Haití y
República Dominicana constituyen un sistema socioeconómico desigual y muy
conflictivo. Uno de los componentes claves de este sistema es la movilidad de
haitianos a República Dominicana, donde ocupan espacios en mercados laborales
vitales para la economía nacional. Esta relación se reproduce desde una
construcción ideológica xenófoba y racista, que tuvo su expresión más trágica
en la desnacionalización masiva de ciudadanos de origen haitiano en 2013. El
mito de la «invasión pacífica» haitiana, sin embargo, parece no ser apoyado por
los resultados estadísticos de las últimas encuestas de migrantes.
Un dato
crucial para explicar lo que sucede con la movilidad humana de Haití hacia
República Dominicana es entender que ambas naciones –un caso poco usual en que
dos Estados nacionales comparten una isla– forman un sistema socioeconómico,
imperfecto y notablemente desigual, que se ha ido desarrollando desde el mismo
momento en que los primeros bucaneros franceses pisaron la parte occidental de
la isla. Un lugar excelente para una nueva vida, que había quedado despoblado
merced a las políticas coloniales españolas de reconcentración de población
para evitar contactos con los herejes.
No es posible
explicar la historia de una parte sin tener en cuenta a la otra. Durante mucho
tiempo, la porción occidental de la isla –la colonia francesa de Saint-Domingue
y luego la República de Haití– fue la parte dominante de la relación bilateral.
Todavía hasta la segunda década del siglo xx, los dominicanos apreciaban a
Puerto Príncipe como una metrópoli con oferta variada de servicios y
mercancías, en contraste con una capital propia –Santo Domingo– que no pasaba
de ser un pueblo provinciano con calles lodosas, plagas de mosquitos y una
carencia angustiante de agua potable.
La situación
comenzó a cambiar cuando se produjo la inserción violenta de la isla en la
economía capitalista mundial, de la mano de las compañías azucareras
estadounidenses. República Dominicana pasó a ser productora de azúcar a gran
escala, mientras que Haití –con mucha población y poca tierra– fue diseñada
como proveedora de mano de obra barata y desprotegida para las plantaciones de
Cuba y República Dominicana. Esta última comenzó a despegar como una economía
agroexportadora dependiente. Haití, en cambio, inició una autofagia que no
concluye.
En 1937, el
dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo inició lo que se llamó la
«dominicanización de la frontera», en esencia, una limpieza étnica sangrienta,
la destrucción de los vínculos transfronterizos y el cierre de los contactos
entre las dos partes de la isla. Pero sobre todo, y es vital para el tema que
nos ocupa, el programa trujillista contenía una codificación ideológica que anatematizaba
al haitiano y lo ubicaba como antítesis del ser dominicano. República
Dominicana existía a pesar de Haití, y su esencia blanca, católica y de raíz
española era retada por un vecino negro, africano y pagano. Haití pasó a ser el
enemigo protagonista de una «invasión pacífica» y la frontera, una trinchera
que defendía a la comunidad nacional. El racismo antihaitiano devino parte de
la cultura nacional y una pieza bien cotizada en el mercado político.
«Dominicanizar la frontera –escribió un testaferro ideológico del dictador– es
devolver la patria entera a la hispanidad»1.
Durante seis
décadas, casi la única excepción a este cierre de contactos fue el paso anual
de los contingentes de braceros haitianos destinados al corte de la caña de
azúcar, lo que resultaba una necesidad para la economía azucarera y un negocio
altamente redituable para los grupos militares de ambos países. El comercio
binacional se limitaba a unos pocos millones de dólares, regularmente
reexportaciones haitianas.
Pero desde la
década de 1990, cuando la economía dominicana abandonó su modelo sustitutivo de
importaciones y produjo una diversificación económica con las miras puestas en
el mercado externo, Haití pasó a ser un objetivo de primer orden. Los
trabajadores migrantes dejaron de ser «trabajadores huéspedes» concentrados en
los bateyes azucareros y controlados militarmente, para desparramarse por todo
el mercado laboral que requiriera mano de obra barata y desprotegida. Los
haitianos pasaron a ser piezas imprescindibles de la dinámica constructiva, de
la producción de alimentos y de los servicios urbanos. La movilidad de los
haitianos se descentralizó y rebasó los estrechos límites de los bateyes. Sin
esa fuerza de trabajo joven y barata, muchos sectores económicos dominicanos,
ineficientes y poco rentables, sucumbirían a la competencia internacional y pondrían
en peligro la propia seguridad alimentaria nacional.
