Visita al penal de Aragua, uno de los nueve centros
penitenciarios de Venezuela que están en manos de los presos
El miércoles pasado,
después de Carnaval, la Guardia Nacional de Venezuela se
apostó en la entrada del Centro Penitenciario de Aragua, en el centro del país,
para impedir el ingreso a la cárcel de materiales de construcción. El Gobierno
trataba de evitar así que se cumpliera una petición del líder del penal, Héctor
Guerrero Flores, El niño Guerrero, para ampliar las
instalaciones.
Los medios locales informaron de la reacción de
Guerrero al conocer el frustrado envío. Uno de sus lugartenientes subió armado
a lo alto del centro, a ilustrar la exigencia de su jefe: el material debe
entrar. La Guardia Nacional exhibió sus armas y tanquetas mientras removía los
kioscos de venta de comida ubicados frente a la entrada del penal. En ese
momento decidió someter a una requisa a las personas que visitaban a sus
familiares. Los presos interpretaron esas medidas como un desafío a su
autoridad. La imagen recordaba a dos perros enseñándose los dientes.
Era el segundo conflicto en Aragua en una semana.
El 4 de febrero, la capital de la provincia, Maracay, tuvo casi un día de
asueto. Los comerciantes y vecinos del norte de la ciudad decidieron no salir
de sus casas para evitar interrumpir el cortejo fúnebre de Emilio Rojas,
hermano del líder de una banda delictiva. Actuaron con la misma cautela que los
habitantes de la isla de Margarita, cuando el 2 de febrero se celebró el
cortejo fúnebre de Teofilo Rodríguez, alias Conejo, el mandamás de la cárcel
del destino turístico más apreciado por los venezolanos, asesinado a la salida
de una discoteca. En la víspera, Conejo había sido homenajeado con una salva de
balazos por sus antiguos compañeros de celda.
En la sociedad
venezolana, las bandas han dado un paso más en la necesidad de demostrar su
poder frente a un Estado diezmado. Nueve de los 53 penales que existen en
Venezuela están en manos de los internos. Al líder de cada centro lo llaman Pran, una denominación con un origen tan confuso como
indeterminable. Ese Pran tiene su
gabinete, varios hombres de confianza responsables de las distintas áreas del
penal, y está custodiado por escoltas.
Las demostraciones del poder de los presos opacan
las iniciativas tomadas por el Ministerio de Servicios Penitenciarios, que ha
establecido en el resto de los penales lo que ellos mismos llaman “régimen”:
hombres —o mujeres, según el caso— con uniformes de colores, con horarios
estrictos para las comidas, la hora de dormir y que cumplen con una disciplina
como en cualquier penal del mundo.
El Centro Penitenciario
de Aragua, más conocido como cárcel de Tocorón, es quizá uno de los ejemplos
más acabados de lo que los presos llaman “una cárcel sin régimen”. Es uno de
los nueve penales donde el Estado se limita a vigilar el perímetro y deja en
los presos la responsabilidad de procurarse todo lo demás: desde comida a
drogas y armas. El portal venezolano Runrunes aseguró
en 2015 que su líder, Guerrero, lo había convertido en una réplica a pequeña
escala de cualquier barrio marginal de Venezuela: una discoteca —llamada
Tokio—, un centro de apuestas hípicas, un gimnasio, una piscina, restaurantes,
una suerte de agencia bancaria que reglamentaba los préstamos de dinero a los
internos y hasta un zoológico. Las fotos circularon en las redes sociales.
“Nosotros estamos presos, sí, pero nadie nos puede prohibir que vivamos como
personas dignas”, dicen los presos. Esa máxima engloba prebendas impensables en
otros lugares de América Latina: no hay días ni horas de visita establecidos y
los presos pueden vivir con sus familias siempre que estén autorizados por el Pran.
En la
prisión de Tocorón
En julio de 2015, fui a la cárcel de Tocorón a
entrevistar a un preso. Al llegar a la puerta de la entrada no tuve necesidad
de registrarme ni dejar mi documento de identidad. Le avisé desde mi teléfono
celular que ya había llegado y me respondió: “Ya te mando a buscar”. Uno de sus
compañeros llegó hasta la puerta, le indicó al guardia que me dejara pasar y me
pidió que le acompañara a guarecernos del fuerte sol bajo la sombra de un samán
[una especie de árbol]. Se veían motos de alta cilindrada —muchas motos— y
hombres armados caminando en el patio de tierra. La mayoría vestía camiseta y
pescadores, o ropa deportiva de marca. Otros usaban pantalones largos y una
camisa de mangas cortas o largas con corbata. Cuando pregunté por qué no usaban
una ropa más fresca me sugirieron que así se diferenciaban a los malandros de
los evangélicos. Quienes llegan a una cárcel venezolana buscando protección en
la palabra de Dios pierden el estatus de hombres malos que ganaron en la calle.
Y deben servir a sus compañeros.
La persona a la que iba a visitar llegó al pie del
árbol a bordo de una moto y le ordenó a uno de los evangélicos que se levantara
de su silla para cedérsela. Al bajar, sacó del interruptor del encendido la
diminuta navaja de un cortauñas. Él es parte del carro —como llaman en la jerga
carcelaria al gabinete de los presos— de Guerrero, pero tenía una motocicleta
mucho menos ostentosa que la de los otros, que aceleraban motores de más
cilindrada mientras se levantaban sobre la rueda posterior. Me dijo que se la
habían asignado. De pronto todas las denuncias sobre el alarmante robo de
coches y motos en la zona central del país, y que nunca más aparecen, cobró
sentido. Tocorón se traga para siempre todo lo que traspasa sus puertas.
Quería cerciorarme por mis propios ojos de la
existencia de la discoteca y de esa suerte de barriada en miniatura que
aseguraban los medios. Pero pasaron varias horas y el preso, que me había
ofrecido llevarme a conocer la obra a bordo de su moto, levantada con capital
proveniente del delito, no se movía de su asiento. El hombre me dijo que esta
vez no podría: Guerrero y su grupo habían dado la orden de que nadie se
moviera. “Está prendida una luz y hay que quedarse quieto”, agregó. El que
desobedece esa orden puede darse por muerto.
Caracas 16 FEB 2016 - 02:49 CET EL PAIS
Presos de la cárcel de Aragua en huelga de hambre, en 2011. JUAN CARLOS HERNÁNDEZ xinhua
http://internacional.elpais.com/internacional/2016/02/15/america/1455576486_264845.html
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