Más allá de su posible éxito o fracaso como candidato presidencial,
Donald Trump nos permite aplicar un poco de perspectiva histórica al predecible
ritual de la campaña presidencial en Estados Unidos. Para ponerlo en otras
palabras: no podemos dar cuenta del escandaloso progreso de la candidatura de
Trump solamente como una novedad en la política norteamericana, sino como un
fenómeno con raíces más profundas y potencialidades más siniestras de lo que
nos gustaría admitir.
En Estados Unidos los adjetivos populista y fascista se usan con
creciente frecuencia, desde la izquierda y la derecha, para descalificar a
adversarios. A pesar de la tendencia de los norteamericanos a ver a su país
como único e indiferente a las tendencias históricas globales, ese uso de las
etiquetas políticas sitúa mejor a los que las utilizan como adjetivos que a
aquellos a quienes se pretende describir. En buena medida esto se debe a la
“religión oficial” establecida, según el historiador Enzo Traverso, a partir de
la construcción histórica de la derrota de Alemania e Italia en la Segunda
Guerra Mundial como una respuesta del mundo occidental contra el crimen del
holocausto. Esta narrativa oficial hace casi imposible interpretar los términos
fascismo o nazismo como otra cosa que la ideología más detestable del espectro
político contemporáneo, una vez que el comunismo ha sido oficialmente
derrotado. Sin duda, como ciudadanos pensamos que el fascismo es detestable
pero mas allá de los estereotipos es necesario analizar al fascismo
históricamente y ver en efecto qué es fascismo y qué no. Algo parecido, aunque
no tan extremo, sucede con el uso del término populismo cuando se le aplica a
cualquier régimen de izquierda en América Latina, o cualquier candidatura que
parezca dirigirse a un mínimo común denominador de clientelismo y paternalismo en
Estados Unidos.
No se trata de sacar a estos términos de un marco antidemocrático que
los caracterizó y lo sigue haciendo, por ejemplo en el caso de Trump, sino más
bien de contextualizarlos nacional y globalmente. Se pueden utilizar estos
términos con más precisión y de manera más productiva para entender el presente
si se los define bien. A pesar de ser muy diferentes el fascismo y el populismo
tienen importantes conexiones históricas. Luego de la Segunda Guerra Mundial el
fascismo pierde legitimidad política, y muchos de sus seguidores a ambos lados
del Atlántico se ven obligados a buscar nuevas formas políticas para reformular
el legado fascista.
Si el fascismo era esencialmente antidemocrático, el populismo se
construye como una forma de democracia autoritaria. Con una genealogía
fascista, el populismo se constituye como una nueva manera de entender la
democracia. Mantiene la noción de soberanía popular a través de la matemática
de las elecciones y las formas democráticas de representación. Sin embargo,
como lo había hecho el fascismo, idolatra a la figura del líder, representado
entonces como el mejor lector de los deseos del pueblo. A los seguidores se les
pide fe en sus declaraciones rimbombantes, caprichos y constantes cambios de
políticas. Se les pide que confíen en que el líder posee una voluntad y un
saber que no están basados sólo en su capacidad de representación electoral,
sino más bien en la creencia de que el líder, innatamente, sabe mejor que el
pueblo lo que éste realmente quiere. Luego de 1945 el peronismo es el caso más
famoso de esta transición de liderazgo fascista a una democracia vertical y
populista, pero no es el único. Los ejemplos históricos y presentes abundan: de
Getulio Vargas a Hugo Chávez y de Silvio Berlusconi a Marine Le Pen y Donald
Trump.
Ambos, fascismo y populismo, comparten la idea de una “confabulación” de
extranjeros y minorías internas contra el país. Pero si en el fascismo esta
idea deriva en las persecuciones, en la cárcel y eventualmente en el asesinato
de los enemigos políticos así concebidos, en el populismo la persecución tiende
a ser retórica. En el fascismo la violencia define la ideología pero también la
práctica, abundan la muerte política y, como dijera Borges, el “oprobio. “El
populismo es mucho más moderado que el fascismo. En el populismo este tipo de
acusaciones fortalece la decisión de no conversar con ciudadanos que no son
fieles seguidores del líder. En suma, impide deliberar en una democracia
efectiva y no sólo formalizada. A diferencia del fascismo, el populismo no
propone la dictadura. Es una forma de democracia autoritaria en la cual el
principio unitario prima sobre el pluralismo. El populismo defiende la
democracia pero la vacía de contenidos. Minimiza las dimensiones
institucionales y establece una identificación absoluta entre Estado, gobierno
y creyentes seguidores. Hay expresión de la soberanía de la voluntad de la
mayoría pero escasea el pluralismo.
