Los intelectuales italianos han considerado, con razón, una “sumisión”
intolerable la decisión de cubrir las imágenes desnudas para no incomodar al
presidente iraní
Para no incomodar a su huésped, el presidente de Irán, Hasan
Rohani, de visita oficial en Roma, el Gobierno italiano mandó enfundar las
estatuas griegas y romanas de los Museos Capitolinos —entre ellas, una célebre
copia de Praxíteles— en púdicos cubos de madera. Y, añadiendo a la estupidez un
poco de ridículo, la jefa de protocolo hizo desplazar los atriles y los
sillones donde iban a conversar el primer ministro Matteo Renzi y su invitado,
a fin de que éste no tuviera que topar nunca su mirada con los abultados
testículos del caballo que monta Marco Aurelio en la única estatua ecuestre de
la sala Esedra de aquel palacio museístico. Ni qué decir que en las cenas y
agasajos que ofrecieron sus anfitriones al presidente Rohani quedaron abolidos
el vino y todas las otras bebidas alcohólicas.
Por lo visto, la razón de ser de tanto celo fueron
los 17.000 millones de euros en contratos que firmaron el mandatario iraní y el
ejército de empresarios que lo acompañaba, inyección de inversiones que viene
muy bien a la maltratada economía italiana, una de las que se deteriora más
rápido dentro de la Unión Europea. Por suerte, la élite intelectual italiana,
bastante más principista y lúcida que su Gobierno, ha reaccionado con dureza
ante lo que, con justicia, Massimo Gramellini, en La Stampa, ha llamado la
“sumisión” intolerable de unos gobernantes ante la visita del mandatario de un
país donde todavía se lapida a las adúlteras y se ahorca a los homosexuales en
las plazas públicas, además de otras barbaries parecidas.
Gramellini y los periodistas, políticos y escritores italianos que han protestado
(a veces con furia y a veces con humor) por la iniciativa de vestir las
estatuas tienen razón. El hecho va mucho más allá de una anécdota que provoca
risa e indignación. Se trata, en verdad, de una actitud vergonzante y
acomodaticia que parece dar la razón a los fanáticos que, en nombre de una fe
primitiva, obtusa y sanguinaria, se creen autorizados a imponer a los otros sus
prejuicios y su cerrazón mental, es decir, aquella mentalidad de la que la
civilización occidental se fue librando —y librando al mundo— a lo largo de una
lucha de siglos en la que cientos de miles, millones de personas se inmolaron
para que prevaleciera la cultura de la libertad. Que hoy día goce de ella una
buena parte de la humanidad es algo demasiado importante para que un Gobierno,
mediante gestos tan lastimosos como el que reseño, esté dispuesto a hacer el
simulacro de renunciar a esa cultura a fin de no poner en peligro unos
contratos que alivien una crisis económica a que lo ha conducido el populismo,
es decir, su propia irresponsabilidad demagógica.
Aquel gesto puede ser una pantomima simpática hacia el presidente
Rohani, a quien, por lo visto, los años que pasó haciendo un doctorado en la
Universidad escocesa de Glasgow no bastaron para librarlo de las telarañas
dogmáticas que traía consigo; pero es una gran traición con los miles de miles
de iraníes que son las víctimas infelices de la intolerancia de los ayatolás y
que resisten con heroísmo la lápida que les cayó encima desde que, para
librarse de la dictadura del Sah, se echaron en brazos de una dictadura
religiosa.
Es
una actitud vergonzosa que parece dar la razón a los fanáticos de una fe
primitiva y sanguinaria
Y es una gran traición también hacia la civilización a la que Italia,
probablemente antes que ningún otro país, contribuyó a edificar y a proyectar
por el mundo entero, un sistema de ideas que con el correr del tiempo crearía
al individuo soberano e impondría los derechos humanos, la coexistencia en la
diversidad, la libertad de expresión y de crítica, y una concepción de la
belleza artística de la que esas estatuas griegas y romanas encajonadas para
que no hiriesen la sensibilidad del ilustre huésped son, con sus torsos, pechos
y sexos al aire, soberbia representación.
El artículo de Massimo Gramellini da en el clavo cuando, detrás de este
pequeño incidente, detecta algo más grave y profundo: una actitud entre
complaciente y cínica, que desborda Italia y se extiende por doquier en los
países y culturas que conforman el mundo occidental, hacia la civilización de
la que tenemos el inmenso privilegio de ser beneficiarios, esa misma que nos ha
librado a todos quienes vivimos en ella de padecer los horrores que padecen las
mujeres iraníes —esas ciudadanas de segunda clase como lo son todas las de los
países musulmanes, con excepción, quizá, por ahora, de Túnez— y los hombres
que, allá, quisieran pintar, escribir, componer, pensar, votar, vestirse o
desnudarse con la misma libertad con que lo hacemos en París, Roma, Madrid,
México, Buenos Aires, y todos los rincones del mundo donde aquella llegó,
afortunadamente, librando a la gente de las horcas caudinas del despotismo y
las verdades únicas.
Las cortesías de la diplomacia deben respetarse pero, también, tener un
límite y éste sólo puede ser el de no hacer concesiones que impliquen una
auto-humillación o un agravio hacia la propia cultura. Lo ha dicho muy bien
Michele Serra, en un artículo de La Repubblica: “¿Valía la pena, por no ofender
al presidente de Irán, ofendernos a nosotros mismos?”. Si la percepción de las
bellas nalgas y pechos de las Venus o de los muslos, falos y testículos de los
Adonis y equinos pueden herir la susceptibilidad de un ilustre invitado, que el
protocolo diseñe una trayectoria que no haga discurrir a éste entre estatuas y
caballos, y que nadie cometa la imprudencia de servirle una copa de champagne o
de vodka, pero ir más allá de esos límites es, tal cual lo dice Gramellini,
actuar como los “siervos que quieren complacer a quienes los asustan”.
A diferencia de los fanáticos, tan orgullosos de sus creencias que las
utilizan como armas arrojadizas, es bastante frecuente en el mundo occidental
llevar el espíritu autocrítico a unos extremos suicidas. Esto es lo que hacen
quienes, asqueados de los defectos, vicios y contrasentidos que muestra nuestra
civilización, están dispuestos a vilipendiarla y, en cambio, respetan y
muestran una infinita tolerancia por las otras, las que la odian y quisieran
acabar con la nuestra, no por lo que en ella anda mal sino, por el contrario,
por lo que en ella anda muy bien y debe ser defendido contra viento y marea: la
igualdad de hombres y mujeres, los derechos humanos, la libertad de prensa,
pensar, creer, escribir, componer, crear, con total libertad, sin ser censurado
o sancionado por hacerlo. El presidente Rohani, cuando reciba de visita al
primer ministro Renzi en Teherán, no permitirá que, para complacerlo, haya
desnudos de mármol al estilo griego y romano en sus recorridos, ni que se
luzcan a su paso estatuas ecuestres con apéndices testiculares a la vista, y,
desde luego, el gobernante italiano no se sentirá ofendido por ello. En eso
—pero sólo en eso— hay que imitar a los fanáticos: nuestra cultura, que es la
cultura de la libertad, es lo que somos, nuestra mejor credencial, no hay razón
alguna para ocultarla. Al revés: hay que lucirla y exhibirla, como la mejor
contribución (entre muchas cosas malas) que hayamos hecho para que
retrocedieran la injusticia y la violencia en este astro sin luz que nos tocó.
Ilustración: FERNANDO VICENTE
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