sábado, 19 de marzo de 2016

Un masivo clima político de cambio - Colette Capriles



¿Qué impacto puede tener la sentencia del Tribunal Supremo de Justicia sobre la dinámica política nacional venezolana?

Soberano es el que decide sobre el estado de excepción”, dice Carl Schmitt. El Tribunal Supremo de Justicia ha creado un estado de excepción al suspender las potestades de un poder público y la separación de poderes, que es la arquitectura fundamental de la Constitución de la República Bolivariana de Venezuela, y ha usurpado la soberanía popular atribuyéndose competencias constituyentes. Y ésa es la situación actual. Independientemente de sus efectos legales y políticos inmediatos (o mediatos) y de todos sus defectos de forma y de fondo, la sentencia 16-0153 es un mensaje político muy simple: la soberanía popular, esa voluntad que se expresó electoralmente el 6 de diciembre para sustraerle al chavismo parte de su omnímodo y corrupto poder, no es considerado por el gobierno como el criterio fundamental para la distribución del poder.


En rigor, se trata de la traducción en lenguaje jurídico del único mensaje que ofrece el gobierno de Maduro: no permitirá que las penurias inhumanas de treinta millones de venezolanos alteren el destino manifiesto de la nomenklatura que reina sobre los escombros de un país exhausto.

Es obvio que el gobierno, fiel a su tesis de que la victoria de la oposición en las elecciones fue apenas “circunstancial”, percibe a la sociedad y a la oposición que representa a la mayoría en la Asamblea Nacional como incapaces de prevalecer en una confrontación institucional. Y menos aun en un choque extra constitucional o en una situación de facto. En fin de cuentas, el Ejecutivo (blindado con la complicidad del TSJ y confiado en su sustento militar) puede fantasear con sobrevivir a la catástrofe si logra, en efecto, atravesar la “circunstancia” anulando al Poder Legislativo y, con ello, intentando desarticular a la oposición, todo esto mientras aplica el “ajuste con rostro socialista” a la velocidad paquidérmica que acostumbra (pero que no hay que subestimar).
Lo que hay que examinar es cómo sería eso posible.

En efecto, la dirección política de la oposición se concentró en la Asamblea Nacional con una agenda múltiple, política y legislativa a la vez. Sin embargo, la agenda de cambio político, acelerada por la notable victoria del 6D, exige la conformación de una instancia de conducción política unitaria, distinta a la conducción del Parlamento, que es de suyo pluralista y que recibe una serie de demandas, agendas particulares, intereses, aspiraciones diversas y a veces hasta incompatibles, que por fin pueden recibir escucha institucional.

La dinámica parlamentaria también ha mostrado que en el bloque opositor siguen existiendo diferentes concepciones de la política y de la silueta que se quiere para el país futuro, algo que cuando es leído por el gobierno resulta una debilidad estratégica. Y, ciertamente, en el liderazgo político de la oposición ha habido más estridencia que eficacia, junto a una preocupante falta de focalización y de jerarquización del horizonte político de corto y mediano plazo.

Por otra parte, el sentido de urgencia de la terrible experiencia en que se ha convertido la vida cotidiana no sólo ha convertido el cambio de gobierno en una prioridad para la oposición y gran parte de la sociedad: también ha permeado a sectores oficialistas que entienden que la posición “insurgente” del alto gobierno está propiciando una crisis de desenlace impredecible. Una urgencia que no alcanza a Maduro ni a su entorno, confiados en que el auxilio de aliados políticos, la subasta de concesiones mineras y la reingeniería financiera pueden permitirles continuar con el mínimo metabolismo económico hasta el final del periodo.

Da la impresión de que el chavismo ya no solamente es imitación de los fatídicos socialismos reales, sino que se quiere imitar a sí mismo en un enloquecedor círculo temporal: pretende actuar como en 2002 y como 2003, atrincherado, pacientemente agazapado, protegido jurídica y militarmente, con diminutos movimientos tácticos, mientras las fuerzas que lo adversan sobreestiman el papel de la espontánea iracundia de la población en la construcción de una solución institucional que cierre el ciclo del mal gobierno, y así se desgastan en la microgerencia del apoyo electoral y opinático que tienen, sin ofrecer una ruta política consistente que saque provecho de su fuerza electoral.

Bajo las actuales circunstancias, ¿qué debería hacer la oposición y qué debería hacer el oficialismo?

En mi opinión, no hay solución puramente constitucional a la crisis, puesto que la Constitución tal como está escrita (que no es la que emana del tenebroso TSJ) no es, desde la perspectiva del gobierno, un marco de contención ni las reglas políticas en ella establecidas le resultan respetables.