No se trata, por lo tanto, de comparar punto por punto el proceso
histórico de la Alemania de Hitler y la Italia de Mussolini con los Estados
Unidos imaginarios de Trump. Más que coincidencias históricas con regímenes
establecidos, hace falta mirar la teoría que implícitamente le da forma a un
movimiento que está aún en formación. Una teoría que abunda en metáforas de un
líder mesiánico que representa al pueblo unificado, entendido como un todo
unitario que excluye a ciertas minorías étnicas y religiosas: los inmigrantes,
en especial los mexicanos, y los musulmanes. En este marco, podemos entender la
campaña de Trump, tanto en el discurso de su candidato como en las aparentes
creencias de sus seguidores —los más numerosos y homogéneos según las encuestas
y los mítines que de esta etapa temprana de las primarias. En ambos sentidos,
Trump significa la revitalización de un estilo populista fundado históricamente
a su vez en un imaginario fascista.
No hace falta citar los pronunciamientos del candidato republicano
contra los mexicanos, los musulmanes, las mujeres, o sus insinuaciones y
estereotipos sobre los judíos, los negros y los discapacitados. Sin duda estas
declaraciones, así como los insultos que con frecuencia profiere durante sus
discursos llenos de divagaciones, le han servido para mantener la atención
constante de los medios masivos, y sin gastar mucho en la compra de propaganda.
Con pocas excepciones, los periodistas no se toman la molestia de hacerle
preguntas de fondo, sabiendo que cada aparición en la pantalla del vociferante
hombre anaranjado de la calva disimulada es una forma segura para aumentar
los ratings. Pero de todas las afirmaciones absurdas que
atraerían la atención, las escogidas por Trump sugieren una cuidadosa selección
de temas y razonamientos que, sin reconocerse como tales, son una forma
codificada de racismo. Los destinatarios de su discurso de odio funcionan como
la imagen invertida de ese país legendario al que Trump promete regresar (“Let’s make America great again” es el eslogan): blanco,
patriarcal, unánime, dispuesto a usar la violencia contra el enemigo interno o
externo. Como el fascismo, la base de esa ideología es la creación de un otro
sobre el cual proyectar la violencia, que tiende a ser discursiva en el
populismo, y también práctica en el caso del fascismo.
El tema de la migración sirve para codificar los prejuicios raciales y
religiosos, y proponer una versión modernizada de la pureza étnica propuesta
por fascismos y nacionalismos extremos. Cuando Trump llamó criminales a los
mexicanos la reacción en la esfera pública norteamericana fue tímida, entre la
indignación de los que se sentían directamente aludidos, los que hacían
negocios con ese sector creciente del mercado que se identifica como latino y
de algunos sectores de la izquierda. Lo mismo cuando dijo cosas ofensivas
contra mujeres que se atrevían a cuestionarlo. Todavía se podía pensar que toda
la campaña era un mal chiste que iba a acabar pronto. Cuando dijo, en diciembre,
que había que cerrar las puertas del país a los musulmanes, entonces un rango
más amplio de la opinión pública reaccionó, por fin, como debería haberlo hecho
meses antes. Para ese entonces, sin embargo, el mensaje ya era coherente para
quien quisiera escucharlo: la visión racial del cuerpo social, la lógica
belicista y la negación de la política se expresaban juntas en boca de Trump.
Una de las maneras en código a través de los que se articula esta coherencia es
el dicho muy frecuente de sus seguidores: votarán por él porque dice lo que
piensa. El énfasis pareciera darse en la sinceridad de los dichos (en
contraposición con la duplicidad de los políticos tradicionales) pero el
significado verdadero está en el contenido del pensamiento. Este tipo de idealismo
en la política acerca a Trump con tantos otros políticos que dijeron e hicieron
lo que pensaban, de Hitler a Pol Pot.
