En estos años viene reconfigurándose el paisaje político
ecuatoriano. Lenín Moreno, sucesor de Rafael Correa, se acercó a los intereses
empresariales y buscó desandar parte del camino «populista», al tiempo que se
enfrentaba con el ex-presidente. Para ello montó una coalición
político-empresarial que mantuvo diálogo con diferentes sectores. Sin embargo,
la decisión de quitar los subsidios a los combustibles trajo de nuevo a escena
el estallido social y a un viejo actor: el movimiento indígena ecuatoriano.
Octubre 2019: en medio de una colosal represión estatal,
una poderosa movilización popular de 12 días fuerza la derogatoria del decreto
presidencial que eliminaba el subsidio a los combustibles. La vertiginosa fase
ascendente de la constelación neoliberal conoce su primer cortocircuito. Un
episodio similar, pero de signo opuesto, marcó a fuego el arranque de ese
encumbramiento: las elites derrotaron el proyecto legislativo que tasaba las
grandes herencias y la especulación inmobiliaria. Transcurría junio de 2015 y
Rafael Correa debía retroceder en una decisión de alto calado político, a pesar
de su inmensa mayoría en la Asamblea Nacional. Una extensa constelación
anticorreísta vio la luz en esos días. Desde entonces, su predominio no conoció
freno: trazó las coordenadas de la lucha política, capturó el poder
presidencial que le negaron las urnas, desmontó el Estado social dibujado en la
década previa y, con cada vez mayores restricciones democráticas, condujo un
plan de ajuste estructural con guion del Fondo Monetario Internacional (fmi),
en el marco de una economía dolarizada desde hace casi dos décadas.
Este
trayecto ha sido (apenas) interrumpido por las masas en octubre. A pesar de su
temprana crisis de legitimidad, el neoliberalismo criollo puede acelerar su
fase violenta de despliegue en medio de la sólida coalición de intereses que lo
sostiene. La alta dificultad de cualquier tentativa de acercamiento entre las
principales fuerzas opositoras –el Movimiento Revolución Ciudadana (mrc) y el
movimiento indígena– facilita ese escenario. El conflicto político, en
cualquier caso, sale del marasmo al que lo había conducido la tensión
correísmo/anticorreísmo. La violencia de las elites recalibró las perspectivas
antagónicas de los subalternos.
Triunfo de los herederos
Dos confederaciones contendieron con Correa en las
elecciones presidenciales de 2013: desde la derecha, el acuerdo Creando
Oportunidades (creo)-Partido Social Cristiano (psc) postuló al banquero
Guillermo Lasso; desde la izquierda, el Movimiento de Unidad Plurinacional
Pachakutik, el Movimiento Popular Democrático (mdp) y otros grupos más pequeños
postularon a Alberto Acosta. Grosso modo, desde 2009, esa
tripartición del campo político moduló de forma predecible el conflicto social,
los juegos parlamentarios y la disputa electoral. Aunque podían confluir en
determinadas coyunturas, en particular al resistir la apuesta estatalista de
Alianza País (ap) y sus rasgos autoritarios, cada polo sabía mantener su
andarivel. A lo largo de 2015, no obstante, las fronteras políticas se
desdibujaron. En junio de ese año, Correa envió al Poder Legislativo sendos
proyectos de ley que tasaban las herencias y cierta especulación inmobiliaria.
La impugnación de «los de arriba» fue inmediata: nutridas protestas callejeras
y una concomitante expatriación de divisas colocaron al gobierno contra la
pared. Meses antes ya se habían expresado –en la «marcha de la Nutella»– contra
la política de protección del mercado interno. Ni en una ni en otra coyuntura
el tejido militante del oficialismo operó como real soporte de las decisiones
presidenciales.
La Revolución Ciudadana, como se autodenominó el periodo de
gobierno de Correa, había perdido la calle, y sus opciones de política no
interpelaban ya a las mayorías. Al contrario. Desde sectores sindicales e
indígenas se enfrentó incluso la política de regulación de las importaciones y,
en medio del conflicto por los «impuestos marxistas», se convocó a diversas
marchas contra las reformas gubernativas en materia laboral, ambiental y de
seguridad social, entre otras. Los grandes grupos económicos, mientras tanto,
expatriaban sus divisas, desinvertían a granel y profetizaban el colapso
económico de la República. Correa debió abandonar el proyecto de tasar las
herencias. Era su primera derrota política desde su trepidante emergencia en
2006.
