No vamos a insistir demasiado en lo que ya se sabía: que
las elecciones del 20D consagrarían en España el fin de la vertebración
bi-partidista.
Es cierto que los dos partidos del bloque histórico
post-franquista, PP y PSOE, conservan –sumando la cantidad de escaños que
obtuvieron en conjunto– la mayoría absoluta (123 y 90, respectivamente).
Pero
aún en el caso de que ambos decidieran armar un compromiso histórico a la
española –lo que en el papel se ve fácil pero en la realidad muy difícil–
abrirían un enorme espacio abierto para el crecimiento de los de por sí no muy
pequeños “partidos emergentes”, los que han dejado hace rato de ser emergentes.
Hay que repetir entonces la ya manida frase: los nuevos partidos, Podemos y Ciudadanos,
llegaron para quedarse.
Realicen o no PP y PSOE un pacto de gobierno, este
aparecerá siempre como lo que será: una simple unión en defensa de un pasado
que al ser pasado ya no existe. Bien para los conservadores, mal para los
socialistas quienes perderían así el último gramo de identidad que les resta:
el de ser “la izquierda” frente a “la derecha”. Desde ahora en adelante, si
PSOE no decide unir su mala suerte con el PP, deberá compartir el lugar
tradicional de la izquierda con Podemos. Les guste o no. Lo más seguro es que
no les guste.
En términos generales, si dejamos al lado cifras
nominales, el resultado de las elecciones muestra a tres grandes perdedores
–PP, PSOE y Ciudadanos– y un solo gran ganador, Podemos.
Que el PP ganaría perdiendo su mayoría absoluta, ya se
sabía. Lo que no se sabía era la dimensión de la pérdida. Y bien, esa dimensión
fue enorme.
Se dirá que la gran cantidad de votos perdidos es el
precio que tuvo que pagar Rajoy al implementar su economía de rescate,
imposible de realizar sin llevar a cabo los llamados recortes sociales. Esa es
una verdad. Pero también es verdad que Rajoy, para realizar sus reformas,
eligió abandonar el primado de la política convirtiendo a su gobierno en una
simple oficina de administración financiera.
En aras de la economía, Rajoy se ha desvinculado de todos
los temas gravitantes que acosan a España y Europa. Así, ha dejado de ofrecer
lo que todo gobernante debe ofrecer a su país: liderazgo. O dicho en otra
fórmula: Rajoy obtuvo una muy relativa mayoría pero al precio de perder la
hegemonía política sobre el conjunto de la nación.
El segundo gran derrotado fue, evidentemente, el PSOE. Es
cierto que la proyección de Pedro Sánchez, un político de confección, hecho a
la medida para el momento, pero sin dotes de liderazgo y conducción
estratégica, logró detener en parte la debacle electoral transformándola en una
simple derrota. Pero también es cierto que el PSOE, después de las elecciones,
es un partido que ha quedado muy mal posicionado. Expliquemos:
De todos los partidos, el PSOE aparece como el más
indicado para formar parte de un futuro gobierno, ya sea en relación
subordinada al PP, ya sea ocupando un aparente lugar de comando en alianza con
Podemos. Eso significa que mires hacia donde mires no podrá haber futuro
gobierno sin la participación del PSOE. Pero a la vez, mires hacia donde mires,
cualquiera de esas dos alternativas trae consigo la posibilidad de un
fraccionamiento interno del PSOE.
Si el PSOE une su destino con el PP, la rebelión de sus
bases de izquierda ya es cosa programada. Si une su destino a Podemos, perderá
gran parte de su mejor capital, el centro político. ¿Imagina alguien a Felipe
González y a Pablo Iglesias formando parte de una misma coalición? Más fácil
sería unir al agua con el aceite.
Tanto o más grave es la situación para el PSOE si se
considera que el único árbol en donde podía afirmarse, el emergente Ciudadanos,
es el tercer perdedor de la jornada. La alianza PSOE- Ciudadanos aparecía como
una combinación ideal para un eventual gobierno, siempre y cuando Ciudadanos
lograra mantener el caudal de votos que tres semanas antes de las elecciones
parecía disfrutar, según todas las encuestas.
¿Qué pasó con Ciudadanos? Algo muy simple: fue bloqueado
por una confabulación de los tres partidos restantes.
