El «Tercer Mundo» fue una de las más poderosas y visitadas referencias en el ciclo largo de las décadas de 1970 y 1960 globales. Una aproximación a la trayectoria del concepto permite ver que su notable éxito obedeció no solo a los marcos de la Guerra Fría en los que emerge, sino a una historia policéntrica anterior, que se inicia en la primera posguerra y que incluye ya entonces a América Latina. Asimismo, su declive debe entenderse a partir del desvanecimiento paulatino de su dimensión universal a expensas de sus componentes nacional-particularistas.
I. Pocos conceptos contemporáneos han tenido una
trayectoria tan fulgurante como el de «Tercer Mundo». Acuñado en 1952 por el
demógrafo y economista francés Alfred Sauvy, en las décadas de 1960 y 1970 gozó
de una presencia abrumadora y virtualmente universal. Esa notable ubicuidad de
la noción se explica tanto por la densidad y la dramaticidad histórica de los
contenidos e imágenes que movilizó, como por su polisemia, observable en la
ambivalencia entre sus acentos sociológicos y económicos y su vocación
política.
De un lado, «Tercer Mundo» fue, en el contexto de
recomposición de la segunda posguerra y de los debates sobre el desarrollo de
las distintas regiones del mundo, el concepto que por excelencia se utilizó
para nombrar las abismales inequidades sociales a escala planetaria. En el
marco de la afirmación e internacionalización de las ciencias sociales, de la creación
de una trama de instituciones y programas globales ligados a temáticas
económicas y sociales, y del despliegue masivo de las industrias culturales
(cine, prensa, fotografía, etc.), la referencia tercermundista proliferó en un
espectro de iniciativas que buscaban visibilizar y discutir las fracturas
sociales mundiales. Pero de otro lado, más allá de esos usos
sociológico-descriptivos y/o estético-alegóricos de realidades de miseria e
injusticia social, el Tercer Mundo fue un formidable acervo de imágenes y
narrativas vinculadas a posibles redenciones futuras. Vijay Prashad comienza su
influyente libro The Darker Nations: A People’s History of the Third World afirmando
que el Tercer Mundo «no fue un lugar», un espacio geográfico más o menos
delimitable, sino «un proyecto». Y es que, nuevamente, pocas nociones del
vocabulario político del siglo xx como la que retiene aquí nuestra
atención fueron capaces de encarnar, con tamaña fuerza evocativa, el concepto
metahistórico de Reinhart Koselleck de «horizonte de expectativa» (a punto tal
que «Tercer Mundo» fue a menudo, sobre todo entre 1965 y 1975, un modo de
nombrar la revolución). O lo que es lo mismo: al menos en sus usos políticos,
pocos términos, al pronunciarse, hablaban tanto de futuro.
Este texto se propone discutir dos cuestiones sustantivas
de la historia conceptual del Tercer Mundo. Por un lado, un aspecto relativo a
su periodización. 1952 y el marco inicial de la Guerra Fría ofrecen el contexto
en que aparece la noción. Pero me interesa sostener aquí que su descollante
recorrido subsiguiente solo puede entenderse con arreglo a una historia previa,
que nos remite a los inicios del siglo xx y, sobre todo, al quiebre
civilizatorio que tuvo lugar en la Primera Guerra Mundial. Como veremos a
través de una revisión de la matriz metahistórica koselleckiana, «Tercer Mundo»
fue un concepto tanto cargado de expectativas de futuro como, y de manera
decisiva, de sedimentos de pasado. A punto tal que puede postularse que, al
emerger en 1952, venía a coronar una cadena interconectada de procesos sociales
y político-conceptuales que le era preexistente. Por otro lado, este ensayo se
propone acometer un problema que yace en los fundamentos mismos del Tercer
Mundo, vinculado a la tensión constitutiva entre su dimensión universal y sus
concreciones particularistas. El discurso tercermundista alude al mundo y solo
es comprensible dentro del horizonte de revolución a escala planetaria que se
abre con la Revolución Rusa de 1917. Y, al mismo tiempo, su vector principal
son los movimientos de liberación nacional, y tanto en su vertiente
socioeconómica –ligada desde la segunda posguerra al desarrollismo– como
política –asociada a la descolonización y al principio de autodeterminación
nacional– su corolario exitoso debía estribar en la afirmación de
Estados-nación económicamente viables y políticamente independientes. El Tercer
Mundo, paradójico movimiento internacional del módulo político
nacional-popular, portó consigo esa ambivalencia entre un horizonte de
universalidad y sus declinaciones singulares. Su fase de esplendor se debió al
equilibrio inestable entre ambos polos. Y su ocaso, desde mediados de la década
de 1970, al desvanecimiento de su capacidad performativa global y a la
estabilización de sus componentes particularistas. Pero antes de abordar los
dos asuntos principales en los que se detiene este trabajo, demos un rodeo
panorámico por el momento de emergencia y posterior auge del Tercer Mundo.
