No se trata de proponer una reflexión acerca de los géneros literarios,
no es el lugar para ello; se trata de observar la paradoja que encierra toda
clasificación genérica de las obras. Preguntarse acerca de si A sangre fría es una novela o un reportaje implica
un debate acerca de qué se entiende por novela, es decir, si por novela se
entiende un relato ficcional o si, por el contrario, la novela define una
estructura narrativa y no el contenido ficticio de su trama puesto que, en
opinión de algunos, todo relato es de por sí ficcional. Si en cambio el género
novelesco es definido por su ficcionalidad éste difiere del reportaje que,
según su definición clásica, debe narrar objetivamente unos determinados hechos
de crónica.
De este modo, A sangre fría se encontraría en una encrucijada que la crítica trata de disolver: se recurrirá a la retórica del lenguaje y su posible referencialidad, al estudio de los elementos narrativos, de la voz narrativa así como se reflexionará acerca de la presencia de la voz autoral dentro del texto o, por el contrario, siguiendo los pasos de Roland Barthes, de la ausencia del autor y, por tanto, de la imposibilidad de una lectura biográfica de la obra. Más allá de los debates academicistas en los que se plantean dichas cuestiones, A sangre fría será leída por el lector a partir de unos parámetros subjetivos de los cuales la crítica no puede hacerse cargo, unos parámetros que, lejos de confirmar una regla o modalidad de lectura, configuran la excepción propia de todo acto de lectura y de interpretación. En la praxis, muchos lectores verán en la obra de Truman Capote una novela negra, otros verán en ella el relato de la desmitificación de la idílica realidad norteamericana, para otros será el frío relato de una masacre, mientras que habrá lectores que considerarán A sangre fría como unos de los principales alegatos contra la pena de muerte por parte de un escritor norteamericano.
De este modo, A sangre fría se encontraría en una encrucijada que la crítica trata de disolver: se recurrirá a la retórica del lenguaje y su posible referencialidad, al estudio de los elementos narrativos, de la voz narrativa así como se reflexionará acerca de la presencia de la voz autoral dentro del texto o, por el contrario, siguiendo los pasos de Roland Barthes, de la ausencia del autor y, por tanto, de la imposibilidad de una lectura biográfica de la obra. Más allá de los debates academicistas en los que se plantean dichas cuestiones, A sangre fría será leída por el lector a partir de unos parámetros subjetivos de los cuales la crítica no puede hacerse cargo, unos parámetros que, lejos de confirmar una regla o modalidad de lectura, configuran la excepción propia de todo acto de lectura y de interpretación. En la praxis, muchos lectores verán en la obra de Truman Capote una novela negra, otros verán en ella el relato de la desmitificación de la idílica realidad norteamericana, para otros será el frío relato de una masacre, mientras que habrá lectores que considerarán A sangre fría como unos de los principales alegatos contra la pena de muerte por parte de un escritor norteamericano.
La pluralidad de lecturas, si bien algunas resultan cuestionables desde
un punto de vista teórico-crítico, permiten reflexionar sobre la posibilidad de
acercarse a un texto, sea literario o no, desde parámetros diferentes o,
recurriendo a la fenomenología de Gadamer,
desde pre-juicios individuales, que no subjetivos. Esta pluralidad de
perspectivas lectoras hace posible afirmar, aunque pueda parecer osado -incluso
una auténtica boutade-,
que Indecentes de Ernesto
Ekaizer puede ser
leído como una novela: Indecentes puede ser definido como el relato
postmoderno de una gran estafa cuyos responsables, a diferencia de lo que
sucedería en cualquiera de las masivamente leídas novelas de Stephen King o
de John
Grisham, sobreviven al delito con absoluta impunidad.
Al igual que sucedió con A
sangre fría, Indecentes se presenta como una crónica de la
crisis económica que, desde la quiebra de Lehman Brothers el 15 de Septiembre
del 2008, ha asolado las “grandes potencias”, golpeando de manera
indiscriminada nuestro territorio. Ekaizer revive los acontecimientos que han
llevado a la situación actual, reconstruye el escenario, al que nosotros
-lectores, ciudadanos, simples votantes ignorantes de aquello que sucede en las
altas esferas- no tenemos acceso; crónica “de un atraco perfecto”, Indecentes es
un texto de difícil comprensión. Lejos de ser una crónica más de los motivos
que han llevado a las actuales circunstancias, es una reflexión sobre los
distintos planetamientos económicos que han intervenido a lo largo del proceso
relatado y que han condicionado y siguen condicionando, juntamente con la falta
de escrúpulos de sus protagonistas, las medidas que, desde las distintas
instituciones de ámbito económico y desde los gobiernos nacionales, nunca
llegaron a tomarse, eliminando el posible “aterrizaje suave” al cual se
refería, alertado, David
Taguas, así como las medidas que más recientemente se han
tomado para salir de la crisis a pesar de las alertas ante “el peligro de una
recesión de balance” que dichas decisiones pueden provocar.
