomsky y S. Turkle− se oponía firmemente a lo que parecía ser el paraíso cibernético de empresas y los panópticos vigilantes. El rechazo era frontal e internet encarnaba los demonios de un sistema absolutista. Además, se criticaba la red porque parecía sacada de los laboratorios de la guerra fría. Era casi un arma nuclear al servicio del imperialismo yanqui.

Ahora en cambio si no eres un emprendedor innovador que twitteas hasta tus caries no eres políticamente correcto. Si no participas en ciertos grupos de Facebook o eres solidario mediante crowdfunding estás fuera de los círculos de la nueva corrección política. Si no compartes contenidos o usas determinadas licencias quedas excluido de ciertos movimientos. Hemos incorporado en muy poco tiempo las virtudes digitales como una forma de buen ciudadano. La ética de la izquierda se ha tecnificado. No digo que todos esos ejemplos no estén bien, pero se han incorporado con cierto dogmatismo, me temo. Nos falta cintura política.

Entre medias debería haber muchos grises que podría incluir desde ciertas posturas escépticas −el ludismo industrial creo que acertaba en algunas de sus posiciones− hasta una sabia reapropiación de lo técnico en términos sociopolíticos, pero de una manera reflexiva, consciente y no mitificada. No deberíamos idealizar algunos eventos o casos que han sido tremendamente exitosos: Linux, Wikipedia o el 15-M. Son maravillosos ejemplos de usos políticos de la tecnología pero tienen un rango de aplicación y generalización concreta. Y pueden no funcionar siempre ni ser perfectos en todas sus manifestaciones. Como dice precisamente César Rendueles, la cuestión no es si la tecnología es neutra o no, los que no somos neutros somos nosotros y nosotras. Así que las transformaciones necesarias para su buena aplicación no dejan de ser las viejas transformaciones políticas, siempre y cada vez más necesarias.

En cualquier caso, me encanta una frase de Geert Lovink que repito mucho, que dice: «La tecnología no es algo inevitable, sino algo diseñado, que se puede criticar, cambiar, socavar, transformar y, de vez en cuando, ignorar para subvertir sus tendencias limitadoras y totalitarias, ya estén provocadas por los Estados o por los mercados».

1 Véase http://www.lamarea.com/2013/12/07/hasta-que-punto-internet-ha-democratizado-la-informacion/

2 The Economist, 18 de febrero de 1999. Disponible en:  



G miradas multiples


05 de Noviembre del 2019

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