En un entorno de estancamiento económico, de impugnación
al proyecto de enmendar la Constitución para introducir la reelección
indefinida y de avance de los discursos antiigualitarios, la confrontación
política adquirió desde entonces un cariz beligerante que penetró el conjunto
de los espacios sociales. Las «banderas negras» de los herederos –más visibles
que wiphalas, trapos rojos o el estandarte nacional– arropaban tal signo de
intransigencia con el enemigo. Mientras, esgrimiendo la bolivariana tesis del
«golpe blando», el discurso presidencial escamoteaba la legitimidad de las
reivindicaciones de signo heterogéneo. Aquello operaba como incentivo para su
acercamiento. El canto general no admitía dudas: «Fuera, Correa, fuera…». Una
briosa movilización destituyente terminó por unificar al extenso arco opositor.
Así, en su negatividad, la implantación anticorreísta conseguía reorganizar la
lucha política mientras daba lugar a paradójicas confluencias: «en el caso de
las leyes sobre la herencia y la especulación, el malentendido fue tan profundo
que la derecha logró provocar, en buena parte de la clase media baja y aun de
campesinos e indígenas, una reacción de rechazo contra medidas destinadas a
repartir la riqueza».
La confraternidad de quienes comparten adversario licuaba
pues la especificidad de las identidades políticas y reforzaba la convocatoria
a la unidad de los diversos como antídoto para poner fin a «Rafael i». Florecieron
entonces diversos conatos de unificación de inverosímil amplitud. De cara a las
presidenciales de 2017, Lasso negoció con socialdemócratas, indígenas,
antimineras, ex-ap, etc. El ex-alcalde de Guayaquil Jaime Nebot hizo otro
tanto. No prosperó. El anticorreísmo compitió, amplificado, en tres
franquicias: psc, creo, id. Si aquello debilitaba el potencial
electoral de cada parte, no disimulaba en lo más mínimo el notable avance de
sus ideas en el sentido común de la época.
La «opción Moreno»
Los impuestos de la Revolución Ciudadana fueron
retratados como confiscatorios del patrimonio familiar, como factores de
polarización, como atentatorios contra la actividad empresarial, en fin, como
señal de desconfianza estatal en los agentes privados. Junto con la denuncia de
la corrupción en la jerarquía correísta, tales ideas dominaron la campaña
electoral y organizan aún hoy la comprensión política del gobierno.
El anuncio de que la reelección indefinida entraría en
vigor luego de los comicios de 2017 lucía también como una victoria del
anticorreísmo. Aquello ocultaba, no obstante, que el «dócil rebaño populista»
jamás fue persuadido de las bondades de la reelección. Ni la estima popular por
Correa consiguió aplacar la silenciosa desconfianza de las grandes mayorías
hacia los mandatos prolongados. Este atisbo de republicanismo popular
imposibilitó la repostulación presidencial y aceleró una transición que «el
jefe» ya no podía conducir en solitario. «Creo que el país necesita descansar
de mí»: con esas palabras, pronunciadas en marzo de 2016, Correa echaba a rodar
la partida.
La iniciativa política del arco opositor para unificarse
contrastaba con el sigilo de la fuerza gobernante. Esta, muy atenta a las
encuestas, no dejaba de verse como un proyecto viable. El repunte gubernamental
posterremoto reforzó su optimismo. Las buenas cifras del candidato ungido por
Correa, el ex-vicepresidente Lenín Moreno (2013-2017), avalaban incluso la
hipótesis de una victoria en primera vuelta. El discurso de Moreno, sin
embargo, evidenciaba que no todo sería igual: «Hay que abrir los brazos a
quienes no coinciden totalmente con uno»; «Se deben refrescar las relaciones
internacionales del país»; «Continuidad, no continuismo».
Si la convocatoria de Moreno a la pacificación política
atrapaba el fastidio ciudadano con la lógica confrontacional del entonces
presidente, sus lisonjeras referencias a continuar con el legado de aquel –«la
Revolución Ciudadana ya es una leyenda (…) algún día les dirás a tus nietos,
como mi abuelo me contaba sobre Alfaro: yo cabalgué junto a Correa»– no
anticipaban ruptura alguna. La ambivalencia de su candidatura escenificaba ya
la búsqueda de equidistancia entre el proyecto opositor –borrar todo rastro de
la Revolución Ciudadana del cuerpo social– y los sueños de alguna militancia
de ap con la vida eterna del «gran líder». La fórmula
cambio-y-continuidad de Moreno contenía pues las claves de un emergente
escenario político labrado por el vigor del anticorreísmo.
