martes, 16 de febrero de 2016

Trump, fascismo y populismo - Pablo Piccato – Federico Finchelstein



Más allá de su posible éxito o fracaso como candidato presidencial, Donald Trump nos permite aplicar un poco de perspectiva histórica al predecible ritual de la campaña presidencial en Estados Unidos. Para ponerlo en otras palabras: no podemos dar cuenta del escandaloso progreso de la candidatura de Trump solamente como una novedad en la política norteamericana, sino como un fenómeno con raíces más profundas y potencialidades más siniestras de lo que nos gustaría admitir.

En Estados Unidos los adjetivos populista y fascista se usan con creciente frecuencia, desde la izquierda y la derecha, para descalificar a adversarios. A pesar de la tendencia de los norteamericanos a ver a su país como único e indiferente a las tendencias históricas globales, ese uso de las etiquetas políticas sitúa mejor a los que las utilizan como adjetivos que a aquellos a quienes se pretende describir. En buena medida esto se debe a la “religión oficial” establecida, según el historiador Enzo Traverso, a partir de la construcción histórica de la derrota de Alemania e Italia en la Segunda Guerra Mundial como una respuesta del mundo occidental contra el crimen del holocausto. Esta narrativa oficial hace casi imposible interpretar los términos fascismo o nazismo como otra cosa que la ideología más detestable del espectro político contemporáneo, una vez que el comunismo ha sido oficialmente derrotado. Sin duda, como ciudadanos pensamos que el fascismo es detestable pero mas allá de los estereotipos es necesario analizar al fascismo históricamente y ver en efecto qué es fascismo y qué no. Algo parecido, aunque no tan extremo, sucede con el uso del término populismo cuando se le aplica a cualquier régimen de izquierda en América Latina, o cualquier candidatura que parezca dirigirse a un mínimo común denominador de clientelismo y paternalismo en Estados Unidos.

No se trata de sacar a estos términos de un marco antidemocrático que los caracterizó y lo sigue haciendo, por ejemplo en el caso de Trump, sino más bien de contextualizarlos nacional y globalmente. Se pueden utilizar estos términos con más precisión y de manera más productiva para entender el presente si se los define bien. A pesar de ser muy diferentes el fascismo y el populismo tienen importantes conexiones históricas. Luego de la Segunda Guerra Mundial el fascismo pierde legitimidad política, y muchos de sus seguidores a ambos lados del Atlántico se ven obligados a buscar nuevas formas políticas para reformular el legado fascista.
Si el fascismo era esencialmente antidemocrático, el populismo se construye como una forma de democracia autoritaria. Con una genealogía fascista, el populismo se constituye como una nueva manera de entender la democracia. Mantiene la noción de soberanía popular a través de la matemática de las elecciones y las formas democráticas de representación. Sin embargo, como lo había hecho el fascismo, idolatra a la figura del líder, representado entonces como el mejor lector de los deseos del pueblo. A los seguidores se les pide fe en sus declaraciones rimbombantes, caprichos y constantes cambios de políticas. Se les pide que confíen en que el líder posee una voluntad y un saber que no están basados sólo en su capacidad de representación electoral, sino más bien en la creencia de que el líder, innatamente, sabe mejor que el pueblo lo que éste realmente quiere. Luego de 1945 el peronismo es el caso más famoso de esta transición de liderazgo fascista a una democracia vertical y populista, pero no es el único. Los ejemplos históricos y presentes abundan: de Getulio Vargas a Hugo Chávez y de Silvio Berlusconi a Marine Le Pen y Donald Trump.