II. En su reciente libro The Discovery of the Third
World –uno de los primeros estudios de largo aliento que acometen la
historia del Tercer Mundo en tanto concepto–, el historiador alemán Cristoph
Kalter señala que, en su nacimiento, la noción se anuda a tres procesos
geopolíticos, económicos y culturales que entonces cobraban forma: «(1) La
descolonización; (2) la Guerra Fría; (3) la emergencia de una era de comercio
global dominada por Estados Unidos, el veloz crecimiento económico en los
países industrializados de Occidente, y el ‘escándalo’ de la brecha de
prosperidad global, que hizo posible visualizar a dos tercios de la humanidad
(…) como postergados». En el artículo que es considerado el bautismo público
del concepto, publicado en agosto de 1952 en el semanario parisino L’Observateur,
Sauvy se refería sobre todo a los dos últimos fenómenos: «Hablamos de dos
mundos presentes –comenzaba el texto–, de su guerra posible, de su
coexistencia, etc., olvidando a menudo que existe un tercero, el más importante
(…) es el conjunto de los que se llaman, en el estilo de las Naciones Unidas,
países subdesarrollados».
El breve artículo señalaba luego algunas mejoras en
indicadores sociales en regiones asiáticas y africanas, para luego no obstante
referir al «ciclo de miseria» que teñía el panorama general de esas vastas
regiones planetarias. Sauvy era entonces director del Instituto Nacional de
Estudios Demográficos de Francia (ined), espacio que había fundado en 1945 y
que congregaba en su seno a un conjunto de investigadores de diferentes
disciplinas abocados a temáticas del desarrollo. Otro miembro destacado del
establecimiento, el antropólogo Georges Balandier, editaría en 1956 dentro de
las publicaciones del Instituto el volumen colectivo Tiers Monde (según
apunta Kalter, el primer libro de la historia que portó en su título el
término), en el que demógrafos, politólogos, etnólogos, economistas y
sociólogos discutían aspectos relativos a las perspectivas de lo que todos
acordaban en llamar, nuevamente, países subdesarrollados. El «Tercer Mundo»
nace entonces asociado al ámbito de las ciencias sociales, que lo construyen
como objeto unificado tanto para ofrecer diagnósticos e información empírica
como para aventurar posibles soluciones para los escenarios de palpable atraso
de las regiones que quedaban comprendidas bajo su nombre. Así es como, en una
de sus derivas más significativas, el concepto será uno de los constructos
predilectos asociados a la teoría de la modernización, que lo utiliza para
justificar sus narrativas teleológicas sobre el progreso y para aggiornar la
vieja tesis de la «misión civilizatoria» de las potencias occidentales. Como
estudió de manera pionera el antropólogo colombiano Arturo Escobar, un discurso
especializado sobre el Tercer Mundo cobró entonces consistencia como vía de
legitimación de las intervenciones prácticas en países de América Latina, Asia
y África de una nueva trama de agencias y expertos en «desarrollo» vinculados a
instituciones primermundistas.
