Dos años después, Venezuela
es otra. La polarización está siendo devorada por la crisis económica
Hace dos años, Leopoldo López se entregó al Gobierno
venezolano. Sabía que no se estaba poniendo en manos de la justicia sino del
partido que controla la justicia en el país. Fue una decisión política. Y fue
ejecutada siguiendo los elementos del espectáculo político: un evento público,
un discurso épico, un protagonista abrazado a la bandera nacional,
despidiéndose de su amada e inmolándose ante las masas. López estaba realizando
un sacrificio y una inversión.
Tomó un riesgo. Era el final de una apuesta que
ya había iniciado antes, sin el acuerdo de la mayoría de la oposición, al
convocar a marchas para exigir la salida de Maduro. Cuestionable o no, fue una
decisión política. No un delito.
Veinticuatro meses después, en medio de una crisis sin
precedentes, el propio chavismo discute la salida de Maduro y Leopoldo López
paga una condena de 14 años, después de pasar por uno de los juicios más
delirantes y perversos que conozca la historia del país.
La sentencia tiene casi 300 páginas y su argumento
principal es el lenguaje. López fue sancionado por su uso del “arte de la
palabra”. Es una condena basada en la interpretación de los signos como poderes
fácticos. López está legalmente preso gracias a un ejercicio particular de
lectura. Así, el Gobierno se convierte en traductor oficial de cualquier
narrativa. Más allá de lo que digan los otros, el poder decreta qué quisieron
decir realmente. Para el sistema de justicia venezolano, el discurso político
de la oposición es un crimen. López es semiológicamente culpable.
Esta semana, la Asamblea con mayoría opositora aprobó una
Ley de Amnistía y de Reconciliación Nacional. La propuesta supone que muchos
detenidos —entre ellos López— recuperen su libertad. En medio del debate,
Diosdado Cabello reiteró la versión del oficialismo: “Aquí no va a haber ni ley
de amnesia, ni amnistía, aquí lo que habrá es patria. Esa ley no va a ser
ejecutada, no va a haber libertad para los asesinos”. Sigue el mismo guión que
mediáticamente insiste en culpar a la oposición de todas las muertes. Las
investigaciones, sin embargo, no arrojan ese mismo resultado. La mayoría de los
42 homicidios, ocurridos en el contexto de las manifestaciones, continúan sin
resolverse.
Dos años después, el país es otro. La polarización está siendo
devorada por la crisis económica. Y la política más eficaz de Maduro parece
haber sido la represión.
Porque Leopoldo López no es el único. Su caso es el más
visible. Tiene además una musculatura internacional sorprendente. Su esposa
aparece en La Moncloa con Rajoy o en el acto de juramentación de Mauricio
Macri. Organizaciones mundiales y congresos de otros países abogan a su favor.
Pero junto a él hay muchos venezolanos detenidos y sometidos a procesos
judiciales viciados. Hay todo un país agazapado, con temor. El Gobierno
aprovechó las manifestaciones del 2014 para ejercer la represión, reforzar la
autoridad militar y legitimar distintas formas de violencia oficial. El triunfo
electoral de la oposición, en diciembre pasado, lleva al límite este enfrentamiento
entre la experiencia civil y el modelo militar.
Mientras el país espera que Maduro anuncie finalmente
algunas medidas económicas contra la crisis, el pasado 11 de febrero, a través
de un decreto presidencial, se creó una “empresa militar” para actuar “sin
limitación alguna” en cualquier actividad lícita relacionada con el petróleo,
el gas y la minería. Todo es parte de lo mismo. Maduro solo ha sido una fachada
civil para consolidar al poder militar. Se trata de la culminación del proyecto
que inició Chávez: la refundación de caudillismo, la reinvención del
autoritarismo latinoamericano.
18 FEB 2016 - 02:19 CET EL PAIS
* Alberto Barrera Tyszka es escritor venezolano, ganador del Premio Tusquets 2015.
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