En su estupenda Autobiografía, Bertrand Russell relata
que en una ocasión diseñó un test que aplicó a numerosas
personas, a objeto de descubrir si eran o no pesimistas. La principal
interrogante fue: “Si tuviese usted el poder de destruir el mundo, ¿cómo lo
haría?” Formuló la pregunta a su amigo y colega de la Universidad de Cambridge,
Bob Trevelyan, en presencia de su esposa e hijos, y Trevelyan respondió: “¿De
qué hablas? ¿Destruir mi biblioteca? ¡Eso jamás!”
Ciertamente, para un académico la
biblioteca personal constituye un tesoro singular. Entre los hallazgos que debo
a la mía se cuentan el sentido y título de esta conferencia. La he llamado De la desmesura a la normalidad, y si
bien confío que el significado de la designación se esclarecerá a medida que
avance, deseo referirles cómo di el primer paso.
Al recibir la honrosa encomienda que me
hicieron los colegas organizadores del Simposio, acudí a mi biblioteca y empecé
a consultarla al azar, como una especie de navegante que busca algún rastro que
indique el rumbo a seguir. Y como casi siempre me ha ocurrido a lo largo de los
años, los ojos se posaron sobre un libro que alguna vez adquirí pero aún no
había leído. Un delgado volumen que recoge dos textos extraordinarios. Su
título es La guerra
y la Ilíada.[1]
Durante los primeros meses de la
Segunda Guerra Mundial, dos destacadas intelectuales francesas de origen judío,
Simone Weil y Rachel Bespaloff, sin estar conscientes de la coincidencia en sus
propósitos, recurrieron al poema de Homero y su dramática historia para
comprender mejor su propio tiempo y los retos que les imponía.
Los ensayos que escribieron sobre La Ilíada me inspiraron a imitarlas, salvando
las necesarias distancias de tiempo, espacio y condición. Volví a algunas de
las fuentes de nuestra cultura para nutrirme de su legado e inducirles a
ayudarme en la tarea asignada; es decir, la tarea de presentar ante ustedes, en
estos momentos desafiantes para nuestra sociedad y sus Universidades, una
reflexión que contribuya a entender, y a entendernos, mejor.
Razón tuvo el poeta francés Paul Valéry
cuando afirmó que los pilares de la civilización occidental son la filosofía y
la libertad griega, el derecho romano y la fe cristiana. Todavía hoy, en
nuestro país tan sacudido por la crispación del debate público y la incesante y
agotadora pugna política, esas raíces culturales son reclamadas y utilizadas
por factores fundamentales de la controversia nacional.
Unos intentan sumar la figura de
Jesucristo y el cristianismo a sus esfuerzos ideológicos, proclamándoles
socialistas y manipulándoles con fines políticos. Marx es mencionado con
frecuencia, aunque quienes le citan quizás olvidan que las mejores páginas del
autor de El
Capital son
seguramente aquéllas, de otra obra, en las que se refiere a la insuperable frescura
y dignidad del arte de la Grecia clásica.
¿Y acaso me equivoco cuando creo
escuchar débilmente en ciertos contenidos de nuestras diarias confrontaciones,
los menguados ecos de disputas conceptuales que Cicerón esbozó en sus tratados,
discursos y cartas? Esas polémicas de los tiempos de decadencia de la República
romana acerca del Estado, la soberanía, la tiranía, la corrupción política y la
virtud ciudadana, siguen vigentes y forman parte esencial de la lucha del ser
humano por su libertad.
El ejercicio intelectual de regresar a
la épica homérica y la tragedia ática me aclaró el acierto de Weil y Bespaloff.
Para comprender los tumultos de su tiempo, ellas acudieron a fuentes de
imperecederas enseñanzas acerca de la condición humana y sus empeños
históricos. He procurado hacer lo mismo.
¿Y qué me han dicho esos textos
clásicos? ¿De qué modo han contribuido a guiarme para responder a la exigencia
de una Conferencia Magistral, dirigida a los participantes de un Simposio de
Ciencia Política en la Venezuela actual?