Pero junto a esos usos de disciplinas sociales y usinas
desarrollistas, «Tercer Mundo» fue pronto adoptado como un nombre que
condensaba expectativas políticas emancipatorias. En verdad, ese perfil se
dejaba entrever ya en formulaciones de algunos cientistas. Sin ir más lejos, el
mencionado texto de Sauvy se cerraba con una alusión intertextual al célebre panfleto
de la Revolución Francesa ¿Qué es el Tercer Estado?, del abate Sieyès, que
sugería un horizonte potencial de transformaciones radicales: «este Tercer
Mundo ignorado, explotado, despreciado como el Tercer Estado, quiere, también
él, llegar a ser algo». Posteriormente, la afirmación de los enfoques
dependentistas favorecería un espacio de conexión de las ciencias sociales con
los empleos decididamente políticos de la noción por parte de intelectuales,
líderes de Estados y la opinión pública más general, que sintonizaban –cuando
no expresaban directamente– el clima revolucionario de las décadas de 1960 y
1970. En definitiva, como supo advertir el historiador Arif Dirlik en un
incisivo ensayo, el Tercer Mundo como idea «resultó cautivante en cierta medida
por servir tanto a una conceptualización hegemónica del mundo como a las luchas
contra esa hegemonía».
Así, luego de unos años de tanteos y de progresiva
afirmación, el concepto se generalizó y experimentó una verdadera explosión
desde comienzos de los años 60. Un reconocido hito en ese proceso fue la
Conferencia de Bandung de 1955, en la que, aun sin el empleo de la nueva
noción, se congregaron importantes líderes de naciones asiáticas y africanas
para «celebrar la caída del colonialismo formal y prometerse medidas conjuntas
en la lucha contra las fuerzas del imperialismo». Pronto, figuras como Gamal
Abdel Nasser, desde Egipto, Jawaharlal Nehru, desde la India, o Mao Zedong,
desde China, asumieron la vanguardia de la avanzada tercermundista. El gobierno
chino, por ejemplo, desplegaría una insistente propaganda gráfica con motivos
relativos al Tercer Mundo. Toda esa trama reverberó en múltiples direcciones.
El movimiento afroamericano, por caso, se sintió interpelado por la nueva
configuración emergente. Una de sus máximas figuras, Malcolm x, viajó
repetidamente a países de la órbita tercermundista y, como otros miembros del
movimiento negro norteamericano, siguió con fascinación los avatares del
«Tercer Mundo musulmán». En América Latina, el concepto también se abrió
velozmente camino, impulsado por las vertientes nacional-desarrollistas, de un
lado, y marxistas revolucionarias, de otro (en buena medida, como efecto de la
Revolución Cubana), aun cuando fueron comunes zonas de préstamo y solapamiento
entre ambas. En revistas culturales y políticas directamente inspiradas por la
temática, en libros y colecciones editoriales, a través de un cine militante
«de liberación» o «Tercer Cine», gracias al concurso de un amplio espectro de
actores políticos o simplemente en la gran prensa, el Tercer Mundo ocupó una
porción sustantiva del debate público. A comienzos de 1966, la realización de
la Conferencia Tricontinental en La Habana, con asistencia de un gran número de
delegados de procedencias diversas y amplio impacto en la prensa, no haría sino
profundizar ese rumbo. Un año después, Ernesto «Che» Guevara lanzaba su
«Mensaje a la Tricontinental», en el que hacía su famoso llamado a la creación
de «dos, tres, muchos Vietnam». En suma, la referencia tercermundista se instaló
en casi todo el mundo y fue traducida a una miríada de lenguas y espacios
geográficos de todos los continentes, condensando una batería de imágenes tanto
sobre la miseria en la que se hallaban sumergidos los «condenados de la tierra»
–para usar el conocido sintagma del libro de Frantz Fanon– como sobre la larga
y en apariencia ineluctable marcha revolucionaria que emprendían en pos de su
redención social y política.
III. En el clásico ensayo en que presenta las categorías
de «espacio de experiencia» y «horizonte de expectativa», Koselleck establece
que en la Modernidad «las expectativas se han ido alejando cada vez más de las
experiencias hechas». Corroído tras la era de revoluciones, el peso de la
tradición y el ordenamiento repetitivo del tiempo, el futuro se ha visto más
liberado de pasado. «Cuanto menor sea el contenido de experiencia –afirma hacia
el final de ese texto–, tanto mayor será la expectativa que se deriva de él».
