A
continuación podrá leer el prólogo del nuevo libro de César Miguel
Rondón, País de salida, escrito por Alberto
Barrera Tyzska. Los derechos de este fragmento de la obra publicada recientemente
han sido cedidos amablemente por el sello editorial.
Desde hace muchos años, en Venezuela,
oímos los periódicos. Se trata de una experiencia de lectura diferente. Es una
forma de leer con otro, desde la mirada y desde la voz de otro. Todas las
mañanas, César Miguel Rondón se transforma en una experiencia colectiva, en el
espacio donde todos tratamos de conocer, de entender y de dialogar, con ese enigma
veloz que son las noticias.
Esta imagen me acompaña desde hace
tiempo: todavía no son las siete de la mañana y estoy atrapado en algún punto
de la autopista, rumbo al centro de Caracas. La cola apenas se mueve mientras,
en la radio, César Miguel Rondón da vuelta a una hoja del algún diario y lee
con calma las insólitas declaraciones de un alto funcionario del gobierno.
Es una lectura casi neutra. Como si
sólo quisiera retratar, de la manera más objetiva posible, un suceso de la
realidad. Hasta que llega al punto final. Y, entonces, aparece un breve
silencio. Es lo que yo llamo “la pausa Rondón”. Tres puntos suspensivos que
flotan sobre la ciudad.
Un silencio que suena. Y después: un
diminuto “bueno”, que estira alguna vocal y deja colgado un suspiro. Es el
instante donde toda la audiencia, como un extraordinario e inmenso coro, sólo
está esperando una frase, una expresión que administra la ironía: “¡Así las
cosas!”.
Creo que en esas pausas compartidas,
en esos silencios exasperados, en las frases diminutas que expresan sorpresa o
indignación, nace la primera complicidad que luego termina tomando una nueva
forma en los editoriales que César Miguel Rondón desarrolla en la sección “la
noticia del día” de su programa. Esos comentarios, por suerte, ahora son también
un libro escrito, un registro del deterioro de todos estos años, otra biografía
inevitable del país.
Entre 1918 y 1919, Ivan Bunin –el primer escritor ruso que recibió el
Premio Nobel– llevó un diario donde intentaba registrar el desgarrado y
enloquecido día a día de la revolución rusa. Sus páginas ofrecen el retrato de
un país sometido a un nuevo ejercicio de poder, que resulta para nosotros
de una vigencia aterradora. Leyendo las crónicas de País de salida ha sido imposible no recordar, más
de una vez, las anotaciones de Bunin. En la introducción a su libro, César
Miguel Rondón señala cómo durante estos años el gobierno de Maduro ha intentado
con más fuerza imponer su hegemonía comunicacional y controlar la información.
“Registrar el día a día –escribe Rondón– se hizo difícil en un país donde el
principal objetivo del gobierno era y es ocultar y trampear la verdad”. Con
casi un siglo de distancia, desde Moscú, denuncia Bunin: “hay tanta mentira que
uno podría ahogarse en ella”.
No es casual establecer la relación
que el libro de César Miguel Rondón puede tener con un diario personal. Esto no
es una antología de piezas de opinión. No estamos ante un simple catálogo de
comentarios sobre una realidad. Aquí hay una voz que se construye diariamente
como personaje, como testigo y cronista. Al narrar, apegándose a un calendario,
la historia de pronto se transforma en un relato, en un relato personal.
Uno de los procedimientos esenciales
del dominio hegemónico de las comunicaciones tiene que ver con la estandarización
del discurso informativo. Las noticias son devoradas por la retórica oficial y
terminan pronunciándose siempre de la misma manera, con las mismas
declaraciones, reiterando los mismos argumentos. Es una fórmula que distribuye
consignas y anula preguntas. El énfasis multiplicado del poder sólo desea
suspender la voz individual. En este contexto, un diario siempre es un peligro.
Recordar es una forma de resistir.
Frente al manejo de la realidad como un espectáculo, como un interminable show
donde permanentemente hay atentados sin consecuencias y convocatorias a marchar
contra enemigos invisibles, la memoria de lo concreto se vuelve incómoda y
difícil. ¿Quién recuerda ahora los 51 decretos que firmó en Cuba Nicolás Maduro
en su primer viaje internacional, cuando todavía no había cumplido 1 mes como
Presidente electo? ¿Acaso ya olvidamos que, en agosto del 2013, se denunció que
Guyana había otorgado una concesión petrolera sin consultarle nada nuestro
país? ¿Qué pasó, día a día, en febrero del año pasado? ¿Qué dijo el gobierno
ante el asesinato de Eliézer Otaiza? ¿Qué se descubrió después? ¿Alguien
recuerda las declaraciones de Rafael Ramírez y Nelson Merentes, cuando ellos
dos supuestamente iban a salvar la economía?… Escribir es ordenar.
Y estas páginas tratan de fijar en el
tiempo un orden, intentan contar un país que a veces parece deshacerse;
organizan también –según asegura el optimismo de Rondón– un testamento:
“Soy apenas un cronista de mi tiempo
y me limito a testificar los hechos que he vivido.
Y estos me dicen, a las claras y sin
mayor margen a dudas, que hay ante nosotros un iclo fatigado, agotado en sus
propias promesas y expectativas, que ya está pidiendo orilla antes de
ahogarse”.
Kafka fue fiel y persistente a la
hora de escribir su diario: “debo mantenerme aferrado a él porque no puedo
aferrarme a otra cosa”, decía. Una confesión parecida también se cuela en las
breves crónicas de este libro. Detrás de cada noticia, entre las palabras de
cada comentario, también hay un registro exacto de la respiración íntima de
César Miguel Rondón. De esa respiración y de esa voz que, mañana a mañana,
trata de hacer visible la complejidad de todos estos años. Aquí hay una
historia de nuestra paciencia, un relato personal de la indignación ciudadana.
Creo que, en el fondo, este es un gran libro en contra de la locura. Nos
aferramos a las palabras que nos quedan, a la lectura compartida de las
noticias, como una forma de defender el sentido común, como una manera de
mantener nuestra identidad frente al delirio.
Prodavinci | 1 de diciembre, 2015
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