En efecto, aunque hoy Correa asuma como su mayor error
político la nominación de Moreno como «su» candidato, lo cierto es que las
encuestas no daban opciones de supervivencia a su proyecto ni por la vía de una
figura próxima a su círculo íntimo (el correísmo conservador), ni por las
expresiones ideológicas del movimiento (la izquierda de ap). El relevo
progresista había quedado impedido, en medio de la contracción hegemónica de la
Revolución Ciudadana, por el ascenso de una derecha radicalmente movilizada
contra el populismo posneoliberal. La derrota de la ley de herencias modeló en
esa dirección la lucha política. A su vez, las acusaciones de corrupción en
altas esferas cerraron el paso a una sucesión desde el entorno presidencial. La
opción Moreno se imponía así como fórmula salvífica de una maquinaria política
inhabilitada para imaginarse fuera del Estado.
La ruta de la descorreización estaba abierta. Frente a
una derecha con un nítido registro ideológico, Moreno invocaba el diálogo y su
disposición a escuchar a todos y todas. Esta tónica, junto con su trayectoria
al frente a un programa estatal de inclusión de personas con capacidades
especiales –administrado en su rol de vicepresidente–, blindaban su imagen y
favorecían la estrategia de interpelación afectiva del electorado («gobierno de
la ternura»). No había rastro de sus convicciones políticas. Su indiferencia
hacia el debate de ideas y su repulsa al conflicto lo situaban, más bien, en
las coordenadas del gurú Jaime Durán Barba, conocido por su desdén hacia la
furia politizadora del populismo.
En este proyecto, las derechas llevaban la delantera.
Desde un inicio se opusieron al estatismo de la Revolución Ciudadana y a su
lógica confrontacional. Obturado el horizonte del conflicto, no quedó lugar en
el debate político para ninguna enunciación sobre cómo destrabar los engranajes
de la transformación. En campaña, de hecho, el ahora presidente no abrió línea
alguna de reforma que pudiera indisponerlo con algún sector. Esquivó siempre el
lenguaje del cambio histórico contenido en el programa de su movimiento. No
mucho más lejos, los movimientos sociales y la izquierda anticorreísta se
refugiaron en la plataforma abierta por un ex-militar (el general Paco Moncayo,
de id) que hablaba la lengua de la economía social de mercado. Justo
cuando la izquierda del arco político lucía deshabitada, optaron por la
moderación. Los acumulados de la lucha social del periodo fueron vertidos en un
recipiente inerte durante más de una década.
Las narrativas emancipatorias quedaron arrinconadas. Por
primera vez desde el retorno democrático, ningún binomio se narró a sí mismo
desde la izquierda ni tensó las cuerdas del litigio populista contra «los de
arriba». Las agendas promercado y las formas consensuales de la política
liberal caminaban en terreno despejado.
Neoliberalismo por sorpresa
Para el balotaje de abril de 2017, cinco de los seis
candidatos derrotados apoyaron a Lasso. Las izquierdas articuladas con Moncayo,
también. El anticorreísmo tomaba forma coalicional. Aun a pesar de haber
ratificado mayoría en la Asamblea Nacional, ap no repitió los
triunfos en primera vuelta de 2009 y 2013 y encaraba una difícil contienda en
medio de las acusaciones de corrupción contra el vicepresidente y compañero de
binomio de Moreno, Jorge Glas. Su presencia en la fórmula contenía la apuesta
del propio Correa por preservar influencia en la transición en ciernes.
La alusión sistemática a la conducta ímproba de Glas
refería al bloqueo de los órganos de control en tiempos de presidencialismo
reforzado y amplificaba los alegatos sobre el recorte del Estado como vía
óptima para combatir la corrupción. Lasso blandió esos argumentos: ofreció
austeridad, privatizaciones, eliminación de impuestos, recortes de burocracia.
Semejante oferta no distinguía entre el agotamiento ciudadano con la
beligerancia correísta y el apego de amplios sectores al dinamismo estatal a lo
largo de la década. El fantasma neoliberal y la memoria del feriado bancario de
1999 (en medio de la crisis financiera que rerivó en la dolarización) entraron
en campaña. Lasso reculó en algunas de sus propuestas. Moreno terminó por
imponerse. Su contrincante desconoció los resultados y movilizó a sus bases
bajo denuncias de fraude que nunca probó.