No obstante, ambas categorías metahistóricas, por definición, han tenido peso y
dejado su huella en todo momento o proceso histórico. En el caso del concepto
de «Tercer Mundo», y relativizando las anteriores afirmaciones de Koselleck, me
interesa postular que su centellante presencia en la segunda mitad del
siglo xx obedece, sobre todo en sus usos políticos, tanto a las
resplandecientes promesas de futuro que cargaba consigo como a los también
poderosos sedimentos de pasado que la alimentaban. A diferencia de Kalter y de
otros historiadores de la noción, no considero que la historia conceptual del
Tercer Mundo deba comenzar a contarse desde 1952. Por el contrario, creo que su
extraordinario éxito a partir de esa fecha se explica al menos en parte por un
amplio conjunto de procesos sociales y político-conceptuales previos. Aquello
que Eric Hobsbawm llamó «la era del Imperio», la etapa que se despliega entre
1870 y 1914, se encontró relativamente pronto frente a sus propios límites. Si
el reparto de Asia y África entre las grandes potencias que se consuma en el
periodo tenía en la tesis de los propósitos civilizadores y progresistas de la
empresa imperialista su principal argumento justificatorio, desde comienzos del
siglo xx tímidamente, y a partir de la Guerra del 14 de modo
desembozado, sobrevino una reacción que el historiador Michael Adas condensó
bajo la figura de un «asalto a la ideología de la misión civilizatoria». Ya
antes de la contienda bélica intelectuales de la India como Swami Vivekananda o
Rabindranath Tagore ponían en duda la correlación entre el progreso material
promovido por las potencias occidentales y sus beneficios culturales y
espirituales (de un modo análogo al uruguayo José Enrique Rodó en su
clásico Ariel), pero la guerra dio rotundo asidero a esa disociación al
tornar evidente que los adelantos científicos y tecnológicos en los que los
países imperialistas habían respaldado su superioridad habían conducido a una
hecatombe material y moral sin precedentes. Ese proceso, sostiene Adas, tuvo
como efecto «el primer intercambio genuinamente global (…) entre pensadores de
las Américas, Europa, África y Asia». Así, en el escenario de crisis
civilizatoria y reacomodamiento de las jerarquías culturales que se acelera con
la Gran Guerra, adviene una serie de mutaciones políticas y conceptuales. Ya en
1919, mientras el presidente norteamericano Woodrow Wilson –desde el teatro
global que eran las negociaciones de paz que se daban cita en Versalles–
consagra el principio de autodeterminación nacional, simultáneamente estallan
rebeliones anticoloniales en países como China, Egipto, Corea o la India (bajo
liderazgo de Gandhi). Ese conjunto de procesos trajo aparejada la creencia,
abonada desde distintos puntos del globo, de que se asistía a un «despertar de
Oriente».
Desde América Latina, la visualización de ese fenómeno
impulsó un quiebre en las representaciones geoculturales que resultaría
decisivo para el desarrollo futuro en la región de un discurso sobre el Tercer
Mundo. Favorecida por la expansión en los años 1920 de un imaginario
antiimperialista, comienza a ser frecuentada por la prensa y por una zona del
espacio intelectual la posibilidad de pensar un «nosotros» común que anudaría
al continente con las luchas anticoloniales emprendidas por movimientos de
países asiáticos y africanos. Ese tipo de fenómenos pudo refrendarse en el
periodo de entreguerras en la convivencia y los nexos establecidos en algunas
ciudades del mundo, ejemplarmente París, por jóvenes estudiantes e
intelectuales de América Latina, Asia y África; o, de modo más directo, en
encuentros como el Congreso Antiimperialista de Bruselas de 1927, señalado a
menudo como un antecedente directo de Bandung –por ejemplo por Prashad, quien
le dedica el primer capítulo de su libro–, que a diferencia del cónclave de
1955 contó con la asistencia de figuras no solo afroasiáticas sino también
latinoamericanas. Fue en definitiva en esos años de circulación internacional
de luchas y de dilatación de los prismas antiimperialistas cuando, al decir de
Hobsbawm, se afirma el lenguaje de la «liberación nacional» (con posterioridad
medular en las vertientes tercermundistas).
