Cuando la realidad es tan compleja y abrumadora, tranquiliza creer en
los simplismos del precandidato republicano
Fue en 1941, en la mañana del 7 de
diciembre. Japón atacó por sorpresa la base naval de Pearl Harbor en Hawaii.
Más de 2.000 personas perdieron la vida, además de los múltiples daños
materiales. Al día siguiente, el presidente Roosevelt solicitó al Congreso
declarar la guerra a Japón. Fue en aquel histórico Discurso de la
Infamia. El hecho, que cada 12-7 se recuerda con solemnidad, marca el
ingreso de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial.
También al día siguiente del ataque
cientos de líderes hawaianos con ancestros japoneses fueron arrestados y
llevados a campos de detención bajo sospecha de espionaje. Ello sin importar su
condición migratoria ni su ciudadanía. Ni tampoco las pruebas, en lo que fue
solo el comienzo: en el continente, hacia el final de la guerra cerca de
120.000 personas, familias enteras de ascendencia japonesa, habían sido
removidas de sus hogares para ser relocalizadas en campos deinternación.
La mayoría de los internment
camps, según la terminología oficial de la época, estaban distribuidos
lejos de las costas, donde residía el grueso de la comunidad nipona-americana
por la propia lógica de los flujos migratorios. El objetivo era militar, por
absurdo que pueda parecer: desplazarlos hacia el interior en caso de una
invasión japonesa.
Llámese presunción de
colaboracionismo con el enemigo. La xenofobia anti-japonesa había comenzado a
fines del siglo XIX, por el crecimiento de la inmigración, y se intensificó en
los años treinta, debido al expansionismo del Imperio Japonés y su control casi
absoluto del Pacífico. Pearl Harbor fue suficiente para activar el racismo
latente.
Así es el miedo. Haga el lector fast
forward. Cuando Trump agita hoy el fantasma del “otro”—un otro
musulmán, chino o mexicano— le habla a una sociedad atemorizada como la de
entonces. Es solo que hoy es más que la guerra y más que el terrorismo, el de
afuera y el de adentro. Es también el temor que resulta de la incertidumbre
laboral, el ininterrumpido crecimiento de la desigualdad, la caída de la
movilidad social ascendente y la angustiante inseguridad acerca del futuro.
Cuando Trump
agita hoy el fantasma del “otro”—un otro musulmán, chino o mexicano— le habla a
una sociedad atemorizada como la de entonces
Compárese, simplemente, el aumento de
la matricula universitaria en las ultimas dos décadas en relación al salario y
la inflación. Ocurre que cuando la realidad es tan compleja y abrumadora,
tranquiliza creer en los simplismos de Trump: proteccionismo para los chinos
que se han tomado la producción industrial, un muro para los mexicanos que se
han tomado el empleo y prohibición de entrada para los musulmanes que se han tomado
la vida de los estadounidenses.
Son mitos, medias verdades que no
podrían transformarse en políticas de gobierno. Eso sí, suenan convincentes en
la tele. Son capaces de despertar al monstruo intolerante y xenófobo que anida
en toda sociedad a la defensiva. Son efectivas como racionalización de la
incertidumbre; la culpa esta afuera. Son útiles para soslayar que la violencia
de los que aprovechan la Segunda Enmienda de la Constitución—el libre acceso a
las armas— de hecho ha cobrado muchas más victimas que el fanatismo de aquellos
que invocan El Corán. La islamofobia crece a la par de la negación de la
realidad.
Trump también ha sido capaz de
definir casi un nuevo Partido Republicano, o de indefinirlo, mejor dicho. Es
hoy un partido que parece incapaz de encontrar una plataforma que tenga sentido
electoral y de gestión al mismo tiempo. Si en el verano Trump era fuente de
entretenimiento, por lo absurdo, hoy genera preocupación. Es que su extremismo
ha desplazado el centro de gravedad, al punto que Ted Cruz —otrora un exponente
del fundamentalismo religioso conservador— suena moderado y razonable, y a Jeb
Bush —¡un Bush, vamos!— hasta se lo ve progresista.
Vuelvo ahora a la historia, rewind.
A partir de los años sesenta, la comunidad de origen japonés fue resarcida por
la injusticia. Los historiadores probaron que era tan leal como cualquiera, sin
evidencia de espionaje. El Congreso determinó que la internación fue
motivada por xenofobia, no por necesidades militares reales. El sistema legal
documentó la especifica violación de sus derechos constitucionales, aprobando
las reparaciones pertinentes. Y los Gobiernos desde Ford en adelante pidieron
el correspondiente perdón, previo pago de la compensación de rigor. Hasta el
lenguaje cambió, sin más eufemismos, aceptándose que se trató de campos de
concentración.
Insuficiente para tanto
sufrimiento, claro está, pero siempre es mejor que la persistencia del racismo.
Las sociedades democráticas se caracterizan por una cierta capacidad de
aprender de su historia, con la esperanza de no repetir errores. Trump debería
intentar hacer lo mismo.
Twitter @hectorschamis
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