En segundo
lugar, el capitalismo dominicano percibió el mercado haitiano como una
posibilidad particularmente provechosa de realización, no solo por la cercanía
geográfica y la baratura del transporte, sino por las pocas exigencias de
calidad. Ha sido un comercio tremendamente desbalanceado en el que las
exportaciones dominicanas, que pueden llegar a los 1.000 millones de dólares,
se componen fundamentalmente de productos de difícil exportación a otros
lugares –por ejemplo, materiales de construcción o huevos– o sencillamente de
tan baja calidad que ni siquiera se pueden realizar en el mercado dominicano.
Haití resulta, en consecuencia, una prolongación degradada del mercado interno
dominicano. A cambio, la ex-colonia francesa solo logra vender a su vecina
algunos bienes de consumo por montos totales anuales que no exceden
regularmente unas pocas decenas de millones de dólares. El mercado haitiano es,
en consecuencia, una suerte de subsidio para las ineficientes industrias
dominicanas.
Desde una
óptica económica, la manera como Haití compensa este desbalance es exportando
su mercancía más abundante y demandada por el mercado dominicano: la fuerza de
trabajo. Solo que esta mercancía porta en sí la condición humana, y en
consecuencia su consumo pone sobre el tapete los dilemas del reconocimiento y
la redistribución que animaron aquel famoso debate entre Alex Honneth y Nancy
Fraser2,
pero que el capitalismo dominicano y su sistema político-cultural han tratado de
sepultar bajo la herencia de los prejuicios trujillistas. Por consiguiente, la
sociedad dominicana ha vivido bajo la esquizofrénica situación de percibir al
haitiano como un peligro, pero que la beneficia; como un enemigo sin el cual la
vida sería menos confortable. En última instancia, como un sujeto supuestamente
antitético, pero con el que convive y es capaz de establecer relaciones
cordiales en la cotidianeidad.
La
interrelación de las economías haitiana y dominicana apunta a la formación de
un sistema interdependiente. Como todo sistema asimétrico, es altamente
conflictivo. Y diría que es, también, notablemente imperfecto, sea porque se
asienta en una construcción ideológica y cultural que resalta la diferencia y
atiza el conflicto para sus propios fines, o por el hecho de que el sistema
carece de mecanismos políticos de mediación. Haití y República Dominicana no
son parte de algún proyecto integracionista supranacional, no poseen acuerdos
durables y consistentes y los pocos espacios de coordinación bilateral –como
las comisiones mixtas binacionales organizadas por cada cancillería– apenas
funcionan y no son efectivas en ningún sentido.
En buena
medida, estas comisiones no funcionan porque cada parte pretende hacer
prevalecer sus propias demandas y temáticas. Los dominicanos siempre quieren
priorizar el comercio, denunciando las diversas trabas y prohibiciones que el
gobierno haitiano coloca a los productos «estrellas» dominicanos cuando ocurren
acciones antiinmigratorias en República Dominicana. Los haitianos, por razones
obvias, prefieren focalizar la discusión en el tema migratorio. Unos y otros
pierden de vista que estas cuestiones forman parte de flujos de trabajo,
abstracto y concreto, que vertebran un sistema económico insular y que seguirá
consolidándose a pesar de las veleidades políticas y los resentimientos
chovinistas de ambas partes.