La noción de Tercer Mundo aún no había nacido, pero se
habían establecido ya lazos intelectuales, políticos y diplomáticos, así como
una cierta sensibilidad en la opinión pública, que reflejaban simpatías
tricontinentales. Un poco después, aun cuando el ascenso de los fascismos y la
posterior Segunda Guerra Mundial producen un realineamiento de las
solidaridades y un impasse en ese proceso (incluido el movimiento de
descolonización que ya se hallaba en marcha y que se reactiva decisivamente
solo luego de 1945), desde distintos puntos del planeta surgen perspectivas que
serán familiares al concepto, sobre todo en conexión con posiciones
nacionalistas y antiimperialistas que no comulgaban con el comunismo de raíz
soviética. Así, en la década de 1940, en Uruguay surge la corriente intelectual
que se hace conocida con el nombre de tercerismo, que se ubica a distancia
de ambos polos y que defiende una postura neutralista en la conflagración
bélica. También defensor de una estricta neutralidad en la guerra en Argentina
fue el influyente movimiento Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina
(forja), antecedente directo de la doctrina de la Tercera Posición desarrollada
por el peronismo desde mediados de los años 40. Y apenas unos años antes, desde
el otro extremo del mundo, Mao abogaba también por un socialismo de raíces
autóctonas que pudiera expresar una «tercera vía».
Todas esas formulaciones, cada una de ellas generadora de
ondas de irradiación de cierta importancia, anteceden al emplazamiento de la
Guerra Fría. En suma, al anunciarse en 1952 desde París –y ya no desde sitios
periféricos como Montevideo, Buenos Aires o Beijing–, el Tercer Mundo capturaba
un amplio conjunto de estratos de significación previos (desde fragmentos de
narrativas de opresión asociados a las experiencias coloniales hasta el
conjunto de alianzas reales e imaginarias que, a partir de comienzos del
siglo xx, se había ido afirmando en la denuncia y el combate de las
distintas expresiones del fenómeno imperialista). Así, el concepto enunciado
por Sauvy, que recogía en su seno una ya multidiversa malla de experiencias
sociales y una red conceptual previa que habría de informarlo –el imaginario
antiimperialista, la idea de un «despertar de Oriente», el principio de
autodeterminación nacional, la propia fuerza propulsora de los nacionalismos
revolucionarios, etc.–, emergía cargado poderosamente tanto de pasado como de
futuro, y sin dudas extraería de esa doble inscripción temporal su notable
fortaleza.
IV. Desde sus primeras insinuaciones, el Tercer Mundo se
vio atravesado por la tensión que anunciábamos en la introducción de este
ensayo: la que se puso de manifiesto por la convivencia en su seno de una
dimensión global universalista, y otra anclada a realidades y anhelos
nacionales particulares. Durante un periodo, en su fase de apogeo, ambos polos
parecieron coexistir en armonía y hasta en cierta medida retroalimentarse
virtuosamente. Pero ante el eclipse del ciclo revolucionario mundial que lo
había tenido como uno de sus conceptos claves y el privilegio de las
perspectivas nacionalistas de los países que se habían ubicado en su interior,
el Tercer Mundo comenzó a perder rápidamente gravitación. Esta tensión
nacional/global que soportaría la noción se evidenció muy tempranamente, ya en
los años 1920. Para ilustrarla, referiré a un episodio de esa década que
ilustra su carácter contradictorio y que llamaré el «dilema de Rolland».