Weil y Bespaloff focalizaron su
atención sobre el tema de la guerra, como es comprensible en vista del momento
en que escribieron sus ensayos. Mi interés es otro. Quiero destacar el sentido
de lo humano, de nuestras limitaciones y posibilidades, expuesto en los poemas
homéricos y en la tragedia ática. Deseo abordar el tema de la desmesura en
nuestras acciones, e iluminar posteriormente a través del mismo nuestra
situación nacional.
La desmesura o pecado de orgullo, que
los griegos denominabanhubris, consiste en creerse más que
humanos, en desconocer y traspasar imprudentemente los límites de nuestra
condición olvidando su insuperable finitud. Tal desmesura incluye el desdén
hacia los costos que nuestra pérdida del sentido de las proporciones puede
acarrear a otros, en términos de angustia, dolor y desencanto.
La propensión a la desmesura es,
paradójicamente, un rasgo frecuente de lo humano cuando anhelamos el poder,
pero su castigo es inexorable.
La incomparable maestría de Homero pone
de manifiesto ese rasgo en diversos personajes y situaciones, pero en lo que
concierte a la Ilíadame
han llamado la atención dos figuras que se encuentran entre las más conocidas
del poema, pues Homero patentiza en ellas que la desmesura puede, en ocasiones,
dar paso a una reconciliación con nuestros límites. Me refiero a Helena y
Aquiles.
Homero no es complaciente hacia Helena,
pero nos indica que la hermosa mujer, en apariencia causa principal de una
guerra atroz que destruye la ciudad de Troya, alcanza a entender el impacto y
significado que para otros ha tenido su inicial infidelidad, así como los daños
morales y materiales que la misma ha generado. Helena llega a sentirse
responsable de sus acciones, a diferencia de los dioses de la épica que no
experimentan igual sentimiento de responsabilidad hacia las víctimas humanas de
sus intrigas y ambiciones.
Helena no es abandonada por Homero en
un limbo de incertidumbre; el personaje conquista la capacidad de ubicarse como
uno más entre los mortales, de identificar lo humano en su propio ser, de
sentir remordimiento y recobrar la conciencia acerca del sentido de los límites
de nuestra condición. Así lo manifiesta Helena a Héctor, un personaje que por
muchas razones despierta nuestra más honda admiración y al que Helena respeta
por su coraje y lealtad.[2]
En el punto del poema en que Helena
escapa de la cárcel de su hubriso
pecado de orgullo, hace su aparición Aquiles. El poeta nos ha explicado en los
primeros versos cuál es el tema básico: la cólera de Aquiles, la ira de este
héroe aqueo que le atrapa también en una prisión de orgullo y desmesura, hasta
que el curso de los eventos le hace retornar a un ámbito de reconciliación con
su realidad humana.
Resulta largo y penoso el sendero de
Aquiles hacia la reconciliación con su humanidad finita y la de los otros, y el
episodio decisivo nos conmueve. Priamo, Rey de Troya, llega en secreto a la
tienda del héroe aqueo a solicitarle que le retorne el cadáver de Héctor, su
hijo favorito muerto en combate a manos de Aquiles. Este último, hasta entonces
prisionero de su orgullo, acepta la súplica de un padre que despierta su piedad
y le conduce, paso a paso, a aceptar su humanidad y limitaciones.
En su otro gran poema Homero
reconstruye el camino hacia lo verdaderamente humano de Ulises, mostrando de
qué forma este personaje, al tiempo que regresa a su tierra y su hogar avanza
también por la senda del conocimiento de aquello que es fundamental para la
vida. Dicho conocimiento es la reverencia hacia lo sagrado, que en el mundo
homérico, en especial en la Odisea,
no es otra cosa que lo que merece respeto en sí mismo, más allá de nuestros
cálculos y ambiciones. La sabiduría que Ulises alcanza en el transcurso de sus
afanes consiste en distinguir entre lo sagrado y lo profano, y entender que
existen límites ante los que debe detenerse la voluntad de poder.
El poema comienza relatándonos que
antes de abandonar Troya y acometer su periplo de vuelta, Ulises ha arrasado el
alcázar sagrado de la ciudad. Homero advierte que a pesar de esta acción Ulises
se salvará a sí mismo, pero no logrará salvar a sus compañeros. La historia que
sigue explica ese desenlace, que consiste en la conquista de la debida
reverencia hacia lo sagrado de parte de Ulises y la profanación de los límites
por parte de sus hombres. Estos últimos, en un episodio central, desobedecen
las explícitas advertencias de los dioses y del propio Ulises y violan la
prohibición de tocar el ganado sagrado del dios Helios.