Ambos, fascismo y populismo, comparten la idea de una “confabulación” de extranjeros y minorías internas contra el país. Pero si en el fascismo esta idea deriva en las persecuciones, en la cárcel y eventualmente en el asesinato de los enemigos políticos así concebidos, en el populismo la persecución tiende a ser retórica. En el fascismo la violencia define la ideología pero también la práctica, abundan la muerte política y, como dijera Borges, el “oprobio. “El populismo es mucho más moderado que el fascismo. En el populismo este tipo de acusaciones fortalece la decisión de no conversar con ciudadanos que no son fieles seguidores del líder. En suma, impide deliberar en una democracia efectiva y no sólo formalizada. A diferencia del fascismo, el populismo no propone la dictadura. Es una forma de democracia autoritaria en la cual el principio unitario prima sobre el pluralismo. El populismo defiende la democracia pero la vacía de contenidos. Minimiza las dimensiones institucionales y establece una identificación absoluta entre Estado, gobierno y creyentes seguidores. Hay expresión de la soberanía de la voluntad de la mayoría pero escasea el pluralismo.
No se trata, por lo tanto, de comparar punto por punto el proceso histórico de la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini con los Estados Unidos imaginarios de Trump. Más que coincidencias históricas con regímenes establecidos, hace falta mirar la teoría que implícitamente le da forma a un movimiento que está aún en formación. Una teoría que abunda en metáforas de un líder mesiánico que representa al pueblo unificado, entendido como un todo unitario que excluye a ciertas minorías étnicas y religiosas: los inmigrantes, en especial los mexicanos, y los musulmanes. En este marco, podemos entender la campaña de Trump, tanto en el discurso de su candidato como en las aparentes creencias de sus seguidores —los más numerosos y homogéneos según las encuestas y los mítines que de esta etapa temprana de las primarias. En ambos sentidos, Trump significa la revitalización de un estilo populista fundado históricamente a su vez en un imaginario fascista.

No hace falta citar los pronunciamientos del candidato republicano contra los mexicanos, los musulmanes, las mujeres, o sus insinuaciones y estereotipos sobre los judíos, los negros y los discapacitados. Sin duda estas declaraciones, así como los insultos que con frecuencia profiere durante sus discursos llenos de divagaciones, le han servido para mantener la atención constante de los medios masivos, y sin gastar mucho en la compra de propaganda. Con pocas excepciones, los periodistas no se toman la molestia de hacerle preguntas de fondo, sabiendo que cada aparición en la pantalla del vociferante hombre anaranjado de la calva disimulada es una forma segura para aumentar los ratings. Pero de todas las afirmaciones absurdas que atraerían la atención, las escogidas por Trump sugieren una cuidadosa selección de temas y razonamientos que, sin reconocerse como tales, son una forma codificada de racismo. Los destinatarios de su discurso de odio funcionan como la imagen invertida de ese país legendario al que Trump promete regresar (“Let’s make America great again” es el eslogan): blanco, patriarcal, unánime, dispuesto a usar la violencia contra el enemigo interno o externo. Como el fascismo, la base de esa ideología es la creación de un otro sobre el cual proyectar la violencia, que tiende a ser discursiva en el populismo, y también práctica en el caso del fascismo.

El tema de la migración sirve para codificar los prejuicios raciales y religiosos, y proponer una versión modernizada de la pureza étnica propuesta por fascismos y nacionalismos extremos. Cuando Trump llamó criminales a los mexicanos la reacción en la esfera pública norteamericana fue tímida, entre la indignación de los que se sentían directamente aludidos, los que hacían negocios con ese sector creciente del mercado que se identifica como latino y de algunos sectores de la izquierda. Lo mismo cuando dijo cosas ofensivas contra mujeres que se atrevían a cuestionarlo. Todavía se podía pensar que toda la campaña era un mal chiste que iba a acabar pronto. Cuando dijo, en diciembre, que había que cerrar las puertas del país a los musulmanes, entonces un rango más amplio de la opinión pública reaccionó, por fin, como debería haberlo hecho meses antes. Para ese entonces, sin embargo, el mensaje ya era coherente para quien quisiera escucharlo: la visión racial del cuerpo social, la lógica belicista y la negación de la política se expresaban juntas en boca de Trump. Una de las maneras en código a través de los que se articula esta coherencia es el dicho muy frecuente de sus seguidores: votarán por él porque dice lo que piensa. El énfasis pareciera darse en la sinceridad de los dichos (en contraposición con la duplicidad de los políticos tradicionales) pero el significado verdadero está en el contenido del pensamiento. Este tipo de idealismo en la política acerca a Trump con tantos otros políticos que dijeron e hicieron lo que pensaban, de Hitler a Pol Pot.