Como es sabido, Romain Rolland fue un escritor muy
popular y uno de los intelectuales de mayor renombre internacional durante el
periodo de entreguerras. La fama que había adquirido en sede literaria ya a
comienzos del siglo xx –sobre todo, con la publicación de los
sucesivos tomos de su monumental novela Jean-Cristophe– escaló a niveles
planetarios a partir de la guerra, cuando se transformó en el intelectual
emblema de las posiciones pacifistas y antinacionalistas que denunciaban la
gran conflagración. Consagrado por su amigo, el también muy afamado escritor
austríaco Stefan Zweig, como la «conciencia moral de Europa», Rolland fue en la
inmediata posguerra el arquitecto de la «Declaración de la independencia del
Espíritu» que nucleó casi 1.000 firmas de celebridades literarias y científicas
de una miríada de países que se comprometían a trabajar por la fraternidad
internacional. Su encendido universalismo se tradujo en esos años en vínculos
epistolares con intelectuales de todo el globo, de América Latina a China y la
India. En particular, por este último país profesará una singular admiración,
que se expresará en numerosos textos del periodo. Según escribía en uno de
ellos, reproducido por la revista Valoraciones de la ciudad de La
Plata, «mientras en Occidente una fuerte y fría lógica separa lo no semejante
(…) la India, teniendo en cuenta las diferencias de los seres y los
pensamientos, trata de combinarlos entre sí para restablecer en su plenitud la
total Unidad». A juicio de Rolland, las corrientes espiritualistas provenientes
de Oriente, y sobre todo del país peninsular, estaban destinadas a alimentar
decisivamente la nueva ética idealista que debía imponerse para regenerar el
planeta y salvarlo de los enconos nacionales y culturales que ya amenazaban con
hacer desbarrancar de nuevo a Europa y al mundo entero.En ese contexto, en
agosto de 1922, Rolland fue invitado a prologar una compilación de escritos de
Gandhi, quien como líder del movimiento anticolonialista indio que había
cobrado vigor desde 1919 apenas comenzaba a ser conocido en Occidente. La
respuesta que el escritor francés da al editor de la ciudad de Madras, y que
reproduce puntualmente en su diario, deja ver las perplejidades que la
solicitud le había generado:
Admiro profundamente a Mahatma Gandhi, pero no creo poder
escribir la introducción que usted me pide. En efecto, con todo el respeto que
debo a ese gran hombre, difiero un poco en ideas con él sobre ciertos puntos.
En la medida en que puedo comprenderlo, de acuerdo con los extractos de su obra
que usted me ha comunicado, es menos un internacionalista (como soy yo) que un
nacionalista idealista. Veo en él el tipo más alto, el más puro del
nacionalismo espiritualizado; tipo único hoy en día, y que habría que ofrecer
como modelo a los nacionalismos egoístas y materializados de la Europa actual.
Cuento con hacerlo, algún día, en un artículo de revista europea; pero no
podría hacerlo en una introducción al volumen, porque ahí no estaría tan libre
para discutirlo y señalar en qué me aparto de él (…) Excúseme, pues, si declino
el honor de poner un prefacio al volumen de Mahatma Gandhi.
En su respuesta, Rolland añadía que precisamente porque
tenía por el líder de la India «tan alta estima», no quería pronunciarse sobre
él «sino después de haberlo estudiado maduramente». ¿Qué posición resultaría
predominante en sus juicios sobre Gandhi? ¿Llamarían más su atención los
acentos nacionalistas y retardatarios que observaba en el Mahatma, o a pesar de
esos rasgos terminaría asociándolo al «mensaje de la India», que tenía su
máximo exponente en su amigo Rabindranath Tagore, quien, como él, se proponía
como puente de fraternidad idealista entre Oriente y Occidente? Preso de esas
cavilaciones, Rolland se entrega a una meditada inspección de la trayectoria y las
orientaciones de Gandhi en el invierno europeo de 1922-1923. Finalmente, ese
mismo año acabaría por componer una biografía del hombre «que ha sublevado a
300 millones de hombres, quebrantado al Imperio Británico, e inaugurado en la
política humana el movimiento más poderoso de hace 2.000 años»; un libro que,
traducido de inmediato a numerosas lenguas y convertido en best seller global,
contribuiría decisivamente a instalar al héroe hindú como celebridad
planetaria.Traje a colación estos hechos simplemente para mostrar cómo, en el
dilema en que se ve enfrascado Rolland en relación con la figura de Gandhi, se
condensa la ambivalencia principal que signaría el derrotero del Tercer Mundo.