Acotar la
«invasión pacífica»
El
antihaitianismo no es un elemento secundario de la cultura política dominicana,
sino un componente organizador. En la actualidad, ese discurso opera sobre dos
campos. El primero de ellos es el campo duro, del odio heredado directamente de
la prédica trujillista: es el que percibe y explica al haitiano como un agresor
cultural, político y biológico. El otro es más blando y fija su atención en la
pobreza haitiana. El migrante es descripto como una persona muy pobre que viene
a aprovechar los servicios dominicanos y resulta una carga insoportable para el
presupuesto y un competidor para los dominicanos pobres que deben consumir los
mismos servicios. La versión dura no otorga nada al haitiano: su principal
sistematizador contemporáneo, Joaquín Balaguer, lo recalcaba: «La influencia de
Haití ha corrompido la fibra sagrada de la nacionalidad (…)
La vecindad de
Haití ha sido y sigue siendo el principal problema de la República Dominicana»3.
La segunda, la blanda, los considera merecedores de afectos básicos, pero omite
sus inmensas contribuciones a la economía nacional y en ningún momento los
percibe como productores culturales. Una y otra sirven de sustento para el arraigo
de una visión racista en la que la categoría de «negro» solo es aplicada al
haitiano. El dominicano nunca lo es, aun cuando sea de piel muy oscura: a lo
sumo es «moreno». Hasta hace poco tiempo los mulatos eran llamados «indios» y
así quedaba estampado en los documentos oficiales. Todo ello, en la que
probablemente es la sociedad más mestiza afrodescendiente de nuestro
continente.
El uso del
«peligro haitiano» sigue siendo un recurso de primer orden para la clase
política dominicana. En ocasiones puede resultar un recurso coyuntural de alta
visibilidad –como ocurrió en 1996, cuando la derecha nacional se alió en un
llamado Frente Patriótico para impedir el ascenso de un político negro
progresista–, pero es también un recurso cotidiano cuando se trata de
enmascarar los graves problemas nacionales tales como el conservadurismo, la
corrupción y la depredación social. En cualquier caso, resulta un elemento
corrosivo de la cultura política democrática y auspiciador de tendencias
autoritarias y alterofóbicas.
Desde
comienzos del siglo xxi, el antihaitianismo tomó un derrotero inédito: la
institucionalización de la lucha contra la inmigración haitiana, una «invasión
pacífica» que no solo dañaba «las fibras sagradas de la nacionalidad» sino que
amenazaba con el copamiento del propio Estado. En 2004 se dictó la Ley
Migratoria (Nº 285), que dio un primer golpe al derecho de suelo que había
constituido la piedra de toque del sistema de ciudadanía. Pero esta ley
permaneció varios años sin reglamentación, por lo que su impacto inicial fue
reducido. Tres años más tarde, en 2007, la Suprema Corte de Justicia, en un
fallo sobre una disputa legal sobre el tema, dictaminó un sinsentido memorable:
los haitianos indocumentados deberían ser considerados pasajeros en tránsito –aun
cuando hubieran habitado la media isla por decenios– y sus hijos no podían
acceder a la ciudadanía por nacimiento. Acto seguido, todas las oficialías
fueron instruidas de no extender certificaciones de nacimiento a las personas
de origen haitiano que hubieran tenido padres en condiciones irregulares. En
2010, una nueva Constitución conservadora restringió medularmente el principio
de ius solis, y un año más tarde la ley de 2004 fue reglamentada de la
peor manera imaginable.
Esta
institucionalización fue acompañada de violentos brotes racistas en varios
puntos de la geografía nacional, que culminaron en la expulsión e incluso el
asesinato de ciudadanos haitianos. La propaganda antihaitiana se intensificó
como nunca antes, usando como vectores a una serie de pequeñas organizaciones
bien financiadas y encabezadas por figuras de alta raigambre trujillista. La
prensa se hizo eco –a veces de manera francamente delirante– de la «invasión
pacífica» y de cálculos exorbitantes sobre los «millones de haitianos» en el
país. Y más de un político vio aquí un campo fértil para captar votos y apoyos,
prometiendo muros en las fronteras y expulsiones masivas.