El nuevo entorno presidencial asumió la lectura de Lasso
y los grandes medios que presentaban al gobierno como frágil e ilegítimo por su
estrecha victoria. En respuesta, y en el marco de la convocatoria a un diálogo
nacional de amplio alcance, el oficialismo asumió progresivamente la agenda y
el discurso de las elites, mientras se alejaba del votante de la Revolución
Ciudadana. El giro gubernamental ha sido explicado, además, como resultado de
sigilosos acuerdos políticos que favorecieron la derrota de creo y el
baipás a Correa.
Como fuere, el primer año del mandato de Moreno supuso su
plena desidentificación política con la Revolución Ciudadana. Tres operaciones
fueron claves para esto:
a) El acercamiento entre gobierno y medios de
comunicación privados, a fin de confrontar la imagen de la «década ganada».
Todas las realizaciones del expertocrático gobierno correísta fueron puestas en
duda, día tras día, aludiendo a la corrupción, la ineficacia o el despilfarro
estatal. La recuperación económica de 2017, luego de dos años de estancamiento,
fue descalificada. No había senda auspiciosa para el desarrollo y el
endeudamiento era enorme: 57% en la ratio deuda/pib según el gobierno, 27%
según Correa. Abismal diferencia. Informes posteriores manejan cifras que
oscilan (para 2016-2017) en torno de 43%. La idea de una crisis fiscal quedaba
instalada. b) El activismo anticorrupción y la política de la
justicia. Los expedientes judiciales contra Correa y otros dirigentes de
la Revolución Ciudadana se multiplicaron en un circuito que retroalimenta
decisiones políticas, trending topics y primeras planas. La
destitución y el encarcelamiento de Glas parecen el punto más alto de esa
dinámica. Su eficacia política explica, en una implacable trama de poder e
intimidación, parte de las conversiones de «correístas ortodoxos» de ayer en
«morenistas puros» de hoy. No se trata apenas, como urge, de procesar a
sospechosos, sino de minar a adversarios y consagrar los juzgados como
instancia de evaluación de la política pública de la década previa. Ya en ese
plano, los fallos replican la diatriba dominante: la economía expansiva del
Estado popular inocula corrupción. El «Estado austero» reflota como categoría
moral. La anticorrupción se torna así principal mecanismo de legitimación del
viraje neoliberal. c) La consulta popular de febrero de 2018 y la
descorreización del Estado. Las preguntas planteadas en la consulta incluían,
entre otras, la derogación del impuesto a la plusvalía (demanda empresarial),
regulaciones al extractivismo (guiño a organizaciones indígenas, ecologistas) y
la eliminación de la opción reeleccionaria. La cuestión medular concernía, no
obstante, a la habilitación para que el Consejo de Participación Ciudadana y
Control Social-Transitorio evaluara y, eventualmente, destituyera a las
autoridades nombradas por el anterior consejo. La Constitución de 2008
transfirió del Parlamento a esa instancia la capacidad de nominar a diversos
altos cargos estatales (órganos de control, instituciones electorales, etc.).
Su idoneidad estaba en duda por su cercanía al ex-presidente, en el marco del
arrastre electoral de ap y el consecuente predominio del Ejecutivo
sobre el resto de los poderes del Estado. El Transitorio, siete «notables»
nominados por la Presidencia, operó sin control democrático alguno y llegó a
arrogarse atributos –como destituir a la Corte Constitucional no nombrada por
el Consejo– inexistentes en el mandato popular. Los funcionarios evaluados
fueron cesados y subrogados por figuras del anticorreísmo. Se resolvía así la
distribución de poder en el bloque gobernante y la descontaminación estatal del
«maldito populismo».
La convocatoria a la consulta hizo que ap implosionara.
Moreno capturó entonces el instrumento partidario más grande del vigente ciclo
democrático y lo congeló. Mientras, el consejo electoral bloqueaba una y otra
vez el registro del nuevo Movimiento Revolución Ciudadana (mrc). En ese
contexto, el alto empresariado y las elites –viejas y rejuvenecidas–
intensificaron el asedio a Carondelet. El nombramiento del presidente del
Comité Empresarial Ecuatoriano, Richard Martínez, como ministro de Economía
selló el pacto de dominación que sostiene a Moreno luego del quiebre de su
bloque legislativo. Aun de modo subordinado, la coalición gobernante incorporó
además a delegados indígenas y sindicales, entre otros. La reconfiguración del
régimen corporativo, desmontado por Correa, y la formación de una nueva mayoría
parlamentaria (derechas, ap, Pachakutic) resolvían así los dilemas de
gobernabilidad de la transición neoliberal.
