Si lo que está ocurriendo en el país sudamericano sucediera en cualquier otro país, la respuesta de la opinión pública mundial sería muy distinta. Cuando todo acabe, quienes han callado quedarán en evidencia
Si la gravísima crisis económica, social, política y
moral que hoy vive Venezuela estuviese ocurriendo en cualquier otro país
latinoamericano (que no fuera Cuba, que la vive desde hace décadas), ¿sería
distinta la reacción continental? Respuesta inmediata: por supuesto que sería
distinta. Habría manifestaciones en las calles, protestas ante las embajadas,
cartas abiertas de intelectuales, ríos de tinta en los periódicos, seminarios
académicos, declaraciones condenatorias en la OEA y un tsunami de repudio en
las redes sociales. ¿Por qué no hay una respuesta vagamente similar en el caso
venezolano?
Ante todo, por el cinismo pragmático de los Gobiernos de
la región que, hasta hace poco, se limitaban a expresar su “honda
preocupación”. En fechas recientes algunos Parlamentos y Gobiernos (entre ellos
el mexicano) han dado muestras de solidaridad con la Venezuela mayoritaria que
busca la libertad, pero son todavía actos aislados.
Tampoco contribuye la naturalidad con
que Estados Unidos trata al régimen dictatorial cubano. El restablecimiento de
relaciones ha sido un acto de sensatez y realismo que dará frutos a largo
plazo, pero pudo haberse acompañado de un señalamiento más claro sobre el
terrible estado de las libertades y los derechos humanos en Cuba y, de manera
tangencial, en Venezuela. Al no haber ese deslinde, las timoratas democracias
latinoamericanas se sienten aliviadas.
Pero hay un motivo adicional. La protesta en torno a
Venezuela es débil porque contra ella opera un antiguo chantaje ideológico:
denunciar lo que hace un régimen “de izquierda” es, supuestamente, un acto “de
derecha”. Por eso la mayoría guarda silencio. Los demócratas latinoamericanos
hemos vivido sujetos a ese chantaje desde la célebre declaración de Fidel
Castro en 1969: “Con la Revolución todo, contra la Revolución nada”. Al menos
tres generaciones de intelectuales han obedecido la consigna. Todo lo que era
favorable a la Revolución y sus avatares (desde el guevarismo hasta el
chavismo) pertenecía al territorio puro de “la izquierda”, corriente que
representa al “pueblo”. Todo lo que se oponía a la Revolución (incluida la
democracia, enemiga absoluta del militarismo) pertenecía al territorio turbio
de “la derecha” que encarna al “no pueblo”.
El chantaje ha funcionado. Disentir
de esa corriente, aún hegemónica en América Latina, cuesta. Hubo excepciones
que confirman la regla. Todavía en los años setenta, un liberal puro, como el
gran historiador mexicano Daniel Cosío Villegas, podía criticar a las
dictaduras militares del cono sur, lo mismo que al régimen de Castro y aun al
de Salvador Allende, sin ser considerado “de derecha”. Pero Cosío Villegas
murió en 1976, justo cuando el militarismo genocida comenzó a entronizarse en
varios países latinoamericanos para reprimir la nueva ola revolucionaria que
estalló en la región. Entre esos dos extremos violentos —los gorilas y
las guerrillas— las voces democráticas y liberales quedaron confinadas a los
márgenes. En los años ochenta, con el triunfo del sandinismo y el ascenso de
las insurgencias en Centroamérica, pasaron a formar parte de “la derecha”.
A pesar de todo, esas voces fueron
ganando las conciencias. La crisis de los socialismos reales, la caída del muro
de Berlín, la desaparición de la URSS y la conversión de China al capitalismo
de Estado anunciaron la posibilidad de un cambio.
La región pasó del militarismo a la
democracia. En México, por ejemplo, intelectuales prominentes que defendieron
por décadas al régimen de Fidel Castro se atrevieron poco a poco a criticarlo.
Pero con el advenimiento de Hugo Chávez y su “Revolución Bolivariana” el
maniqueísmo tomó nuevos bríos, ya no con el fundamento de una ideología
marxista sino de un liderazgo populista: “con el líder todo, contra el líder
nada”. Y el chantaje subsiste. Véase por ejemplo la reacción condenatoria de
varios órganos periodísticos de la región tras el triunfo del derechista Macri
en Argentina.
Mientras las corrientes populistas (ahora volcadas al
culto de los redentores políticos) no ejerzan la autocrítica, no hay diálogo
posible porque no creen en el diálogo. Su recurso al chantaje persistirá porque
es su arma específica: no el debate civilizado, fundamentado y tolerante sino
el terrorismo verbal, la santa inquisición en 140 caracteres. Es mejor
confrontarlos con su mala fe. En España, me atrevo a pensar, la cuestión es de
una seriedad mayúscula, porque atañe al proyecto histórico de Podemos.
Para ello volvamos al caso venezolano. Los hechos son
evidentes. Contra la voluntad mayoritaria de la población, expresada en las
urnas el pasado 6 de diciembre, el Gobierno de Maduro ha buscado nulificar a la
Asamblea Legislativa. Para ello ha manipulado al poder judicial (nombrado por
él después de las elecciones) contra los representantes. El líder Leopoldo
López y muchas otras figuras de la oposición sufren un encarcelamiento
absolutamente arbitrario. (Amnistía Internacional ha admitido que López es un
preso de conciencia). En Venezuela los medios están cercados: mientras la
verdad oficial es omnipresente, casi no existe la televisión independiente, y
la prensa y los comunicadores críticos sufren un acoso sistemático.
Ante ese cuadro, la pregunta a los populistas de las dos
orillas del Atlántico es directa y sencilla: si un régimen —como ahora el
venezolano— ahoga las libertades e impide a la representación mayoritaria
acotar el poder de quien consideran un mal gobernante (y aún revocarlo
legalmente, si la provisión —como es el caso— existe en la Constitución), ese
régimen ¿puede considerarse una democracia? Si no puede considerarse como tal,
denúncielo. Si puede considerarse como tal, demuéstrelo. Por supuesto que no
denunciarán nada ni demostrarán nada. Su silencio cómplice (y su labor de
silenciamiento) ante el tácito golpe de Estado en Venezuela comprueba su propio
proyecto: usar a la democracia para acabar con la democracia.
Venezuela vive hundida en el desabasto, la inflación y la
zozobra. El país atraviesa una crisis humanitaria sin precedentes. El Gobierno
colapsará y, cuando eso pase, terminará por salir a la luz la podredumbre y la
dilapidación del régimen chavista. Esa toma de conciencia por parte de quienes
han creído en él será muy dolorosa. En ese momento, quienes han ejercido o
inducido el silencio cómplice quedarán en evidencia. Pero será demasiado tarde
para la autocrítica. Nadie creerá en su autoproclamada superioridad moral. Y
nadie estará dispuesto a pagar, ni un minuto más, el chantaje.
Enrique Krauze es
escritor y director de la revista Letras Libres.
10 FEB 2016 - 00:00 CET EL PAIS
Ilustración: RAQUEL MARIN
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