Homero explica que a pesar de que en
apariencia los compañeros de Ulises actúan como lo hacen por motivos
comprensibles, como su necesidad de alimento, su conducta es insensata pues
colocan en un mismo plano lo sagrado y lo profano y toman decisiones en función
de un cálculo pragmático, sin reparar en que lo sagrado reclama reverencia.
Ulises, por otra parte, no solamente se contiene sino que experimenta a lo
largo del poema un proceso de aprendizaje, que le lleva a corregir las ofensas
a lo sagrado y a conquistar su alma, resistiendo repetidas tentaciones de
tratar como semejantes y conmensurables su condición humana y la de los dioses.
En síntesis, Homero muestra en la Odisea la importancia de la mesura en
nuestras pretensiones, del sentido de los límites y de la reverencia ante la huella
divina en nuestro paso por la tierra. Lo que cuestiona a los compañeros de
Ulises no es su hambre, una necesidad natural de todos, sino su pérdida de
respeto por lo que lo merece.[3]
En cuanto a la inmensa riqueza temática
de la tragedia ática, sólo quiero destacar un aspecto primordial para mis
propósitos, en elPrometeo encadenado de Esquilo.
La mayoría de los intérpretes han visto
en esta obra una alegoría de la rebelión humana contra los dioses y una
historia de liberación, exaltando a Prometeo como “la personificación del
espíritu, que acepta el sufrimiento a cambio del bien que puede hacer”.[4] No
obstante, Eric Voegelin, en un brillante estudio sobre la pieza, ha demostrado
que se trata de la historia de una transgresión,
en la que nuevamente la rebelión desmesurada rompe los límites que nuestra
condición humana debería respetar.[5]
Prometeo es un Titán, un dios menor,
que en principio se alía con Zeus y le persuade de no extinguir la
insatisfactoria especie humana y reemplazarla por otra. Luego de contribuir a
salvar a los humanos Prometeo busca ayudarles a mejorar su situación, pero se
excede en sus ambiciones y roba el fuego sagrado de Zeus, experimentando como
consecuencia un terrible castigo.
Goethe, Shelley y Marx, entre otros,
han visto en Prometeo un símbolo de ilustrada autoconfianza humana, de
afirmación revolucionaria que toma el destino de la humanidad en sus manos. No obstante,
como señala Voegelin, hay que cuidarse de las trampas de un titanismo romántico
en la interpretación del Prometeo
encadenado. El
estudio ponderado de la tragedia ática en general y del Prometeo encadenadoen particular,
sugiere que la única rebelión admirable es la que emana de una aceptación de
nuestra condición como seres finitos, de nuestra reverencia hacia un fundamento
del ser que nos trasciende y del respeto hacia un orden de justicia.
Por el contrario, la rebelión
transgresora de nuestros límites, carente de humildad y equilibrio y orientada
al desafío hacia lo que merece respeto pues pertenece al ámbito de lo sagrado,
es rechazada y calificada como “gran demencia” en la obra.[6]
En otro pasaje del drama Esquilo aclara
el sentido del cuestionamiento al impulso prometeico, que transgrediendo los
límites de la prudencia y la reverencia a lo que debemos respetar, distorsiona
el sentido de nuestra presencia en el mundo, ofende nuestra condición humana,
la desarraiga de sus orígenes trascendentes y perturba el orden de justicia que
todos somos capaces de intuir. En esos versos Esquilo expone el final del
desmesurado impulso prometeico e increpa al personaje: “¿Dónde hallarás
defensa? ¿Qué ayuda pueden darte los mortales?”[7]
¿Qué me dice todo ello acerca de la
condición de Venezuela?
Creo que la reflexión griega sobre, de
un lado, la hubris o pecado de orgullo, y del otro acerca
de Némesis, el
castigo a la soberbia sacrílega, se aplica de manera eminente a nuestra actual
situación histórica, pues en un sentido fundamental lo que hemos contemplado
estos años es un despliegue de desmesura que a su vez evidencia ceguera e
irreverencia. Hemos presenciado y seguimos presenciando el avance de una transgresión contra lo esencialmente humano.
