miércoles, 16 de marzo de 2016

Liderazgo para la primavera - Ramón Piñango




La sentencia del Tribunal Supremo de Justicia mediante la cual anula el poder que la Constitución le asigna a la Asamblea Nacional no sorprendió a nadie. O al menos cuesta creer que haya sorprendido a alguien informado, especialmente si se trata de un dirigente político (opositor o no) o de un analista que haya seguido, aunque sea de lejos, el devenir político del país desde hace al menos diez años.
Después de todo lo que ha pasado, es difícil creer en almas inocentes y muy fácil creer que hay dirigentes y analistas haciéndose los sorprendidos para disimular que han actuado u opinado basándose en supuestos tales como el sometimiento, aunque sea a regañadientes, del gobierno de Nicolás Maduro a la voluntad popular, así como a la existencia de árbitros institucionales que, tal vez sin convicción pero con instinto de supervivencia, actuarían con imparcialidad si así lo exigían circunstancias en la que estuviese en juego la paz de la nación.


Y llegó el martes 1 de marzo de 2016, cuando el TSJ puso a la Asamblea Nacional en el lugar que le exigieron quienes mandan. Preparándose para eso, el régimen, con el apoyo de la vieja Asamblea, había designado magistrados como le convenía y luego, utilizando al TSJ, sacó del Capitolio por tiempo todavía no definido a los diputados del estado Amazonas. Y entonces vino la bendición legal al Decreto de Emergencia Económica.

Pero mucho antes, todos presenciamos una campaña electoral violatoria de normas fundamentales entre las cuales destaca el diseño, por parte del supuesto árbitro electoral, de un tarjetón electoral con el claro propósito de confundir al ciudadano para hacerlo votar por equivocación a favor del partido de gobierno. Y desde hace largo tiempo el país ha sido testigo de la violación de leyes y derechos humanos para mantener presos a unos cuantos líderes o actores políticos.

Con tales antecedentes, hubiese sido realmente sorprendente que el TSJ no hubiese hecho eso que hizo el 1 de marzo o algo similar, actuando de acuerdo con instrucciones del régimen al igual que en tantas otras oportunidades.

Así ocurrió lo que ocurrió. ¿Fue negativo para el país? Sí. ¿Fue negativo para la oposición? No necesariamente: depende de cómo actúen quienes se oponen. ¿Fue positivo para el régimen? No necesariamente: también depende de cómo actúen quienes tienen el poder.

Sin duda, que el máximo árbitro institucional haya arremetido contra el Poder Legislativo para anularlo, porque así lo exige el Ejecutivo, muestra de manera pornográfica la perversión política a la que hemos llegado en Venezuela. Sin embargo, es bueno insistir en que desde hace tiempo sabíamos que no hay poderes públicos autónomos, aunque unos cuantos no reconociesen explícitamente, públicamente, sin disfrazar o suavizar nada, las graves consecuencias de este hecho. Por ejemplo: nunca se le dijo al país que cuando no hay verdadera separación de poderes cualquier ciudadano puede ser declarado culpable de lo que sea cuando al régimen le convenga. De tal manera que el hecho de que el régimen por boca del TSJ afirmara con su sentencia, de manera clara, que está por encima del Poder Legislativo, que los juristas se espantaran y que la dirigencia opositora haya comenzado a hablar de dictadura y de su disposición a invocar la Carta Democrática de la OEA, al menos significa que la realidad se hace más real.
Porque la gravedad de lo que vivimos por fin se hace pública: ahora tenemos más drama, pero menos farsa. Y eso es positivo: menos eufemismos, menos disimulo.

¿Qué implicaciones tiene para la oposición esta nueva etapa de la evolución política del país? Ante todo, que la lucha por el desplazamiento del poder de quienes por 17 años lo han detentado y usado como les da la gana es una lucha contra la descarada o disimulada ilegalidad del adversario. Así como que pretender enfrentar al régimen estrictamente por vías jurídicas constituiría una irresponsable ingenuidad. De hecho: una ingenuidad por partida doble porque, además de que se utilizarían mecanismos de demostrada ineficacia en esta circunstancia, nadie creería en las buenas intenciones ni en la astucia política de la dirigencia opositora por mucho que repita el mantra de la solución constitucional, democrática, legal y electoral.

A la oposición no le queda otra que demostrar de alguna manera su fuerza política usándola.

Sin duda, haber ganado los dos tercios de la Asamblea con más del 60% del electorado constituye un capital político significativo, pero es un capital que, si no se cuida y se cultiva, puede esfumarse paulatinamente, e incluso ante determinados eventos podría desaparecer repentinamente.

Y cuidarlo y cultivarlo significa utilizarlo.

