Ha sido más que suficiente
un mes de lucha democrática, signado por la movilización ciudadana y la
aparición de un nuevo liderazgo opositor, para enrumbar el país hacia un cambio
político, que a estas alturas, si bien continúa siendo muy incierto, luce
también irreversible.
El oficialismo difícilmente
puede restaurar la posición de dominio en el que se encontraba antes del 10 de
enero, cuando estaba dispuesto, no sólo a juramentar a Maduro, a pesar de
haberse expirado su legitimidad de origen, sino también a disolver de forma
definitiva la constitución nacional.
Este proceso histórico,
inédito en los movimientos democráticos del mundo –incluso en el transcurso de
nuestra propia historia republicana–, es un esfuerzo político y social, que
pudo anclarse sorpresivamente sobre las bases de un liderazgo capaz de crear
una amplia alianza constitucional, con apoyo internacional, orientada a promover
una transición democrática desde la Asamblea Nacional.
Las transiciones suelen
estar signadas por grandes movimientos sociales, por el surgimiento de
personalidades que terminan promoviendo aperturas en sistemas completamente
cerrados, por presión externa, por quiebres militares; pero rara vez se
construyen desde un parlamento. La concertación chilena jamás contó con un
congreso para respaldar su esfuerzo por derrotar electoralmente al General
Pinochet a través de un plebiscito constitucional. En Túnez y Egipto, la
primavera árabe fue resultado del descontento que conllevó a masivas protestas
ciudadanas que culminó en una ruptura de la coalición autoritaria. En Brasil,
la transición fue un proceso gradual marcado por una crisis interna del sector
militar, caracterizada también por una aceleración hiperinflacionaria, que
derivó paulatinamente en un nuevo orden democrático. En México, la transición
fue resultado de una crisis de legitimidad del partido hegemónico que permitió
modificar las reglas electorales, lo cual creó las condiciones para garantizar
la alternabilidad. En Argentina, una derrota militar frente a una potencia
extranjera, como lo fue la guerra de las Malvinas, produjo posteriormente el
colapso definitivo de la dictadura.
Muchos de estos ingredientes
tan disimiles convergen en el caso venezolano: nuevos liderazgos, actores
militares, violaciones de derechos humanos, hegemonía partidista, simulaciones
electorales, denuncia internacional, movilización ciudadana, crisis económica;
pero lo que en definitiva la distingue es la resistencia de la única
institución que se mantiene en pie frente a la disolución del orden
constitucional y la desintegración del funcionamiento del estado de derecho,
que no es otra que la Asamblea Nacional.
Existen otros factores que
han garantizado la irreversibilidad de este proceso, y vale la pena
mencionarlos, pero es fundamental internalizar la importancia de esta
diferencia, pues el amplio desconocimiento internacional de Maduro, así como el
rápido reconocimiento de Guaidó como presidente encargado por parte del mundo
occidental, es una consecuencia directa –no sólo del rechazo moral a un sistema
autoritario–, sino por encima de todo de la legitimidad que encarna
institucionalmente la Asamblea Nacional. Es precisamente este factor lo que ha
permitido apalancar la reyerta por el cese de la usurpación, por tratar de
apresurar el inicio de una transición que restaure el orden constitucional, así
como el llamado a organizar elecciones libres y transparentes.
De modo que el primer dilema
de la transición venezolana se deriva del simple hecho que todos los actores
deben aceptar, incluyendo el chavismo y los sectores militares, que cualquier
salida de ahora en adelante pasa por esta institución. No es casual que cuando
algún factor de poder dentro de la coalición dominante amenaza con disolver la
Asamblea Nacional o con detener a su presidente, inmediatamente esa decisión es
esquivada por otros grupos que saben que esa jugada podría ser temeraria,
precisamente, porque es una imposibilidad, es decir, porque termina siendo un
conjunto vacío. No hay amnistía, no hay financiamiento, no hay reconocimiento
internacional, no hay remoción de las sanciones, no hay manera de recuperar la
industria petrolera y, a fin de cuentas, no hay legitimidad de ninguna
alternativa transitoria, que no pase por el tamiz de ese filtro institucional.
¿Por
qué el cambio político es irreversible?