En este
contexto de histeria fabricada, la elite política dominicana dio su paso más
deplorable: la desnacionalización de cientos de miles de personas dominicanas
de origen haitiano mediante la sentencia 168 de 2013 del Tribunal
Constitucional. El argumento legal fue que, siendo descendientes de personas en
situación irregular (en realidad, todos los inmigrantes estaban en una
situación legal que hoy se consideraría irregular, pero entonces era
sencillamente normal), sería anulada de manera retroactiva la ciudadanía de
todas aquellas personas de origen haitiano nacidas entre 1929 y 2010. Se trató
de una auténtica monstruosidad jurídica que lanzó a la apatridia a más de un
cuarto de millón de personas, la mayoría de las cuales no tenía nacionalidad
haitiana, ni hablaba creole, ni siquiera había visitado alguna vez el país
vecino. Los haitianos perdieron empleos y oportunidades de estudios, fueron
humillados en las oficinas públicas y debieron someterse a un escrutinio
burocrático degradante.
Pero no por
truculento el hecho debe considerarse una anomalía en el sistema político
dominicano. Fue el resultado lógico, como antes anotábamos, tanto de los usos
de los migrantes en la reproducción económica y política de esa sociedad, como
de las derivas autoritarias de la propia cultura política. Según Wilfredo
Lozano, fue «un producto directo del proceso de pérdida de poder ciudadano y
exclusión social que intenta asumir por la vía autoritaria los problemas que
genera la masiva inmigración haitiana en Santo Domingo»4.
De alguna manera, esta «organicidad» de la desnacionalización explica que el
gobierno dominicano no tuviera serias dificultades internas para ejecutar la
resolución del Tribunal Constitucional.
Aunque todas las encuestas de opinión
indicaban que la mayoría de la población no simpatizaba con la medida, solo una
«inmensa minoría» –compuesta por intelectuales, activistas sociales y jóvenes
dominico-haitianos afectados por la expropiación de derechos– se opuso de
manera pública, lo que dejó el escenario libre para la actuación de los grupos
chovinistas. Fueron días particularmente tensos en los que, con total
complicidad de la clase política, se profirieron amenazas contra figuras
democráticas y se realizaron actos de violencia estructural y física contra residentes
haitianos. Un informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que
visitó la isla en diciembre de 2013 señalaba la prevalencia de un clima de
«discriminación estructural: afectación al acceso a los servicios básicos,
incluyendo la educación infantil; incremento de la vulnerabilidad de los grupos
afectados y un régimen de intolerancia e incitación a la violencia»5.
A fines de
2013 se promulgó el decreto 327-13, que ordenaba a todos los despojados de
ciudadanía someterse a un programa de regularización que les permitiría
recuperarla en un plazo considerable, lo que fue complementado (con fuertes
presiones internacionales de por medio) en mayo de 2014 por la ley 169-14, que
dispuso la devolución de la ciudadanía a quienes estaban «legalmente»
inscriptos en los archivos del registro civil, y remitía a los que no poseían
esta ventaja a un largo y costoso proceso de naturalización, aun cuando
pudieran demostrar que habían nacido en República Dominicana en momentos en
que ius solis les concedía la ciudadanía. Es decir, dejó incólumes
los argumentos ilegales y xenófobos de la derecha, pero les antepuso una
supuesta razón humanitaria para beneficiar a una parte de los decenas de miles de
afectados.
Estas últimas
personas debieron acogerse a un riguroso proceso que les exigía justificar
vínculos estables con la sociedad dominicana, estabilidad socioeconómica, un
tiempo suficiente de radicación, relaciones familiares, etc., mediante la presentación
de documentos formales difíciles de obtener para una población que sobrevive en
la informalidad. Tras 18 meses de gestión, se informó que unas 288.466 personas
habían presentado los papeles, pero se le había negado la regularización a 17%.
Según un informe del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (pnud)
basado en una encuesta nacional, 58% de los afectados no se presentó al
programa de regularización6.
Y en 2016, la Mesa Nacional de Migraciones reportaba a través de un periódico
nacional que el proceso había dejado afuera a medio millón de personas y
denunciaba la ocurrencia de persecuciones y deportaciones masivas sin
garantías.
¿Quiénes son
los «invasores pacíficos»?
