La actividad minera ilegal vive un auge tan
descontrolado que llega al salvajismo
¿Qué relación guardan entre sí la reciente decisión
de Nicolás Maduro de crear una gran empresa militar que abarque todo
el negocio petrolero y minero en Venezuela y la bárbara masacre de 28 mineros
informales en la región fronteriza con Brasil?
La pregunta no es ociosa si se piensa que la sequía de petrodólares que
ha agravado las vicisitudes de los venezolanos bajo el desgobierno de Maduro ha
llevado a la satrapía militar venezolana —y a su rehén, Maduro— a mirar con
avidez hacia la región aurífera del sureste del país.
El territorio donde ha ocurrido la masacre se extiende al sur del
soberbio Orinoco. Sus reservas se estiman en unas 7.000 toneladas de oro. Con
un precio internacional que rebasa los 1.000 dólares la onza, dichas reservas
tienen hoy día el sumamente realizable valor de más de 200.000 millones de
dólares.
Otro decreto ilegal de Maduro llama, pomposamente, Arco Minero del
Orinoco a una extensión de unos 111.000 kilómetros cuadrados, equivalente al
12,2% del territorio nacional. Esta región es la que el paladín de la soberanía
socialista sobre las riquezas naturales del país ha sacado desembozadamente a
la venta. Maduro ya habla de más de 150 empresas chinas, y algunas canadienses,
filiales a su vez de consorcios sudafricanos, dispuestas a ir al sureste
venezolano con sus retroexcavadoras, sus expertos dinamiteros y sus
laboratorios de campaña a extraer no solo el oro, sino también el coltán, el
metal más valioso del planeta y que tanto abunda en la región.
El obstáculo que inhibe a las empresas mineras chinas y canadienses está
en las sanguinarias bandas armadas que, al igual que en otras muchas regiones
del país donde el Estado venezolano ha abdicado de sus funciones, disputan la
explotación minera al mismísimo general Francisco Rangel Gómez, gobernador del
Estado de Bolívar y, de facto, señor feudal de un vasto territorio en el que la
bancarrota de la pujante siderurgia de antaño y la minería informal de hogaño
han desatado, desde hace lustros, violentas guerras entre bandas que, en la
mejor tradición mafiosa, son aquí llamadas “sindicatos”.
El Estado de Bolívar ha sido, obviamente por su condición minera, una de
las zonas más violentas del país desde los tiempos en que Sir Walter Raleigh
dio en encontrar El Dorado, en las postrimerías del siglo XVII.
La masacre de Tumeremo, atribuida a la pugna entre bandas por el control
territorial de las llamadas bullas de oro, se suma a más de 21 matanzas
ocurridas solamente en los últimos cinco años. Las bandas, toleradas por la
Guardia Nacional, actúan a menudo en abierta colusión con esta.
La actividad minera ilegal ha experimentado un auge
tan descontrolado que llega al salvajismo desde que el Estado chavista
se concentró en saquear el negocio primordial del país: el petróleo. La masacre
de los garimpeiros —voz que nos vino del Brasil—, algunos
de ellos mutilados con motosierras luego de ser asesinados, fue inicialmente
despachada por el general Rangel Gómez como una engañifa “mediática” de la
oposición. Los perpetradores, sin embargo, son miembros de una conocida banda,
liderada por un maleante apodado El
Topo.
El decreto del Arco Minero, considerado inconstitucional por los
expertos, se añade a la inopinada creación de Camimpeg, empresa militar para la
explotación petrolera y minera, dirigida por el ministro de la Defensa,
Vladimir Padrino López.
Así pues, son generales del Alto Mando militar los
novísimos garimpeiros de la Guayana venezolana. Pero tendrán
que vérselas primero con bandas como la de El Topo si aspiran a explotar a sus
anchas la enorme riqueza aurífera del país.
17 MAR 2016 - 00:50 CET EL PAIS
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