A estas alturas el cambio es
inevitable. Esto no quiere decir que el resultado cristalice en lo que todos
estamos esperando. Tampoco quiere decir que el desenlace sea inmediato. Lo que
sí parece evidente, es que el desarrollo de esta historia, con todas sus
sorpresas, comienza a tener los efectos de una tormenta. De hecho, algunos
síntomas permiten detectar las causas que explican la velocidad con la que se
ha acelerado este proceso.
El primer factor tiene que
ver con la crisis de liderazgo interno que sufre Maduro dentro del propio
chavismo. Maduro subestimó las consecuencias del 10 de enero, pero sobre todo,
sobrestimó sus capacidades para lidiar con una nueva realidad política y con el
deterioro de la situación socioeconómica del venezolano. El resultado de este
error de cálculo fue lo que terminó desmoronando su cuestionado liderazgo,
tanto en el plano internacional como incluso en la esfera nacional. Antes del
10 de enero, estaba dispuesto a pagar un costo muy alto mundialmente por
terminar de disolver la constitución, pero nunca se imaginó que pagaría también
un costo aún más elevado nacionalmente. En su cálculo original, la sociedad
venezolana ya estaba subyugada y la oposición estaba completamente derrotada.
Sin embargo, las protestas del 23 de Enero, mostraron una sociedad
tremendamente aguerrida, que a pesar de la hiperinflación, la migración y las
fracturas opositoras, estaba dispuesta a movilizarse pacíficamente y
coordinarse nuevamente alrededor de la Asamblea Nacional. Fue en ese inédito
contexto, que comenzó a hacerse cada vez más evidente, incluso para toda la
coalición dominante, que la crisis de gobernabilidad se había vuelto tan
profunda, que la continuidad de Maduro comenzaba a estar seriamente
comprometida. Es por ello que algunos factores intuyen que lo único que les
queda es resistir; pero el chavismo y esos mismos sectores militares también
comienzan a entender que Maduro tampoco puede resolver el problema. Por el
contrario, lo profundiza.
El segundo elemento está
vinculado con Juan Guaidó como presidente de la Asamblea Nacional. La sociedad
encontró un referente en un nuevo político que es esencialmente joven,
moderado, fresco, firme (sin ser intolerante) y comprometido. Guaidó pudo
comunicar con efectividad una ruta que la opinión pública entendía que en la
práctica era una tarea titánica: cese de la usurpación, gobierno de transición
y elecciones competitivas. La repetición de este mantra también le permitió
comunicar que no había salidas rápidas sino una lucha por etapas que necesita
ineludiblemente de paciencia y compromiso ciudadano. Su extracto popular, sus
capacidades de superación profesional y su lenguaje sencillo, comenzó a
contrastar con una revolución que repetía viejas fórmulas en un país, que
sumido en la depresión económica más profunda de su historia, sin referentes
futuros, comenzaba a buscar desesperadamente la posibilidad de materializar un
cambio económico y social que el régimen ya no podía ofrecer.
Otro elemento decisivo ha
sido la desmovilización del oficialismo. Frente a la amenaza imperial de los
Estados Unidos y la posibilidad que la revolución sea políticamente derrotada,
la base del chavismo, tanto en la estructura del partido como en los sectores
populares, decidió mantenerse al margen. Esto es sin duda sorprendente y revela
que esa misma base no está dispuesta a inmolarse. La razón es más que evidente:
el votante chavista quiere lo mismo que el votante opositor: pan, tierra y
trabajo. La vieja fórmula de Rómulo Betancourt. Todos desean frenar la
hiperinflación, reunificar la familia venezolana, retomar el crecimiento
económico y contar con servicios públicos que funcionen. El llamado a inmolarse
por la revolución, pero muy especialmente por Maduro, sin tener una contraparte
económicamente funcional –que vaya más allá de la instrumentalización
clientelar de los apoyos que reciben a través de los Clap y el carnet de la
patria– pasa a ser muy poco atractivo. La represión en los barrios frente a ese
descontento social muestra una gran desesperación. Este hecho ha exacerbado aún
más la impresión en los sectores populares de que la élite que ostenta el poder
se ha quedado desfasada y que es cada vez menos representativa.