El liderazgo es un aspecto central de esta ensalada apenas lógica de ideas. Lo que le da coherencia a los postulados de Trump y a la fe de sus seguidores es que su fuente es la mente genial de un líder que no se puede equivocar. Mientras que en Europa de los años veinte y treinta dirigentes como Mussolini y Hitler fundaron su popularidad en la idea de que eran hombres de acción con prestigio militar y una avasalladora capacidad de hacer comunión con las masas, el genio de Trump reside en ser rico. Sus seguidores no prestan mucha atención al hecho de que mucho de lo que tiene empezó con una herencia, que estuvo varias veces al borde de la quiebra y de que su negocio no es tanto el construir y como el vender propiedad inmobiliaria mediante el cultivo de un apellido que es también una marca. En Estados Unidos, como en México, en Italia, en Argentina y en otros países, ser acaudalado sigue siendo una señal, ante la mayoría de la gente, de superioridad intelectual y moral. Trump utiliza esta admiración para proferir afirmaciones tautológicas o simplemente mentirosas cuya validación reside en el hecho mismo de que él las dice. Cuando le preguntan cómo va a hacer para poner en práctica alguna de sus promesas descabelladas (como construir un muro que se extienda por toda la frontera o deportar a 11 millones de mexicanos) dice simplemente que pondrá a cargo a la gente más talentosa para hacerlo. Su programa de televisión, The Apprentice, se basaba en la idea de que Trump puede contratar o despedir con incomparable sagacidad a los pobres candidatos que se humillan ante él y las cámaras.

En la campaña este liderazgo populista infalible se traduce en un discurso violento que sus seguidores toman como demostración de la superioridad del líder. A sus adversarios los llama estúpidos y se burla de ellos citando su ventaja en las encuestas y desprecia a los periodistas. Sus seguidores han golpeado a los que se atreven a gritarle algo en un mitin y sus guardaespaldas han quitado a periodistas por la fuerza de sus conferencias de prensa. No se trata de anécdotas sino de una consecuencia lógica de su estilo de liderazgo. Cuando se trata de un programa de gobierno, Trump representa la encarnación de la imaginaria fortaleza estadunidense: expulsar a los indeseables y los débiles, cerrarle la puerta a los terroristas, destruir a los enemigos y dejar que “los mejores” se hagan cargo del gobierno. La nación es un cuerpo al que hay que defender de las contaminaciones, cerrándolo y canalizando su violencia hacia el otro.

Por supuesto, nada de esto es inminente en Estados Unidos —no por lo menos en sus consecuencias más radicales de genocidio o eutanasia. Pero sería un error negar los paralelos históricos. En la Europa de los años treinta y cuarenta este imaginario fascista puso las bases para una de las eras más destructivas de la historia moderna. Luego el populismo moderno actualizó al fascismo, transformándolo en una forma autoritaria de la democracia. Esta transición no elimina la posibilidad de que el populismo vuelva a ser fascismo o se convierta en una nueva forma de liderazgo totalitario y antidemocrático. Todos los fascismos fueron populistas, y no todos los populismos son fascistas, aunque pueden retomar los caminos del fascismo. Llamar fascistas a Trump y sus seguidores puede ser una manera fácil de descalificarlos, aceptable para casi cualquier actor político. Pero examinar seriamente lo que la historia nos puede enseñar sobre su liderazgo, su relación con la violencia y su pensamiento racial y belicista nos obliga a ir un poco más lejos.

Pablo Piccato
Profesor de Historia en la Universidad de Columbia, Nueva York.
Federico Finchelstein
Profesor y director del Departamento de Historia en la New School of Social Research, Nueva York.

Pablo Piccato – Federico Finchelstein
Ilustración: Víctor Solís


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