Utilizarlo significa ponerlo a valer para demostrar fuerza movilizando a la gente para que articule de manera más efectiva y coordinada su descontento. Movilizar a la gente no sólo significa patear calle marchando o hacer recorridos de visitas casa por casa en los barrios, significa, también, conversar con la sociedad civil organizada en gremios, sindicatos, academias, universidades, etc. para que en momentos clave expresen su parecer. En este sentido, sorprende que la Asociación de Profesores de la Universidad Central haya expresado su opinión favorable a la renuncia de Nicolás Maduro y su condena al atropello de la Asamblea por el TSJ, sin que esta posición gremial haya tenido alguna resonancia.

Si no se ejercitan, los músculos políticos se atrofian.

La situación del país es una calamidad. La gente sufre por inflación, escasez, inseguridad y un serio deterioro institucional y moral que afecta casi todos los ámbitos de la sociedad. Hay una fuga hacia el exterior muy visible pero ya comenzó una fuga hacia adentro de la sociedad medible en términos de desmotivación, de una creciente percepción de ineficacia política y desesperanza. El liderazgo opositor tiene que luchar contra esta realidad que no por ser de naturaleza psicosocial es menos real. Además, debe evitar que cunda esa percepción de ineficacia política cosa a la apuestan quienes están en el poder.

Para movilizar al pueblo que hasta ahora la ha apoyado la oposición debe movilizarse a sí misma. Eso exige enfrentar sus propios mitos y temores, por demás muy comprensibles en estos tiempos tan difíciles. Así, necesita enfrentar el temor a que la movilización de la gente devenga fácilmente en indetenible anarquía cuyo desmadre barrería con todo y todos.

Pero también se enfrentan otros temores ocultos detrás de perversas y paralizantes racionalizaciones. Es decir, detrás de unos andamiajes argumentales que se revisten de análisis aparentemente irrebatibles que no son más que excusas para no actuar o hacerlo de manera tímida.


Uno de ellos, hoy en boga, es el del “costo político”. Este costo, en apariencia muy racional, se expresa de la siguiente manera: son tan duras para la población las medidas por tomar para enderezar la economía que, más pronto que tarde, se generaría una reacción en contra de quienes gobiernen, tan grave que podría producir la caída del gobierno y hasta el regreso triunfal de quienes nos condujeron al desastre actual. Y con base en esta apreciación se traza la siguiente recomendación: dejemos que esta situación llegue al colapso definitivo, para que así la gente acepte las duras medidas, como quien para no morir acepta someterse a duros tratamientos.

Quienes plantean lo de evitar a como dé lugar el “costo político” incurren en dos graves errores. El primero es ético: no incluir en el análisis el “costo humanitario”, ese costo que se expresa en sufrimiento y muerte. Sufrimiento y muerte por carencias médicas, hambre e inseguridad personal. El segundo es de simple prepotencia analítica y moral: pensar en que quienes gobiernen, por el hecho de estar bien preparados y tener mejor una condición humana superior, van a ser capaces de rescatarnos de un fondo más profundo que el actual, lo cual incluye tener capacidad para saber hoy dónde vamos a estar parados dentro de un tiempo.

El planteamiento del tema del “costo político” puede estar escondiendo una desconfianza del actual liderazgo político y social de parte de otros y de sí mismos. Tanta reiteración en el tema, al menos en las redes sociales, pareciera ocultar una duda: ¿podrá el liderazgo político y social opositor manejar la grave situación que padecemos? Y al no poder responder esta interrogante positivamente con plena convicción, entonces se opta por insistir en el tema del “costo político”.

Pero hay algo más: ¿no será que tanto revoloteo en torno al tema del “costo político” y la necesidad de esperar, dejando que las cosas evolucionen hacia lo peor, es consecuencia de una carencia de vocación de poder en quienes aspiran a liderar el país?
¿No será que en parte importante del liderazgo político opositor lo que predomina es la aspiración a gobernar en el sentido limitado de “administrar”  (planificar, diseñar programas y proyectos, ejecutarlos, evaluarlos) y no tanto de pensar el país a fondo, con una visión de largo plazo, con la firme disposición a hacerla realidad y a enfrentar cualquier fuerza asumiendo serios riesgos?

¿Le estaremos pidiendo demasiado al liderazgo?