El liderazgo es un aspecto central de esta ensalada apenas lógica de
ideas. Lo que le da coherencia a los postulados de Trump y a la fe de sus
seguidores es que su fuente es la mente genial de un líder que no se puede
equivocar. Mientras que en Europa de los años veinte y treinta dirigentes como
Mussolini y Hitler fundaron su popularidad en la idea de que eran hombres de
acción con prestigio militar y una avasalladora capacidad de hacer comunión con
las masas, el genio de Trump reside en ser rico. Sus seguidores no prestan
mucha atención al hecho de que mucho de lo que tiene empezó con una herencia,
que estuvo varias veces al borde de la quiebra y de que su negocio no es tanto
el construir y como el vender propiedad inmobiliaria mediante el cultivo de un
apellido que es también una marca. En Estados Unidos, como en México, en
Italia, en Argentina y en otros países, ser acaudalado sigue siendo una señal,
ante la mayoría de la gente, de superioridad intelectual y moral. Trump utiliza
esta admiración para proferir afirmaciones tautológicas o simplemente
mentirosas cuya validación reside en el hecho mismo de que él las dice. Cuando
le preguntan cómo va a hacer para poner en práctica alguna de sus promesas
descabelladas (como construir un muro que se extienda por toda la frontera o
deportar a 11 millones de mexicanos) dice simplemente que pondrá a cargo a la
gente más talentosa para hacerlo. Su programa de televisión, The Apprentice, se basaba en la idea de que Trump puede
contratar o despedir con incomparable sagacidad a los pobres candidatos que se
humillan ante él y las cámaras.
En la campaña este liderazgo populista infalible se traduce en un
discurso violento que sus seguidores toman como demostración de la superioridad
del líder. A sus adversarios los llama estúpidos y se burla de ellos citando su
ventaja en las encuestas y desprecia a los periodistas. Sus seguidores han
golpeado a los que se atreven a gritarle algo en un mitin y sus guardaespaldas
han quitado a periodistas por la fuerza de sus conferencias de prensa. No se
trata de anécdotas sino de una consecuencia lógica de su estilo de liderazgo.
Cuando se trata de un programa de gobierno, Trump representa la encarnación de
la imaginaria fortaleza estadunidense: expulsar a los indeseables y los
débiles, cerrarle la puerta a los terroristas, destruir a los enemigos y dejar
que “los mejores” se hagan cargo del gobierno. La nación es un cuerpo al que
hay que defender de las contaminaciones, cerrándolo y canalizando su violencia
hacia el otro.
Por supuesto, nada de esto es inminente en Estados Unidos —no por lo
menos en sus consecuencias más radicales de genocidio o eutanasia. Pero sería
un error negar los paralelos históricos. En la Europa de los años treinta y
cuarenta este imaginario fascista puso las bases para una de las eras más
destructivas de la historia moderna. Luego el populismo moderno actualizó al
fascismo, transformándolo en una forma autoritaria de la democracia. Esta
transición no elimina la posibilidad de que el populismo vuelva a ser fascismo
o se convierta en una nueva forma de liderazgo totalitario y antidemocrático.
Todos los fascismos fueron populistas, y no todos los populismos son fascistas,
aunque pueden retomar los caminos del fascismo. Llamar fascistas a Trump y sus
seguidores puede ser una manera fácil de descalificarlos, aceptable para casi
cualquier actor político. Pero examinar seriamente lo que la historia nos puede
enseñar sobre su liderazgo, su relación con la violencia y su pensamiento
racial y belicista nos obliga a ir un poco más lejos.
Pablo
Piccato
Profesor de Historia en la Universidad de Columbia, Nueva York.
Profesor de Historia en la Universidad de Columbia, Nueva York.
Federico
Finchelstein
Profesor y director del Departamento de Historia en la New School of Social Research, Nueva York.
Profesor y director del Departamento de Historia en la New School of Social Research, Nueva York.
Pablo Piccato – Federico Finchelstein
Ilustración: Víctor Solís
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