En efecto, los tres partidos restantes del cuadrilátero
estaban interesados en mantener el dualismo izquierda-derecha del cual son
tributarios. En ese sentido, Ciudadanos rompía los esquemas, desarticulaba los
alineamientos y quitaba votos a los otros tres partidos. El PP lo veía como
competidor en el espacio de la derecha. El PS perdía votos centristas que
emigraban a Ciudadanos y Podemos estaba interesado en recomponer el orden
ideológico (izquierda-derecha) de la Guerra Fría, único lugar en donde se
siente seguro.
En los debates pre-electorales fue notorio que había un
acuerdo tácito (y quizás no tan tácito) entre PSOE y Podemos para arrinconar a
Ciudadanos hacia la derecha a fin de hacerlo aparecer como un PP más chico. No
bastó la reacción de Albert Rivera al proclamar, tres días ante de las
elecciones, que no apoyaría al PP en la configuración de un nuevo gobierno.
Palabras tardías. Los votantes más conservadores de Ciudadanos volvieron al
redil del PP y Ciudadanos no tuvo el tiempo necesario para recuperar los votos
centristas e incluso los izquierdistas perdidos frente a sus otros dos
contrincantes.
En todo caso, Ciudadanos mantiene su identidad de partido
no alineado, identidad que puede ser muy útil si se da el caso de que las elecciones
deban ser repetidas al no producirse ningún acuerdo. Pero eso es en este
momento una simple especulación.
El único ganador ha sido, en consecuencias, Podemos. No
obstante, las razones que explican su gran votación (69 escaños) hay que
ponerlas en el inventario no tanto de su proyecto histórico (que no tiene),
sino en el de la ausencia de alternativas políticas mostradas por sus
contrincantes principales, sobre todo el PSOE.
Por una parte, Podemos fue el partido que con su ataque
continuo a toda la clase política (“la casta”) capitalizó mejor que otros la
difusa idea de un “cambio”. Muchos votos que recibió Podemos fueron productos
del desencanto español frente a la corrupción y burocratización manifiesta de
los partidos de la era bi-partidista. Algo así como el deseo de “que se vayan
todos”, tan popular una vez en Argentina.
Por otra parte Podemos logró insertarse entre “las masas
post-industriales” (Touraine) de trabajadores sin puesto fijo, trashumantes
sociales, desarraigados de la pos-modernidad, en fin, de los “indignados” sin
partido. Ese mismo espacio que en Francia ha sido cubierto por el neo-fascismo
del Frente Nacional se encontraba en España a libre disposición de Podemos.
Pero solo en parte. Estamos hablando de un electorado volátil, sin pertenencias
políticas estables, susceptible de ser movilizado desde uno hacia otro extremo.
Sin embargo, la razón principal del ascenso de Podemos hay
que encontrarla en la increíble audacia y demagogia de su líder Pablo Iglesias.
Situado Podemos hasta hace algunas semanas muy por debajo de los otros tres
partidos, Iglesias realizó una movida desde el punto de vista electorero,
hábil, pero desde el punto de vista político, muy peligrosa: concertó un pacto
con los independentismos e incluso con los secesionistas catalanes de
izquierda. Así llegó a convertirse, sobre todo con su apoyo a un plebiscito en
Cataluña, en el candidato español de la no-España. Después de haberse
presentado como el candidato de la anti-política, en las elecciones del 20 D
emergió de pronto como el candidato de la disociación nacional. El
representante más genuino de una España invertebrada.
“España invertebrada” es, como es sabido, el título de un
clásico de José Ortega y Gasset. En ese libro, el filósofo, con agudeza
insospechada de sociólogo, nos hablaba de los dos grandes peligros que se
avecinaban sobre la España de pre-guerra. Uno era el separatismo regional,
representado tanto ayer como hoy por los movimientos independentistas. El otro
era el separatismo social, representado por los comunistas y socialistas de su
tiempo. Hoy ambos peligros aparecen de nuevo, pero esta vez ocultos en el
ropaje libertario y en las cabelleras despeinadas de los podemistas.
Quizás más temprano que tarde, PP, PSOE y Ciudadanos, se
verán obligados a formar un dique de contención frente al peligro de la doble
disociación representada potencialmente por Podemos. Por cierto, no estamos
hablando de la política de mañana. Pero sí, tal vez, de la de pasado mañana.
Ortega y Gasset, el gran filósofo de la palabra galana, es
hoy más actual que nunca.
Por Fernando Mires | 21 de diciembre, 2015
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