Solo un cambio de tal magnitud en las relaciones de
fuerza, y en los mecanismos de legitimación del poder, podía explicar que el
radical viraje económico del país se encaminara sin apenas resistencia popular.
La aprobación de la Ley de Fomento Productivo (agosto de 2018) –resistida en
solitario por el mrc– vino poco después de la posesión del delegado
empresarial como ministro de Economía. Esa ley, sin embargo, es quizás el
instrumento más consistente y agresivo planteado en el Ecuador en la
perspectiva de sostener los grandes intereses y reencuadrar una sociedad de
mercado: sancionó la austeridad, facilitó una enorme apropiación de rentas por
parte de grupos económicos y desmontó los instrumentos maestros del Estado
desarrollista-distributivo.
Tal desmonte supuso debilitar las finanzas públicas
(renuncia a gravar los incrementos extraordinarios en los precios de los
recursos naturales; eliminación del «impuesto mínimo del anticipo al impuesto a
la renta», etc.); impedir que el sector público crezca más de 3% anual;
restringir la movilización de crédito interno para gestionar liquidez; prohibir
la aprobación del presupuesto con déficit si no es para cancelar intereses de
deuda. La inversión pública quedó así prácticamente abolida como acción
estatal. La normativa introdujo, a la vez, un sistema internacional obligatorio
de arbitraje de inversiones para cualquier materia. El Estado pierde así facultades
para regular y privilegiar determinada inversión extranjera según sus objetivos
de política.
El rediseño del régimen de acumulación se acompañó del
acercamiento a Estados Unidos. El vicepresidente Mike Pence visitó Ecuador en
junio de 2018. Se concretó luego la apertura de una Oficina de Cooperación de
Seguridad, la reincorporación del país luego de 11 años al Ejercicio
Multinacional de Maniobras Militares (unitas), la operación de un avión de
inteligencia con capacidades tecnológicas para hacer lo que en su momento
aseguraba la Base de Manta, etc. Se anunció también el retorno de la Agencia de
los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid) y un eventual
acuerdo comercial con el país del Norte. El activismo gubernamental en la entrega
de Julian Assange, en el reconocimiento a Juan Guaidó, en la salida de la Unión
de Naciones Suramericanas (Unasur) o en procurar que se desestime la sentencia
contra Chevron tenía su recompensa. El acercamiento al fmi estaba
asegurado.
Los intereses generales y el ajuste
Aunque la centralidad de los grupos de poder ha sido
inocultable, el gobierno nunca desactivó el recurso al diálogo. Esto lo ungía
de aire democrático. La pax pospopulista era reivindicada por unos y
otros. «Las familias ya pueden comer tranquilas», decía un funcionario en
relación con la nueva «armonía». Los movimientos percibían mayor accesibilidad
al soft power de Moreno. Los medios apuntalaban la sensación de
conformidad social. El ajuste no conocía adversario: ni el acuerdo con el fmi (febrero
de 2019) movilizó el tejido popular más allá del mrc. El exaspero con las
organizaciones sociales ganaba lugar.
La conflictividad social, sin embargo, venía creciendo
desde 2017. Su fragmentación la volvía inaudible en medio de la virtual
parálisis de los grandes actores colectivos. Los herederos de la Revolución
Ciudadana, concernida con su supervivencia, tampoco conectaban con las luchas
dispersas. El gobierno, a la vez, se confinaba en la «alta sociedad civil» y su
fijación anticorreísta. No obstante, con el ajuste, la vieja «cuestión social»
–empobrecimiento, desempleo, precariedad– vuelve al primer plano de modo
fulgurante. El malestar con la gestión pública –en medio de voluminosos
despidos a la burocracia– devasta el apoyo a Moreno, mientras crece la
percepción de que gobierna para pocos.
En ese marco, el anuncio presidencial del retiro de los
subsidios a los combustibles solo disparó un malestar ya bastante diseminado en
el cuerpo social. Nada fue súbito, luego del inconsulto viraje económico del
gobierno y su negativa a reparar en las instituciones representativas o en el
debate público: el acuerdo con el fmi no fue procesado en el Poder
Legislativo y su documento base ni siquiera se tradujo en su integralidad al
español. El ajuste no fue objeto de diálogo alguno. Ante el cierre democrático,
quedaban las calles.
