Pocas veces las respuestas han sido tan diversas. Incluso contradictorias entre sí. Son las que han dado cientos de expertos: psicólogos, sociólogos, antropólogos y otros “logos”, al ser consultados para que nos expliquen las razones de la violencia extrema desatada en Chile por bandas organizadas de jóvenes: las llamadas turbas.
Para unos son la versión chilena del lumpen proletariado.
Para otros son los habitantes de un apartheid. No faltan quienes nos dicen que
son pobres urbanos levantados en contra de la riqueza ostentosa. Otros,
poniéndose en pose nos enseñan que se trata de jóvenes “descompensados” o sin
“autoestima”. No faltan los que despachan el tema con conceptos peyorativos:
chusma, despojos, vándalos, hooligans, barras bravas y, por cierto, drogadictos
o hijos del narcotráfico.
Para las derechas son grupos de choques, peones del Foro
de Sao Paulo enviados por Evo y Maduro. Para las izquierdas, enemigos del
neoliberalismo, protesteros en contra de la desigualdad social. En fin, son
tantas las categorías y calificaciones que al final no queda sino deducir que
la mayoría de los opinadores no tiene mucha idea de lo que hablan. ¿No habrá
llegado el momento de sacudirse de tanta palabra vacía y entender el fenómeno a
partir de pautas derivadas del sentido común?
¿Qué sabemos de ellos? Sabemos que son jóvenes, que están
muy organizados (no son espontáneos), que son violentos, que muchos -pero no
todos- vienen de estratos populares y que los motivos que los llevan a la
violencia no pueden ser explicados de modo racional o, lo que es lo mismo:
desconocemos la lógica y la racionalidad que los lleva a actuar de ese modo.
Sabemos también que no eluden el enfrentamiento con la policía uniformada. Y no
por último, sabemos que los puntos predilectos de destrucción no son personas
de carne y hueso sino objetos públicos como mercados, iglesias, plazas,
estatuas (sí, estatuas).
La verdad es que no es mucho más lo que sabemos. El
material es insuficiente, de modo que sin inhibiciones podemos decir que solo
nos aproximaremos al tema sin tratar de cubrir su magnitud.
El hecho de que sean jóvenes es clave. Un joven es quien
ha hecho abandono de la niñez y entra en el mundo adulto. Como todos los
jóvenes llevan consigo el signo de una contradicción: la de querer ser el niño
que fueron y la de ser el adulto que deben ser. Es decir, son portadores de una
enemistad a veces violenta entre el niño y el adulto. En ocasiones esa
violencia sale hacia afuera. La lucha callejera ofrece en ese sentido dos
posibilidades: allí el joven juega a derrotar enemigos y vuelve a ser un niño
batman. Pero cree hacerlo en contra del orden social, lo que le permite
imaginar que es un adulto practicando “la lucha de clases”.
¿Pero por qué tanta violencia?¿No pueden hacerlo con
palabras, con letreros, incluso con cantos rockeros? Claro que pueden, pero
cuando hay condiciones para no hacerlo, también lo hacen. Y lo hacen porque
alguna vez tenemos que llegar a una triste conclusión: el ser humano es de por
sí violento: eso quiere decir: en cada uno existe una contradicción no solo
entre un niño y un adulto sino también entre un salvaje y un civilizado. Somos
afectados por un profundo malestar en la cultura, nos dijo Freud. Si cambiamos
la palabra cultura por la de democracia, podríamos concluir que también existe
un malestar en y con la democracia.
No es fácil vivir en democracia.
En toda democracia prima
un sistema de derechos, pero también de deberes. Debemos someternos a reglas,
entre otras, la de sustituir la guerra por la política. Para que eso sea posible
necesitamos leyes, asociaciones, partidos, parlamentos, parlamentarios. Razón
que explica por qué cuando el presidente Piñera cedió frente a lo que él creía
era un clamor nacional, cambiar la Constitución, las luchas callejeras
siguieron de largo como afirmando: ¿y quién te dijo que nuestro problema es la
Constitución? Efectivamente, si esos jóvenes necesitan de una Constitución sea
antigua o nueva, es para transgredirla. Y aquí llegamos a un punto importante.
La transgresión es goce y el goce es transgresión. Goce, no en el sentido de
placer sino en uno más bien lacaniano: el de acercarnos a un más allá que roza
el peligro de no ser. Para ser más claros digámoslo no con Lacan sino con un
analista muy criticado por decir las cosas de modo sencillo. Me refiero a Erich
Fromm. En su “Anatomía de la Destructividad Humana” escribía Fromm: “Debemos
distinguir en el hombre dos tipos de agresión enteramente diferentes. El
primero, que comparte con todos los animales, es un impulso filogenéticamente
programado para atacar (o huir) cuando están amenazados intereses vitales. Esta
agresión "benigna", defensiva, está al servicio de la supervivencia
del individuo y de la especie, es biológicamente adaptativa y cesa cuando cesa
la amenaza. El otro tipo, la agresión "maligna", o sea la crueldad y
destructividad, es específico de la especie humana y se halla virtualmente
ausente en la mayoría de los mamíferos; no está programada filogenéticamente y
no es biológicamente adaptativa; no tiene ninguna finalidad y su satisfacción
es placentera".