La idea
sembrada durante decenios acerca de cientos de miles de invasores haitianos que
parasitan a la sociedad, interesados en subvertir los valores nacionales y
copar el Estado para una fusión insular, comenzó a mostrar fisuras cuando
diferentes grupos técnicos miraron hacia dentro de la comunidad haitiana y
hurgaron tanto en su composición como en sus motivaciones. Tres conclusiones
reiteradas en esos estudios tempranos apuntaban a que los inmigrantes eran
normalmente personas en edades laborales óptimas que estaban empleadas la mayor
parte del tiempo, que sus cantidades eran mucho más discretas que las cifras
millonarias difundidas por los nacionalistas vocingleros y que una buena parte
de ellos no eran técnicamente migrantes, sino temporeros que circulaban y
estaban dispuestos a volver a Haití a la primera oportunidad.
En 2012 y
2017, el Fondo de Población de las Naciones Unidas (unfpa, por sus siglas en
inglés) tuvo la loable idea de patrocinar encuestas con muestras muy amplias
que permitieron realizar diagnósticos más exhaustivos y más convincentes para
la comunidad nacional7.
La primera indicaba que había en el país 524.632 inmigrantes y 244.161
descendientes, una buena parte de ellos con nacionalidad dominicana según las
normas de derecho de suelo vigentes hasta 2010. 87% de los inmigrantes eran
haitianos, 77% de ellos en edades laborales óptimas y 65% varones.
La encuesta
de 2017 –sobre la que me detengo con más detalle– fue más concluyente. Se
aplicó sobre 73.000 viviendas, donde fueron encuestados 24.547 migrantes de
todos los orígenes. Por entonces había 570.933 extranjeros y de ellos
nuevamente 87% eran haitianos, unos 497.825. Sumados los descendientes, el
total de personas haitianas o dominico-haitianas era de 750.174. Es decir, la
cifra total distaba mucho de los apocalípticos «uno o dos millones», y el
incremento de los inmigrantes no solo se debía a los haitianos, sino a
extranjeros en general. Esto representaba 5,6% de la población nacional, muy
por debajo del porcentaje aproximado de 10% de dominicanos que han emigrado a
otros lugares, tal y como hacen los haitianos, en busca de mejoras en sus
condiciones de vida.
La migración
haitiana se había movido del campo a la ciudad (66% vivía en ciudades, aunque
otros inmigrantes se ubicaban en el medio urbano en 96%) y seguía siendo
predominantemente masculina (63%) en edades laborales óptimas. 71% se ubicaba
en regiones de alta demanda de fuerza de trabajo, lo que apunta a su
funcionalidad productiva. 56% se empleaba en empresas privadas –principalmente
en las actividades agropecuaria y de construcción– y otro 33% era
cuentapropista, sobre todo en el área comercial. Un dato interesante es que,
tanto en la construcción como en la agricultura, los nacionales dominicanos
tenían poca presencia, regularmente operaban en tareas jerárquicas, por lo que
los haitianos estaban ocupando y valorizando actividades que en otras circunstancias
no podrían funcionar, con el efecto dañino que esto tendría en las cadenas de
valor en que se insertaban. Curiosamente, 73% estaba alfabetizado, una
proporción que no es sustancialmente diferente al porcentaje de alfabetización
en República Dominicana, donde 17% de la población es analfabeta.
Los haitianos
ocupaban el lugar inferior de la escala social inmigratoria. Sus salarios
promedio se ubicaban en torno de los 14.000 pesos (algo menos de 300 dólares
estadounidenses al cambio del momento), lo que equivalía a 40% de los salarios
de los otros inmigrantes y a 80% de los promedios dominicanos. 95% vivía sin
seguros de salud y la mitad carecía de contratos formales. Era también el grupo
inmigrante que afrontaba mayores dificultades para realizar trámites, debido
tanto a que el sistema público dominicano resultaba poco amigable, como a que
la situación crítica haitiana les impedía obtener documentos básicos. Ello se
reflejaba en la situación de sus descendientes, que continuaban ocupando los
estamentos inferiores de la sociedad.
Sin embargo,
a pesar de la masividad, los inmigrantes haitianos no parecían ser los
invasores devoradores de la dominicanidad que denunciaban los grupos
xenófobos. Aproximadamente 16% de los haitianos entraban y salían usualmente del
país, por lo que técnicamente habría dificultades para considerarlos
inmigrantes. Pero entre los que habían entrado una sola vez, 32% lo había hecho
en el último año, por lo que si consideramos los valores de 2012, una cantidad
considerable de haitianos había hecho un regreso sin retorno a su país. Todo
ello, concluía el informe, era «revelador del carácter circular de la
inmigración en el grupo predominante: el de origen haitiano».