Desde el inicio, y a pesar de la voluntad de rigor, todo intento de
resumen de Indecentes resulta
un fracaso, puesto que requiere, se hace incluso imprescindible, unos
conocimientos de teoría económica que quien les escribe, como seguramente
muchos de los lectores de Ekaizer, carece. Sin embargo, la ignorancia con
respecto a la teoría económica no es obstáculo para la lectura de este libro,
al contrario, es precisamente dicha ignorancia la que hace posible una lectura
de Indecentes como un relato, y no sólo como una
crónica resultado de un trabajo de investigación periodística. Si bien algunos
considerarán un sacrilegio el hecho de definir Indecentes como
un relato, como una novela acerca -y son palabras del autor- de “un atraco
perfecto”, una definición genérica de este tipo no debe ser entendida -como
seguramente harán aquellos que la consideren sacrílega- como una manera de
desacreditar lo narrado, como un intento de poner en cuestión la veracidad del
texto. Sostener la posible lectura novelesca de Indecentes implica
resaltar la brillante construcción narrativa realizada por Ekaizer, quien demuestra
una gran habilidad de entrelazar lógicas genéricas distintas dando lugar a una
obra que hace del lector ajeno a reflexiones teóricas de tipo económico el
reflejo del ciudadano: el lector, en tanto que ciudadano, se convierte en
personaje de la trama, aparentemente secundario que, como un títere encima del
escenario, es movido a través de unos hilos apenas perceptibles por una serie
de siglas, de nombres, tras los que se esconden instituciones, gobiernos,
bancos dirigidos a su vez por nombres y apellidos a los que Ekaizer pone
finalmente rostro.
No se trata de la crónica de una crisis, sino -de nuevo según Ekaizer-
de una gran “estafa”, de un “atraco perfecto” cuyo botín, al contrario que la
maleta con la que Sterling
Hayden llega al
aeropuerto, nunca termina por descubrirse: a diferencia del atraco de Kubrick, el narrado por Ekaizer es auténticamente
perfecto, pues “la muerte anunciada” y presagiada por algunos deja incólumes a
los atracantes. El escenario del atraco está vacío, la acción sucede fuera de
cámara, Ekaizer se convierte en la voz
en off que relata
aquello que el espectador no ve, pero lo hace a posteriori, una vez la acción ha transcurrido y en
el escenario, vacío de personajes, se hacen patentes los ecos de aquello que
tras las cámaras, tras los focos, ha sucedido. El espectador asiste atónito,
responde a una función que en verdad no ha visto, pero de la que no es
indiferente, no puede ser indiferente, porque lo que ha sucedido detrás, en el backstage de
las altas esferas, termina por involucrarlo como si fuera uno de los personajes
pirandellianos que tratan de buscar un autor que explique su auténtica
historia. Aquí, sin embargo, no se trata de buscar un autor, la historia ya
está escrita y, como dirían los teóricos de la literatura desde la crítica
francesa de los años sesenta hasta ahora, el autor está ausente. El lector de
Ekaizer se convierte en personaje de una historia de autor ausente, el
rol del personaje no es ni tan siquiera el de víctima, no actúa, no puede
hacerlo pues, y en este sentido comparte tragedia con los personajes
pirandellianos, si el autor no le da voz no puede dejarse oír.
Como si se tratara de un tablero de ajedrez, Ekaizer reconstruye
cronológicamente el atraco perpetrado que, lejos de toda linealidad, se
estructura en un enmarañado engranaje cuya maquinaria está compuesta por
economistas, asesores políticos, dirigentes de bancos, ministros y presidentes
de gobierno, todos ellos piezas de esta maquinaria que, sin embargo, parece
carecer de conductor. Cada pieza juega su rol, cada uno, afirma Ekaizer,
interpreta su papel pero, como si se tratara de una cualquier pieza teatral,
cada personaje está sujeto a los otros o, retomando la metáfora maquinaria, la
función de cada pieza responde a la de las otras al son de un movimiento que,
lejos de la regularidad y eficiencia de la cadena de montaje teorizada por Ford,
parece oscilar dependiendo de intereses meramente coyunturales olvidando así el
objetivo final. Todos participan de este atraco, todos forman parte de una
tripulación sin capitán que, bien tras el nombre de banco, agencias de
calificación o especuladores, permanece oculto incluso después de que Ekaizer
corra el telón para mostrar al lector aquello que se esconde entre bambalinas.
Y allá, precisamente entre bambalinas, una serie de personajes que hubieran
hecho las delicias del mismísimo Propp, escriben un relato a partir de cartas
privadas, robadas o divulgadas, papeles indiferentemente interpretados según
las circunstancias, amistades peligrosas y traiciones servidas en frío,
iluminados con poder de decisión y locos a los que nadie escucha.
De esta manera también puede leerse Indecentes,
una obra donde la dificultad conceptual, lejos de convertirse en un sin sentido
para el lector no familiarizado con las teorías económicas y sus relaciones con
la política, es el reflejo del desamparo del ciudadano que asiste mudo a la
función. El ciudadano-lector no está sólo, le acompaña el “loco”, el “doctor
catástrofe” que, como el loco de pueblo descrito por Unamuno en San
Manuel Bueno Mártir, recorre las calles y las plazas gritando
la verdad, anunciando un futuro incontestable sin ser escuchado: las palabras
del loco avisando de aquella muerte demasiadas veces anunciada, de aquel
estrepitoso aterrizaje que poco tendría de suave, retumbó entre los oídos
sordos de los demás personajes, mientras que el lector y, a la vez, personaje,
a diferencia del loco, siquiera tenía voz, pues estaba de antemano condenado al
silencio.
Leer Indecentes es ser conscientes del papel que nos
han asignado, es mirar tras el telón y así volver a dar sentido y sonido a la
palabra “ciudadano” porque para ser ciudadano es necesario recobrar la palabra,
es decir, ganar la batalla al silencio.
Anna Maria Iglesia
Indecentes. Ernesto Ekaizer
Espasa (Madrid, 2012)
Indecentes. Ernesto Ekaizer
Espasa (Madrid, 2012)
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