Al escritor francés, el referente de la India se le presentaba como un formidable
soplo vital en la reconstrucción del teatro de escombros dejado por la guerra,
una fuerza espiritual que abonaba las posibilidades de regeneración universal;
y, a un tiempo, como una variante estilizada de los nacionalismos
particularistas por los que manifestaba franco repudio. Esa tensión inicial se
proyectaría y desarrollaría en la etapa de auge del Tercer Mundo, en la que
ambos polos coinciden. Nasser, Kwame Nkrumah, Sukarno, Fidel Castro, Mao, Tito,
Nehru, etc., eran los nombres que sintetizaban procesos vigorosos de liberación
nacional. Pero, al mismo tiempo, en numerosas declaraciones y en los lazos de
solidaridad e instancias organizativas que propiciaban, esa dimensión
particular era continuamente rebasada. Cada triunfo singular se proyectaba
internacionalmente y resonaba en todo el globo como una confirmación del rumbo
emancipatorio universal que el movimiento tercermundista portaba consigo. Al
fin y al cabo, la propia referencia a los «condenados de la tierra» (Les damnés
de la terre) del título del libro de Fanon surgía de una de las frases
iniciales de La Internacional, himno de los oprimidos del mundo en camino
mancomunado a su redención. Y la propia ola de insubordinación global del 68
tendría en las luchas del Tercer Mundo uno de sus principales carburantes
emocionales.
No obstante, los procesos de descolonización y los
movimientos de liberación nacional asociados al ciclo tercermundista se vieron
impelidos, por la propia vertiente soberanista-desarrollista que los
propulsaba, a desplegar narrativas y formas de construcción política que cada
vez más depositaron sus principales energías en la erección o el
fortalecimiento de Estados-nación independientes y particulares. Como señalara
el historiador Prasenjit Duara,
los ideales de igualitarismo, humanitarismo (o
universalismo) y los valores morales y espirituales representados por los
pilares mellizos del discurso del socialismo y la civilización estuvieron
frecuentemente en tensión con los programas de formación de naciones que las
sociedades descolonizadas debían inevitablemente asumir (…) La maximización del
territorio y la homogeneización de la población fueron vistas como condiciones
necesarias para Estados-nación fuertes capaces de movilizar sus recursos
naturales y su población para fines de competición global.Así, la lógica
nacional que primó cada vez más en los movimientos tercermundistas tendió a
galvanizar diferencias internas, subordinando a su mando –a menudo de modo
autoritario– a grupos étnicos y sociales heterogéneos. Como señala Prashad, fue
también común que los núcleos dirigentes de los países emergentes se
enquistaran en sus respectivos Estados, dieran la espalda a las demandas de las
clases populares, y «comenzaran a verse a sí mismos como elites, y no como
parte del proyecto [tercermundista]». El itinerario político de muchos líderes
identificados inicialmente con el Tercer Mundo es a ese respecto ilustrativo.
Todavía más: desinflado el horizonte revolucionario que las aunaba, debilitadas
las conexiones y solidaridades transnacionales que las enlazaban, las
relaciones internacionales de muchas naciones asiáticas y africanas se
enfriaron y hasta algunas de ellas se vieron involucradas en contiendas bélicas
que las enfrentaron entre sí. Benedict Anderson señalaba al inicio de su
clásico libro Comunidades imaginadas, escrito a comienzos de la década de
1980, que «las guerras recientes entre Vietnam, Camboya y China (…) tienen una
importancia histórica mundial porque son las primeras que ocurren entre
regímenes de independencia y credenciales revolucionarias innegables». Esos
conflictos armados, reafirmaba en el prólogo a la segunda edición casi diez
años después, «fueron el motivo directo del texto original de Comunidades
imaginadas». La primacía sin residuo de la lógica del nacionalismo, capaz de
transformar en enemigos a quienes hasta la víspera despertaban sentimientos de
fraternidad –y de impulsar por ello un estudio tan influyente sobre su
naturaleza como el de Anderson–, anunciaba el crepúsculo del ciclo
tercermundista.
V. Recapitulemos y concluyamos. Hemos argumentado que, a
diferencia de las visiones que reconstruyen la historia del concepto de Tercer
Mundo desde su emergencia en 1952, como efecto directo del escenario modelado
por la Guerra Fría, una perspectiva que se proponga explicar su marcha
victoriosa y proliferante debe reparar en una serie de procesos políticos y
conceptuales que precedieron a su momento estricto de aparición. Asimismo, y
contra lo que se desprende del trabajo de Kalter, el triunfo global de la noción
debe considerarse a la luz de sus orígenes policéntricos –aquellos que remitían
a trazos previos producidos desde locaciones tan distantes como China o el
Uruguay–, que inadvertidamente favorecieron el éxito de la operación de 1952.
