La libertad de Lula no solo tiene efectos directos para
la izquierda y el progresismo de Brasil. También afecta claramente a un
bolsonarismo que sufre fuertes disputas y crisis internas. Aunque la Justicia acaba
de ratificar la condena al ex mandatario, Lula todavía sigue en libertad. Sus
movimientos políticos están enviando mensajes claros a la ciudadanía brasileña.
Luiz Inácio Lula da Silva es un personaje singular. Se
abrió camino entre las filas del sindicalismo oficial durante la dictadura
militar para emerger, a fines de la década de 1970, como el hombre que supo
reinsertar al movimiento obrero entre los protagonistas de la política
brasileña. Se negó a liderar la oposición burguesa en la transición democrática
y fundó su propio partido, con el que al mismo tiempo se apartó de los esquemas
típicos de las izquierdas para beber directamente de la experiencia de los
trabajadores. Adaptándose al juego político tradicional, buscó activamente una
política de conciliación que permitiera hacer frente a las necesidades de la
población pobre sin encarnar una amenaza a los privilegios de la clase
dominante. Víctima de la mayor campaña de persecución mediática, policial y
judicial en la historia de Brasil, mantuvo alta su popularidad y fue necesario
que lo condenaran y encarcelaran, tras un proceso probadamente fraudulento y a
contrapelo de la Constitución, para que no pudiera capitanear una victoria de
la centroizquierda en las elecciones presidenciales de 2018 y, por esa vía,
poner en jaque el proyecto instalado tras el golpe de 2016.
Así las cosas, es normal que su liberación después de
haber pasado 580 días en la cárcel haya causado un profundo impacto en la
coyuntura política brasileña. Respecto de esto, voy a analizar brevemente tres
dimensiones.
El significado de la decisión del Supremo Tribunal
Federal (STF)
La liberación de Lula fue propiciada por una decisión
judicial que restableció la vigencia del artículo 5º de la Constitución
Federal. De acuerdo con algunas lecturas, tal liberación pasó a ser un
desenlace previsible desde el momento en que ya estaba logrado el objetivo
principal de la puesta en prisión (retirar al ex-presidente de la contienda
electoral de 2018). Sin embargo, el hecho de que pasaran más de diez meses
entre la asunción del nuevo gobierno y la decisión del STF de liberar a Lula
–decisión a la que se arribó, por lo demás, tras una votación muy disputada–,
demuestra que tal desenlace no era del todo obvio. El episodio más bien
revelaría una fractura en las fuerzas que se unieron en 2016 para asestar el
golpe que destituyó de su cargo a la presidenta Dilma Rousseff, ello en la
medida en que tales fuerzas podrían estar parcialmente representadas entre los
ministros del STF. Existen, entre estos magistrados, zonas de consenso o cuasi
consenso: en general se oponen a las iniciativas iliberales del gobierno de
Jair Bolsonaro en terrenos como la libertad de expresión o los derechos de las
minorías sexuales, al tiempo que tienden a respaldarlo en lo tocante al recorte
de derechos para la clase trabajadora y la extranjerización de la economía.
Pero hay divergencias internas respecto de la continuidad del punitivismo
estatal y la criminalización de la izquierda política. Están, en otras
palabras, quienes abogan por apuntalar el orden autoritario regido por la
Constitución de 1988 y quienes, por el contrario, proponen una revisión. La
liberación de Lula estaría mostrando que actualmente en el STF se conformó una
mayoría favorable a la revisión.
La reacción de la derecha política
La puesta en libertad de Lula se da en un momento de
fuertes disputas internas dentro de la derecha triunfante. En un gesto inédito
para un presidente de la República, Bolsonaro se desafilió de su propio
partido, rompió con sus líneas directivas y con el grueso de su bancada en el
Congreso y pasó a dirigir sus esfuerzos hacia la creación de una nueva
organización en la cual el rasgo esencial ha de ser la lealtad personal a su
rol de líder. Hay una pelea por el liderazgo de la extrema derecha entre
Bolsonaro y los sectores que se habían unido a él de cara a las elecciones
pasadas. Y hay una tensión creciente con los sectores de la derecha menos
radicalizada, la cual, después de ver a sus candidatos derrotados en primera
vuelta en 2018, prefirió apoyar a Bolsonaro antes que reabrir negociaciones con
el Partido de los Trabajadores (PT), pero hoy desea marcar distancia respecto
de las actitudes más ostensiblemente autoritarias e insensatas del actual
gobierno.