Y precisamente por eso la acción de la oposición debe estar dirigida a recuperar la constitucionalidad. Algo que implica movilizar focalizadamente su fuerza específica, aquella que justamente no tiene ya el chavismo: la del voto popular y la demanda de cambio que hay en la sociedad.

Las fórmulas constitucionales para reemplazar en el corto plazo al gobierno no tienen por sí mismas eficacia política alguna sin un contexto de presión política que vaya convocando el cambio en una dirección clara y consistente.

Es evidente que el cambio de régimen operado a partir de 1999 no fue exclusivamente el resultado de una maquinaria constitucional. El aglutinante clima político creado por la victoria electoral de Chávez le permitió legitimar una estrategia de desconocimiento de la Constitución de 1961 y de todas las instituciones derivadas. Hoy se podría decir, invocando la justicia poética, que la oposición debe hacer lo mismo para proteger la Constitución de 1999 como marco de una transición política, en condiciones bastante más complejas.
Porque la crisis por sí sola, por más terrible que sea, no genera las condiciones para el cambio: es la dirección política la que puede hacerlo posible.

Por lo tanto la primera cuestión que la oposición debe resolver de manera inmediata es la conformación de un comando político para la campaña del cambio (por así decirlo) que conduzca ese proceso. Se debería separar este comando del liderazgo parlamentario que hoy ocupa la escena, para poder actuar a la vez en el tablero político y en el legislativo. Porque en el plano político no sólo hay que dirimir la cuestión de la vía constitucional para el reemplazo del gobierno, sino también el proyecto posterior que, obviamente, es en realidad el punto de fuga sobre el cual se pueden enganchar acuerdos y desacuerdos.

Y, en efecto, si el activo fundamental de la oposición es electoral, parece obvio que debería privilegiar el mecanismo constitucional que más intensivamente se beneficia de ese activo, que es el revocatorio.

Si bien la enmienda constitucional contempla la realización de un referendo aprobatorio, supone una infinidad de negociaciones y estipulaciones técnicas que incluso teniendo éxito —algo supremamente difícil bajo las actuales circunstancias— privarían al mundo del espectáculo de una población movilizada y activada en el proyecto de terminar con el ciclo chavista. Y sin duda contribuiría con la confección de la mitología del golpe parlamentario que tanto anhela el chavismo.

Sin embargo, creo que lo fundamental, en cualquier caso, es la creación de un masivo clima político de cambio que pueda generar suficiente apalancamiento de la oposición en algún punto del proceso como para tener una política de negociación hacia factores del chavismo (y en general de todos los actores políticos, sin descontar a los militares) y atender la sucesión de crisis que se van a ir desplegando ante cada obstáculo que la Sala Constitucional y los instrumentos del Ejecutivo pondrán ante el proceso político y ante cualquier desenlace posterior.

De nuevo: el principal peligro político no es ni siquiera el gobierno atrincherado, sino la amenaza de que se produzca una situación de facto en medio de una multiplicidad de actores y grupos desarticulados, en la que el misterioso factor militar tendría un papel impredecible.

Visto desde el gobierno, el escenario de un revocatorio puede no ser el peor. Algunos voceros del gobierno lo han insinuado. En principio, porque quizás el gobierno piensa que le es posible movilizar a ese 40% que obtuvo el 6D para impedir una victoria de la oposición. Pero además, como se sabe, porque podría maniobrar para que el Referendo Revocatorio tenga lugar en 2017, en cuyo caso, podría obtener algún oxígeno para las presidenciales de 2018, lo que de paso supone que el chavismo-archipiélago tendría que reconstituirse con nuevos liderazgos, algo nada fácil.

Es necesario acotar que ese escenario transicional (es decir: el chavismo aún en el poder, pero sin la cúpula “insurgente”) podría ser menos malo para la oposición de lo que luce a simple vista. Las elecciones de gobernadores, que deberían realizarse este año, pueden convertirse en otro obstáculo o, por el contrario, facilitarle la labor a la oposición si logra construir una estrategia en torno a ellas, algo que luce complicado en las actuales circunstancias.

Es muy difícil recomendarle algo al gobierno. Sí le diría que, a pesar del desorden, no subestime la capacidad de la oposición para movilizar a una población que, al borde de la desesperación, cercada por la inflación, la escasez y la madeja que enreda a delincuencias y cuerpos del Estado, busca ávidamente una solución pacífica. Le diría que no solamente está en juego el transcurrir de un gobierno, sino el devenir del propio chavismo. Y que ninguna solución de facto puede reemplazar a la solución política, al menos no sin un costo enorme para el país.

Colette Capriles // #Perspectivas
9 de marzo, 2016


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