Finalmente, el asunto
venezolano ha adquirido unas dimensiones internacionales que desborda todo
cálculo. El problema ya es más grande que el país. En la medida en que la
crisis se va acentuando, algunos países como Estados Unidos, Canadá, Colombia,
Brasil o Argentina se van a involucrar aún más precisamente porque las
consecuencias regionales del conflicto político venezolano, entre ellas, el
tema migratorio, continuarán aumentando. Lo mismo ocurrirá con Europa. Quienes
piensan que con el tiempo, aún si los factores de poder resisten, la intensidad
del compromiso internacional va a amainar, se equivocan: lo más probable es que
se haga mucho más intenso. En especial, el tema humanitario irá creciendo en
importancia.
Al mismo tiempo, países
claves como Rusia y China, no han mostrado los niveles de compromisos
esperados. China continúa apoyando políticamente pero también se muestra mucho
más pragmática y más dispuesta a favorecer la protección de sus intereses
comerciales y financieros. En estos momentos, China quiere reducir su
exposición reputacional en América Latina a los embates del triste caso
venezolano, debido a que sus inversiones y sus líneas de créditos son más
importantes y prometedoras en países como Brasil, Argentina, Perú, Ecuador o
Panamá. Para China, América Latina comienza a tener un mayor valor estratégico
que una visión exclusivamente acotada a la Revolución Bolivariana, por lo que
Beijing no quiere ser percibido como un defensor incondicional de Miraflores. Es
por ello que el gigante asiático se muestra abierto a una posible transición
siempre y cuando involucre alguna negociación.
En cambio, Rusia sí
pareciera tener una mayor disposición geopolítica a involucrarse en el
conflicto venezolano; pero también ha mostrado que prefiere una resolución
pacífica (lo cual supone alguna concesión) porque desea igualmente proteger sus
intereses comerciales en temas de seguridad y defensa así como sus inversiones
en el sector petrolero y gasífero. Incluso, aliados como Uruguay comienzan a
aceptar tímidamente que mantener la situación actual es insostenible y que una
salida a través de elecciones libres es conveniente. Los únicos aliados que se
mantienen interesados en mantener el status-quo, por razones
existenciales, son Bolivia, Cuba y Nicaragua. En términos generales, en el
plano internacional todos los actores, e incluso algunas de las naciones más
cercanas a la revolución, aceptan que Venezuela necesita un cambio y lo único
que los divide es la forma de impulsarlo.
¿Por
qué no se materializa la transición?
Si el cambio es inevitable,
¿por qué no termina de ocurrir? La razón que muchos aducen es el factor
militar. Yo agregaría que la oferta actual de transición es insuficiente para
todos los grupos relevantes, entre ellos los altos mandos militares, que
todavía controlan “de facto” los hilos del poder. Por lo tanto, el segundo
dilema de la transición es el siguiente: todos los actores, salvo el círculo
más íntimo de la coalición dominante, saben que están mejor lanzándose a la
piscina de la transición, pero una vez adentro, algunos temen que puedan
terminar ahogados. Tanto para los militares como para los chavistas, y
probablemente también para algunos actores minoritarios dentro de la oposición,
la transición pudiese llegar a generar demasiada incertidumbre.
¿Dónde van a quedar una vez
que se levante el velo del cambio político? En este sentido, el problema
central que en estos momentos detiene la transición es la dificultad de
resolver un problema de coordinación gigantesco –que si bien ha sido superado
contra todo pronóstico en el seno de la oposición– todavía no ha sido resuelto
ni dentro del mundo castrense (en parte debido al factor disuasivo de la
inteligencia militar) y mucho menos dentro de la esfera del chavismo (precisamente
porque hasta ahora Maduro ha logrado bloquear cualquier liderazgo emergente,
pero también porque tienen mucha desconfianza hacia la oposición). Esta es la
única fortaleza que le queda al régimen: taponear cualquier intento por remover
ese problema de coordinación de unos actores, que así digan que son leales,
anticipan que cualquier modificación del escenario actual podría ser mucho
mejor para todos ellos.