En todo caso, el hecho de que la sanción del concepto haya tenido lugar en
París corrobora el grado en que esa ciudad continuaba siendo, a mediados del
siglo xx, la capital intelectual del mundo. Este argumento no pretende que
la idea de Tercer Mundo fuera apenas una actualización sintética de todos y
cada uno de los componentes que se le adhirieron; los contextos de enunciación
de la Guerra Fría y del auge del desarrollismo le añadieron indudablemente
valor agregado y acentos específicos que contribuyeron a su notable performance.
Tampoco se quiere aquí obliterar la eficacia performativa específica que tuvo
su propio nombre como novedad terminológica que evocaba, a la vez que producía,
una miríada de efectos de sentido en un amplísimo abanico de situaciones
discursivas. De lo que se trató simplemente fue de reponer las condiciones
genealógicas que contribuyeron a explicar el renombre que alcanzó el concepto y
de apuntar a ampliar la mirada hacia momentos previos y geografías distantes
que colaboraron también en su instalación a escala global.
De otro lado, nos ha interesado aislar la ambivalencia
principal contenida en el Tercer Mundo, entre sus aperturas universalistas y
sus derivas nacional-particularistas. Kalter establece los factores que
apuntalaron el declive del concepto desde mediados de la década de 1970 en
adelante: en primer lugar, el reconocimiento de la suerte sumamente dispar de
los países que solían ser agrupados bajo su etiqueta, que pudieron tanto
evidenciar un sostenido crecimiento (como los «tigres asiáticos»), como, por
contraste, permanecer sumidos en cuadros de miseria inapelable; en segundo, y
en una misma dirección, el señalamiento de las rigideces que su empleo
presuponía, al ignorar la multiplicidad de escenarios que rebasaban esquemas
macrorregionales simplistas y que incluían profundas divergencias dentro de
naciones o incluso de ciudades (el conocido fenómeno de zonas o enclaves
«primermundistas» en el Tercer Mundo, y viceversa); finalmente, el
desplazamiento y la dislocación del modelo de los tres mundos que trajo consigo
desde la década de 1990 el discurso de la globalización, una problemática
distintiva que conllevó nuevos debates económicos, geopolíticos y culturales
sobre lo uno y lo múltiple, sobre procesos de homogeneización y
heterogeneidades, sobre el mundo y sus equilibrios de poder. Pero estas facetas
se vinculan sobre todo al paulatino descrédito del concepto en el ámbito de las
ciencias sociales y en sus prolongaciones en la opinión pública. Desde el
ángulo de sus usos políticos –los más refulgentes de su época de apogeo–,
interesa subrayar aquí que la razón principal del ocaso del Tercer Mundo fue la
mencionada afirmación de los particularismos que se cobijaban en su seno a
expensas de su potencial emancipatorio universal.
Digamos para finalizar que, no obstante ese conjunto de
procesos reveladores de su declinación, las alusiones al Tercer Mundo no
desaparecieron en las últimas décadas (no lo hicieron tampoco luego de la
crisis del «segundo mundo» comunista posterior a 1989, un dato que según
advierte Dirlik confirma la relativa autonomía del concepto de los esquemas
tripartitos de la Guerra Fría). Una sensibilidad deudora del tercermundismo
afloró incluso de manera sorpresiva en tiempo reciente como respuesta
tenuemente justificatoria de célebres atentados del terrorismo islámico sobre
símbolos de Occidente –como ocurrió con los ataques a las Torres Gemelas de
Nueva York y, sobre todo, a la revista parisina Charlie Hebdo–. Pero esas
mismas expresiones de una porción de la opinión pública muestran el
desfondamiento de los imaginarios tercermundistas, que muy lejos ya de
articular un proyecto de redención social planetaria, emergen de modo
espasmódico y reactivo como una herencia apenas residual.
Nota: una versión ligeramente distinta de este ensayo se
publicó en la sección «Futuros del pasado» del volumen compilado por Andrés
Kozel, Martín Bergel y Valeria Llobet: Futuro: miradas desde las
humanidades (UNSAM Edita, Buenos Aires, 2019). El autor agradece la
lectura y los comentarios de Michael Goebel.
Nuso.org
14 de Diciembre del 2019
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