La desmesura de estos tiempos y sus
protagonistas la comprobamos en el intento dirigido a modificar el pasado
histórico del país, llegando hasta la transformación del significado de fechas
y símbolos de la nacionalidad así como de toda la narrativa que nos antecede,
en función de hacer de ese pasado un mero reflejo de los imperativos ideológicos
del presente. La desmesura, que es una especie de ceguera, en sentido
metafórico, que oscurece nuestra condición finita, se observa también en el
intento de rechazar las enseñanzas de la historia, de la nuestra y de otros, y
se empecina en repetir los experimentos revolucionarios que ya han sido
probados en otras latitudes y han terminado en penuria, fracaso y decepción.
Dicha desmesura, en tercer lugar, la
percibimos en la consigna del “hombre nuevo”, y ahora la del “superhombre”,
ilusorias muestras de irreverencia hacia nuestra condición humana, una
irreverencia que pretende transgredir tales límites y convertirnos, mediante
los dogmas de la ideología unida al poder, en réplicas de desgastados modelos
doctrinales.
La soberbia, en cuarto lugar, se revela
en el personalismo político y el menosprecio a las instituciones, todo lo cual
lleva a la subordinación creciente de los ciudadanos a un poder que, por
puramente personal, es por definición arbitrario y no sujeto a normas. Dicho
poder se expande sin que los instrumentos que nuestra civilización ha creado
para contenerlo tengan vigencia, pues Venezuela existe hoy en un ámbito
político donde la división de poderes, los frenos constitucionales y la
justicia independiente perecen por asfixia.
La ciega desmesura a la que me refiero
la palpamos igualmente en el eterno recomenzar de una revolución que se presume
inmortal, que sólo encuentra en el pasado lo que le sirve para el presente y
sólo proyecta hacia el futuro una consigna, “¡venceremos!”, que une el vacío de
significado a un presunto final siempre postergado, siempre situado más allá,
nunca alcanzado del todo. Nunca vencen, siempre posponen un triunfo sin
verdadero destino, en tanto avanza latransgresión.
Y es ineludible referirse a la
desmesura que se revela en la supeditación de los destinos venezolanos a los
designios de otro país, colocando a la Patria en una posición que
necesariamente suscita nuestra protesta.
La desmesura del actual experimento
político venezolano potencia el irrespeto a valores esenciales, así como la
irreverencia hacia lo sagrado en el sentido aclarado por la herencia clásica,
irreverencia que los griegos identifican como el factor que desencadena la
acción de Némesis,
es decir, del castigo al pecado de orgullo.
La etapa histórica que atravesamos se
caracteriza por el intento de poner fin a un modo de vida, cuyos componentes
han resultado de las convicciones, anhelos y afanes de varias generaciones.
Ese modo de vida, producto de las luchas de venezolanos de diversos
orígenes y condiciones, pero movidos por una misma pasión de libertad, tiene
tres rasgos primordiales que son retados y ofendidos a diario.
El primero es el apego al pluralismo y
al respeto a los diversos puntos de vista coexistentes en una sociedad
compleja, apego al que se suma el repudio de la mayoría a la persecución por
motivos políticos. El segundo es el principio según el cual la Constitución se
encuentra por encima de la arbitrariedad del poder personal, y que la libertad
existe cuando están vigentes normas que protegen a las personas, más allá del
capricho de los pasajeramente poderosos. Y el tercero es que los ciudadanos
merecemos respeto de parte de las autoridades que elegimos y que se deben al
conjunto del país y no a una parcela del mismo.
La transgresión contra todo un modo de
vida, que los clásicos griegos denunciarían como el producto de una soberbia
sacrílega, se traduce en el desconocimiento cívico de quienes resistimos, en la
constante injusticia que arroja a la cárcel a compatriotas inocentes, en el
lenguaje agresivo que día tras día ofende y humilla, en la violencia social que
acosa nuestras ciudades y en una vida política transformada en guerra
fratricida, en muerte civil y exclusión deliberada para tantos venezolanos.