Los jóvenes chilenos practican el segundo tipo de
agresión. Una agresión, según Fromm, natural. Pero también maligna pues carece
de fines y objetivos. Por eso a las turbas chilenas no interesan el aumento de
las pensiones o del sueldo mínimo. De la ecología y de los conflictos de
género, mejor ni hablar. Por lo tanto no hay nada más errado que calificarlos
de anarquistas. Pues desde los tiempos de Bakunin, de Kropotkin, de Proudhom y
de Sorel, el anarquismo ha sido una doctrina. Pero los jóvenes chilenos, a
diferencia de generaciones anteriores, carecen de doctrina aunque de vez en
cuando pronuncien slogans recogidos de los basurales ideológicos de la
izquierda. Si hubiera que calificarlos de algún modo podría decirse que son
nihilistas: practican la negación por la negación, una negación sin afirmación,
una negación no hegeliana, una negación en sí. No son por lo tanto
revolucionarios. Son rebeldes. ¿Rebeldes en contra de qué? Contra el mundo que
los rodea, no hay otra explicación. Y como ese mundo es la ciudad, la polis,
ellos llevan a cabo una rebelión en contra de la polis: la ciudad de donde son.
Una rebelión muy simbólica. Basta ver los objetivos de su destructividad: todos
símbolos de la ciudad, sean mercados, iglesias, estatuas.
Los mercados son símbolos del intercambio y del dinero.
Las iglesias, de la tradición y la moral. Las estatuas, de la historia
nacional. En los tres casos las turbas exprimen un odio parido a la polis, a la
ciudad, a la civitas: a la civilidad: a la civilización.
Un odio nada de chileno, nos diría Fromm. Más bien uno
consustancial a la especie. Uno que permanece oculto en todas las sociedades,
aún en las más igualitarias, y que de pronto aparece en las superficies cuando
las defensas sociales, culturales y políticas del cuerpo social, muestran
signos de debilitamiento. Ese parece ser el caso de Chile: un sector patológico
de la juventud ha encontrado su momento y su lugar para expresar su odio. Y al
decir esto, entramos a la parte política de la cueca
.
Expresiones como las señaladas delatan la existencia de
una triple crisis. La más obvia es una crisis de representación, es decir,
cuando los partidos ya no representan a sus representados. Dicha crisis ha sido
detectada hace mucho tiempo, no solo por el manifiesto desinterés en la política
oficial sino también por la alta cuota de abstención que muestra cada evento
electoral. Y en verdad, los electores no tienen mucho que elegir. A un lado una
derecha económica que confunde las estadísticas con las personas. Al otro, una
izquierda sin relato, sin visiones de futuro y, lo peor, con muy poca vocación
social.
La segunda crisis puede ser denominada en el sentido
gramsciano del término, crisis de hegemonía. Bajo ese concepto entendía Gramsci
la inexistencia de una cultura política en condiciones de ejercer un rol
directriz, vale decir, un conjunto de valores consensuados y aceptados por la
mayoría de los actores políticos.
En tercer lugar, la peor de todas las crisis: crisis de
autoridad la llamaba Hannah Arendt. Bajo este término entendía Arendt una
crisis que sobrepasa a los partidos políticos haciéndose extensiva al conjunto
de instituciones que reglan el orden social, comenzando por la familia,
prosiguiendo en las escuelas y universidades, hasta llegar a todas las
instituciones incluyendo las religiosas y por cierto, las estatales. Crisis
altamente peligrosa, señalaba Arendt. Y con razón: la crisis de autoridad fue
la plataforma que sirvió de base a la emergencia de los fascismos europeos
durante los años treinta del pasado siglo.
Fue el psiquiatra británico Donald Winicott quien enunció
la tesis relativa a que toda patología juvenil (y las turbas chilenas son sin
duda patológicas) escondía un deseo inconfeso por imponer orden en el universo
trastornado de sus pacientes. Un orden basado en la instauración de una
autoridad que ponga fin al desorden interno el que es visto por el paciente
como un desorden externo.
En las palabras de Arendt, con sus desmanes, turbas
como las chilenas elevan, sin saberlo, un clamor por una nueva autoridad. Una que
los controle, que los sostenga, que les muestre un camino para encauzar sus
pobres vidas.
¿Un Chávez o un Bolsonaro a la chilena? No
necesariamente, pero sí la presencia fuerte de un estado hobbesiano que impida
a los hombres convertirse en lobos de sí mismos.
Lo dicho no significa que en Chile va a tener lugar un
golpe de autoridad como exigen los portalianos de la ultraderecha. Solo
afirmamos que las turbas trabajan para que aparezca ese escenario. Puede ser
incluso que no pase nada. O que asonadas y desmanes amainen con el tiempo. Tal
vez muy pronto las clases medias volverán a endeudarse en los grandes centros
comerciales, practicaran sus rituales domésticos e irán de vacaciones, como si
aquí no hubiera pasado nada. Falsa ilusión. Las turbas no desaparecerán. Solo
aguardan otro momento para avanzar hacia la ciudad y continuar su obra
destructiva. Están ahí, escondidos en el fondo de cada noche.
Los chilenos ya aprendieron a vivir con sismos
tectónicos. De ahora en adelante deberán aprender a vivir con sismos sociales.
Duro destino el de esa larga y angosta faja de tierra.
diciembre 05, 2019
Polis
15 de Diciembre del 2019
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