El principal trabajo de la
oposición, y en especial de la Asamblea Nacional, es ayudar a resolver este
asunto. ¿Cómo hacer para que la promesa de futuro sea menos incierta que el
presente, tanto para ganadores como perdedores? La única manera de reducir a
todos estos actores los costos de coordinación es creando mayor certidumbre. Y
la única forma de hacerlo es prometiendo –de forma creíble– que indistintamente
de los resultados de unas elecciones competitivas, todos van a tener garantías
plenas aún si pierden el control del poder.
En el caso de los militares,
la amnistía es un instrumento en la dirección correcta pero hace falta mucho
más que eso. A estos hay que hablarles no sólo de amnistía sino también de una
oferta que establezca claramente su papel en el proceso de reconstrucción del
país. Los militares deben poder anticipar que la transformación del sistema
político va a permitirles asegurar una mayor profesionalización e
institucionalización de las Fuerzas Armadas. Asimismo, deben tener garantías de
que si bien deben regresar a funciones de seguridad y defensa, y que es
necesario delegar el control de las industrias básicas a una gerencia
capacitada y especializada, con una mayor participación del sector privado –aún
cuando ello implique abandonar el acceso a rentas tanto en el sector petrolero
como minero–, van a poder contar con los recursos fiscales necesarios para
cumplir cada vez mejor con su función constitucional. La amnistía les habla a
los altos rangos, pero a los rangos medios y bajos los mueve este otro tipo de
compromisos.
En el caso del chavismo la
oferta debe ser política. Si el chavismo llegase aceptar la transición como
algo inevitable, lo cual supone aceptar la salida de Maduro del poder,
inmediatamente debe aceptar que puede llegar a perder elecciones perfectamente
competitivas. Una vez que aceptan esta realidad el problema deja de ser las
elecciones y pasa a ser el asunto de las garantías: ¿cómo asegurarse de que no
van a ser perseguidos y cómo se aseguran también de que electoralmente van a
poder regresar al gobierno? Los esquemas de justicia transicional buscan
resolver la primera parte del problema y deberían ser adoptados junto con los
esquemas de amnistía para mitigar estos riesgos.
La segunda parte del
problema tiene que ver con temas institucionales de fondo, propios de un
sistema hiperpresidencialista que construyó el chavismo y que terminó
destruyendo el funcionamiento de la democracia. Aunque muchos insisten en que
el tema central de la transición es la realización de elecciones competitivas,
el asunto neurálgico de la reinstitucionalización del país pasa igualmente por
acotar los beneficios de ejercer el poder y disminuir los costos de estar en la
oposición. Estos cambios requieren de la renovación de todos los poderes
públicos; sin embargo, también pasan por reformas puntuales pero sustantivas en
el arreglo constitucional. Parte de la razón de que el chavismo no quiera
aceptar perder el poder e ir a la oposición, se debe a que saben que en
Venezuela perder la presidencia es colocarse en una posición extremadamente
vulnerable y que las mieles de ejercerlo en una nación petrolera son muy altos.
¿Cómo revertir estos
incentivos? ¿Cómo aprovechar la transición para obtener más democracia pero
también más estabilidad política, alternabilidad y transparencia? Una vez que
los mismos chavistas acepten que no hay forma de revertir el cambio, ellos
pedirán las mismas reformas que la oposición tiene lustros solicitando y
aceptarán la liberación de los presos políticos. Todos los actores comenzarán a
demandar reformas constitucionales que permitan recortar la extensión del
periodo presidencial, limitar la reelección indefinida, incorporar la segunda
vuelta, introducir el financiamiento público a la actividad partidista,
garantizar la proporcionalidad del sistema electoral y aumentar la dificultad
para cambiar arbitrariamente las reglas de juego del sistema político.
Sin estos acuerdos, sin
estas reformas constitucionales, el país no va a quedar curado de lo que
implicó, durante estas últimas dos décadas, delegar el poder en una figura
presidencial dentro de un petroestado; que en el papel, pero también en la
práctica, tiene muchos poderes y muy pocos controles. Con estas
transformaciones institucionales, perder una elección en Venezuela dejará de
ser una tragedia y ejercer el poder también dejará de ser un reinado.