La irreverencia se manifiesta también
contra imágenes religiosas que son sagradas para millones de personas, contra
símbolos de la Patria que han permanecido por siglos cubiertos bajo el silencio
y el respeto que debemos a nuestros más ilustres antepasados, y contra los
principios de convivencia elementales que sufren bajo a una implacable voluntad
de poder.
Insisto que debemos ir a lo esencial,
como enseñaron los griegos que profundizaron en nuestra condición humana y sus
empeños históricos. La transgresión y la desmesura tienen un costo, y Némesis, ese misterioso curso de las
cosas que desata su castigo cuando menos lo esperamos, no deja de cobrar el
precio.
Algunos personajes homéricos fueron
capaces de superar la hubris y andar desde la desmesura a la
reconciliación. Helena, Aquiles y Ulises lograron conquistar la sabiduría y
reverenciar lo que merece respeto. Me temo sin embargo que en nuestra
Venezuela, y a pesar de los síntomas que indican que la vida no cesa de
sorprendernos, no se observan aún los signos de una genuina rectificación. La
transgresión sigue su curso empujada por la vocación de profanar.
¿Qué hace viable, según la épica y la
tragedia clásicas, un proceso de reconciliación con nuestros límites y de
derrota a la desmesura? Se trata de un recorrido que tiene lugar en la
conciencia individual y forma parte de los procesos de aprendizaje colectivos.
El destacado Politólogo Karl Deutsch, en su notable libro Los nervios del gobierno, analiza el
concepto de humildad y lo ubica en un terreno no solamente ético sino también
sociopolítico: La humildad es “una actitud hacia los hechos y mensajes
exteriores a uno mismo, y la apertura a la experiencia así como a la crítica, y
una sensibilidad y correspondencia frente a la necesidad y los deseos de los
demás”.[8]
Lo contrario a esta humildad, entendida
como posibilidad de aprendizaje creativo que nos lleve a corregir y cambiar, es
el ya mencionado pecado de orgullo que consiste en cerrarse y experimentar un
aprendizaje patológico, es decir, un aprendizaje que nos conduce a profundizar
los errores hasta que no haya marcha atrás.[9]
La desmesura y transgresión de esta
etapa histórica venezolana han suscitado en algunos actores políticos un
aprendizaje patológico. La raíz de ello está en la ideología. Al respecto
explica Alexander Soljenitsin, en el primer volumen de su obra Archipiélago Gulag, que la ideología es
capaz de extraviarnos gravemente. Antes de hacer el mal, personas que se dejan
dominar por una ideología mesiánica y desmesurada tienen que concebir el mal
como un bien o como una acción lógica, con sentido; en otras palabras, tienen
que hallar unajustificación. La ideología permite, ante nosotros mismos y
los demás, convertir la soberbia, la arbitrariedad y la injusticia en alabanzas
y honores, e impide la autocrítica que hace posible alcanzar la humildad.[10]
¿Qué hacer al respecto, desde el lugar
que ocupamos como venezolanos de hoy y como seres humanos que queremos vivir en
libertad y dignamente? ¿Qué hacer para responder ante los estragos de la
transgresión impulsada por la ideología?
Lo primero es identificar el objetivo,
que no debe ser otro que abrir a nuestra sociedad la ruta desde la desmesura a
la normalidad. Y la normalidad política significa que ya no existan enemigos
sino meros adversarios políticos, con los que se dialoga y llega a acuerdos;
consiste también en la transición del personalismo a la institucionalidad, de
la revolución permanente a las reglas estables, de la utopía a la sobria
realidad, de la exaltación retórica a la argumentación civilizada y del insulto
al debate racional. Estos son principios que debemos asumir y asimilar todos,
sin distinción de bandos o grupos. En ello consiste el desafío de un
aprendizaje colectivo capaz de desvelar otro horizonte para Venezuela.
Lo anterior exige, en segundo lugar,
rescatar la dignidad de la política. Esta es la misión primordial de los
Politólogos en esta etapa de la vida nacional. No sólo nos toca tratar de
conocer la realidad sino que debemos dar sentido a la misma, restaurando el
vínculo entre ética y política. En el plano que he procurado delinear, la moral
ciudadana representa las opiniones que la sociedad sostiene como legítimas y
que son reverenciadas por la mayoría. No abrigo duda alguna de que esas
opiniones dan forma al modo de vida descrito: pluralista, de preceptos
constitucionales ante el arbitrio caprichoso del poder, y de respeto mutuo.
