jueves, 22 de octubre de 2015

Como leer Indecente sin saber de economía - Reseña Anna María Iglesia y descarga el libro de Ernesto Ekaiser en PDF y Lit



No se trata de proponer una reflexión acerca de los géneros literarios, no es el lugar para ello; se trata de observar la paradoja que encierra toda clasificación genérica de las obras. Preguntarse acerca de si A sangre fría es una novela o un reportaje implica un debate acerca de qué se entiende por novela, es decir, si por novela se entiende un relato ficcional o si, por el contrario, la novela define una estructura narrativa y no el contenido ficticio de su trama puesto que, en opinión de algunos, todo relato es de por sí ficcional. Si en cambio el género novelesco es definido por su ficcionalidad éste difiere del reportaje que, según su definición clásica, debe narrar objetivamente unos determinados hechos de crónica.
De este modo, A sangre fría se encontraría en una encrucijada que la crítica trata de disolver: se recurrirá a la retórica del lenguaje y su posible referencialidad, al estudio de los elementos narrativos, de la voz narrativa así como se reflexionará acerca de la presencia de la voz autoral dentro del texto o, por el contrario, siguiendo los pasos de Roland Barthes, de la ausencia del autor y, por tanto, de la imposibilidad de una lectura biográfica de la obra. Más allá de los debates academicistas en los que se plantean dichas cuestiones, A sangre fría será leída por el lector a partir de unos parámetros subjetivos de los cuales la crítica no puede hacerse cargo, unos parámetros que, lejos de confirmar una regla o modalidad de lectura, configuran la excepción propia de todo acto de lectura y de interpretación. En la praxis, muchos lectores verán en la obra de Truman Capote una novela negra, otros verán en ella el relato de la desmitificación de la idílica realidad norteamericana, para otros será el frío relato de una masacre, mientras que habrá lectores que considerarán A sangre fría como unos de los principales alegatos contra la pena de muerte por parte de un escritor norteamericano.




La pluralidad de lecturas, si bien algunas resultan cuestionables desde un punto de vista teórico-crítico, permiten reflexionar sobre la posibilidad de acercarse a un texto, sea literario o no, desde parámetros diferentes o, recurriendo a la fenomenología de Gadamer, desde pre-juicios individuales, que no subjetivos. Esta pluralidad de perspectivas lectoras hace posible afirmar, aunque pueda parecer osado -incluso una auténtica boutade-, que Indecentes de Ernesto Ekaizer puede ser leído como una novela: Indecentes puede ser definido como el relato postmoderno de una gran estafa cuyos responsables, a diferencia de lo que sucedería en cualquiera de las masivamente leídas novelas de Stephen King o de John Grisham, sobreviven al delito con absoluta impunidad.

Al igual que sucedió con A sangre fría, Indecentes se presenta como una crónica de la crisis económica que, desde la quiebra de Lehman Brothers el 15 de Septiembre del 2008, ha asolado las “grandes potencias”, golpeando de manera indiscriminada nuestro territorio. Ekaizer revive los acontecimientos que han llevado a la situación actual, reconstruye el escenario, al que nosotros -lectores, ciudadanos, simples votantes ignorantes de aquello que sucede en las altas esferas- no tenemos acceso; crónica “de un atraco perfecto”, Indecentes es un texto de difícil comprensión. Lejos de ser una crónica más de los motivos que han llevado a las actuales circunstancias, es una reflexión sobre los distintos planetamientos económicos que han intervenido a lo largo del proceso relatado y que han condicionado y siguen condicionando, juntamente con la falta de escrúpulos de sus protagonistas, las medidas que, desde las distintas instituciones de ámbito económico y desde los gobiernos nacionales, nunca llegaron a tomarse, eliminando el posible “aterrizaje suave” al cual se refería, alertado, David Taguas, así como las medidas que más recientemente se han tomado para salir de la crisis a pesar de las alertas ante “el peligro de una recesión de balance” que dichas decisiones pueden provocar.


Desde el inicio, y a pesar de la voluntad de rigor, todo intento de resumen de Indecentes resulta un fracaso, puesto que requiere, se hace incluso imprescindible, unos conocimientos de teoría económica que quien les escribe, como seguramente muchos de los lectores de Ekaizer, carece. Sin embargo, la ignorancia con respecto a la teoría económica no es obstáculo para la lectura de este libro, al contrario, es precisamente dicha ignorancia la que hace posible una lectura de Indecentes como un relato, y no sólo como una crónica resultado de un trabajo de investigación periodística. Si bien algunos considerarán un sacrilegio el hecho de definir Indecentes como un relato, como una novela acerca -y son palabras del autor- de “un atraco perfecto”, una definición genérica de este tipo no debe ser entendida -como seguramente harán aquellos que la consideren sacrílega- como una manera de desacreditar lo narrado, como un intento de poner en cuestión la veracidad del texto. Sostener la posible lectura novelesca de Indecentes implica resaltar la brillante construcción narrativa realizada por Ekaizer, quien demuestra una gran habilidad de entrelazar lógicas genéricas distintas dando lugar a una obra que hace del lector ajeno a reflexiones teóricas de tipo económico el reflejo del ciudadano: el lector, en tanto que ciudadano, se convierte en personaje de la trama, aparentemente secundario que, como un títere encima del escenario, es movido a través de unos hilos apenas perceptibles por una serie de siglas, de nombres, tras los que se esconden instituciones, gobiernos, bancos dirigidos a su vez por nombres y apellidos a los que Ekaizer pone finalmente rostro.