Sobre
el factor tiempo
Una de las variables
determinantes sobre el futuro próximo del país es la dimensión temporal de la
crisis. La apuesta de Maduro es que cada día que gana es un triunfo. La apuesta
de la oposición es que cada día que transcurre, con la profundización del colapso,
habrá un mayor involucramiento de la comunidad internacional a través de la
ayuda humanitaria. Pero lo cierto es que el efecto político del tiempo es
indeterminado, por más que los distintos actores intenten imputarle alguna
direccionalidad. Lo único que es posible proyectar es que el país socialmente,
en la medida que pasen las semanas, se va a encontrar con una crisis económica
aún más profunda y con una ciudadanía cada vez más desesperada por encontrar
una salida. Podemos anticipar a ciencia cierta, dado el dramatismo de la crisis
de gobernabilidad que vivimos, que la hiperinflación seguirá acelerándose, la
producción petrolera se terminará de desplomar y la crisis migratoria volverá a
escalar. En pocos meses, la inflación intermensual superará el 300 por ciento,
la producción de crudos podría caer a 600 mil barriles diarios y la crisis
migratoria podría terminar de desbordar la frontera. Maduro argumentará que la
culpa la tienen las sanciones petroleras. Y la oposición dirá que es porque
continúa la usurpación.
Sin embargo, las creencias
de cada uno de los actores sobre el efecto del paso del tiempo los puede llevar
a cometer algún error de cálculo. El régimen ya ha cometido varios en los
últimos meses y está por cometer otro: en la medida en que pasen los días y la
situación se continúe deteriorando, la comunidad internacional no va a dejar de
aumentar su presión, sino que más bien va a redoblar sus esfuerzos por terminar
de provocar un desenlace. El efecto regional de la crisis venezolana es
demasiado alto como para tolerar su profundización. Es miope asumir que la
respuesta internacional es todo un bluff y que solo
tienen como alternativa una invasión, que todavía luce improbable y que quizás
nunca ocurra. Algo debería quedar claro después de tantas contundentes
respuestas diplomáticas: la comunidad internacional puede buscar salidas
honorables pero difícilmente puede, después de todo lo que ha ocurrido,
justificar esquemas igualmente honorables para que se queden como si nada
hubiese pasado. Eso resulta poco factible. Por lo tanto, quedarse implica estar
dispuestos a transformar a Venezuela en Siria o Zimbabue. Pero la diferencia es
que el vecindario importa: Venezuela no queda en el Medio Oriente ni en África.
América Latina es la región más democrática del mundo en desarrollo. La otra
alternativa es Cuba: pero la revolución castrista se consolidó en el contexto
de la guerra fría.
Asimismo, en la medida en
que transcurre el tiempo, precisamente porque el descontento social se hace
cada vez más dramático, aquellos actores claves que, en el plano doméstico aún
sostienen el status-quo, tendrán una mayor probabilidad
de resolver sus problemas de coordinación y por ello de rebelarse. De modo que
optar por resistir, como lo está haciendo Maduro, más bien puede terminar de
precipitar algunas posiciones, no sólo internacional, sino también
nacionalmente.
La coalición democrática
podría incurrir en un error de cálculo diferente: confundir el reconocimiento
internacional con la capacidad para gobernar. Hasta ahora, la Asamblea Nacional
no ha cometido este tipo de error pero podría estar tentada en un futuro
próximo. Para gobernar es necesario tener una fórmula política ya acordada para
conducir la transición y no solo contar con una base jurídica que permita
adoptar cierto tipo de decisiones. Tan sólo cuando la modalidad de la
transición esté debidamente pactada con todos los factores relevantes, será
posible entrar a resolver asuntos medulares de gobierno. Y es precisamente en
este punto en donde todavía hace falta afinar la estrategia: la magia del
cambio está precisamente en terminar de construir un esquema de transición que
sea atractiva incluso para aquellos que en principio dicen ser leales. El
verdadero reto es construir esta pista de aterrizaje. La pregunta es cómo hacerlo:
¿queremos una pista asfaltada o de granzón?
Más allá de la extensión
temporal del conflicto, el país entró en una dinámica radicalmente diferente.
Las consecuencias de los últimos acontecimientos se harán cada vez más diáfanas
para todos precisamente gracias al tiempo. Unos lo aceptarán más rápido, otros
más lentamente. El molino de la historia suele moverse en momentos de grandes
torbellinos y este es sin duda uno de esos instantes.
Fotografía de Gaby Oráa | RMTF
14/02/2019
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