Cuando Venezuela inicie el tránsito
hacia un cambio político, un debate democrático tendrá que asegurar el
ejercicio de la justicia sin retaliaciones. Las ofensas deberán ser retribuidas
en todo lo posible con la magnanimidad. Así lo creo y por ello lucharé.
Considero que la transgresión actual no debe ser respondida con una de otro
signo. Si bien lamento que la desmesura que experimentamos pareciera no querer
redimirse, las enseñanzas de la sabiduría clásica nos dicen que el escenario de
la historia es variable. No conocemos el futuro pero sí somos capaces, dentro
de los límites de nuestra condición, de construir el presente.
De allí que la postura recta y
solidaria asumida por nuestras Universidades durante estos años debe llenarnos
de orgullo. En ocasiones nos invade un cierto desaliento con relación a nuestra
querida Patria. Sin embargo, no perdamos de vista que aquí, en nuestra
Venezuela, se ha librado y sigue librando un hermoso combate por la libertad,
por un modo de vida que nos convoca a restaurar el respeto entre todos y a
edificar un país de todos y para todos. En esa lucha cívica, las instituciones
universitarias venezolanas han enarbolado con encomiable valentía los
estandartes de la dignidad.
Tenemos que perseverar en este camino
de dignidad y rectitud. Y debemos afirmar la esperanza. Un Simposio como el que
hoy comenzamos, en el ámbito de una Universidad libre y democrática, es semilla
de esperanza.
El mensaje de quienes creemos en la
libertad del ser humano debe ser de convivencia pacífica sin retaliaciones.
¿Qué pasará en los tiempos por venir? No lo sabemos pues somos humanos y no
dioses. Lo que sí sabemos es: qué
debemos hacer, cómo debemos actuar.
Y la respuesta es sencilla y sublime a
la vez: debemos actuar como lo indica una sabiduría profundamente humana: con
ponderación, con sentido de las proporciones, con un equilibrio sustentado en
valores humanistas, reconociendo la continuidad de la existencia
histórica de nuestra sociedad y el imperativo de ser libres y dignos como
personas y ciudadanos.
Perseveremos en ese camino.
* XI
Simposio Nacional de Ciencia Política. Conferencia inaugural
Universidad Simón Bolívar, Sartenejas, 20 de julio de 2011
**Profesor titular de Ciencia Política
[2] La
versión de la Ilíada utilizada es la traducida por
Emilio Crespo, publicada inicialmente en el volumen 150 de la Biblioteca
Clásica Gredos. Homero, Ilíada. Barcelona: RBA
Libros, S.A., 2008.
En estos párrafos acerca del poema sigo la interpretación de
Bernard Cox, Backing into the Future. New York: W. W. Norton, 1994,
pp. 19-42.
[3] He
utilizado la versión de la Odisea traducida por Manuel
Fernández-Galiano, publicada por Editorial Gredos, Madrid, 2005. Debo estas
ideas sobre el significado del poema al excelente artículo de Darrell Dobbs,
“Reckless Rationalism and Heroic Reverence in Homer’s Odyssey”, American
Political Science Review, Vol. 81, 2, June 1987, pp. 491-508
[4] C.
M. Bowra, Historia de la literatura griega. México: Fondo de Cultura Económica, 1967, p. 68.
[5] Eric Voegelin, The World of the Polis.
Columbia & London: University of Missouri Press, 2000, pp. 327-338
[6] Esquilo, Prometeo
encadenado (Traducción
de José Alcina), en: Esquilo, Sófocles, Eurípides, Obras
completas. Madrid:
Ediciones Cátedra, 2008, p. 122.
[7] Ibid., p. 108
[8] Karl
W. Deutsch, Los nervios del gobierno. Buenos Aires: Editorial Paidós, 1969,
p. 246.
[9] Ibid., pp. 193-194-
[10] Alexander
Soljenitsin, Archipiélago Gulag. Barcelona: Plaza & Janés,
S.A., 1974, pp. 138-139.
11 DE DICIEMBRE 2015 - 12:01 AM
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