Bolsonaro y sus competidores de ultraderecha se pelean
por la apropiación de la postura anti-Lula, es decir, cada uno de ellos quiere
presentarse como la única esperanza para salvar al país del retorno del PT al
poder.
La derecha más moderada hoy vuelve a invertir en un discurso de
superación de la «polarización» (una polarización bastante asimétrica, puesto
que Lula representa a una izquierda muy cercana al centro), pese a que con ese
discurso fracasaron en las elecciones de 2018. El dato más relevante, de todos
modos, es que la decisión del STF obliga a los grupos conservadores, ya sean
radicales o moderados, a repensar su confianza en aquel discurso criminalizador
de la izquierda esgrimido desde los días de preparación del golpe de 2016. Hoy
cabe incluso la posibilidad de que se anulen los cargos contra Lula: la
parcialidad de los jueces, siempre denunciada por la defensa, ha quedado
ampliamente probada con la exposición de mensajes cruzados entre ellos y el
grupo de tareas del Ministerio Público Federal. Una derrota contundente del
punitivismo selectivo obligará a la derecha brasileña a recalcular sus movimientos.
La reacción en la izquierda
Desde el tiempo en que se tramó la destitución de la
presidenta Rousseff, Lula dejó en claro su ambición de relanzar el compromiso
que en 2002 les permitió llegar al poder a él y al PT. Incluso estando preso,
mostró esa misma voluntad desde el momento en que se le permitió recibir a los
medios de prensa. El «lulismo», como suele denominarse ese proyecto, ajusta los
intereses de los grupos privilegiados –tanto de la élite política corrupta como
de los banqueros y empresarios– para permitir la adopción de políticas
compensatorias en favor de los más pobres. Pero no parece ser nada fácil que
pueda reeditarse ese proyecto, ya que el sentido del golpe de 2016, de la
persecución contra el propio Lula y de la inclinación algo sorprendente de la
derecha moderada en favor de Bolsonaro en 2018 fue impedir el reconocimiento
del campo popular como interlocutor legítimo dentro del debate político. Eso
hace, por lo tanto, que no haya interés en volver a negociar con el PT.
Desde su liberación, Lula viene haciendo movimientos
ambiguos. Por un lado, envía emisarios a entablar conversaciones con los
líderes de la derecha tradicional como el presidente de la Cámara de Diputados,
Rodrigo Maia. Por ese camino, las políticas de reducción del Estado, venta de
recursos públicos y recorte de derechos sociales, que constituyeron el programa
de gobierno de quienes derrocaron a Rousseff, permanecerían (casi) intactas. El
objetivo sería restaurar las instituciones del Estado democrático de derecho y volver
al gobierno en las elecciones de 2022 sobre la base de una nueva coalición más
amplia, pero con un horizonte de transformación social más reducido. Por otro
lado, y en lo que toca a la militancia, Lula ha orientado sus críticas al costo
social de las medidas tomadas por Bolsonaro y ha convocado a que Brasil siga el
ejemplo de Chile, esto es, a que la gente salga a las calles en manifestaciones
masivas y continuas. Pero son pocos los analistas que creen que esta veta de
Lula –tan cercana al líder sindical que fue hace cuatro décadas– sea la que
acabe prevaleciendo.
Para los líderes de los partidos de centroizquierda
rivales del PT, la libertad de Lula significa una reducción significativa de
sus espacios políticos. Para los que están a la izquierda del PT, sigue siendo
grande el desafío de encontrar un camino propio. El golpe que derrocó a
Rousseff y la persecución de Lula y otros líderes petistas impusieron la
necesidad de solidarizarse con el PT y poner en segundo plano las críticas que
hasta entonces le hacían. Ahora, con el ex-presidente libre pero aún en el
centro de los ataques constantes de la extrema derecha, a la izquierda más
distante respecto del PT se le hace necesario un gran esfuerzo a fin de
encauzar un discurso que sea capaz de defender los derechos políticos de Lula y
el PT manteniendo una distancia clara frente a sus estrategias. Para las
elecciones de 2018 ese esfuerzo fracasó: el principal candidato a la izquierda
del PT, Guilherme Boulos, hizo de la libertad de Lula una de las principales
banderas de su campaña, pero terminó obteniendo menos de 1% de los votos.
Traducción: Cristian De Nápoli
Nuso. Org
14 de Diciembre del 2019
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