Y de pronto se hizo la noche. La fábula empresarial de la
sociedad como tierra arrasada para demandas de protección estatal y en la que
solo podían florecer dóciles aplaudidores de sus promesas emprendeduristas
–«desde niños los ecuatorianos somos emprendedores», dijo una vez Moreno–
estalló en pedazos. Ante la multitud, el gobierno balbuceó su estrecho
vocabulario político: «correístas, mafiosos, vándalos». El paso siguiente fue
activar un dispositivo represivo jamás antes visto: pocas horas después de la
convocatoria al paro nacional contra el «paquetazo» anunciado el 1 de octubre,
el presidente decretó un estado de excepción nacional. Se hacía visible así
hasta qué punto el gobierno era consciente de que la medida solo podía
progresar si se estrechaba el espacio democrático y se redoblaba el despliegue
de fuerza.
La movilización se prolongó por 11 días. Múltiples capas
de actores protestaron y se protegieron entre sí hasta el desenlace de la
contienda protagonizado por las organizaciones indígenas. El mrc efectuó
un primer llamado (2 de octubre) con muy escaso eco. Los transportistas
paralizaron el país el 3 y 4 de octubre. Su convocatoria a paro nacional
aceleró el levantamiento indígena anunciado en agosto. El gobierno hizo todo
para evitar su arribo a Quito e intervino ciertas comunidades. Allí empezaron a
contarse heridos y muertos. A medida que las protestas recrudecían, el Estado
redoblaba la represión (el 7 de octubre decretó el estado de sitio). Antes de
la llegada de los indígenas a Quito (7 de octubre), las calles entreveraron
estudiantes, mujeres, feministas, trabajadores, campesinos, vecinos, militantes
de izquierdas, ecologistas, ciudadanos desorganizados. La heterogeneidad de los
movilizados contrastaba con la convergencia de su demanda: derogar el decreto
883 que elimina subsidios y liberaliza el precio de los combustibles.
La demostración del 9 de octubre, conducida por la
Conaie, fue la más contundente protesta popular en el siglo xxi. Moreno
trasladó la sede de gobierno a Guayaquil y se refugió en la lealtad mediática,
la gratitud empresarial y el poder militar. Mientras, en cadena nacional, el
ministro de Defensa y general retirado Oswaldo Jarrín insistía en que el Ejército
«está preparado para la guerra» (sic). La brutal represión cohesionó a los
movilizados y activó la simpatía de más amplias capas de la población. El 12 de
octubre, en medio de un feriado, se multiplicaron los focos de protesta. En
Quito, en particular, la movilización adquiría trazos de insubordinación. Solo
un nuevo decreto de estado de sitio y la plena militarización de la capital
contuvieron los ánimos. La multitud se afirmaba en su demanda antiajuste y
reivindicaba ahora la renuncia de los represores. El prolongado cacerolazo de
esa noche, con ocupación de barrios, será recordado como emblemático gesto de
desobediencia civil ante la prohibición estatal de circular luego de las tres
de la tarde.
El poder estaba burlado. La radicalidad de las bases indígenas
hizo el resto. Sus dirigencias fueron encuadradas para no ceder en las demandas
y hablar con el presidente en nombre de la indignación popular. El intento
gubernamental de «particularizar» las negociaciones del 13 de octubre chocó con
la disposición indígena para asumir la representación del bien común. «Nada
solo para los indios», volvió la vieja consigna de los levantamientos de los
años 90 y 2000. Ninguna compensación sectorial o políticas diferenciadas para
al agro podían anteceder la derogatoria del paquetazo. El Estado tenía frente a
sí a un puñado de autoridades étnicas que hablaban –en vivo y en directo ante
todo el país– como tribunos de la plebe explotada y agraviada por la
desbordante violencia neoliberal. El interés general supo imponerse. Moreno
derogó el decreto 883 al día siguiente.
Ese mismo día redobló la cacería de brujas contra la
dirigencia correísta –hay presos políticos– e insinuó similares gestos
persecutorios contra la dirigencia indígena. Su lenguaje bélico, en clave de
doctrina de seguridad nacional de los años 70, ha incrementado en decibeles.
Organizaciones de derechos humanos, nacionales e internacionales, prendieron
las alarmas. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (cidh) fue
hostigada en medio de sus pericias. Para Immanuel Wallerstein, en clave del
sistema-mundo, toda potencia en declive incrementa en agresividad y se torna
más peligrosa. ¿Instaló la revuelta de octubre al gobierno empresarial en esa
pendiente puramente autoritaria? La sociedad movilizada experimenta hoy más
miedo que expectativa. Esa percepción contiene ya una respuesta.
Nuso. org
15 de Diciembre del 2019
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