A modo de
conclusiones
Si seguimos a
Gary Freeman en su discusión sobre los regímenes de incorporación –los marcos
regulatorios que acotan las aspiraciones de integración de los migrantes en los
campos mercantil, legal, de acceso al consumo colectivo y de producción y
consumo cultural–, habría que concluir que los haitianos y sus descendientes
encuentran en República Dominicana muros francamente infranqueables8.
A sus usos en los espacios menos favorecidos del mercado laboral
–construcciones y agricultura– se une el acecho ideológico y político a que son
sometidos, que tuvo su peor expresión en la desnacionalización masiva de
dominico-haitianos en 2013.
Este uso de
la fuerza de trabajo haitiana es equiparable al uso que los empresarios
dominicanos hacen del mercado consumidor en la otra mitad de la isla. Y que en
última instancia habla del engarzamiento sistémico de la economía insular, y de
la manera como la asimetría de las partes actúa en beneficio del capitalismo
dominicano. Aunque la propaganda antihaitiana en República Dominicana se empeña
en mostrar los supuestos costos de la relación con Haití, en realidad sucede lo
contrario: la relación con Haití es, en varios sentidos, un subsidio monumental
para el capitalismo dominicano.
Pero ello
tiene un efecto perverso. Al mismo tiempo, la prevalencia de las políticas de
discriminación estructural, xenofobia y racismo que apuntalan la subordinación
haitiana constituye un caldo de cultivo ideal para la proliferación de zonas
autoritarias en la cultura política dominicana y en el funcionamiento de su
precario régimen político democrático. Mirar la cuestión haitiana desde la
tolerancia desprejuiciada es una necesidad para la sociedad dominicana. Una
manera de superar su propia esquizofrenia y entender la historia común. Y una
condición para avanzar en su propia realización democrática.
1.
Manuel
Machado: La dominicanización fronteriza, Impresora Dominicana, Ciudad Trujillo,
1955, p. 53.
2.
N. Fraser y
A. Honneth: ¿Redistribución o reconocimiento?, Morata, Madrid, 2006.
3.
J. Balaguer:
La isla al revés, Corripio, Santo Domingo, 1994.
4.
W. Lozano:
«República Dominicana en la mira» en Nueva Sociedad Nº 251, 5-6/2014,
disponible en www.nuso.org.
5.
cidh:
Desnacionalización y apatridia en República Dominicana, disponible
6.
«El proceso
de desnacionalización de personas dominicanas de ascendencia haitiana –afirma
el informe– reflejó prácticas excluyentes y discriminatorias que limitaron sus
libertades y derechos civiles y políticos. Y aunque solo una minoría de este
grupo fue finalmente desnacionalizada, se sentó un precedente legal que dejó
abierta la posibilidad de que futuras decisiones judiciales privasen
retroactivamente de derechos adquiridos a determinados grupos. Del mismo modo,
las personas afectadas por una negación de sus derechos tampoco fueron
reparadas, sino que se les obligó a naturalizarse como si siempre hubiesen sido
extranjeras». pnud: Informe sobre calidad democrática en la República
Dominicana, Santo Domingo, 2019, p. 50.
7.
Los datos que
aquí exponemos corresponden a las encuestas nacionales de inmigrantes (eni) de
2012 y 2017, publicadas por el unfpa en coordinación con el Ministerio de
Economía, Planificación y Desarrollo y la Oficina Nacional de Estadísticas de
República Dominicana.
8.
G. Freeman:
«La incorporación de migrantes en las democracias occidentales» en Alejandro
Portes y Josh DeWind (coords.): Repensando las migraciones. Nuevas perspectivas
teóricas y empíricas, Instituto Nacional de Migración / Universidad Autónoma de
Zacatecas / Miguel Ángel Porrúa, Ciudad de México, 2006.
Nuso. Org
15 de Diciembre del 2019
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