No se trata de la crónica de una crisis, sino -de nuevo según Ekaizer- de una gran “estafa”, de un “atraco perfecto” cuyo botín, al contrario que la maleta con la que Sterling Hayden llega al aeropuerto, nunca termina por descubrirse: a diferencia del atraco de Kubrick, el narrado por Ekaizer es auténticamente perfecto, pues “la muerte anunciada” y presagiada por algunos deja incólumes a los atracantes. El escenario del atraco está vacío, la acción sucede fuera de cámara, Ekaizer se convierte en la voz en off que relata aquello que el espectador no ve, pero lo hace a posteriori, una vez la acción ha transcurrido y en el escenario, vacío de personajes, se hacen patentes los ecos de aquello que tras las cámaras, tras los focos, ha sucedido. El espectador asiste atónito, responde a una función que en verdad no ha visto, pero de la que no es indiferente, no puede ser indiferente, porque lo que ha sucedido detrás, en el backstage de las altas esferas, termina por involucrarlo como si fuera uno de los personajes pirandellianos que tratan de buscar un autor que explique su auténtica historia. Aquí, sin embargo, no se trata de buscar un autor, la historia ya está escrita y, como dirían los teóricos de la literatura desde la crítica francesa de los años sesenta hasta ahora, el autor está ausente. El lector de Ekaizer se convierte en personaje de una historia de autor  ausente, el rol del personaje no es ni tan siquiera el de víctima, no actúa, no puede hacerlo pues, y en este sentido comparte tragedia con los personajes pirandellianos, si el autor no le da voz no puede dejarse oír.

Como si se tratara de un tablero de ajedrez, Ekaizer reconstruye cronológicamente el atraco perpetrado que, lejos de toda linealidad, se estructura en un enmarañado engranaje cuya maquinaria está compuesta por economistas, asesores políticos, dirigentes de bancos, ministros y presidentes de gobierno, todos ellos piezas de esta maquinaria que, sin embargo, parece carecer de conductor. Cada pieza juega su rol, cada uno, afirma Ekaizer, interpreta su papel pero, como si se tratara de una cualquier pieza teatral, cada personaje está sujeto a los otros o, retomando la metáfora maquinaria, la función de cada pieza responde a la de las otras al son de un movimiento que, lejos de la regularidad y eficiencia de la cadena de montaje teorizada por Ford, parece oscilar dependiendo de intereses meramente coyunturales olvidando así el objetivo final. Todos participan de este atraco, todos forman parte de una tripulación sin capitán que, bien tras el nombre de banco, agencias de calificación o especuladores, permanece oculto incluso después de que Ekaizer corra el telón para mostrar al lector aquello que se esconde entre bambalinas. Y allá, precisamente entre bambalinas, una serie de personajes que hubieran hecho las delicias del mismísimo Propp, escriben un relato a partir de cartas privadas, robadas o divulgadas, papeles indiferentemente interpretados según las circunstancias, amistades peligrosas y traiciones servidas en frío, iluminados con poder de decisión y locos a los que nadie escucha.

De esta manera también puede leerse Indecentes, una obra donde la dificultad conceptual, lejos de convertirse en un sin sentido para el lector no familiarizado con las teorías económicas y sus relaciones con la política, es el reflejo del desamparo del ciudadano que asiste mudo a la función. El ciudadano-lector no está sólo, le acompaña el “loco”, el “doctor catástrofe” que, como el loco de pueblo descrito por Unamuno en San Manuel Bueno Mártir, recorre las calles y las plazas gritando la verdad, anunciando un futuro incontestable sin ser escuchado: las palabras del loco avisando de aquella muerte demasiadas veces anunciada, de aquel estrepitoso aterrizaje que poco tendría de suave, retumbó entre los oídos sordos de los demás personajes, mientras que el lector y, a la vez, personaje, a diferencia del loco, siquiera tenía voz, pues estaba de antemano condenado al silencio.

Leer Indecentes es ser conscientes del papel que nos han asignado, es mirar tras el telón y así volver a dar sentido y sonido a la palabra “ciudadano” porque para ser ciudadano es necesario recobrar la palabra, es decir, ganar la batalla al silencio.

Anna Maria Iglesia
Indecentes. Ernesto Ekaizer
Espasa (Madrid, 2012)


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