Puede ser, pero en todo caso es pertinente recordar que liderar es fortalecer al colectivo que se lidera, escuchar, orientar. Y eso implica disposición a arriesgar, arriesgar con responsabilidad pero nunca utilizando la responsabilidad como excusa para no actuar.
¿Pero cuáles son las consecuencias tiene la decisión del 1 de marzo para el gobierno? Para comenzar, que se tornó mucho más difícil llamar “gobierno” a quienes, siendo opositores, siempre lo habían llamado de esta manera. Ya no luce impropio llamarlo “régimen” dada su clara disposición a mantenerse en el poder “como sea”, incluso violando principios fundamentales como la separación de poderes. Ya suena necio utilizar expresiones tales como “existe un serio déficit democrático” o “tenemos un régimen híbrido”. Y llamarlo régimen o calificarlo de dictadura, como ya se está haciendo, tiene unas consecuencias significativas que van mucho más allá de lo semántico porque carcome, tanto dentro como fuera del país, la ya desgastada legitimidad de quienes controlan el poder del Estado.
Mucho pesan los calificativos negativos cuando se suman a las crecientes evidencias sobre corrupción y la falta de transparencia, precisamente cuando es manifiesta la incapacidad gubernamental para atender las carencias en lo económico y lo social.
Además: percatarse de que estamos ante un régimen abre perspectivas de acción hasta ahora no exploradas, como la de asumir una conducta de disidencia.

Un particular peso tiene la noción de régimen cuando hay evidencias de que estamos ante lo que podría llamarse un “Estado delincuencial”, por prácticas delictivas que surgen y se extienden en su estructura y desde allí emergen hacia la sociedad. Basta considerar los abundantes casos de funcionarios policiales cómplices de delincuentes y cómo éstos se apertrechan con proyectiles supuestamente fabricados y controlados por las Fuerzas Armadas.
Y ahí otro punto: el control del TSJ por parte del régimen le da poder a corto y mediano plazo, pero en buena parte tal cosa ocurre porque se cuenta con el apoyo de la Fuerza Armada, o al menos de quienes la dirigen.

Sin el apoyo militar, el peso formal de la decisiones del Poder Judicial no sería suficiente para sostenerse en el poder. Y menos cuando el apoyo popular al régimen disminuye ante las graves penurias que sufre la gente.

Y, cuando el descontento de la gente aumenta, se ha tornado insoslayable preguntase si es suficiente para mantenerse en el poder el apoyo militar y del Poder Judicial.
¿Se harán esta pregunta quienes detentan el poder? Ojalá que sí, porque de no ser así pensaríamos que sufren de una peligrosa disociación con la realidad: una disociación peligrosa para todo el país.

Pero si el descontento ya acosa la estabilidad del régimen también debe considerarse que comienzan a aparecer en las encuestas señales de insatisfacción con la conducta de la oposición.
Cuando se habla de “pueblo”, “gente” o “electorado” se incurre en una agregación muy gruesa de la población. Ésta debe diferenciarse por estratos socioeconómicos, para trazar estrategias políticas, pero también por preferencias políticas. En este sentido, quienes están en el poder y quienes aspiran a acceder a él tienen que prestarle cuidadosa atención al 40 por ciento del electorado que en diciembre respaldó al oficialismo. ¿Qué puede hacer éste para mantener la lealtad de su gente que sufre las mismas penurias del resto de la población, además de, probablemente, sentirse en minoría? ¿Y qué puede hacer la oposición al ser gobierno para cautivar una parte del país de ninguna manera pequeña y, aparentemente, muy militante? ¿Tiene la oposición una narrativa atractiva para el llamado “chavismo” mientras se espera por los frutos de nuevas políticas económicas y sociales? La pregunta cobra particular relevancia si se piensa en la viabilidad de esas políticas y el necesario esfuerzo para evitar que un nuevo gobierno se vea obligado a recurrir a la represión para neutralizar conductas violentas contra el chavismo en oposición.


¿Hacia dónde vamos?

El dato incontrovertible es que la situación económica, social y delictiva se agrava con aceleración creciente; por ejemplo, en privado los expertos hablan de una inflación que este año podría superar el mil por ciento. Quienes manejan la economía dan señales de serias contradicciones; quieren llenar los anaqueles pero no saben cómo porque no tienen con qué. La masacre de Tumeremo supera con creces a la de El Amparo, con alarmantes complicidades de funcionarios de seguridad del Estado. Ya está presente la crisis del agua y la electricidad.

¿Será suficiente el apoyo del TSJ y la Fuerza Armada para enfrentar al Leviatán de la ira popular?

La oposición trata de fortalecer su posición ante un adversario complejo, tenaz, que utiliza sin escrúpulos los recursos que tiene a mano. Se habla de negociaciones secretas. Si las hay, de ellas dependerá que parte de quienes han gobernado y parte de quienes han sido opositores sobrevivan políticamente. Posiblemente serán los menos radicales de ambos bandos… o los más hábiles, como casi siempre ocurre.

Pero ante la gravedad de lo que vivimos, aunadas la presión de la población y la magnitud del reto para la política más el saber de los expertos, no sería del todo sorprendente que se produjera un vacío de liderazgo que a esos políticos y a esos expertos les exija un inmenso esfuerzo de imaginación, de creatividad, rasgos que aún están por manifestarse justo cuando se aproxima la primavera.

Ramón Piñango
11 de marzo, 2016

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