Dos libros recientes –Identity
Economics [Economía de la identidad] por el premio Nobel George Akerlof y
Rachel Kranton, y The Moral Economy [La economía moral] por Sam Bowles– indican
que una silenciosa revolución está desafiando los fundamentos de la economía,
prometiendo cambios radicales en la forma en que visualizamos numerosos
aspectos de las organizaciones, las políticas públicas, y hasta la vida social.
Al igual que con el repunte de la economía del comportamiento (que ya incluye
seis premios Nobel entre sus líderes), esta revolución emana de la psicología.
Sin embargo, mientras la economía del comportamiento se basa en la psicología
cognitiva, la revolución actual tiene sus raíces en la psicología moral.
Como es el caso con la mayor parte de
las revoluciones, la actual no está sucediendo porque, según lo estimara Thomas
Huxley, bellas teorías antiguas estén siendo destruidas por feos hechos nuevos.
Hace tiempo que sabemos de los hechos feos e inconsistentes, pero los
individuos no abandonan un esquema mental a menos que puedan sustituirlo por
otro: a la larga, son solo las teorías más nuevas y más poderosas las que dan
muerte a las bellas teorías antiguas.
Durante largo tiempo, la teoría
económica aspiró a la elegancia de la geometría euclidiana, en la cual todos
los teoremas ciertos se derivan de cinco axiomas aparentemente
incontrovertibles, como la noción de que solo hay una línea recta que conecta
dos puntos en el espacio. En el siglo XIX, los matemáticos exploraron las
consecuencias de relajar uno de esos axiomas, y descubrieron la geometría de
los espacios curvos, en la que un número infinito de líneas longitudinales
puede pasar a través de los polos de una esfera.
Los axiomas fundamentales de la
economía tradicional incorporan una visión de la conducta humana que se conoce
como Homo economicus: hacemos lo que más nos gusta o lo que
preferimos más, entre las opciones factibles. Pero, ¿qué hace que deseemos o
prefiramos algo?
Hace mucho tiempo que la economía
postula que aquello que orienta nuestras preferencias es exógeno a la cuestión
de que se trate: de gustibus non est disputandum, como
argumentaban George Stigler y Gary Becker. No obstante, empleando unos pocos
supuestos razonables, como la idea de que más es mejor que menos, es posible
hacer muchas predicciones sobre la forma en que las personas van a comportarse.
La revolución de la economía del
comportamiento puso en duda la idea de que formulamos estos juicios de manera
acertada. En este proceso, se sometieron a pruebas experimentales los supuestos
en que se basa el Homo economicus, y se llegó a la conclusión de
que eran deficientes. Pero, a lo más, esto condujo a la idea de empujar
sutilmente a la gente a tomar decisiones mejores, como obligarla a excluirse en
lugar de incluirse a la hora de optar por una alternativa mejor.
Es posible que la nueva revolución
haya sido gatillada por un descubrimiento incómodo que realizó la revolución
anterior. Consideremos el llamado juego del ultimátum, en el que a un
participante se le da una suma de dinero, digamos, US$ 100. Él debe dar parte
de este dinero a un segundo jugador. Si este acepta la oferta, ambos retienen
el dinero. Si no, ninguno de los dos recibe nada.
El Homo economicus le
daría US$ 1 al segundo jugador, quien debería aceptar la oferta porque US$ 1 es
mejor que cero dólares. No obstante, a través del mundo, la gente tiende a
rechazar las ofertas inferiores a US$ 30. ¿Por qué?
La nueva revolución supone que cuando
tomamos decisiones, no consideramos meramente cuál de las opciones disponibles nos
gusta más. También nos preguntamos qué deberíamos hacer.
De hecho, según la psicología moral,
nuestros sentimientos morales, acerca de los cuales Adam Smith escribió su otro
libro famoso, evolucionaron para regular nuestro comportamiento. Somos la especie
más cooperadora de la Tierra porque nuestros sentimientos evolucionaron para
mantener la cooperación, para poner al "nosotros" por encima del
"yo". Entre estos sentimientos se cuentan la culpa, la vergüenza, la
indignación, la empatía, la simpatía, el miedo, la repugnancia, y todo un
cóctel de otras emociones. En el juego del ultimátum, rechazamos ofertas porque
encontramos que son injustas.
Akerlof y Kranton proponen añadir
algo simple al modelo económico convencional de la conducta humana. Sostienen que
además de los elementos egoístas típicos que definen las preferencias, las
personas se consideran parte de "categorías sociales" con las cuales
se identifican. Existe una norma o un ideal asociado con cada una de estas
categorías, por ejemplo, ser cristiano, padre, albañil, vecino, o deportista. Y
puesto que comportarse de acuerdo al ideal produce satisfacción, la gente actúa
no solo para adquirir, sino también para llegar a ser.
Bowles demuestra que tenemos esquemas
muy diferentes para analizar situaciones. En particular, los incentivos
monetarios pueden funcionar en situaciones semejantes a las del mercado. Sin
embargo, como lo reveló el famoso estudio de las guarderías infantiles de
Haifa, la imposición de multas a quienes recogían a sus hijos con tardanza
resultó tener el efecto opuesto: si una multa es como un precio, se puede
decidir que es un precio que vale la pena pagar.
Pero sin la multa, el llegar atrasado
constituye un comportamiento descortés, grosero, o falto de respeto en relación
al personal de la guardería, el cual sería evitado por las personas con amor
propio incluso si no existieran las multas. Desgraciadamente, en el ámbito
empresarial tanto como en el público, se ha restado importancia al énfasis en
esta forma alternativa de regular el comportamiento. En su lugar, se han
derivado estrategias a partir de la visión de que todas nuestras conductas son
egoístas, de modo que el desafío intelectual ha sido el diseño de mecanismos o
contratos "compatibles con los incentivos", esfuerzo que también ha
sido reconocido con premios Nobel.
Sin embargo, como lo demostró George
Price hace mucho tiempo, es posible que la evolución darwiniana nos haya hecho
altruistas, por lo menos hacia quienes percibimos como miembros del grupo que
llamamos "nosotros". Puede que la nueva revolución de la economía dé
cabida a estrategias basadas en afectar ideales e identidades, no solo
impuestos, multas y subsidios. En este proceso, tal vez comprendamos que
votamos porque es lo que los ciudadanos deberíamos hacer, y que desempeñamos
una labor excelente en nuestro trabajo porque buscamos respeto y realización
personal, no solo un aumento de sueldo.
De tener éxito, la nueva revolución
puede conducir a estrategias que nos hagan más receptivos a los mejores ángeles
de nuestra naturaleza. La ciencia económica y nuestra visión de la conducta
humana no tienen por qué ser sombrías. Pueden llegar a ser hasta inspiradoras.
Nov 7, 2017
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